En las notas de María de la Boullerie se consigna este propósito:
«Daré mucha dicha a mi padre y a mi madre. Seré al lado de ellos como un rayo de ese sol que alegra la naturaleza» (Raul Plus: Frente a la vida. A los jóvenes).
¡Qué hermosa idea! No debe pasar inadvertida para una chica buena. Encierra una obligación en la que muchas no reparan.
En la juventud la alegría es fácil. La risa retoza en sus labios, el optimismo brilla en sus ojos; una sensación de plenitud y de novedad esponja su corazón y electriza sus movimientos; parece que una satisfacción intensa cabrillea en todo su ser.
¡Qué fácil es entonces la carcajada: esa carcajada franca y sin sombras en la que toda el alma baila una danza de bienestar y dicha!
Le ilumina una luz de amanecer, prometedora de felicidad, que todavía no sabe nada de agobios de mediodía ni de nubes de ocaso.
Junto a ella está la madurez de los padres, saturada de contrariedades y desengaños. La vida se ha empeñado en podar sus optimismos y frenar sus risas. Cada contrariedad ha depositado en el fondo de su alma sedimentos de amargura que, cuando un nuevo pesar los agita, turban la paz del espíritu, produciendo un estado de disgusto y pesimismo.
La hija joven es como el sol de la mañana, que por un cielo despejado va subiendo hacia el cénit, entre el rosicler de la aurora y los radiantes azules matinales; mientras sus padres, doblado ya el mediodía, caminan hacia el ocaso, entre nubarrones tormentosos, que á veces se desatan en furias de tempestad con rayos siniestros y truenos amedrentadores o, por lo menos, entre esos tintes tristes y cárdenos del atardecer.
¿Por qué la hija no hará participante de su alegría mañanera a sus padres, suavizando sus tristezas vespertinas? Es su deber, no cabe duda.
Toda hija tiene obligación de dar alegría a sus padres. ¡Qué hermoso resulta para ella ser ese rayo de luz que se filtra entre las nubes y quiebra la tristeza de un día gris paseando su alegría sobre el paisaje!
Después del trabajo penoso de su profesión, regresa el padre a su casa ávido de descanso y cariño. ¡Cuánto bien puede hacerle entonces la hija, saliéndole a recibir con la sonrisa en los labios y la alegría irradiando de toda su persona! Un beso en la frente contraída por mil preocupaciones es como esponja suave y acariciadora que borra en el cerebro paterno impresiones desagradables y huellas de fatiga.
Con frecuencia el padre regresa a casa malhumorado; la menor cosa le hace explotar en arrebatos de genio. Es natural. Ha tenido que bregar en sus negocios o en sus asuntos, luchando con incomprensiones, con egoísmos y con malas voluntades.
Acaso ha experimentado un fracasó; el negocio no va bien; ha surgido una competencia que amenaza esterilizar sus esfuerzos de varios años; hay un desgraciado que le está jugando una mala partida; se ha «cogido los dedos» en sus cálculos..., y, a pesar de todo, las conveniencias sociales le exigen disimular, contener la marejada que ruge en el interior de su alma torturada, y hasta sonreír a aquel individuo antipático que aprovecha toda ocasión para perjudicarle.
Pero llega a casa, y en cuanto cierra la puerta de entrada se siente en sus dominios, sin trabas de convencionalismos sociales. Allí respira a sus anchas: no tiene que disimular. Desaparece de su rostro la careta de sonrisa y amabilidad, se arruga su frente, se ensombrecen sus ojos, vienen palabras ásperas a sus labios, y un pequeño tropiezo, una exigua impresión, una nonada, actúa de fulminante que hace explotar la ira.
Es el momento de la hija. Toda su dulzura femenina, toda su alegría y todos sus encantos juveniles deben entrar en juego para desimpresionar a su padre, descargar ¿a atmósfera tormentosa y hacer brillar el arco iris.
No os dais cuenta las hijas de la influencia que ejercéis en el corazón de vuestros padres.
Unos besos llenos de cariño, una atención delicada proporcionándole lo que necesita, un obsequio oportuno, una conversación iniciada con tacto y llevada prudentemente, entre sonrisas y amabilidades, lejos del terreno de los negocios o de los asuntos enojosos, hace que se olvide, por un rato, de lo pasado, que vuelva la calma, y con ésta la sonrisa, la alegría y el optimismo.
¿Y qué menos puede hacer una hija por su padre cuando le ve abatido y triste por ella? Porque todo aquel mal humor es consecuencia del cariño que hacia ella siente.
Si ella y sus hermanos no existiesen, probablemente su padre se daría una vida mucho más tranquila y abandonaría aquellos asuntos que tanto le amargan. Pero como hay que labrarles un porvenir, lucha, forcejea y sufre.
Lo menos que puede hacer su hija es desimpresionarle y aliviarle.
Y ¡cómo satisfacen al corazón paterno las delicadezas filiales! ¡Cómo se esponja su alma cuando, al prepararse para salir, la hija se le acerca para ponerle los zapatos, darle un cepillazo a su traje, arreglarle la corbata, alargarle el sombrero!...
Si a la hija se le ocurre entrar en la cocina y guisar la comida o prepararle un postre, en la oficina tienen que enterarse todos de lo sabroso que ha estado aquel plato y de la repostera tan estupenda que tiene en su casa.
Se le habrá olvidado a la hija echar sal al guisado o se habrá dejado quemar los fritos; pero a su padre se le antojará que no ha comido en su vida nada más exquisito y mejor sazonado.
