La Santísima Virgen, después de haber cooperado con el Salvador a prepararnos en El y por El los principios de la vida divina, coopera también, con dependencia de El, en la aplicación de la Sangre redentora, es decir, en la distribución actual de las gracias. Demostración por la razón teológica y por la autoridad de las Sagradas Escrituras.
I. Por los dos misterios de la Encarnación del Verbo y de la dolorosa Pasión del Hombre-Dios, las fuentes de la Vida divina, agotadas para nosotros por la caída original, fueron henchidas de nuevo. Jesucristo, naciendo y muriendo por los hombres, les ha dado, liberalmente, a todos el poder de ser hechos hijos de Dios. Todos lo son ya, no en actos, es verdad, puesto que muchos aún no existen y otros muchos viven en la muerte del pecado, sino en preparación, y en potencia, y en virtud, en las causas universales que son los méritos y la satisfacción de Jesucristo, y esto basta para que todo hombre tenga derecho para decir a Dios Padre nuestro y Padre mío.
¿Qué más es necesario para llegar a serlo, y serlo efectivamente? Llenar una sola condición, respondían los jefes de la Reforma luterana: apropiarse para sí mismo por la fe los méritos de Cristo, la justicia y la santidad de Cristo. Creed firmemente que Cristo ha muerto, ha satisfecho por vosotros; esto basta; la justicia de Cristo es vuestra; estáis justificados, sois hijos de Dios y sois salvos. La doctrina católica ha condenado esta pretensión (Concil. Trident., s. VI capp. 3 et 6; can. 10 et 11).
Quiere la doctrina católica que nosotros lleguemos a ser interiormente justos y santos, con una santidad, con una justicia que nos sea inherente; que nuestra filiación divina descanse sobre la participación real de la naturaleza divina, llamada gracia santificante, y que nos dispongamos a este estado, sobrenatural y divino, por medio de actos libremente puestos bajo la luz y por inspiración del Espíritu Santo (La Grace et la Gloire, I, 2, c. 1, sq„ t. I, p. 75, etc.).
La Pasión del Salvador no es la salvación, sino el medio universal de salvación. La sangre derramada en la cruz preparó para los hombres una fuente inagotable de vida sobrenatural, de la que nadie está excluido, puesto que esta sangre ha sido vertida por todos; más aún, falta que de esta fuente la vida mane en cada uno de los hombres, bajo la forma de gracias actuales y de gracia permanente o santificante; en otros términos, de la gracia que prepara y de la gracia que constituye la adopción de Hijos de Dios. Y esto es lo que se quiere dar a entender cuando se habla de la aplicación de los méritos de Cristo y de la distribución de las gracias, necesarias una y otra para que seamos rehechos a imagen del Hijo único de Dios y para que obremos conforme a nuestro ser de hijos. Aclaremos esto con un ejemplo. Así como todos los hombres universalmente han muerto en Adán, todos son vivificados en Cristo (Rom. V, 15 y sig.) Ahora bien: para que cada uno de ellos contraiga de hecho el pecado original que es la muerte del alma, es preciso que la condenación lanzada contra el primer padre le sea actualmente aplicada: es decir, que venga a la existencia y salgan, naturalmente, de su estirpe. Mientras no viven aún, están muertos y no lo están: muertos de derecho, en principio, puesto que tienen que nacer con una naturaleza caída; pero no muertos en realidad, puesto que la privación de la gracia sólo puede afectar a un sujeto existente. Ahí ocurre, guardando las debidas proporciones. con la vida sobrenatural. La Humanidad entera ha sido vivificada por la Sangre de Jesucristo. Mas esta vida, para llegar a ser actualmente propia de cada miembro de la Humanidad, debe entrar en él por la gracia. Hasta entonces no pertenece, de hecho, al número de los vivientes.
¿Qué más es necesario para llegar a serlo, y serlo efectivamente? Llenar una sola condición, respondían los jefes de la Reforma luterana: apropiarse para sí mismo por la fe los méritos de Cristo, la justicia y la santidad de Cristo. Creed firmemente que Cristo ha muerto, ha satisfecho por vosotros; esto basta; la justicia de Cristo es vuestra; estáis justificados, sois hijos de Dios y sois salvos. La doctrina católica ha condenado esta pretensión (Concil. Trident., s. VI capp. 3 et 6; can. 10 et 11).
Quiere la doctrina católica que nosotros lleguemos a ser interiormente justos y santos, con una santidad, con una justicia que nos sea inherente; que nuestra filiación divina descanse sobre la participación real de la naturaleza divina, llamada gracia santificante, y que nos dispongamos a este estado, sobrenatural y divino, por medio de actos libremente puestos bajo la luz y por inspiración del Espíritu Santo (La Grace et la Gloire, I, 2, c. 1, sq„ t. I, p. 75, etc.).
La Pasión del Salvador no es la salvación, sino el medio universal de salvación. La sangre derramada en la cruz preparó para los hombres una fuente inagotable de vida sobrenatural, de la que nadie está excluido, puesto que esta sangre ha sido vertida por todos; más aún, falta que de esta fuente la vida mane en cada uno de los hombres, bajo la forma de gracias actuales y de gracia permanente o santificante; en otros términos, de la gracia que prepara y de la gracia que constituye la adopción de Hijos de Dios. Y esto es lo que se quiere dar a entender cuando se habla de la aplicación de los méritos de Cristo y de la distribución de las gracias, necesarias una y otra para que seamos rehechos a imagen del Hijo único de Dios y para que obremos conforme a nuestro ser de hijos. Aclaremos esto con un ejemplo. Así como todos los hombres universalmente han muerto en Adán, todos son vivificados en Cristo (Rom. V, 15 y sig.) Ahora bien: para que cada uno de ellos contraiga de hecho el pecado original que es la muerte del alma, es preciso que la condenación lanzada contra el primer padre le sea actualmente aplicada: es decir, que venga a la existencia y salgan, naturalmente, de su estirpe. Mientras no viven aún, están muertos y no lo están: muertos de derecho, en principio, puesto que tienen que nacer con una naturaleza caída; pero no muertos en realidad, puesto que la privación de la gracia sólo puede afectar a un sujeto existente. Ahí ocurre, guardando las debidas proporciones. con la vida sobrenatural. La Humanidad entera ha sido vivificada por la Sangre de Jesucristo. Mas esta vida, para llegar a ser actualmente propia de cada miembro de la Humanidad, debe entrar en él por la gracia. Hasta entonces no pertenece, de hecho, al número de los vivientes.
He aquí por qué la operación santificante de Jesucristo no cesa. No está Él en el caso de merecernos de nuevo los principios de la vida divina. Bajo este aspecto hemos sido santificados por la oblación del Cuerpo de Cristo hecha una sola vez sobre el Calvario (Hebr., X. 10). ¿Qué hace, pues? Nos lo aplica, nos los apropia por medio de su Iglesia, de sus Sacramentos, de su intervención perpetua cerca de su Padre (Hebr., VII, 25; Rom., VIII, 24), y es de este modo cómo, engendrándonos completamente para la vida divina, consuma su misión de Salvador y Redentor.
Aquí preséntase una cuestión capital para la maternidad espiritual de María. ¿Tiene su parte Ella en esta aplicación de los méritos de Cristo, en esta perpetua distribución de la gracia y de la vida divina?
Sí, consumada la Redención en el Calvario, la bienaventurada Virgen María no tiene, dependiendo de Jesucristo, una Cooperación propia en esta nueva obra, o bien, si esta cooperación se encuentra limitada, ora a ciertas personas, ora a ciertas efusiones de bienes sobrenaturales, de un modo manifiesto su maternidad de gracia es imperfecta en sus funciones. No alcanza, en su orden, hasta donde se extiende la influencia del Redentor. Habrá, por lo menos, vidas o grados de vida que supondrán, es verdad, su concurso ministerial en la obra fundamental de la Redención; pero que no dependerán de ella, en manera alguna, en cuanto a su actual producción. Si queremos, pues, tener pleno conocimiento de la maternidad espiritual de María, debemos indagar si representa un papel y qué papel en la distribución de la gracia. Sin entrar por el momento en la cuestión muy compleja de saber si todo favor divino, sin excepción alguna, nos viene por Ella, después de Jesucristo, nos mantendremos ahora en consideraciones más generales. Más adelante será menos difícil, a la luz proyectada por los pensamientos de los Padres y los Santos, precisar con mayor o menor certeza hasta dónde alcanzan en esta materia el poder y la acción de la Madre de los hombres.
Este doble papel de la Santísima Virgen en el alumbramiento de los hijos de adopción está felizmente expresado en el texto siguiente: "La Madre de la Misericordia ha sido establecida cooperadora de nuestra redención y madre de nuestro nacimiento espiritual. Primeramente dio a luz sin dolor a su primogénito, que envolvió en pañales: después dió a luz de nuevo junto a la cruz, entre inmensos dolores, no ya un solo hijo, sino una muchedumbre de hijos: todos aquellos que eran rescatados por el Señor (Psalm., CXI, v. 2) y los dió a luz a todos juntos, si se mira a la virtud de la causa, "simul quantum ad virtutem causae"; mas no a todos juntos si se mira al ser, "non simul quantum ad esse", puesto que los efectos de la Pasión deben ser aplicados sucesivamente en diferentes épocas de la duración." En otras términos, la Virgen tiene dos maneras de cooperar al nacimiento de los hijos de Dios. Ha cooperado primero a preparar para todos la causa universal de su vida divina; y coopera después, a medida que vienen a la existencia, a aplicarles los efectos de la Pasión del Salvador, es decir, las gracias que los regeneran. Y de este modo es como los engendra sucesivamente "quatum ad esse" después de haberlos engendrado a todos a la vez "quantum ad virtutem causae".
Aquí preséntase una cuestión capital para la maternidad espiritual de María. ¿Tiene su parte Ella en esta aplicación de los méritos de Cristo, en esta perpetua distribución de la gracia y de la vida divina?
Sí, consumada la Redención en el Calvario, la bienaventurada Virgen María no tiene, dependiendo de Jesucristo, una Cooperación propia en esta nueva obra, o bien, si esta cooperación se encuentra limitada, ora a ciertas personas, ora a ciertas efusiones de bienes sobrenaturales, de un modo manifiesto su maternidad de gracia es imperfecta en sus funciones. No alcanza, en su orden, hasta donde se extiende la influencia del Redentor. Habrá, por lo menos, vidas o grados de vida que supondrán, es verdad, su concurso ministerial en la obra fundamental de la Redención; pero que no dependerán de ella, en manera alguna, en cuanto a su actual producción. Si queremos, pues, tener pleno conocimiento de la maternidad espiritual de María, debemos indagar si representa un papel y qué papel en la distribución de la gracia. Sin entrar por el momento en la cuestión muy compleja de saber si todo favor divino, sin excepción alguna, nos viene por Ella, después de Jesucristo, nos mantendremos ahora en consideraciones más generales. Más adelante será menos difícil, a la luz proyectada por los pensamientos de los Padres y los Santos, precisar con mayor o menor certeza hasta dónde alcanzan en esta materia el poder y la acción de la Madre de los hombres.
