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jueves, 24 de enero de 2013

¡APOSTATA (11)!

POR EL Pbro. Dr. JOAQUIN SAENZ Y ARRIAGA
LA APOSTASIA DEL JESUITA
JOSE PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA 
México 1971 
(pag. 131-143)
     La fe, para nuestro exégeta, es "como una realidad de dimensión social, que entró en la historia humana, como el gran don y beneficio divinos; esa fe, propagada por medio del evangelizar, es la que causa justicia en el mundo, y todo este proceso es la salvación, que Cristo nos aporta". No es fácil precisar el pensamiento nebuloso y torcido del jesuita, que ciertamente no es el pensamiento de San Pablo, ni de la Iglesia. La fe, hablando filosóficamente, en su concepto cristiano, no es una realidad de dimensión social, aunque admitamos, claro está, que las consecuencias que la fe cristiana haya tenido y tiene en el mundo, tengan esa proyección social. La fe, ya lo vimos antes, no es la que causa justicia en el mundo. La fe es una simple condición esencial; pero no es la fe la que justifica: es Dios quien justifica por la fe; justifica, en vista a la fe, en atención a la fe. Ni es la justicia interhumana, como nos quiere defender José Porfirio, la justicia que Dios nos da por la fe. Es la justicia, en el sentido de santificación, justificación, estado de gracia.
     El problema gravísimo, que San Pablo trata en su famosa Epístola a los Gálatas, es de tal magnitud, que puede decirse que era un evangelio nuevo el que los judaizantes, querían oponer al evangelio de Cristo, predicado por San Pablo. Los Gálatas no eran judíos; eran griegos o aborígenes, entre los cuales la predicación del Apóstol había logrado hacer numerosos adeptos. Infiltraciones judías habían convencido a algunos de ellos de la necesidad de las observaciones judaicas, para seguir el Evangelio. Fue la primera judaización del cristianismo en gran escala. El Evangelio de San Pablo era una carta de libertad respecto a las prescripciones mosaicas, y el de los judaizantes era un código de esclavitud respecto de la ley. El Evangelio de San Pablo era el Evangelio de la gracia y el de los judaizantes era el evangelio de las obras meritorias, idependientemente de la gracia; el Evangelio de San Pablo era el Evangelio de Cristo; y el de los judaizantes era la negación de este Evangelio.
     ¿Cuál era la tesis judaizante? La ley mosaica es necesaria para la salvación, para la justificación. Contra esta doctrina totalmente opuesta al Evangelio. San Pablo formula su tesis, con las mismas palabras que había aprobado el Príncipe de los Apóstoles, seis o siete años antes, en la asamblea de Antioquía:
     "Nosotros, judíos de raza y no pecadores del linaje de las naciones, sabiendo que ningún hombre se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Cristo Jesús, hemos creído, también nosotros, en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe y no por las obras de la ley; porque (dice la Escritura) ninguna carne será justificada por las obras de la ley.
     Pero, si buscando la justificación en Cristo, hallamos que también nosotros somos pecadores, Cristo sería entonces ministro del pecado. ¡Ni lo quiera Dios!
     Que si yo reedifico lo mismo que he destruido, me denuncio a mí mismo como a prevaricador. En lo que a mí toca, por la ley estoy muerto a la ley, a fin de vir en Dios. Yo estoy crucificado con Cristo. Yo vivo, es cierto, en la carne, pero vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí. Yo no desecho la gracia de Dios: porque si la justificación es por la ley, en balde murió Cristo.
     Es una síntesis, que San Pablo acumula para proclamar la libertad evangélica contra la servidumbre de la ley. Hay, en esas palabras, cinco argumentos:  
     1) Un argumento ad hominem: Pedro y Pablo son judíos; pero reconocen que la justificación no viene por las obras de la ley, sino por la fe en Cristo.  