«Daré mucha dicha a mi padre y a mi madre. Seré al lado de ellos como un rayo de ese sol que alegra la naturaleza» (Raul Plus: Frente a la vida. A los jóvenes).
¡Qué hermosa idea! No debe pasar inadvertida para una chica buena. Encierra una obligación en la que muchas no reparan.
En la juventud la alegría es fácil. La risa retoza en sus labios, el optimismo brilla en sus ojos; una sensación de plenitud y de novedad esponja su corazón y electriza sus movimientos; parece que una satisfacción intensa cabrillea en todo su ser.
¡Qué fácil es entonces la carcajada: esa carcajada franca y sin sombras en la que toda el alma baila una danza de bienestar y dicha!
Le ilumina una luz de amanecer, prometedora de felicidad, que todavía no sabe nada de agobios de mediodía ni de nubes de ocaso.
Junto a ella está la madurez de los padres, saturada de contrariedades y desengaños. La vida se ha empeñado en podar sus optimismos y frenar sus risas. Cada contrariedad ha depositado en el fondo de su alma sedimentos de amargura que, cuando un nuevo pesar los agita, turban la paz del espíritu, produciendo un estado de disgusto y pesimismo.
La hija joven es como el sol de la mañana, que por un cielo despejado va subiendo hacia el cénit, entre el rosicler de la aurora y los radiantes azules matinales; mientras sus padres, doblado ya el mediodía, caminan hacia el ocaso, entre nubarrones tormentosos, que á veces se desatan en furias de tempestad con rayos siniestros y truenos amedrentadores o, por lo menos, entre esos tintes tristes y cárdenos del atardecer.
¿Por qué la hija no hará participante de su alegría mañanera a sus padres, suavizando sus tristezas vespertinas? Es su deber, no cabe duda.
Toda hija tiene obligación de dar alegría a sus padres. ¡Qué hermoso resulta para ella ser ese rayo de luz que se filtra entre las nubes y quiebra la tristeza de un día gris paseando su alegría sobre el paisaje!
Después del trabajo penoso de su profesión, regresa el padre a su casa ávido de descanso y cariño. ¡Cuánto bien puede hacerle entonces la hija, saliéndole a recibir con la sonrisa en los labios y la alegría irradiando de toda su persona! Un beso en la frente contraída por mil preocupaciones es como esponja suave y acariciadora que borra en el cerebro paterno impresiones desagradables y huellas de fatiga.
Con frecuencia el padre regresa a casa malhumorado; la menor cosa le hace explotar en arrebatos de genio. Es natural. Ha tenido que bregar en sus negocios o en sus asuntos, luchando con incomprensiones, con egoísmos y con malas voluntades.
Acaso ha experimentado un fracasó; el negocio no va bien; ha surgido una competencia que amenaza esterilizar sus esfuerzos de varios años; hay un desgraciado que le está jugando una mala partida; se ha «cogido los dedos» en sus cálculos..., y, a pesar de todo, las conveniencias sociales le exigen disimular, contener la marejada que ruge en el interior de su alma torturada, y hasta sonreír a aquel individuo antipático que aprovecha toda ocasión para perjudicarle.
Pero llega a casa, y en cuanto cierra la puerta de entrada se siente en sus dominios, sin trabas de convencionalismos sociales. Allí respira a sus anchas: no tiene que disimular. Desaparece de su rostro la careta de sonrisa y amabilidad, se arruga su frente, se ensombrecen sus ojos, vienen palabras ásperas a sus labios, y un pequeño tropiezo, una exigua impresión, una nonada, actúa de fulminante que hace explotar la ira.
Es el momento de la hija. Toda su dulzura femenina, toda su alegría y todos sus encantos juveniles deben entrar en juego para desimpresionar a su padre, descargar ¿a atmósfera tormentosa y hacer brillar el arco iris.
No os dais cuenta las hijas de la influencia que ejercéis en el corazón de vuestros padres.
Unos besos llenos de cariño, una atención delicada proporcionándole lo que necesita, un obsequio oportuno, una conversación iniciada con tacto y llevada prudentemente, entre sonrisas y amabilidades, lejos del terreno de los negocios o de los asuntos enojosos, hace que se olvide, por un rato, de lo pasado, que vuelva la calma, y con ésta la sonrisa, la alegría y el optimismo.
¿Y qué menos puede hacer una hija por su padre cuando le ve abatido y triste por ella? Porque todo aquel mal humor es consecuencia del cariño que hacia ella siente.
Si ella y sus hermanos no existiesen, probablemente su padre se daría una vida mucho más tranquila y abandonaría aquellos asuntos que tanto le amargan. Pero como hay que labrarles un porvenir, lucha, forcejea y sufre.
Lo menos que puede hacer su hija es desimpresionarle y aliviarle.
Y ¡cómo satisfacen al corazón paterno las delicadezas filiales! ¡Cómo se esponja su alma cuando, al prepararse para salir, la hija se le acerca para ponerle los zapatos, darle un cepillazo a su traje, arreglarle la corbata, alargarle el sombrero!...
Si a la hija se le ocurre entrar en la cocina y guisar la comida o prepararle un postre, en la oficina tienen que enterarse todos de lo sabroso que ha estado aquel plato y de la repostera tan estupenda que tiene en su casa.
Se le habrá olvidado a la hija echar sal al guisado o se habrá dejado quemar los fritos; pero a su padre se le antojará que no ha comido en su vida nada más exquisito y mejor sazonado.
¡Que debilidades tan simpáticas tiene el corazón paterno, y cuánto bien puede hacerle la hija sabiéndolas explotar en beneficio de él mismo! Es una manera de pagarle un tanto su amor.
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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