Este doble papel de la Santísima Virgen en el alumbramiento de los hijos de adopción está felizmente expresado en el texto siguiente: "La Madre de la Misericordia ha sido establecida cooperadora de nuestra redención y madre de nuestro nacimiento espiritual. Primeramente dio a luz sin dolor a su primogénito, que envolvió en pañales: después dió a luz de nuevo junto a la cruz, entre inmensos dolores, no ya un solo hijo, sino una muchedumbre de hijos: todos aquellos que eran rescatados por el Señor (Psalm., CXI, v. 2) y los dió a luz a todos juntos, si se mira a la virtud de la causa, "simul quantum ad virtutem causae"; mas no a todos juntos si se mira al ser, "non simul quantum ad esse", puesto que los efectos de la Pasión deben ser aplicados sucesivamente en diferentes épocas de la duración." En otras términos, la Virgen tiene dos maneras de cooperar al nacimiento de los hijos de Dios. Ha cooperado primero a preparar para todos la causa universal de su vida divina; y coopera después, a medida que vienen a la existencia, a aplicarles los efectos de la Pasión del Salvador, es decir, las gracias que los regeneran. Y de este modo es como los engendra sucesivamente "quatum ad esse" después de haberlos engendrado a todos a la vez "quantum ad virtutem causae".
Este texto se cita como perteneciente a la cuarta parte de la
Summa theologica de San Antonino, de donde lo habría tomado el autor de la Bibliotheca virginalis (t. II. p, 517). No hemos podido verlo ni
en la primera ni en la segunda de estas obras. En todo caso, es la
expresión clara y verdadera de las funciones ministeriales de la
Santísima Virgen en la generación de los hijos de Dios. La Biblíotheca
virginalis es una colección de obras escritas en alabanza de María. El
primer autor es Pedro de Alba y Astorga, de la Orden de San Francisco.
Fué impresa por vez primera en Madrid, en 1648. Tres in folio.
La cuestión presente es ésta: ¿Concurre María actualmente, y concurre generalmente (Generalmente, es decir, de tal modo que ordinariamente, al menos, las gracias lleguen dependiendo su mediación), sobre todo por sus intercesiones y por sus méritos, a la distribución que se hace entre los hombres de los bienes sobrenaturales? No sabríamos contestar mejor que tomando de Bossuet la solución dada por él al problema. Después de haber demostrado cómo María ha cooperado por el libre movimiento de su amor a dar al mundo su Libertador, añade: "Como esta verdad es conocida, no me detengo en explicarla; más no os callaré una consecuencia que quizá no hayáis meditado bastante: es que Dios, habiendo querido darnos una vez a Jesucristo por medio de la Santísima Virgen, este orden ya no lo cambia, y los dones de Dios son sin arrepentimiento (Rom., XI, 29). Es y será siempre verdadero que habiendo recibido una vez por ella el principio universal de la gracia, nosotros recibimos también por intermedio de Ella sus diversas aplicaciones en todos los diferentes estados que componen la vida cristiana. Habiendo su caridad maternal contribuido tanto a nuestra salvación en el misterio de la Encarnación, de modo igual contribuirá eternamente a todas las otras operaciones que no son sino dependencias de aquélla" (Bossuet, Tercer Sermón para la fiesta de la
Concepción de la S. V., primer punto; col. Tercer Sermón para la fiesta
de la Anunciación. Fin del primer punto).
Notad esta expresión: dependencias. Esto sólo bastaría para demostrar la alta conveniencia y como la necesidad para Dios de santificar a los hombres por mediación de María, puesto que de ella y por ella nos ha venido el Autor de toda gracia. "Habiendo Dios querido una vez que la voluntad de la Santísima Virgen cooperase eficazmente a dar a Jesucristo a los hombres, este primer decreto no varía, y siempre recibiremos a Jesucristo por mediación de su caridad" (Bossuet, Cuarto Sermón para la fiesta de la Anunciación, primer punto). Habría una especie de inconsecuencia en mutilar este orden, y el plan divino perdería gran parte de su belleza y de su unidad. He aquí, ciertamente, con una razón sólida, una grave autoridad. Mas otra voz se ha hecho oír en nuestros días aún más precisa y digna de mayor atención. Es la de León XIII, afirmando desde lo alto de la silla apostólica que por decreto de Dios, María, entronizada en la gloria, como lo exigen su dignidad de Madre de Dios y la excelencia de sus méritos, no cesa de protegernos y de velar por nuestros intereses con una solicitud más que maternal: "Porque habiendo prestado su ministerio a la obra de la redención de los hombres, ejerce igualmente el mismo ministerio en la dispensación de la gracia que mana perpetuamente de la Cruz, estando, como está, para este fin investida de un poder inmenso" (Adiutricem populi. 5 sept. 1895).
Antes de León XIII y de Bossuet, y de un modo tan explícito como el uno y el otro, el autor de un sermón sobre la Asunción de la Santísima Virgen María, distinto de aquel que otras veces se atribuía a San Jerónimo, testificaba este natural enlace entre el oficio de la Virgen en el Calvario y su cualidad de repartidora universal de la gracia. He aquí este notable pasaje: "Con todo el afecto de nuestro corazón, confiemos en las intercesiones de la Virgen bendita; todos y con todas nuestras fuerzas imploremos su patrocinio, a fin de que, recibiendo de la tierra constantemente nuestras súplicas y nuestros homenajes, se digne, en el cielo, hacer llegar a Dios una oración porfiada. En efecto, no cabe duda: aquélla que ha sido digna de proporcionar el precio de nuestro rescate, puede también, mejor que todos los santos juntos, hacer oír sus súplicas en favor de los redimidos" (Append. serm. S. Augustini, serm. 208, n. 12, P. L.. XXXIX, 2134. Estímase que este sermón pertenece o a Fulberto de Chartres, o más probablemente, quizá, al beato Ambrosio Autpert (siglo VIII). Como quiera que sea, se le halla al final de las obras de San Jerónimo, in Mantissa, ep. 10, P. L., XXX, 143, sqq.).
¿Veis, pues, las dos funciones generales de la maternidad espiritual de María, la que hemos estudiado hasta ahora, función de cooperadorá en la redención del mundo, consumada plenamente sobre el Calvario, y la que nos resta que meditar, función de dispensadora de los bienes de su Hijo? ¿Veis también cómo la primera supone la segunda? Porque si los sufragios de María son de mayor virtud que la de todas las oraciones reunidas de todos los Santos de la tierra y del cielo, ¿no es, acaso, porque ella sola ha merecido preparar el sacrificio y ofrecer el precio de la Redención, Jesucristo, su único Hijo?. La misma relación está también claramente marcada en la oración de la misa votiva de la Santísima Virgen, que se celebra desde Navidad a la Purificación. "Oh Dios, que por la fecunda virginidad de la bienaventurada María habéis procurado al género humano las riquezas de la salvación; haced, os suplicamos, que sintamos que intercede por nosotros aquella por quien hemos merecido recibir al Autor de la vida, Jesucristo Nuestro Señor."
Notad esta expresión: dependencias. Esto sólo bastaría para demostrar la alta conveniencia y como la necesidad para Dios de santificar a los hombres por mediación de María, puesto que de ella y por ella nos ha venido el Autor de toda gracia. "Habiendo Dios querido una vez que la voluntad de la Santísima Virgen cooperase eficazmente a dar a Jesucristo a los hombres, este primer decreto no varía, y siempre recibiremos a Jesucristo por mediación de su caridad" (Bossuet, Cuarto Sermón para la fiesta de la Anunciación, primer punto). Habría una especie de inconsecuencia en mutilar este orden, y el plan divino perdería gran parte de su belleza y de su unidad. He aquí, ciertamente, con una razón sólida, una grave autoridad. Mas otra voz se ha hecho oír en nuestros días aún más precisa y digna de mayor atención. Es la de León XIII, afirmando desde lo alto de la silla apostólica que por decreto de Dios, María, entronizada en la gloria, como lo exigen su dignidad de Madre de Dios y la excelencia de sus méritos, no cesa de protegernos y de velar por nuestros intereses con una solicitud más que maternal: "Porque habiendo prestado su ministerio a la obra de la redención de los hombres, ejerce igualmente el mismo ministerio en la dispensación de la gracia que mana perpetuamente de la Cruz, estando, como está, para este fin investida de un poder inmenso" (Adiutricem populi. 5 sept. 1895).
Antes de León XIII y de Bossuet, y de un modo tan explícito como el uno y el otro, el autor de un sermón sobre la Asunción de la Santísima Virgen María, distinto de aquel que otras veces se atribuía a San Jerónimo, testificaba este natural enlace entre el oficio de la Virgen en el Calvario y su cualidad de repartidora universal de la gracia. He aquí este notable pasaje: "Con todo el afecto de nuestro corazón, confiemos en las intercesiones de la Virgen bendita; todos y con todas nuestras fuerzas imploremos su patrocinio, a fin de que, recibiendo de la tierra constantemente nuestras súplicas y nuestros homenajes, se digne, en el cielo, hacer llegar a Dios una oración porfiada. En efecto, no cabe duda: aquélla que ha sido digna de proporcionar el precio de nuestro rescate, puede también, mejor que todos los santos juntos, hacer oír sus súplicas en favor de los redimidos" (Append. serm. S. Augustini, serm. 208, n. 12, P. L.. XXXIX, 2134. Estímase que este sermón pertenece o a Fulberto de Chartres, o más probablemente, quizá, al beato Ambrosio Autpert (siglo VIII). Como quiera que sea, se le halla al final de las obras de San Jerónimo, in Mantissa, ep. 10, P. L., XXX, 143, sqq.).
¿Veis, pues, las dos funciones generales de la maternidad espiritual de María, la que hemos estudiado hasta ahora, función de cooperadorá en la redención del mundo, consumada plenamente sobre el Calvario, y la que nos resta que meditar, función de dispensadora de los bienes de su Hijo? ¿Veis también cómo la primera supone la segunda? Porque si los sufragios de María son de mayor virtud que la de todas las oraciones reunidas de todos los Santos de la tierra y del cielo, ¿no es, acaso, porque ella sola ha merecido preparar el sacrificio y ofrecer el precio de la Redención, Jesucristo, su único Hijo?. La misma relación está también claramente marcada en la oración de la misa votiva de la Santísima Virgen, que se celebra desde Navidad a la Purificación. "Oh Dios, que por la fecunda virginidad de la bienaventurada María habéis procurado al género humano las riquezas de la salvación; haced, os suplicamos, que sintamos que intercede por nosotros aquella por quien hemos merecido recibir al Autor de la vida, Jesucristo Nuestro Señor."
Después de esta corta entrada en materia, la que, dicho sea en verdad, comprende en germen todos los desarrollos que van a seguirse, vamos, ante todo, a hacer descansar nuestra tesis sobre razones sacadas de la naturaleza misma de las cosas; después vendrá el llamamiento a los testimonios positivos de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y Doctores.
II. Supuesta, pues, esta verdad: que la Santísima Virgen nos ha dado consciente, voluntaria y libremente al autor y principio de toda gracia y de toda vida sobrenatural, y que, no contenta con darle a luz para el sacrificio esperado por todos los siglos, le ha alimentado, guardado y seguido paso a paso hasta la Cruz, como asistenta inseparable de su inmolación; supuesta esta verdad, digo, y establecida sobre demostraciones sólidas, ¿qué consecuencias debemos sacar? La doctrina que es el objeto de este capítulo, puesto que mana de estas premisas como de fecundo manantial y por mil canales. Aquí también la dificultad no estriba en encontrar las pruebas de esta múltiple deducción, sino en ordenarlas de suerte que no se debilite ni su fuerza ni su alcance. ¿A qué tienden todos los dones de gracia que nos hace la liberalidad divina, y de dónde proceden? La fe nos lo enseña: del Redentor, Hijo de María, es de quien los obtenemos, sin excepción de uno solo. Y el objeto de los mismos es el de perfeccionar en nosotros la imagen de Cristo (Galat., IV, 5), incorporarnos a Él, hacer de cada uno de nosotros no sólo un Cristo, a imitación del Primogénito, sino el Cristo total, Christus totus, según el admirable pensamiento de San Agustín (La Grace et la Gloire, 1. V, c. 4, t. I, págs. 315 y sigs.). De ahí hemos deducido en uno de los primeros capítulos de esta segunda parte (L. I, c. 3) que nos hace falta una Madre, y que esta Madre es, con toda verdad, la bienaventurada Virgen María.