     2) Argumento escriturístico: Según el salmista, ninguna carne se justifica por su propio esfuerzo; luego ni por la observancia de la ley.
    3) Argumento por reducción al absurdo: Pedro y Paulo se creyeron dispensados de la observancia de la ley, por haber creído en Cristo. Si esto fuera un pecado, el pecado recaería en Cristo. 
    4) Argumento teológico-escriturístico: Por la ley, los judíos mueren a la ley, para vivir en Jesucristo. Luego, el considerar que la ley es capaz todavía de imponer deberes, es enfrentarse a su voluntad; es violentarla. 
     5) Argumento teológico: La muerte de Cristo, fuente de todas las gracias tiene un valor infinito. Admitir la ley como medio de justificación es negar la eficacia de la gracia y negar al virtud redentora de la Cruz.
     Es imperioso repetir aquí lo que ya indicamos antes. San Pablo no está hablando de la virtud cardinal de la justicia, de la justicia interhumana, la justicia social. San Pablo está hablando de la justicia, en cuanto es causa de nuestra justificación, de nuestra santificación, de nuestra salvación. Justicia es la conformidad de nuestros actos a la regla suprema. Cuando expresa la relación permanente entre la voluntad humana y la voluntad divina, la justicia se confunde, para el judío, en la observancia de la ley, considerada ésta como la expresión adecuada de la voluntad de Dios. Para los protestantes justificar es declarar justo. (Esta es una justicia meramente imputativa, como ya vimos). Para San Pablo, para el católico, la justificación es una justificación de vida; es decir un acto que confiere la vida sobrenatural. Es la regeneración y renovación por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el "Espíritu de vida", porque da la vida de la gracia, o, como dice San Pablo, es causa de la justicia. La justicia es aquello por lo que formalmente somos hechos justos, somos justificados, somos regenerados a la vida divina: la gracia santificante.
     Ahora entenderemos el sentido de las palabras del Apóstol: "El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley". (Ya explicamos que significa la expresión "justificados por la fe". San Pablo dice que "el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo". No niega que las obras de la ley (no habla de las prescrpiciones judaicas) aumenten la justicia adquirida; niega tan sólo que esa justicia haya venido hombre por las obras de la ley.
     Debemos notar aquí que en las palabra ley no solamente se encierra la ley promulgada por Dios en el Sinai, la ley natural, la ley de la conciencia, sino también las prescripciones judías, que dejaron de tener razón de ser, a la venida de Cristo. El judaismo era la religión de la promesa, el cristianismo es la religión del cumplimiento de esa promesa. Y debemos también notar que, cuando San Pablo afirma que el hombre es justificado por la fe quiere decirnos que la fe es un prerequisito para la justificación, sin excluir las demás condiciones que se requieren: el arrepentimiento de lo pasado y la aceptación de la Voluntad Divina para el porvenir.
     Hay, en la Epístola a los gálatas, tres pruebas de la justificación por la fé independientemente de las obras: prueba de experiencia, prueba teológica y prueba escriturística: La prueba de experiencia es argumento ad hominem: Si los gálatas, convertidos antes de la gentilidad, nunca habían observado las prescripciones legales, sigúese que la observancia de estas prescripciones no eran necesarias para la justificación, ni como causa, ni como condición esencial, ni como disposición previa. Sostener el valor de la ley frente al Calvario es negar el valor de la sangre divina y la suficiencia de la Redención. La prueba teológica es la siguiente: la justificación por la fe es gratuita, luego la sobras de la ley no sólo no son necesarias, sino son superfluas, para la justificación. Quien obtuviese la justicia por sus propias obras no sería justificado por la gracia, sino por derecho, no tendría la verdadera justicia, la justicia de Dios, cuyo elemento más esencial es el ser gratuita. La necesidad de la fe, como condición esencial, ni las demás disposiciones, que ya indicamos, no quitan a la justicia, a la gracia, el ser enteramente gratuita. Finalmente, la prueba escriturística la toma San Pablo de la fe de Abraham "Creyo Abraham y esto le fue imputado a justicia". En el cap. XXVII, no antes, es consignado el precepto divino de la circuncisión para todos los israelitas, como signo de la Alianza, concluida con anterioridad, y como un sello material de la justicia otorgada por la fe.
