La frase de San Lucas es breve y cortada: «Les estaba sumiso.»
Parece que no ha dicho nada, y ha marcado sobre la Historia un surco espléndido de luz.
Todos los ojos deberán mirar hacia allí, y todas las conductas deberán sincronizarse con la que en tan pocas palabras se revela.
Jesús, que es Dios, vivía en Nazaret, sujeto a María, su madre, y a José, su padre adoptivo.
Ellos mandaban y El obedecía. No importa que El sea superior, como Dios, y ellos inferiores; en cuanto criaturas suyas, en la jerarquía hogareña, ellos son padres y El hijo; a los padres corresponde mandar y a los hijos obedecer.
No importa que El, Sabiduría infinita, sepa mucho más que ellos, pobres aldeanos; El se ha constituido en hijo de familia, que tiene que ser educado por sus padres; y eclipsa los destellos cegadores de su luz divina, oculta tras de los diques de su frágil humanidad los piélagos inmensos de su saber sin límites y se somete a su educación.
No importa que sea Omnipotente y tenga en sus manos las riendas de los mundos; es hijo, y cuando sus padres lo ordenen, las manos que manejan los destinos del universo empuñarán la garlopa en un taller de carpintero o asirán el tosco cantarillo para recoger agua en la fuente cercana.
Les estaba sumiso. No era el hijo mal educado, que, con afanes pretenciosos, trata de hombrearse con sus progenitores, discute sus mandatos y hasta quiere darles lecciones.
No era el muchacho gruñón, que no sabe callar ante una advertencia, y, aun cuando obedece, lo realiza murmurando por lo bajo una larga letanía de incoherentes insensateces.
No era el chico antipático, que para las disposiciones del superior tiene cara de disgusto y gesto de contrariado.
No era el abúlico, que escucha indiferente y espera a ver si puede pasar sin hacer cuanto le dicen.
Ni tampoco el travieso, que, con una maniobra graciosa, consigue escurrirse sin obedecer; ni el mimoso, que despista con sus caricias... Era, sencillamente, el hijo obediente, siempre sumiso a sus padres.
Así queda clara y patente la conducta que ha de observar todo hijo. Las criaturas no han de ser de mejor condición que su Dios. Dios obedeció a sus padres; luego los hombres han de obedecer a los suyos.
El argumento no tiene «vuelta de hoja», y ante él se estrellan estériles todas las disculpas, paliativos y disfraces con que los hijos mal educados quieren cubrir sus desobediencias.
Los tiempos en que vivimos son de anarquía e indisciplina. Los niños se acostumbran a hacer cuanto les place e imponen sus caprichos intemperantes a sus progenitores; los muchachos se codean de igual a igual con los ancianos, miran con petulancia ridicula las opiniones y disposiciones de los mayores, y pretenden corregir sus planes, juzgando su manera de pensar superior a la de aquéllos.
Esa desacertada educación, considerada por muchos equivocados como el último grito de la Pedagogía moderna, que consiste en dejar a los niños y jóvenes en absoluta libertad, y ceder a sus intemperancias; y ese concepto absurdo y funesto del amor, que cree querer más cuanto más transige con los caprichos, han hecho de cada individuo un ser anárquico propenso a desbocarse.
Han puesto el timón de la vida en manos de un inconsciente; si el barco llega al puerto será por especial providencia divina, pues lo natural es que se estrelle contra el primer arrecife que encuentre a su paso.
Han hecho lazarillo de un ciego a otro ciego, y Jesús ha dicho que «cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caen en el hoyo». No puede extrañarnos encontrar por el mundo tantos caídos.
Dios no hace las obras incompletas, y como ha dispuesto en su admirable providencia que los hombres vengan a la vida envueltos en una especie de sueño, del que progresivamente va despertando la inteligencia bajo el influjo de los sentidos y de la experiencia, a través de éstos, gradualmente adquirida, para que en este período formativo los seres humanos no se encuentren desorientados y se extravíen, en la misma naturaleza, les ha dado como guías a los padres, los cuales, si bien tienen obligación de atender a las necesidades corporales de los hijos en los primeros años en que ellos no pueden valerse, mucho mayor obligación tienen de atender a sus necesidades espirituales, guiando sus almas por el camino de la vida, ya que éstas, durante tal época, por falta de luz y de experiencia no pueden valerse a sí mismas y necesitan de la luz y orientación de sus padres.
Con toda claridad aparece que, si los padres tienen obligación de educar a los hijos, éstos tienen el deber correlativo de obedecerles, pues sin la obediencia toda labor educativa resultaría estéril y los planes divinos quedarían frustrados.