Mas ahí no deben detenerse nuestras deducciones, porque pertenece a las madres, no sólo al dar la vida a sus hijos, sino también y, sobre todo, el presidir a su entera formación. Esto es lo que la Sagrada Virgen ha hecho para con el Salvador, cabeza de la persona mística de la que somos miembros. Suponed que después de haber cooperado sobre el Calvario al primero y virtual nacimiento del género humano (Pudiera decirse que hay en el orden sobrenatural como un doble nacimiento a la vida divina. El primero es el que acabo de nombrar virtual. Es como a todos los hombres, y a todos da derecho para llamar a Dios Padre Nuestro. El segundo, que es el que nos constituye formalmente hijos de Dios y nos introduce de hecho en la familia divina, resulta de la infusión de la gracia santificante en los corazones; gracia que conjunta inseparablemente a la morada del Espíritu Santo, es el fundamento y la razón íntima de nuestra filiación divina), ya no concurre más a la aplicación de las gracias de las que mana la vida divina; es madre si queréis todavía; pero una madre que no hace ya por los miembros lo que ha hecho por la Cabeza, una madre incapaz de presidir a su formación espiritual.
Menos trabajo nos costaría el entenderlo así si nos fuera dado, como en otro tiempo a los espíritus angélicos, el alcanzar con un solo esfuerzo la perfección, el llegar de un salto a la beatitud eterna, es decir, a la plenitud del hombre perfecto. Mas, en el orden religioso y moral, igual que en el orden físico, estamos sometidos a la ley de la evolución; niños pequeños (infantes) al salir de las aguas del bautismo, deberemos crecer bajo la acción de la gracia, lentamente, y aun a veces con retroceso, sin escapar jamás totalmente en este mundo a las flaquezas de la formación. ¿Comprendéis ahora la necesidad de una Madre que, de acuerdo con Jesucristo y por Jesucristo, haga llegar hasta nosotros los medios de conservación y crecimiento, es decir, las gracias merecidas por el Salvador?
Y esta necesidad parece tanto más urgente cuanto que, remontándonos al origen de los bienes sobrenaturales esparcidos sobre los hombres, hallaremos que, si vienen principalmente del Hijo, la Madre ha prestado generosamente su ministerio para su adquisición.
No diremos, ciertamente, que la Redención del mundo sea el precio de los merecimientos y de las satisfacciones de la Madre de Dios. Ya eliminamos esta opinión como incompatible con el carácter exclusivo del Redentor. Lo que Ella ha merecido es el derecho de ser el instrumento por el cual Jesucristo dispensa las gracias de la salvación. Puede afirmarse así en este sentido: en el momento en que la Virgen revistió libremente de su carne al Verbo hecho hombre, y en el momento aún más solemne en que,, de pie sobre el Calvario, le ofrecía a Dios como víctima nuestra y precio de nuestro rescate, adquirió entonces una especie de jurisdicción sobre todas las efusiones de la gracia; porque esta gracia sale de una sangre tomada de sus venas y de una carne hecha de su propia carne.
Hemos dicho una especie de jurisdicción. Los santos lo han anunciado mucho tiempo antes que nosotros y de un modo aún más enérgico. Sea una prueba este pasaje de San Bernardino de Sena: "Toda gracia, comunicada a los hombres en este siglo, lo es por una triple procesión, porque va del Padre a Cristo, de Cristo a la Virgen y de la Virgen a nosotros... En efecto; a partir de la hora en que María concibió al Hijo de Dios en su casto seno, ha gozado de una especie de jurisdicción o de autoridad sobre todas las procesiones temporales del Espíritu Santo, de suerte que ninguna criatura recibe de Dios gracia alguna de que María no sea la dispensadora... Puede, pues, con justicia apellidarse llena de gracia, puesto que toda gracia corre por ella sobre la Iglesia militante" (S. Bernard. de Sena, Serrn. de Anunciación, 6, a. 1. c. 2, t. IV. opuse, p. 99). Es un pensamiento repetido por Bossuet: "Vos tenéis en vuestras manos —dice a esta bienaventurada Madre— la llave de las bendiciones divinas. Es vuestro Hijo esa llave misteriosa con la cual son abiertos los tesoros del Padre Eterno; Él cierra y ninguno abre; Él abre y nadie puede cerrar. Su sangre es la que nos inunda de gracias celestiales. ¿Ya quién dará Él más derecho sobre esta sangre, que a aquélla de quien la sacó toda? Su carne es vuestra carne, ¡oh, María!; su sangre es vuestra sangre, paréceme que esta sangre preciosa gustosamente corría a borbotones en la Cruz por vos, pues sentía que erais vos el manantial de donde brotara. Por lo demás, vivís con Él en tan perfecta amistad, que es imposible que no seáis escuchada" (Bossuet, Segundo Serm. para el Viernes de la primera Sem. de Pasión, 19 p. Obras oratorias, t. I, págs. 86 y 87).
Estas últimas palabras de Bossuet bastan para disipar las imaginaciones de ciertas almas, que se figuran, en su sencillez, que los dones sobrenaturales de la gracia son como una cosa material que sería transmitida de Jesucristo a su Madre, para que de ella la recibiéramos. La expresión de canal, a menudo empleada, confirmaría esta ilusión. No; la gracia no es nada parecido. Es Dios mismo el que la infunde en las almas, pero en consideración a los méritos de Jesús, mediante la oración de María. En este sentido, esta bendita Virgen es también la tesorera de la gracia. No quiera Dios que materialicemos lo que es puramente espiritual.
Notemos, para responder de antemano a las objecciones calumniosas de los protestantes, que el término de jurisdicción no debe tomarse en el texto de San Bernardino de Sena (Suárez mismo se sirvió de la misma expresión), como si se tratara de un dominio o de una autoridad propiamente dicha. El Santo mismo nos pone en guardia contra semejante equivocación. Una cierta jurisdicción —dice—, es decir, cierto derecho fundado sobre las disposiciones mismas de Dios, llamando a la Virgen a cooperar en la medida que hemos dicho, en la redención del mundo, y, de consiguiente, sobre el mérito que esta misión le valió, sobre todo en el Calvario.
Propongamos otro capítulo de prueba. Nadie discutirá que dar al mundo el principio universal de la gracia, ser la Madre del Autor de todo don perfecto, es más que servir de canal repartidor de la misma gracia y de los mismos dones. Ahora bien; en las operaciones de lo divina sabiduría, lo más arrastra a lo menos, cuando lo más y lo menos pertenecen al mismo orden, al mismo designio.
Dos analogías contribuirán a derramar nueva luz sobre estas verdades. Siendo cierto que Dios ha querido darse a nosotros por Jesucristo, este orden en adelante no cambia ya más. Lo que tuvo lugar para todos generalmente en el Calvario, se continúa siempre y para cada uno de los hombres a través de los siglos. Nadie puede ir al Padre sino por el Hijo (Joan., XIV, 6); entiéndase, por el Hijo, revestido de nuestra carne. Querer conseguir las gracias y la amistad del Padre sin recibirlas por su Cristo, es impiedad o pura ilusión. De igual manera, habiendo Jesús querido darse a nosotros por María (Nobia datus, nobia natua ex intacta Virgine), este orden tampoco debe cambiar. La vía normal para llegar al Hijo ha de pasar por la Madre. Luego si es por la gracia por la que llegamos al Hijo, es a María a quien pertenece el obtenernos esa gracia. Tal es, substancialmente, la primera analogía. He aquí la segunda:
Eva, por lo mismo que cooperó con el primer hombre a la rebelión de donde tuvo origen la caída original, ha dado muerte, en principio, a toda la familia humana. Por este solo título es verdaderamente la madre de los muertos, entiéndase de los muertos a la vida sobrenatural y divina. Pero Eva concibió hijos con Adán, el gran culpable, y por ella, después de él, el pecado, que es la muerte del alma, los inficionó de hecho, en su primer origen. Así, pues, y si bien lo consideramos, Eva no solamente ha concurrido en general y por derecho a privar a la Humanidad de la justicia primitiva, derrocando, de concierto con su esposo, el orden divinamente establecido, sino que, además, y por una consecuencia necesaria, ha cooperado por su parte a distribuir la muerte entre los hombres que engendraba a la vida natural, y lo que hizo de una manera inmediata con sus propios hijos, continúa haciéndolo, mediatamente al menos, con sus descendientes, a medida que, originados de la primera pareja, llegan a la existencia (Si el acto de engendrar es el vehículo de la muerte espiritual, es porque el padre y la madre son la continuación de la primera pareja de donde proceden).
Así, pues, para que la relación entre la antigua y la nueva Eva se mantenga, es preciso que ésta coopere próximamente con el nuevo Adán en la distribución que de la vida sobrenatural se haga en todo el curso de los siglos. Si restringís su participación en la aplicación de los méritos y de la redención de Cristo, no tendréis sino en una medida incompleta a la Eva nueva al lado del nuevo Adán, y en este punto el plan de la Reparación perderá algo de su majestuosa y perfecta armonía.
Insistamos sobre este carácter de nueva Eva para aprovecharnos de todo lo que encierra. Recordemos la antigua promesa: "y el Señor dijo a la serpiente: "Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya, y ésta quebrantará tu cabeza". Estas enemistades las veíamos hace poco actuando en el Calvario; y la mujer, con su descendencia y por su descendencia, es decir, la Virgen María con Jesús y por Jesús, aplastaba la cabeza del monstruo infernal. Mas por vencido, y derrocado, y oprimido que esté, sin embargo no está aniquilado. El dragón se yergue todavía, para combatir y devorar a la otra posteridad de María, a la que nosotros formamos, sus hijos de adopción. Por tanto, las enemistades prosiguen su curso; por tanto, las emboscadas, la lucha continúan; por tanto, la mujer y su descendencia, Jesucristo y María, deben proseguir y completar su obra reparadora.
Y, ¿cómo se continúa esta obra con respecto a Jesús? ¿Es que aún debe sufrir y morir para merecer el perdón de los culpables y conseguirles las gracias de salvación? No; mas es necesario que aplique a cada uno de los hombres los tesoros de misericordia y de santidad que tan costosamente ha adquirido para ellos. Por tanto, ¡oh, María! Vos debéis aún concurrir con Jesús a esta universal distribución de los frutos del Calvario, con el mismo título, en la misma medida y por las mismas causas por las cuales participasteis en su adquisición. Aquí tampoco conviene que el hombre esté solo (Gen.. II. 18).