     "En tí serán benditas, dijo Dios a Abraham, todas las naciones". No solamente los judíos, todos los judíos, sino todas las naciones. Las bendiciones prometidas al padre de todos los creyentes pasan por encima de la Sinagoga y son tan extensas y universales, como habría de serlo la misma Iglesia. Y esas bendiciones son hechas sin restricción, ni condición alguna, mucho antes de la Alianza del Sinaí. Esta concesión totalmente graciosa, recibida de Dios por Abraham fue legada como un testamento, a su linaje espiritual.
     Hemos ya visto lo que significa "justicia", justificación, en la Epístola a los gálatas. Veamos ahora el papel de la ley, a la que también alude José Porfirio Miranda y de la Parra. Los juicios de San Pablo, a primera vista, son contradictorios, al hablar de la ley Mosaica. Citemos al P. Prat, S.J. en su comentario a la Epístola a los gálatas:
     "Unas veces el Apóstol exalta hasta los Cielos la Ley, y otras, parece rebajarla a nivel inferior de la ley natural. La ley es sagrada y espiritual (Rom. VII, 12-14); tiene por objeto dar la vida (Roma. VII, 10); en el último día serán declarados justos los que la hayan observado (Rom. II, 13); fue establecida por los ángeles, con Moisés por mediador (Gál. III, 19); es una de las nueve prerrogativas y no la menor de los hijos de Israel (Rom. IX, 4); conduce a los hombres hacia Cristo (Gál. III, 24), a quien ella tuvo el honor de profetizar (Col. II, 16); en Cristo tiene su fin y su cumplimiento (Rom. X, 4) En fin, para resumir todos los elogios, ella no es la Ley de Moisés, sino la Ley de Dios (Rom. VII, 22-25). Pero, veamos el reverso: La ley no ha llevado nada a su perfección (Hebr. VII, 19); es más bien la artífice de la cólera divina (Rom. IV, 15); ha sido ocasión del pecado, para agravar las transgresiones. (Gál. III, 10; Rom. V, 20); da el conocí miento del pecado (Rom. II, 20), sin la fuerza para evitarlo. Todos aquéllos que dependen de las obras de la Ley y ponen en ella su confianza caen bajo el golpe de la maldición (Gál. III 1).
     Luego la Ley es, al mismo tiempo, una prueba de la bondad de Dios y un precursor de su cólera. Hoy es la mensajera del Cielo y el camino que conduce a la vida; mañana es el arma del pecado y un instrumento de muerte; es impotente para justificar y, sin embargo, serán declarados justos quienes la observen ¿Cuál es la clave del enigma?
     No se trata aquí más que de la razón de ser de la Ley. El Apóstol acaba de probar que no contribuye en nada para la justificación del hombre; ha mostrado que si la herencia de las bendiciones mesiánicas dimanara de la Ley, no podría provenir esa herencia de la promesa completamente gratuita, hecha al padre de los creyentes, como lo enseña la Escritura. Y prosigue de esta manera: "¿Por qué, pues, la Ley?" "Propter transgressiones posita est, donec veniret semen cui promiserat, ordinata per angelos in manu mediatoris". Fue establecida, ordenada por los ángeles, en vista de las transgresiones, hasta que viniese la posteridad heredera de las promesas". (Gál. III, 19). La frase es dura. Algunos exégetas explican: "para disminuir, reprimir y castigar las transgresiones". Pero, donde no hay ley, no hay prevaricación. La Ley no podría, pues, tener por efecto disminuir o reprimir transgresiones, que, sin ella, no existirían. La enseñanza constante del Apóstol es que, dada la corrupción actual del hombre y su inclinación al pecado, la Ley hace nacer las transgresiones, es ocasión de ellas. Lejos de disminuir las caídas, las agrava y las multiplica. La razón, dada por San Pablo, es muy clara: La ley instruye al hombre en cuanto a sus deberes; pero, sin remediarle su debilidad. Dios preveía al promulgar el Código del Sinaí, las desobediencias a que éste daría ocasión; pero preveía también las ventajas que sacaría de esas mismas faltas: despertar la conciencia, humillar al pecador, convencerle de su impotencia, hacerle desear el socorro divino. Así vence el bien al mal: y Dios, que no podía amar el mal mismo, se complace en repararlo y sujetarlo al bien. "La ley sobrevino para multiplicar las caídas... a fin de que la gracia reine por la justicia para la vida eterna" (Rom. V, 20).