Por eso San Pablo les escribía a los de Efeso:
«Hijos, obedeced a vuestros padres en Dios, que esto exige la justicia.» Es decir, lo exige la ley justa, establecida en la misma naturaleza cuyo cumplimiento es necesario para agradar a Dios. Por lo cual el apóstol, al repetir este precepto a los colosenses, les habla así: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es lo agradable al Señor.»
Ya sabes, pues, muchacha, cuál es tu primer deber para con tus padres: la obediencia. Ellos están para mandar y tú para obedecer. No hay nada que pueda disculparte de obedecerles en todo cuanto respecta a las buenas costumbres, al gobierno de la casa y a la preparación de tu porvenir.
¿Que se equivocan? Ellos darán cuenta de su equivocación a Dios, ante quien habrán de justificar su actuación. Tú, obedeciendo, no te equivocarás jamás.
Ellos conocen la vida mejor que tú y te quieren como nadie te ha de querer; déjate guiar por ellos, que siguiendo sus mandatos tienes más probabilidades de acertar que haciendo tu propia voluntad. Obedece con buena cara, sin réplica, sin gesto de disgusto; no hagas a tus padres desagradable su misión educadora, ya de suyo penosa.
Escucha a San Pablo en su Epístola a los hebreos: «Obedeced a vuestros superiores y estadles sujetos, que ellos velan sobre vuestras almas como quien ha de dar cuenta de ellas; para que lo hagan con alegría y sin gemidos, que esto sería para vosotros poco favorable.»
Obedece sin dejarte llevar de la soberbia que se encabrita en tu interior y te presenta la obediencia como algo deprimente.
Jamás puede considerarse como degradante someterse a seres tan sublimes como son los padres, que, además, realizan una misión sagrada de tanta categoría; pero mucho menos si la obediencia es cristiana y sabe ver en los padres a los representantes de Dios.
Obedece, sin atender al mal ejemplo de las chicas desobedientes. hoy tan abundantes.
Parece que no ha dicho nada, y ha marcado sobre la Historia un surco espléndido de luz.
Todos los ojos deberán mirar hacia allí, y todas las conductas deberán sincronizarse con la que en tan pocas palabras se revela.
Jesús, que es Dios, vivía en Nazaret, sujeto a María, su madre, y a José, su padre adoptivo.
Ellos mandaban y El obedecía. No importa que El sea superior, como Dios, y ellos inferiores; en cuanto criaturas suyas, en la jerarquía hogareña, ellos son padres y El hijo; a los padres corresponde mandar y a los hijos obedecer.
No importa que El, Sabiduría infinita, sepa mucho más que ellos, pobres aldeanos; El se ha constituido en hijo de familia, que tiene que ser educado por sus padres; y eclipsa los destellos cegadores de su luz divina, oculta tras de los diques de su frágil humanidad los piélagos inmensos de su saber sin límites y se somete a su educación.
No importa que sea Omnipotente y tenga en sus manos las riendas de los mundos; es hijo, y cuando sus padres lo ordenen, las manos que manejan los destinos del universo empuñarán la garlopa en un taller de carpintero o asirán el tosco cantarillo para recoger agua en la fuente cercana.
Les estaba sumiso. No era el hijo mal educado, que, con afanes pretenciosos, trata de hombrearse con sus progenitores, discute sus mandatos y hasta quiere darles lecciones.
No era el muchacho gruñón, que no sabe callar ante una advertencia, y, aun cuando obedece, lo realiza murmurando por lo bajo una larga letanía de incoherentes insensateces.
No era el chico antipático, que para las disposiciones del superior tiene cara de disgusto y gesto de contrariado.
No era el abúlico, que escucha indiferente y espera a ver si puede pasar sin hacer cuanto le dicen.
Ni tampoco el travieso, que, con una maniobra graciosa, consigue escurrirse sin obedecer; ni el mimoso, que despista con sus caricias... Era, sencillamente, el hijo obediente, siempre sumiso a sus padres.
Así queda clara y patente la conducta que ha de observar todo hijo. Las criaturas no han de ser de mejor condición que su Dios. Dios obedeció a sus padres; luego los hombres han de obedecer a los suyos.
El argumento no tiene «vuelta de hoja», y ante él se estrellan estériles todas las disculpas, paliativos y disfraces con que los hijos mal educados quieren cubrir sus desobediencias.
Los tiempos en que vivimos son de anarquía e indisciplina. Los niños se acostumbran a hacer cuanto les place e imponen sus caprichos intemperantes a sus progenitores; los muchachos se codean de igual a igual con los ancianos, miran con petulancia ridicula las opiniones y disposiciones de los mayores, y pretenden corregir sus planes, juzgando su manera de pensar superior a la de aquéllos.