¿Será preciso añadir, además, que Jesucristo no podía rehusar a su Madre esta función escogida en la distribución de las gracias, sin hacer en alguna manera violencia a su amor maternal? ¿Podremos persuadirnos, en efecto, de que el amor de nuestra salvación, que le hizo pronunciar su doble fiat: el fiat de Nazaret y el del Calvario, se haya enfriado, y que, por consiguiente, ya no sea para nosotros la misma, siempre buena y madre siempre? Ahora bien; un amor como el suyo no podría quedar satisfecho; estaría privado, en la mansión de la bienaventuranza, de su placer más delicado, si no le fuera dado desahogarse haciendo beneficios, si no pudiera trabajar actualmente en la formación, en el desarrollo, en la conservación de sus hijos. ¿Y cómo podría hacerlo si las gracias destinadas a esta grande obra salieran del Corazón de Jesús sin pasar de ningún modo por las manos de María?
Y no solamente Dios, al negar a María toda participación actual en la efusión de las gracias, la privaría del consuelo más amado de su corazón maternal, sino que para hacerlo así debería también alterar el orden de la Providencia; porque es una ley de la Providencia el servirse del ministerio de las causas segundas para distribuir sus beneficios sobre las criaturas. ¿No es esto lo que hace en el orden natural, y no procede así constantemente para obrar en el orden de la gracia sobre la tierra? A cualquier lado que volvamos los ojos vemos que se sirve de las obras de sus manos para la santificación de los hombres. Gloria suya es el que participe en lo que es más alto y más augusto, en la causalidad divina, y de esta gloria María, cuando estaba entre nosotros en su estado de humillación, gozaba más largamente que ninguna otra criatura de Dios. ¿Es posible que le haya sido retirada, ahora que Dios la ha coronado entre los esplendores del cielo, como Reina universal de la Creación? O, más bien, ¿no será preciso que la posea tanto más deslumbradora, cuanto ella es más honrada? Pues si le arrebatáis su parte escogida, en la distribución de las gracias, le quitáis necesariamente y al mismo tiempo esta joya, una de las más estimadas y preciosas de su diadema.
San Bernardino de Sena trae también otra razón, discutible en sí misma, quizá, pero que prueba hasta qué punto la verdad de que tratamos estaba fuertemente impresa en el alma y en el corazón de los Santos: "Yo encuentro —escribe— al contemplar a Jesucristo, nuestro Rey, dos dignidades igualmente admirables: dignidad del Dios Padre, que le engendra de su substancia; dignidad del Dios Hijo, produciendo eternamente por vía de expiración al Espíritu Santo. Ahora bien; de la primera dignidad, que hace del Padre el principio del Hijo, la Virgen participa de un modo tan excelente, que Jesús es tan verdaderamente Hijo de la Virgen como es Hijo del Padre... Participando de la primera dignidad, María debe también participar, en cierta medida, de la segunda, ¿Por qué? Porque siendo Madre de un Hijo de quien procede el Espíritu Santo, soberanamente conveniente que dispense cuando quiera, como quiera, en la medida que quiera y a quien quiera los dones, las virtudes y las gracias de ese mismo Espíritu" (San Bernard. Sen.. Serm. 1. Nativitatis B. M. V., 6, a. un., c. 8, Opp., t. IV, p. 96).
Volvamos al pensamiento del Santo, para presentarlo de una manera algo diferente. Madre del Hijo Unico de Dios, la Virgen entra en comunicación muy estrecha con la propiedad del Padre. No menos comunica en la propiedad del Espíritu Santo, porque toda ella es obra del amor, tan obra del amor, que todo lo debe a la eterna dilección, aun su existencia. ¿Qué resta, pues, sino que participe de aquella perfección que hace de su Hijo el principio de la tercera persona? Mas porque esta participación no podría, de ninguna manera, llegar a hacerla concurrir a la procesión del Espíritu Santo, es de una conveniencia suprema que coopere a la existencia que tiene en las almas. Y esto mismo, ¿no es, por otra parte, una misma cosa que ser, después de su Hijo, dispensadora universal de las gracias, puesto que por ellas el Espíritu Santo viene a nosotros y en nosotros reside?
Ultima consideración: Más de una vez hemos visto que María está asociada al Divino Redentor, ya sea en el orden de preparación, ya en el orden de ejecución de los divinos misterios. En el orden de preparación, casi lo mismo que el Salvador del mundo, ella ha sido prometida a los Patriarcas, anunciada por los Profetas, figurada por las personas y las cosas de la Ley Antigua, esperada por los justos, y, como Él, en cierta medida, la Deseada de las naciones. En el orden de ejecución, Ella lo ha recibido del Padre; de Ella es de quien ha tomado una naturaleza semejante a la nuestra; por Ella ha llegado a ser uno de nosotros. Ha vivido Ella su misma vida, trabajado, huido y sufrido con Él. Cuando Jesús sube al Calvario, cargado con el madero del sacrificio, ella le acompaña, con el corazón destrozado, mas no teniendo sino una misma voluntad, una misma intención con Él: glorificar a Dios, salvar al mundo. Y he aquí por qué, en tanto que Jesús se ofrece como holocausto de agradable olor, expiando nuestros crímenes y mereciéndonos las gracias de la salvación, María, en pie, al lado de la Cruz, le ofrece para el mismo fin, participando en la redención del mundo.
Esto es lo que hemos contemplado hasta ahora. Falta, para terminar la obra, el último orden: el de la aplicación. ¿Es posible que Jesucristo no haya concedido en este orden a su Madre el lugar que tuvo en los otros dos, y que desde ahora sea bueno que el hombre esté solo? Mas, si no tiene la influencia universal en la dispensación de las gracias, el género de unión tan constantemente observado hasta aquí, ya no subsiste, o, por lo menos, se ha relajado en gran manera, cuando todo reclamaría que fuera en aumento, puesto que en todo lo demás esta unión se ha estrechado. En el cielo, la Madre está más cerca del Hijo, y sobre la tierra están menos separados que nunca, puesto que en todas las fiestas, en todas las alabanzas, en todos los corazones, María participa en el amor y en los honores rendidos a Jesús. Ahora bien; ella debe ser, a su modo, después de Jesús, el órgano universal de la aplicación de los méritos de Jesús. Si lo negáis, no podemos comprender entonces los designios de Dios. Él se negaría a Sí mismo, con la negación que ya hemos rechazado varias veces como menos digna de su divina sabiduría e irreconciliable con la continuidad que Dios tiene en sus consejos.
Mas ahí no deben detenerse nuestras deducciones, porque pertenece a las madres, no sólo al dar la vida a sus hijos, sino también y, sobre todo, el presidir a su entera formación. Esto es lo que la Sagrada Virgen ha hecho para con el Salvador, cabeza de la persona mística de la que somos miembros. Suponed que después de haber cooperado sobre el Calvario al primero y virtual nacimiento del género humano (Pudiera decirse que hay en el orden sobrenatural como un doble nacimiento a la vida divina. El primero es el que acabo de nombrar virtual. Es como a todos los hombres, y a todos da derecho para llamar a Dios Padre Nuestro. El segundo, que es el que nos constituye formalmente hijos de Dios y nos introduce de hecho en la familia divina, resulta de la infusión de la gracia santificante en los corazones; gracia que conjunta inseparablemente a la morada del Espíritu Santo, es el fundamento y la razón íntima de nuestra filiación divina), ya no concurre más a la aplicación de las gracias de las que mana la vida divina; es madre si queréis todavía; pero una madre que no hace ya por los miembros lo que ha hecho por la Cabeza, una madre incapaz de presidir a su formación espiritual.
Menos trabajo nos costaría el entenderlo así si nos fuera dado, como en otro tiempo a los espíritus angélicos, el alcanzar con un solo esfuerzo la perfección, el llegar de un salto a la beatitud eterna, es decir, a la plenitud del hombre perfecto. Mas, en el orden religioso y moral, igual que en el orden físico, estamos sometidos a la ley de la evolución; niños pequeños (infantes) al salir de las aguas del bautismo, deberemos crecer bajo la acción de la gracia, lentamente, y aun a veces con retroceso, sin escapar jamás totalmente en este mundo a las flaquezas de la formación. ¿Comprendéis ahora la necesidad de una Madre que, de acuerdo con Jesucristo y por Jesucristo, haga llegar hasta nosotros los medios de conservación y crecimiento, es decir, las gracias merecidas por el Salvador?
Y esta necesidad parece tanto más urgente cuanto que, remontándonos al origen de los bienes sobrenaturales esparcidos sobre los hombres, hallaremos que, si vienen principalmente del Hijo, la Madre ha prestado generosamente su ministerio para su adquisición.
No diremos, ciertamente, que la Redención del mundo sea el precio de los merecimientos y de las satisfacciones de la Madre de Dios. Ya eliminamos esta opinión como incompatible con el carácter exclusivo del Redentor. Lo que Ella ha merecido es el derecho de ser el instrumento por el cual Jesucristo dispensa las gracias de la salvación. Puede afirmarse así en este sentido: en el momento en que la Virgen revistió libremente de su carne al Verbo hecho hombre, y en el momento aún más solemne en que,, de pie sobre el Calvario, le ofrecía a Dios como víctima nuestra y precio de nuestro rescate, adquirió entonces una especie de jurisdicción sobre todas las efusiones de la gracia; porque esta gracia sale de una sangre tomada de sus venas y de una carne hecha de su propia carne.
Hemos dicho una especie de jurisdicción. Los santos lo han anunciado mucho tiempo antes que nosotros y de un modo aún más enérgico. Sea una prueba este pasaje de San Bernardino de Sena: "Toda gracia, comunicada a los hombres en este siglo, lo es por una triple procesión, porque va del Padre a Cristo, de Cristo a la Virgen y de la Virgen a nosotros... En efecto; a partir de la hora en que María concibió al Hijo de Dios en su casto seno, ha gozado de una especie de jurisdicción o de autoridad sobre todas las procesiones temporales del Espíritu Santo, de suerte que ninguna criatura recibe de Dios gracia alguna de que María no sea la dispensadora... Puede, pues, con justicia apellidarse llena de gracia, puesto que toda gracia corre por ella sobre la Iglesia militante" (S. Bernard. de Sena, Serrn. de Anunciación, 6, a. 1. c. 2, t. IV. opuse, p. 99). Es un pensamiento repetido por Bossuet: "Vos tenéis en vuestras manos —dice a esta bienaventurada Madre— la llave de las bendiciones divinas. Es vuestro Hijo esa llave misteriosa con la cual son abiertos los tesoros del Padre Eterno; Él cierra y ninguno abre; Él abre y nadie puede cerrar. Su sangre es la que nos inunda de gracias celestiales. ¿Ya quién dará Él más derecho sobre esta sangre, que a aquélla de quien la sacó toda? Su carne es vuestra carne, ¡oh, María!; su sangre es vuestra sangre, paréceme que esta sangre preciosa gustosamente corría a borbotones en la Cruz por vos, pues sentía que erais vos el manantial de donde brotara. Por lo demás, vivís con Él en tan perfecta amistad, que es imposible que no seáis escuchada" (Bossuet, Segundo Serm. para el Viernes de la primera Sem. de Pasión, 19 p. Obras oratorias, t. I, págs. 86 y 87).
Estas últimas palabras de Bossuet bastan para disipar las imaginaciones de ciertas almas, que se figuran, en su sencillez, que los dones sobrenaturales de la gracia son como una cosa material que sería transmitida de Jesucristo a su Madre, para que de ella la recibiéramos. La expresión de canal, a menudo empleada, confirmaría esta ilusión. No; la gracia no es nada parecido. Es Dios mismo el que la infunde en las almas, pero en consideración a los méritos de Jesús, mediante la oración de María. En este sentido, esta bendita Virgen es también la tesorera de la gracia. No quiera Dios que materialicemos lo que es puramente espiritual.