     No me detengo más en explicar los términos, con que el jesuíta, falseando totalmente las palabras y el sentido de la Sagrada Escritura, quiere probar su tesis atrevida: Marx y la Biblia dicen lo mismo. Era necesario esta explicación, que refuta y echa por tierra la argumentación inconsistente de nuestro filósofo, exégeta, teólogo y sociólogo mexicano. Veamos lo que dice:
     "El pueblo judío auténtico era consciente de que su misión en el mundo consistía en realizar la justicia; pero, no lo había logrado, y Pablo contaba con que la muchedumbre de los gentiles, convertidos en realizadores de justicia, sería para él un espectáculo profundamente desquiciador de sus categorías, originador de una auténtica metánoia".
     No sé de dónde saca José Porfirio su afirmación inicial: "el pueblo judío auténtico era consciente de que su misión en el mundo consistía en realizar la justicia". Si juzgamos la afirmación a la luz de la historia, no creo que encontremos argumentos suficientes en número, ni de evidente fuerza probativa, para demostrar que los judíos del Antiguo Testamento habían tomado conciencia de su misión mundial de hacer justicia. Más bien encontraríamos muchas pruebas, para demostrar que los judíos, antes de Cristo y después de Cristo, se han distinguido siempre por su usura, por su codicia, por su ambición insaciable. Teológicamente, a la luz de la Escritura, no era esa la misión de Israel. A no ser que nuestro exégeta, como de la misma raza, tenga secretas consignas que nosotros no conocemos. Pero, él mismo reconoce que, cuando San Pablo escribía, "no lo habían logrado". Por eso San Pablo cuenta con la muchedumbre de los gentiles, convertidos en realizadores de justicia, no en miembros regenerados por Cristo, justificados por Cristo, sino en activos realizadores de justicia y justicia interhumana, justicia social. ¡Espectáculo maravilloso, en el que, según nuestro exégeta, se recrea el Apóstol, porque iba a originar una metánoia, un cambio de mentalidad, como el que ha originado el Vaticano II.
     "Pocas cosas —escribe más abajo José Porfirio— le han hecho tanto daño a la exégesis como la interpretación ascética y virtuosa de la lucha de Pablo contra la kaúchesis (el ufanarse, el gloriarse); como si su empeño (el de Pablo) fuera el añadir una virtud más: la humildad. Como si en la guerra a muerte contra la justicia de la ley estuviera en juego algo de "mayor perfección" y no el todo, el ser o no ser de la justicia en el mundo. Para Pablo ahí se decide la historia de la humanidad, no en una virtud más o una virtud menos. (Si por medio de la ley vino la justicia, entonces Cristo murió en vano. Gál. II, 21).     Parece increíble la audacia con que Miranda, torciendo el sentido de justicia, quiere también echar por tierra la ley humana, que regula esa justicia social entre los hombres. Para San Pablo, según el jesuíta, el ser o no ser de la justicia interhumana es el climax de la historia de la humanidad.