Esa desacertada educación, considerada por muchos equivocados como el último grito de la Pedagogía moderna, que consiste en dejar a los niños y jóvenes en absoluta libertad, y ceder a sus intemperancias; y ese concepto absurdo y funesto del amor, que cree querer más cuanto más transige con los caprichos, han hecho de cada individuo un ser anárquico propenso a desbocarse.
Han puesto el timón de la vida en manos de un inconsciente; si el barco llega al puerto será por especial providencia divina, pues lo natural es que se estrelle contra el primer arrecife que encuentre a su paso.
Han hecho lazarillo de un ciego a otro ciego, y Jesús ha dicho que «cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caen en el hoyo». No puede extrañarnos encontrar por el mundo tantos caídos.
Dios no hace las obras incompletas, y como ha dispuesto en su admirable providencia que los hombres vengan a la vida envueltos en una especie de sueño, del que progresivamente va despertando la inteligencia bajo el influjo de los sentidos y de la experiencia, a través de éstos, gradualmente adquirida, para que en este período formativo los seres humanos no se encuentren desorientados y se extravíen, en la misma naturaleza, les ha dado como guías a los padres, los cuales, si bien tienen obligación de atender a las necesidades corporales de los hijos en los primeros años en que ellos no pueden valerse, mucho mayor obligación tienen de atender a sus necesidades espirituales, guiando sus almas por el camino de la vida, ya que éstas, durante tal época, por falta de luz y de experiencia no pueden valerse a sí mismas y necesitan de la luz y orientación de sus padres.
Con toda claridad aparece que, si los padres tienen obligación de educar a los hijos, éstos tienen el deber correlativo de obedecerles, pues sin la obediencia toda labor educativa resultaría estéril y los planes divinos quedarían frustrados.
Por eso San Pablo les escribía a los de Efeso:
«Hijos, obedeced a vuestros padres en Dios, que esto exige la justicia.» Es decir, lo exige la ley justa, establecida en la misma naturaleza cuyo cumplimiento es necesario para agradar a Dios. Por lo cual el apóstol, al repetir este precepto a los colosenses, les habla así: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es lo agradable al Señor.»
Ya sabes, pues, muchacha, cuál es tu primer deber para con tus padres: la obediencia. Ellos están para mandar y tú para obedecer. No hay nada que pueda disculparte de obedecerles en todo cuanto respecta a las buenas costumbres, al gobierno de la casa y a la preparación de tu porvenir.
¿Que se equivocan? Ellos darán cuenta de su equivocación a Dios, ante quien habrán de justificar su actuación. Tú, obedeciendo, no te equivocarás jamás.
Ellos conocen la vida mejor que tú y te quieren como nadie te ha de querer; déjate guiar por ellos, que siguiendo sus mandatos tienes más probabilidades de acertar que haciendo tu propia voluntad. Obedece con buena cara, sin réplica, sin gesto de disgusto; no hagas a tus padres desagradable su misión educadora, ya de suyo penosa.
Escucha a San Pablo en su Epístola a los hebreos: «Obedeced a vuestros superiores y estadles sujetos, que ellos velan sobre vuestras almas como quien ha de dar cuenta de ellas; para que lo hagan con alegría y sin gemidos, que esto sería para vosotros poco favorable.»
Obedece sin dejarte llevar de la soberbia que se encabrita en tu interior y te presenta la obediencia como algo deprimente.
Jamás puede considerarse como degradante someterse a seres tan sublimes como son los padres, que, además, realizan una misión sagrada de tanta categoría; pero mucho menos si la obediencia es cristiana y sabe ver en los padres a los representantes de Dios.
Obedece, sin atender al mal ejemplo de las chicas desobedientes. hoy tan abundantes.
Muchas veces te rondará la tentación: «Esas otras no obedecen y gozan de más libertad (libertinaje, diría yo); ¿por qué yo he de obedecer?»
Levanta tus ojos a lo alto; mira hacia arriba y contempla a Jesús, que a tu edad obedecía.
La tentación te señala a unas equivocadas, y te dice: «No obedecen.»
La revelación te señala a tu Dios humanado, y te dice: «Obedecía.»
¿Qué debes hacer tú?
Levanta tus ojos a lo alto; mira hacia arriba y contempla a Jesús, que a tu edad obedecía.
La tentación te señala a unas equivocadas, y te dice: «No obedecen.»
La revelación te señala a tu Dios humanado, y te dice: «Obedecía.»
¿Qué debes hacer tú?
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