Notemos, para responder de antemano a las objecciones calumniosas de los protestantes, que el término de jurisdicción no debe tomarse en el texto de San Bernardino de Sena (Suárez mismo se sirvió de la misma expresión), como si se tratara de un dominio o de una autoridad propiamente dicha. El Santo mismo nos pone en guardia contra semejante equivocación. Una cierta jurisdicción —dice—, es decir, cierto derecho fundado sobre las disposiciones mismas de Dios, llamando a la Virgen a cooperar en la medida que hemos dicho, en la redención del mundo, y, de consiguiente, sobre el mérito que esta misión le valió, sobre todo en el Calvario.
Propongamos otro capítulo de prueba. Nadie discutirá que dar al mundo el principio universal de la gracia, ser la Madre del Autor de todo don perfecto, es más que servir de canal repartidor de la misma gracia y de los mismos dones. Ahora bien; en las operaciones de lo divina sabiduría, lo más arrastra a lo menos, cuando lo más y lo menos pertenecen al mismo orden, al mismo designio.
Dos analogías contribuirán a derramar nueva luz sobre estas verdades. Siendo cierto que Dios ha querido darse a nosotros por Jesucristo, este orden en adelante no cambia ya más. Lo que tuvo lugar para todos generalmente en el Calvario, se continúa siempre y para cada uno de los hombres a través de los siglos. Nadie puede ir al Padre sino por el Hijo (Joan., XIV, 6); entiéndase, por el Hijo, revestido de nuestra carne. Querer conseguir las gracias y la amistad del Padre sin recibirlas por su Cristo, es impiedad o pura ilusión. De igual manera, habiendo Jesús querido darse a nosotros por María (Nobia datus, nobia natua ex intacta Virgine), este orden tampoco debe cambiar. La vía normal para llegar al Hijo ha de pasar por la Madre. Luego si es por la gracia por la que llegamos al Hijo, es a María a quien pertenece el obtenernos esa gracia. Tal es, substancialmente, la primera analogía. He aquí la segunda:
Eva, por lo mismo que cooperó con el primer hombre a la rebelión de donde tuvo origen la caída original, ha dado muerte, en principio, a toda la familia humana. Por este solo título es verdaderamente la madre de los muertos, entiéndase de los muertos a la vida sobrenatural y divina. Pero Eva concibió hijos con Adán, el gran culpable, y por ella, después de él, el pecado, que es la muerte del alma, los inficionó de hecho, en su primer origen. Así, pues, y si bien lo consideramos, Eva no solamente ha concurrido en general y por derecho a privar a la Humanidad de la justicia primitiva, derrocando, de concierto con su esposo, el orden divinamente establecido, sino que, además, y por una consecuencia necesaria, ha cooperado por su parte a distribuir la muerte entre los hombres que engendraba a la vida natural, y lo que hizo de una manera inmediata con sus propios hijos, continúa haciéndolo, mediatamente al menos, con sus descendientes, a medida que, originados de la primera pareja, llegan a la existencia (Si el acto de engendrar es el vehículo de la muerte espiritual, es porque el padre y la madre son la continuación de la primera pareja de donde proceden).
Así, pues, para que la relación entre la antigua y la nueva Eva se mantenga, es preciso que ésta coopere próximamente con el nuevo Adán en la distribución que de la vida sobrenatural se haga en todo el curso de los siglos. Si restringís su participación en la aplicación de los méritos y de la redención de Cristo, no tendréis sino en una medida incompleta a la Eva nueva al lado del nuevo Adán, y en este punto el plan de la Reparación perderá algo de su majestuosa y perfecta armonía.
Insistamos sobre este carácter de nueva Eva para aprovecharnos de todo lo que encierra. Recordemos la antigua promesa: "y el Señor dijo a la serpiente: "Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya, y ésta quebrantará tu cabeza". Estas enemistades las veíamos hace poco actuando en el Calvario; y la mujer, con su descendencia y por su descendencia, es decir, la Virgen María con Jesús y por Jesús, aplastaba la cabeza del monstruo infernal. Mas por vencido, y derrocado, y oprimido que esté, sin embargo no está aniquilado. El dragón se yergue todavía, para combatir y devorar a la otra posteridad de María, a la que nosotros formamos, sus hijos de adopción. Por tanto, las enemistades prosiguen su curso; por tanto, las emboscadas, la lucha continúan; por tanto, la mujer y su descendencia, Jesucristo y María, deben proseguir y completar su obra reparadora.
Y, ¿cómo se continúa esta obra con respecto a Jesús? ¿Es que aún debe sufrir y morir para merecer el perdón de los culpables y conseguirles las gracias de salvación? No; mas es necesario que aplique a cada uno de los hombres los tesoros de misericordia y de santidad que tan costosamente ha adquirido para ellos. Por tanto, ¡oh, María! Vos debéis aún concurrir con Jesús a esta universal distribución de los frutos del Calvario, con el mismo título, en la misma medida y por las mismas causas por las cuales participasteis en su adquisición. Aquí tampoco conviene que el hombre esté solo (Gen.. II. 18).
¿Será preciso añadir, además, que Jesucristo no podía rehusar a su Madre esta función escogida en la distribución de las gracias, sin hacer en alguna manera violencia a su amor maternal? ¿Podremos persuadirnos, en efecto, de que el amor de nuestra salvación, que le hizo pronunciar su doble fiat: el fiat de Nazaret y el del Calvario, se haya enfriado, y que, por consiguiente, ya no sea para nosotros la misma, siempre buena y madre siempre? Ahora bien; un amor como el suyo no podría quedar satisfecho; estaría privado, en la mansión de la bienaventuranza, de su placer más delicado, si no le fuera dado desahogarse haciendo beneficios, si no pudiera trabajar actualmente en la formación, en el desarrollo, en la conservación de sus hijos. ¿Y cómo podría hacerlo si las gracias destinadas a esta grande obra salieran del Corazón de Jesús sin pasar de ningún modo por las manos de María?
Y no solamente Dios, al negar a María toda participación actual en la efusión de las gracias, la privaría del consuelo más amado de su corazón maternal, sino que para hacerlo así debería también alterar el orden de la Providencia; porque es una ley de la Providencia el servirse del ministerio de las causas segundas para distribuir sus beneficios sobre las criaturas. ¿No es esto lo que hace en el orden natural, y no procede así constantemente para obrar en el orden de la gracia sobre la tierra? A cualquier lado que volvamos los ojos vemos que se sirve de las obras de sus manos para la santificación de los hombres. Gloria suya es el que participe en lo que es más alto y más augusto, en la causalidad divina, y de esta gloria María, cuando estaba entre nosotros en su estado de humillación, gozaba más largamente que ninguna otra criatura de Dios. ¿Es posible que le haya sido retirada, ahora que Dios la ha coronado entre los esplendores del cielo, como Reina universal de la Creación? O, más bien, ¿no será preciso que la posea tanto más deslumbradora, cuanto ella es más honrada? Pues si le arrebatáis su parte escogida, en la distribución de las gracias, le quitáis necesariamente y al mismo tiempo esta joya, una de las más estimadas y preciosas de su diadema.
San Bernardino de Sena trae también otra razón, discutible en sí misma, quizá, pero que prueba hasta qué punto la verdad de que tratamos estaba fuertemente impresa en el alma y en el corazón de los Santos: "Yo encuentro —escribe— al contemplar a Jesucristo, nuestro Rey, dos dignidades igualmente admirables: dignidad del Dios Padre, que le engendra de su substancia; dignidad del Dios Hijo, produciendo eternamente por vía de expiración al Espíritu Santo. Ahora bien; de la primera dignidad, que hace del Padre el principio del Hijo, la Virgen participa de un modo tan excelente, que Jesús es tan verdaderamente Hijo de la Virgen como es Hijo del Padre... Participando de la primera dignidad, María debe también participar, en cierta medida, de la segunda, ¿Por qué? Porque siendo Madre de un Hijo de quien procede el Espíritu Santo, soberanamente conveniente que dispense cuando quiera, como quiera, en la medida que quiera y a quien quiera los dones, las virtudes y las gracias de ese mismo Espíritu" (San Bernard. Sen.. Serm. 1. Nativitatis B. M. V., 6, a. un., c. 8, Opp., t. IV, p. 96).
Volvamos al pensamiento del Santo, para presentarlo de una manera algo diferente. Madre del Hijo Unico de Dios, la Virgen entra en comunicación muy estrecha con la propiedad del Padre. No menos comunica en la propiedad del Espíritu Santo, porque toda ella es obra del amor, tan obra del amor, que todo lo debe a la eterna dilección, aun su existencia. ¿Qué resta, pues, sino que participe de aquella perfección que hace de su Hijo el principio de la tercera persona? Mas porque esta participación no podría, de ninguna manera, llegar a hacerla concurrir a la procesión del Espíritu Santo, es de una conveniencia suprema que coopere a la existencia que tiene en las almas. Y esto mismo, ¿no es, por otra parte, una misma cosa que ser, después de su Hijo, dispensadora universal de las gracias, puesto que por ellas el Espíritu Santo viene a nosotros y en nosotros reside?
Ultima consideración: Más de una vez hemos visto que María está asociada al Divino Redentor, ya sea en el orden de preparación, ya en el orden de ejecución de los divinos misterios. En el orden de preparación, casi lo mismo que el Salvador del mundo, ella ha sido prometida a los Patriarcas, anunciada por los Profetas, figurada por las personas y las cosas de la Ley Antigua, esperada por los justos, y, como Él, en cierta medida, la Deseada de las naciones. En el orden de ejecución, Ella lo ha recibido del Padre; de Ella es de quien ha tomado una naturaleza semejante a la nuestra; por Ella ha llegado a ser uno de nosotros. Ha vivido Ella su misma vida, trabajado, huido y sufrido con Él. Cuando Jesús sube al Calvario, cargado con el madero del sacrificio, ella le acompaña, con el corazón destrozado, mas no teniendo sino una misma voluntad, una misma intención con Él: glorificar a Dios, salvar al mundo. Y he aquí por qué, en tanto que Jesús se ofrece como holocausto de agradable olor, expiando nuestros crímenes y mereciéndonos las gracias de la salvación, María, en pie, al lado de la Cruz, le ofrece para el mismo fin, participando en la redención del mundo.
Esto es lo que hemos contemplado hasta ahora. Falta, para terminar la obra, el último orden: el de la aplicación. ¿Es posible que Jesucristo no haya concedido en este orden a su Madre el lugar que tuvo en los otros dos, y que desde ahora sea bueno que el hombre esté solo? Mas, si no tiene la influencia universal en la dispensación de las gracias, el género de unión tan constantemente observado hasta aquí, ya no subsiste, o, por lo menos, se ha relajado en gran manera, cuando todo reclamaría que fuera en aumento, puesto que en todo lo demás esta unión se ha estrechado. En el cielo, la Madre está más cerca del Hijo, y sobre la tierra están menos separados que nunca, puesto que en todas las fiestas, en todas las alabanzas, en todos los corazones, María participa en el amor y en los honores rendidos a Jesús. Ahora bien; ella debe ser, a su modo, después de Jesús, el órgano universal de la aplicación de los méritos de Jesús. Si lo negáis, no podemos comprender entonces los designios de Dios. Él se negaría a Sí mismo, con la negación que ya hemos rechazado varias veces como menos digna de su divina sabiduría e irreconciliable con la continuidad que Dios tiene en sus consejos.
III. Las dichas son, por cierto, razones admirables, y aunque no se tuvieran otras pruebas para afirmar la intervención universal de María en la distribución de las gracias, sería necesario admitirla sin réplica ni protesta. Pero, al comenzar, lo hemos dicho: la autoridad de los testimonios añade fuerza irresistible a las razones tomadas hasta ahora de la naturaleza misma de las rosas.
Tenemos, ante todo, el testimonio de la Sagrada Escritura, testimonio de palabras y testimonio de hechos.
Tenemos, ante todo, el testimonio de la Sagrada Escritura, testimonio de palabras y testimonio de hechos.
Testimonio de palabras. Volvamos de nuevo a la promulgación de la maternidad espiritual de María. He aquí —dice Jesús— a tu Madre, y he aquí a tu Hijo.
Estas palabras, para el que sabe entenderlas, demuestran, quizá, mejor que cualquiera otra consideración, la verdad que tratamos de dilucidar. En efecto, tienen un alcance indefinido. Jesucristo no dice solamente a Juan, y, en la persona de Juan, a todos los fieles: He aquí a tu Madre, es decir, he aquí a la que acaba de cooperar conmigo a la adquisición de las gracias por las que tendréis vida sobrenatural. Dice, sin distinción de tiempo, de lugar, ni de modo: He aquí a tu Madre; es decir, la que es y será desde ahora para vosotros una madre en el orden de la gracia; la que desde este momento os mirará como a hijos; hijos en formación, en el curso sucesivo de los siglos; hijos llegados a la edad perfecta, en la inmóvil eternidad; aquélla a quien he conferido para vosotros todas las funciones, todos los privilegios, todos los deberes de una madre. Así, pues, María siempre y en todas partes hará con nosotros oficio de Madre, como Jesucristo siempre y en todas partes continúa su oficio de Salvador. Decid, si os atrevéis a ello, que Jesucristo, después de habernos redimido en el Calvario, no nos redime aún y en cada momento por la aplicación que nos hace de los méritos de su pasión, y entonces os concederemos que María, hecha Madre sobre el mismo Calvario, no ejerce ya su misión maternal con respecto a sus hijos de adopción.
¿Qué más diremos? ¿No habría una especie de irrisión en esta proclamación de la maternidad de María, que desciende sobre ella desde lo alto de la Cruz, si los derechos, y los deberes, y los beneficios de esta maternidad debieran cesar en la misma hora en que Jesucristo la promulga juntamente con nuestra filiación? Y, sin embargo, esto sería lo que habría que admitir, si la madre de los hombres no contribuyera a la aplicación de los méritos de Jesucristo; es decir, a la dispensación de las gracias, que preparando y produciendo en ellos la vida divina, transforman a los hijos de los hombres en hijos adoptivos de Dios. A María, pues, incomparablemente más que a San Pablo, pertenece el decir, no sólo a los gálatas, sino a todos los fieles de Cristo y por toda la duración de los siglos: "Hijitos míos, os engendro de nuevo, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Gal., IV).
La autoridad de la palabra de las Sagradas Escrituras acrece con el testimonio de los hechos. Escogeremos dos entre otros varios, porque cada cual encierra un gran misterio. El primero, consignado en el Evangelio de San Lucas, es la visita de la bienaventurada Virgen a su prima Isabel; el segundo, relatado por los Hechos de los Apóstoles, es el descendimiento del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo con los primeros discípulos. Para comprender bien el enlace de estos dos misterios con la maternidad espiritual de María, es necesario recordar que nuestra vida sobrenatural y nuestro estado de adopción están constituidos por dos elementos: la gracia santificante y la morada en nosotros del Espíritu Santo. Por lo demás, ninguno de los dos elementos puede darse sin el otro. La gracia santificante llama al Divino Huésped ("Dulcís hospes animae" Himn. Veni Creator), y la presencia íntima de Dios en nosotros supone la gracia. No debemos ver ahí dos beneficios separados ni separables, y es tal su armonioso encadenamiento, que Dios mismo no podía romperlo, puesto que está formado por la esencia misma de las cosas.
Ahora bien; ¿qué vemos en los misterios de la Visitación y de Pentecostés? La primera aplicación sensible de la virtud santificadora del Salvador después de su Encarnación: la primera misión pública del Espíritu Santo sobre la Iglesia, considerada en sus jefes y en sus miembros. Nadie negará que esta primera aplicación de los méritos de Jesúcristo para la santificación de las almas, y esta primera donación del Espíritu Santo no sean aptas para mostrarnos cómo y por qué vías se harán las siguientes. Tanto valdría el decir que el perdón concedido al amor penitente de Magdalena y a la fe confiada del ladrón en la cruz, son hechos aislados y sin alcance, de los que no puede deducirse la misericordia de Jesucristo para cualquier pecador que se arrepienta como ellos. Tanto valdría el sostener que la curación de su hija, concebida por Nuestro Señor a las humildes y porfiadas importunidades de la cananea, no era un testimonio del poder de toda oración perseverante. No; hechos relatados con tal diligencia tienen un significado intentado por Dios. Son como el ejemplo y la muestra de lo que su bondad hará perpetuamente en la Iglesia, menos visiblemente, es cierto, pero con eficacia igualmente admirable.
Ahora bien; si hay algo que sea manifiesto, es que en el uno y en el otro de estos dos misterios, en la santificación del Precursor y en el descendimiento del Espíritu Santo sobre la naciente Iglesia, aparece la intervención de María. De lo cual estamos en el derecho de deducir su constante intervención en la santificación de los hombres y en la efusión del Espíritu Santo y de sus dones.
Volvamos a leer, para convencernos de ello, los testimonios sagrados. He aquí primero lo que nos enseñan sobre la santificación de San Juan Bautista: "Sucedió que apenas Isabel hubo escuchado la salutación de María, el niño se estremeció en su seno e Isabel fué llena del Espíritu Santo..." (Luc., I. 41, 44). Este estremecimiento del niño es la señal cierta de su justificación. Él ha reconocido la presencia y la influencia santificante del Esposo, y como desde ahora ya es su amigo, no puede contener su alegría. Mas, ¿quién trae Jesús a Juan, si no es María? ¿Cuándo ha operado Jesús la santificación de su precursor? Mientras la Virgen calla, Juan permanece dormido en el seno de su madre. Lo que le despierta, lo que le hace estremecerse de alegría, es la salutación de María. Al oírla Isabel, también es llena del Espíritu Santo, como lo estaba su hijo. ¿De dónde proviene a la palabra de la Virgen esta acción sobre la Madre y sobre el Hijo, o, mejor dicho, para atenernos estrictamente al texto, a qué debe atribuirse el enlace y el orden de estos hechos: María saludando, Juan estremeciéndose de alegría, Isabel profetizando? A la acción del Verbo encarnado, sin duda; pero a su acción llevada por la voz de su Madre (León XIII Encíclica Jucunda semper. 8 sep. 1894). No hay otra explicación plausible. Por consiguiente, estas primeras gracias de Dios hecho hombre están ligadas al ministerio de María. Si Él es el autor principal, Ella es como su sacramento y su vehículo. "Es necesario saber que el misterio de la Visitación es un misterio de Manifestación y de Luz, y que el principio de esa manifestación es el divino compuesto del Niño Jesús y da su Madre, y del Niño Jesús operando por medio de ella y viviendo en ella", escribe el R. P. Guillermo Gibieuf del Oratorio en su obra la Vida y las Grandezas de la Madre de Dios. 2° parte, cap. 6, § 4. Por lo cual, siguiendo al mismo autor, no solamente la santificación del Precursor, sino también el don de profecía que se revela en las palabras de Isabel, y más tarde en el cántico de Zacarías, deben ser atribuidas a María, como instrumento de Jesús. Grandes fueron las bendiciones que recibió la morada de Obededom por la presencia del Arca; pero tanto mayores incomparablemente son las que derramó el Arca de la Nueva Alianza sobre la casa de Isabel, cuanta es la distancia que hay entre la figura y la verdad. E Isabel puede decir con justicia de la Virgen lo que se dice de la Sabiduría: Venerunt mihi omnia bona cum illa, et innumerabilis honestas per manus illius; toda suerte de bienes me han venido con ella, y una infinidad de gracias me han sido conferidas por sus manos... Felices, ¡oh Virgen!, las casas que vos visitáis. ¡Dichosas las personas entre las que os dignáis establecer vuestra morada 1" Idem, ibid, c. 2, § 10. Véase también sobre este misterio a Bossuet, Tercer Sermón para la fiesta de la Concepción de la Santísima Virgen; Augusto Nicolás, La Virgen María según el Evangelio, c. 10, S 2.
Estas palabras, para el que sabe entenderlas, demuestran, quizá, mejor que cualquiera otra consideración, la verdad que tratamos de dilucidar. En efecto, tienen un alcance indefinido. Jesucristo no dice solamente a Juan, y, en la persona de Juan, a todos los fieles: He aquí a tu Madre, es decir, he aquí a la que acaba de cooperar conmigo a la adquisición de las gracias por las que tendréis vida sobrenatural. Dice, sin distinción de tiempo, de lugar, ni de modo: He aquí a tu Madre; es decir, la que es y será desde ahora para vosotros una madre en el orden de la gracia; la que desde este momento os mirará como a hijos; hijos en formación, en el curso sucesivo de los siglos; hijos llegados a la edad perfecta, en la inmóvil eternidad; aquélla a quien he conferido para vosotros todas las funciones, todos los privilegios, todos los deberes de una madre. Así, pues, María siempre y en todas partes hará con nosotros oficio de Madre, como Jesucristo siempre y en todas partes continúa su oficio de Salvador. Decid, si os atrevéis a ello, que Jesucristo, después de habernos redimido en el Calvario, no nos redime aún y en cada momento por la aplicación que nos hace de los méritos de su pasión, y entonces os concederemos que María, hecha Madre sobre el mismo Calvario, no ejerce ya su misión maternal con respecto a sus hijos de adopción.
¿Qué más diremos? ¿No habría una especie de irrisión en esta proclamación de la maternidad de María, que desciende sobre ella desde lo alto de la Cruz, si los derechos, y los deberes, y los beneficios de esta maternidad debieran cesar en la misma hora en que Jesucristo la promulga juntamente con nuestra filiación? Y, sin embargo, esto sería lo que habría que admitir, si la madre de los hombres no contribuyera a la aplicación de los méritos de Jesucristo; es decir, a la dispensación de las gracias, que preparando y produciendo en ellos la vida divina, transforman a los hijos de los hombres en hijos adoptivos de Dios. A María, pues, incomparablemente más que a San Pablo, pertenece el decir, no sólo a los gálatas, sino a todos los fieles de Cristo y por toda la duración de los siglos: "Hijitos míos, os engendro de nuevo, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Gal., IV).
La autoridad de la palabra de las Sagradas Escrituras acrece con el testimonio de los hechos. Escogeremos dos entre otros varios, porque cada cual encierra un gran misterio. El primero, consignado en el Evangelio de San Lucas, es la visita de la bienaventurada Virgen a su prima Isabel; el segundo, relatado por los Hechos de los Apóstoles, es el descendimiento del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo con los primeros discípulos. Para comprender bien el enlace de estos dos misterios con la maternidad espiritual de María, es necesario recordar que nuestra vida sobrenatural y nuestro estado de adopción están constituidos por dos elementos: la gracia santificante y la morada en nosotros del Espíritu Santo. Por lo demás, ninguno de los dos elementos puede darse sin el otro. La gracia santificante llama al Divino Huésped ("Dulcís hospes animae" Himn. Veni Creator), y la presencia íntima de Dios en nosotros supone la gracia. No debemos ver ahí dos beneficios separados ni separables, y es tal su armonioso encadenamiento, que Dios mismo no podía romperlo, puesto que está formado por la esencia misma de las cosas.
Ahora bien; ¿qué vemos en los misterios de la Visitación y de Pentecostés? La primera aplicación sensible de la virtud santificadora del Salvador después de su Encarnación: la primera misión pública del Espíritu Santo sobre la Iglesia, considerada en sus jefes y en sus miembros. Nadie negará que esta primera aplicación de los méritos de Jesúcristo para la santificación de las almas, y esta primera donación del Espíritu Santo no sean aptas para mostrarnos cómo y por qué vías se harán las siguientes. Tanto valdría el decir que el perdón concedido al amor penitente de Magdalena y a la fe confiada del ladrón en la cruz, son hechos aislados y sin alcance, de los que no puede deducirse la misericordia de Jesucristo para cualquier pecador que se arrepienta como ellos. Tanto valdría el sostener que la curación de su hija, concebida por Nuestro Señor a las humildes y porfiadas importunidades de la cananea, no era un testimonio del poder de toda oración perseverante. No; hechos relatados con tal diligencia tienen un significado intentado por Dios. Son como el ejemplo y la muestra de lo que su bondad hará perpetuamente en la Iglesia, menos visiblemente, es cierto, pero con eficacia igualmente admirable.
Ahora bien; si hay algo que sea manifiesto, es que en el uno y en el otro de estos dos misterios, en la santificación del Precursor y en el descendimiento del Espíritu Santo sobre la naciente Iglesia, aparece la intervención de María. De lo cual estamos en el derecho de deducir su constante intervención en la santificación de los hombres y en la efusión del Espíritu Santo y de sus dones.
Volvamos a leer, para convencernos de ello, los testimonios sagrados. He aquí primero lo que nos enseñan sobre la santificación de San Juan Bautista: "Sucedió que apenas Isabel hubo escuchado la salutación de María, el niño se estremeció en su seno e Isabel fué llena del Espíritu Santo..." (Luc., I. 41, 44). Este estremecimiento del niño es la señal cierta de su justificación. Él ha reconocido la presencia y la influencia santificante del Esposo, y como desde ahora ya es su amigo, no puede contener su alegría. Mas, ¿quién trae Jesús a Juan, si no es María? ¿Cuándo ha operado Jesús la santificación de su precursor? Mientras la Virgen calla, Juan permanece dormido en el seno de su madre. Lo que le despierta, lo que le hace estremecerse de alegría, es la salutación de María. Al oírla Isabel, también es llena del Espíritu Santo, como lo estaba su hijo. ¿De dónde proviene a la palabra de la Virgen esta acción sobre la Madre y sobre el Hijo, o, mejor dicho, para atenernos estrictamente al texto, a qué debe atribuirse el enlace y el orden de estos hechos: María saludando, Juan estremeciéndose de alegría, Isabel profetizando? A la acción del Verbo encarnado, sin duda; pero a su acción llevada por la voz de su Madre (León XIII Encíclica Jucunda semper. 8 sep. 1894). No hay otra explicación plausible. Por consiguiente, estas primeras gracias de Dios hecho hombre están ligadas al ministerio de María. Si Él es el autor principal, Ella es como su sacramento y su vehículo. "Es necesario saber que el misterio de la Visitación es un misterio de Manifestación y de Luz, y que el principio de esa manifestación es el divino compuesto del Niño Jesús y da su Madre, y del Niño Jesús operando por medio de ella y viviendo en ella", escribe el R. P. Guillermo Gibieuf del Oratorio en su obra la Vida y las Grandezas de la Madre de Dios. 2° parte, cap. 6, § 4. Por lo cual, siguiendo al mismo autor, no solamente la santificación del Precursor, sino también el don de profecía que se revela en las palabras de Isabel, y más tarde en el cántico de Zacarías, deben ser atribuidas a María, como instrumento de Jesús. Grandes fueron las bendiciones que recibió la morada de Obededom por la presencia del Arca; pero tanto mayores incomparablemente son las que derramó el Arca de la Nueva Alianza sobre la casa de Isabel, cuanta es la distancia que hay entre la figura y la verdad. E Isabel puede decir con justicia de la Virgen lo que se dice de la Sabiduría: Venerunt mihi omnia bona cum illa, et innumerabilis honestas per manus illius; toda suerte de bienes me han venido con ella, y una infinidad de gracias me han sido conferidas por sus manos... Felices, ¡oh Virgen!, las casas que vos visitáis. ¡Dichosas las personas entre las que os dignáis establecer vuestra morada 1" Idem, ibid, c. 2, § 10. Véase también sobre este misterio a Bossuet, Tercer Sermón para la fiesta de la Concepción de la Santísima Virgen; Augusto Nicolás, La Virgen María según el Evangelio, c. 10, S 2.
Esta verdad debe ser muy cierta, pues ha sido tan claramente profesada por un hombre de gran talento, pero en quien, ni por sus relaciones ni por su carácter, cabe el suponer exageración, cuando se trata de celebrar los privilegios de la Madre de Dios. La importancia del texto nos determina a citarlo íntegro. He aquí, pues, lo que leemos en Nicole, a propósito del misterio de la Visitación: "San Juan previno a Jesucristo en el orden del misterio, y Jesucristo previno a San Juan en el orden de la gracia, la cual le confirió en la visita que la Virgen hizo a Santa Isabel, que le llevaba en su seno. Así, pues, San Juan recibió, después de la Virgen, las primicias de las gracias obradas por la Encarnación del Hijo de Dios. Todas las que habían sido otorgadas con anterioridad, lo habían sido desde luego en virtud de la Encarnación de Jesucristo (y de sus méritos), pero no lo habían sido por Jesucristo hombre. La primera acción de Jesucristo ha sido el formar su Precursor. Por eso va a buscarle y le previene con su visita...
"Jesucristo asocia a la Virgen al designio que tenía de formar un precursor, llenando de gracia el alma de San Juan. Quiere que esto se ejecute por su ministerio. Le da parte en el nacimiento espiritual de San Juan, como había tenido parte en el misterio de la Encarnación. Y como San Juan representaba a la Iglesia y a todos los elegidos, puesto que de Él se ha dicho que ha sido enviado por Dios a fin de que todos crean por Él (Juan, I, 7), y que no se puede llegar a la salvación sino por el camino de la penitencia, que Él ha enseñado a los hombres, Jesucristo nos ha mostrado con esto que la Santísima Virgen coopera por su caridad al nacimiento espiritual de todos los elegidos, y que cuando Jesucristo los visita por medio de su gracia, la Virgen los visita con su caridad, obteniéndoles estas gracias por sus intercesiones. Así, pues, Ella es nuestra verdadera Madure, y debemos siempre mirarla tan unida con Jesucristo en las operaciones que hace en nosotros, como lo estaba en esta visita hecha a Isabel y a San Juan"
"Jesucristo asocia a la Virgen al designio que tenía de formar un precursor, llenando de gracia el alma de San Juan. Quiere que esto se ejecute por su ministerio. Le da parte en el nacimiento espiritual de San Juan, como había tenido parte en el misterio de la Encarnación. Y como San Juan representaba a la Iglesia y a todos los elegidos, puesto que de Él se ha dicho que ha sido enviado por Dios a fin de que todos crean por Él (Juan, I, 7), y que no se puede llegar a la salvación sino por el camino de la penitencia, que Él ha enseñado a los hombres, Jesucristo nos ha mostrado con esto que la Santísima Virgen coopera por su caridad al nacimiento espiritual de todos los elegidos, y que cuando Jesucristo los visita por medio de su gracia, la Virgen los visita con su caridad, obteniéndoles estas gracias por sus intercesiones. Así, pues, Ella es nuestra verdadera Madure, y debemos siempre mirarla tan unida con Jesucristo en las operaciones que hace en nosotros, como lo estaba en esta visita hecha a Isabel y a San Juan"
Nicole, Continuat. des Essais de Morale. Pensées
morales sur les mystéres de J.~C. La Visitation, § 2 et 3. (Euvres, t.
XIII. pp. 331 et 332. Paris, 1741).
En otra parte Nicole escribe lo que sigue: "Y esta caridad (maternal) aparece principalmente en la Santísima Virgen, que los lleva a todos (habla de los cristianos) en el seno de su caridad, y que por sus intercesiones coopera a la salvación de todos, pecadores e inocentes, muertos y vivos, obteniendo a los unos el que recobren la gracia y la vida, y a los otros, la conservación de la una y de la otra" "Idem, ibíd., Jésus-Christ elevé en croix, § 3, pp. 431 et 432).
No dejemos a este autor sin haber recogido de su boca los testimonios más consoladores sobre la mediación universal de María. Servirán de contrapeso a lo que haya podido escribir en otros lugares menos favorable a nuestra confianza filial con respecto a la Madre de Dios. A la cuestión "cuáles sean los santos en los que debemos tener confianza más particular, y a los que debamos más especialmente dirigirnos", responde: "Como Dios aplica diversamente a los fieles que están en el mundo a asistir a otros fieles, sea por medio de su caridad, sea por medio de sus oraciones aplica también diversamente a los santos del cielo a socorrer en particular a determinados fieles de la Iglesia. Unos obtendrán gracias por intercesión de un santo al que habrán tenido particular devoción; otros por las oraciones de otro. Mas puede decirse, en general, que cada uno de los fieles debe tener confianza y devoción particulares a la Santísima Virgen. Ella es la madre de todos los cristianos, puesto que es la Madre de Jesucristo. Por su caridad —dice San Agustín— ha cooperado a su nacimiento espiritual ; y como su amor por Dios es mucho mayor que el de todos los ángeles y santos, es también mucho más eficaz para con su Hijo. Es necesario, pues, exhortar a todos los fieles a tener para con la Santísima Virgen, una reverencia y devoción particulares, a unirse a ella con diversos ejercicios de piedad: y no harán con esto sino seguir el espíritu de la Iglesia, que se dirige a la Santísima Virgen al principio de todas sus oraciones, puesto que emplea casi tan a menudo el Ave María como la oración dominical, para demostrar que la Santísima Virgen es el canal ordinario de las gracias de Dios para nosotros, y que tenemos necesidad especial de sus intercesiones." Nicole, Instruct. théolog. et mor. sur l'Oraison dom., la Salut. Ang., etc., 7e instr, ch. 6, pp. 303, 304 (Paris, 1718)
En otra parte Nicole escribe lo que sigue: "Y esta caridad (maternal) aparece principalmente en la Santísima Virgen, que los lleva a todos (habla de los cristianos) en el seno de su caridad, y que por sus intercesiones coopera a la salvación de todos, pecadores e inocentes, muertos y vivos, obteniendo a los unos el que recobren la gracia y la vida, y a los otros, la conservación de la una y de la otra" "Idem, ibíd., Jésus-Christ elevé en croix, § 3, pp. 431 et 432).
No dejemos a este autor sin haber recogido de su boca los testimonios más consoladores sobre la mediación universal de María. Servirán de contrapeso a lo que haya podido escribir en otros lugares menos favorable a nuestra confianza filial con respecto a la Madre de Dios. A la cuestión "cuáles sean los santos en los que debemos tener confianza más particular, y a los que debamos más especialmente dirigirnos", responde: "Como Dios aplica diversamente a los fieles que están en el mundo a asistir a otros fieles, sea por medio de su caridad, sea por medio de sus oraciones aplica también diversamente a los santos del cielo a socorrer en particular a determinados fieles de la Iglesia. Unos obtendrán gracias por intercesión de un santo al que habrán tenido particular devoción; otros por las oraciones de otro. Mas puede decirse, en general, que cada uno de los fieles debe tener confianza y devoción particulares a la Santísima Virgen. Ella es la madre de todos los cristianos, puesto que es la Madre de Jesucristo. Por su caridad —dice San Agustín— ha cooperado a su nacimiento espiritual ; y como su amor por Dios es mucho mayor que el de todos los ángeles y santos, es también mucho más eficaz para con su Hijo. Es necesario, pues, exhortar a todos los fieles a tener para con la Santísima Virgen, una reverencia y devoción particulares, a unirse a ella con diversos ejercicios de piedad: y no harán con esto sino seguir el espíritu de la Iglesia, que se dirige a la Santísima Virgen al principio de todas sus oraciones, puesto que emplea casi tan a menudo el Ave María como la oración dominical, para demostrar que la Santísima Virgen es el canal ordinario de las gracias de Dios para nosotros, y que tenemos necesidad especial de sus intercesiones." Nicole, Instruct. théolog. et mor. sur l'Oraison dom., la Salut. Ang., etc., 7e instr, ch. 6, pp. 303, 304 (Paris, 1718)
Transportémonos ahora al Cenáculo. Apóstoles y discípulos, por orden de Jesús al subir al cielo, se preparan allí en el retiro y con la oración a "recibir la virtud del Espíritu Santo que debe venir sobre ellos" (Act. I, 5, 8, 14). ¿Por qué la Sagrada Escritura, tan sobria siempre en sus detalles tratándose de la Madre de Dios, nos la presenta nominalmente en términos expresos, orando con ellos en medio de ellos? "Todos perseveraban unánimemente en la oración, con María, Madre de Jesús." A León XIII pediremos la contestación: "Como la sagrada obra de la Redención no estará terminada hasta que el Espíritu Santo, prometido por Jesucristo, no haya hecho su advenimiento, nosotros contemplamos a la Virgen en el Cenáculo, donde, orando en medio de los Apóstoles, y por ellos, con gemidos inefables, llama sobre la Iglesia la plenitud del Paráclito, don supremo de Cristo, tesoro que no fallará nunca en Ella" (León XIII, Encicl. Jucunda semper. 8 sept. 1894). Respuesta sugerida por el texto inspirado, según la opinión de nuestros más ilustres doctores, y simbolizada, como ya lo hicimos notar en otra circunstancia, por los pintores cristianos en la representación del misterio (Primera parte, 1. VII, c. 3, t. I, p. 427).
Ahora bien; lo que ocurre en el Cenáculo es la imagen de lo que se reproducirá en todo el curso de los siglos. Porque toda efusión de gracia, de cualquier naturaleza que sea, cualquiera que sea el tiempo en que se renueve, es una participación, digámoslo con más propiedad, es una continuación de aquella primera y solemne efusión. Ningún don será hecho a los hombres, ya sea de gracia santificante, ya sea de privilegios gratuitos, que el Espíritu Santo no trajera entonces, cuando descendió sobre la naciente Iglesia. Luego, digámoslo una vez más, o las reglas trazadas por Dios sufren un cambio que nada puede explicar, o el Espíritu Santo y sus gracias descenderán siempre sobre los hombres por la oración y el misterio de María.
Ahondemos en estos dos hechos capitales para sacar de ellos todo lo que pueda contribuir a poner de relieve la asociación de la Virgen con su Hijo en las obras de la gracia. El Evangelio, en su relato de la Encarnación del Verbo, nos muestra como un doble factor: el Espíritu de Dios viniendo sobre María, y la Virgen misma concibiendo al Hijo de Dios por operación del mismo Espíritu. Así es como nace a la vida mortal el Hijo único de Dios, hecho hombre. En el nacimiento espiritual de Juan, como en el de la Iglesia, en el día de Pentecostés, de nuevo encontramos al mismo Espíritu obrando y vivificando al uno y a la otra, y no debe asombrarnos, porque estos dos misterios son una consecuencia y como la prolongación del misterio de la Encarnación. Teníamos, pues, que encontrar a María, la Virgen Madre, a fin de que la continuación respondiera en todos sus puntos al principio.
Y lo que la analogía de la fe nos hacía presentir, la Sagrada Escritura lo confirma expresamente en la historia del uno y del otro misterio. Mas, para decirlo una vez más, estos dos misterios, el misterio de la adopción divina por la justificación, el misterio del descenso del Espíritu Santo en el alma de los creyentes, son dos hechos capitales y diarios en el mundo: capitales, porque con estas dos cosas se relacionan todos los dones de la gracia esparcidos por Dios sobre sus criaturas; cotidianos, porque la obra de la santificación de los hombres jamás se detiene. Por consiguiente, así es también la perpetuidad y la universalidad del misterio de María en la aplicación de los méritos de su Hijo, nuestro Salvador.
Tal es la ley manifestada por la santificación del Precursor y por el descendimiento del Espíritu Santo en el Cenáculo.
Fácilmente podría notarse su huella y su aplicación en varios otros hechos contados en los Evangelios. He aquí a los Magos, primicias de los gentiles, que vienen a reconocer al Rey recién nacido con sus adoraciones. Una estrella milagrosa los conduce a su cuna; mas es por medio de su Madre y presentado por Ella como recibe los primeros homenajes de su fe. Poco después, Cristo, niño, irá a tomar posesión de los países infieles y a echar la semilla fecunda de la que saldrán un día espléndidas cosechas de virtudes religiosas; ganará esta tierra de Egipto llevado en los brazos de su Madre. Más tarde, demostrará con el primero de sus milagros que su bondad llega hasta concedernos los bienes temporales, cuando este favor puede tener como resultado el promover nuestro bien espiritual y la gloria de su Padre, y también será por intervención de María por la que operará ese prodigio (Véase a Bossuet, Tercer Serm. para la fiesta de la Concep. de la S. V., primer punto). Si creemos a muchos escritores de la Iglesia latina y aun de la Iglesia griega, la conversión del buen ladrón sería fruto de las oraciones de la Madre del Dolor. Por su intercesión hubiera hecho recaer sobre este desgraciado la virtud de la sangre redentora. Su presencia en el Calvario, atestiguada por el Evangelio, les ha bastado para sacar esta conclusión.
Podríamos desde ahora mostrar cuál es la perfección de la maternidad espiritual de María y cuáles son los derechos que posee para llamarnos sus hijos, puesto que cumple tan de lleno funciones que solas, independientemente de todo concurso en la redención del mundo, bastarían para darnos una Madre y un Padre en el orden de la gracia. Pero la verdad tratada en este capítulo es tan capital, que es necesario confirmarla todavía más con la autoridad de nuevos testimonios.
Ahora bien; lo que ocurre en el Cenáculo es la imagen de lo que se reproducirá en todo el curso de los siglos. Porque toda efusión de gracia, de cualquier naturaleza que sea, cualquiera que sea el tiempo en que se renueve, es una participación, digámoslo con más propiedad, es una continuación de aquella primera y solemne efusión. Ningún don será hecho a los hombres, ya sea de gracia santificante, ya sea de privilegios gratuitos, que el Espíritu Santo no trajera entonces, cuando descendió sobre la naciente Iglesia. Luego, digámoslo una vez más, o las reglas trazadas por Dios sufren un cambio que nada puede explicar, o el Espíritu Santo y sus gracias descenderán siempre sobre los hombres por la oración y el misterio de María.
Ahondemos en estos dos hechos capitales para sacar de ellos todo lo que pueda contribuir a poner de relieve la asociación de la Virgen con su Hijo en las obras de la gracia. El Evangelio, en su relato de la Encarnación del Verbo, nos muestra como un doble factor: el Espíritu de Dios viniendo sobre María, y la Virgen misma concibiendo al Hijo de Dios por operación del mismo Espíritu. Así es como nace a la vida mortal el Hijo único de Dios, hecho hombre. En el nacimiento espiritual de Juan, como en el de la Iglesia, en el día de Pentecostés, de nuevo encontramos al mismo Espíritu obrando y vivificando al uno y a la otra, y no debe asombrarnos, porque estos dos misterios son una consecuencia y como la prolongación del misterio de la Encarnación. Teníamos, pues, que encontrar a María, la Virgen Madre, a fin de que la continuación respondiera en todos sus puntos al principio.
Y lo que la analogía de la fe nos hacía presentir, la Sagrada Escritura lo confirma expresamente en la historia del uno y del otro misterio. Mas, para decirlo una vez más, estos dos misterios, el misterio de la adopción divina por la justificación, el misterio del descenso del Espíritu Santo en el alma de los creyentes, son dos hechos capitales y diarios en el mundo: capitales, porque con estas dos cosas se relacionan todos los dones de la gracia esparcidos por Dios sobre sus criaturas; cotidianos, porque la obra de la santificación de los hombres jamás se detiene. Por consiguiente, así es también la perpetuidad y la universalidad del misterio de María en la aplicación de los méritos de su Hijo, nuestro Salvador.
Tal es la ley manifestada por la santificación del Precursor y por el descendimiento del Espíritu Santo en el Cenáculo.
Fácilmente podría notarse su huella y su aplicación en varios otros hechos contados en los Evangelios. He aquí a los Magos, primicias de los gentiles, que vienen a reconocer al Rey recién nacido con sus adoraciones. Una estrella milagrosa los conduce a su cuna; mas es por medio de su Madre y presentado por Ella como recibe los primeros homenajes de su fe. Poco después, Cristo, niño, irá a tomar posesión de los países infieles y a echar la semilla fecunda de la que saldrán un día espléndidas cosechas de virtudes religiosas; ganará esta tierra de Egipto llevado en los brazos de su Madre. Más tarde, demostrará con el primero de sus milagros que su bondad llega hasta concedernos los bienes temporales, cuando este favor puede tener como resultado el promover nuestro bien espiritual y la gloria de su Padre, y también será por intervención de María por la que operará ese prodigio (Véase a Bossuet, Tercer Serm. para la fiesta de la Concep. de la S. V., primer punto). Si creemos a muchos escritores de la Iglesia latina y aun de la Iglesia griega, la conversión del buen ladrón sería fruto de las oraciones de la Madre del Dolor. Por su intercesión hubiera hecho recaer sobre este desgraciado la virtud de la sangre redentora. Su presencia en el Calvario, atestiguada por el Evangelio, les ha bastado para sacar esta conclusión.
Podríamos desde ahora mostrar cuál es la perfección de la maternidad espiritual de María y cuáles son los derechos que posee para llamarnos sus hijos, puesto que cumple tan de lleno funciones que solas, independientemente de todo concurso en la redención del mundo, bastarían para darnos una Madre y un Padre en el orden de la gracia. Pero la verdad tratada en este capítulo es tan capital, que es necesario confirmarla todavía más con la autoridad de nuevos testimonios.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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