     El apoyarse en la ley, el no romper defintivamente con toda ley y con toda la civilización humana, que se apoya en la ley, no es un defectillo ascético; es hacer nula la obra de Cristo y frustrar de cuajo el Evangelio entero. Se ocluye la posibilidad de entender a Pablo, quien no perciba que, al excluir la káúchesis, lo que Pablo quiere es que se realice la justicia en el mundo, y que lo quiere en plena conciencia de que el mayor obstáculo es el seguir confiando en la ley. Es cuestión de eficacia, de causalidad rigurosamente horizontal: "Si se hubiera dado ley capaz de vivificar, realmente de la ley provendría la justicia" (Gál. III, 21). Por eso dice de los judíos: 'Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a conocimiento, pues desconociendo la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se incorporaron a la justicia de Dios". (Rom. X, 2-4).
     Siguiendo interpretando el pensamiento mirandesco, ahora, nos dice que para no hacer nula la obra de Cristo, para no frustrar de cuajo el Evangelio, es necesario romper definitivamente con toda ley y con toda la civilización humana. ¿No es esto echar las premisas para sacar después la consecuencia? ¿No es decirnos que, para no frustrar el Evangelio, para no hacer nula la obra de Cristo es necesario eliminar la ley, todas las leyes; destruir la civilización humana: fomentar todas las guerrillas, así en el campo, como en la urbe; multiplicar los actos terroristas, los secuestros, los actos de piraterías; la lucha de clases, la eliminación de los contra-revolucionarios, porque resultan ser antievangélicos. ¡Hay que destruir, destruir todo! ¡Hay que echar abajo los gobiernos! ¡Hay que corromper al ejército y a la policía, porque, entonces y sólo entonces, se establecerá el reino de la justicia interhumana!
     Padres censores, R.P. Provincial, Eminencia Reverendísima, ¿está esta doctrina dentro del dogma católico? ¿Es este el mensaje del Vaticano II? ¿Es éste el contenido de la POPULORUM PROGRESSIO? Por mucho que quiera refrenar mi indignación, no puedo. Yo ACUSO a este traficante de la conciencia pública, que, después de haber apostatado de Dios, quiere ahora envenenar las almas, promover el caos en la Iglesia y traicionar al Estado, como diría valientemente el Lic. René Capistrán Garza, benemérito de la patria y de la Iglesia.
     Llevamos 178 páginas del libro de José Porfirio Miranda y de la Parra, y todavía no hemos llegado a ver el mensaje evangélico. Nos hemos detenido en otros autores inspirados y no hemos visto la revelación de Cristo, sus palabras, sus hechos, su vida. Nuestro jesuíta prepara la transición, cuando escribe: "¿Cómo entiende (San) Pablo esa eficacia rigurosamente horizontal de la fe en producir justicia? Anticipado, respondo: exactamente como lo conciben los cuatro evangelios y Jesucristo mismo. Pero esa cuestión crucial depende evidentemente de lo que ellos seis y la Biblia entera entienden por fe. Es en este punto donde necesitamos concentrarnos".
     Vuelve, pues, nuestro exégeta a investigar lo quo significa 'fe", "creer" en el lenguaje del Evangelio. Entre los significados, escoge aquel, que más le conviene, para presentarnos después su interpretación personalísima de la persona, de la obra de Cristo. "Confiar —escribe— en que Dios interviene es otra acepción de pisteúo, que Weiser y Bultmann descubren como absolutamente fundamental en el Antiguo Testamento y en los Sinópticos. Salta a la vista la importancia de tal constatación abundantemente documentable, pues si el Antiguo Testamento tiene esperanza es porque cree que Dios va a intervenir en nuestra historia como intervino en el Exodo de Egipto. Así resulta que el confiar en la intervención de Dios es una acepción, que no difiere, en lo más mínimo, del sentido que Bultmann reconoce como el original: fe es igual a esperanza".
     Ya vimos antes que en la Biblia, lo mismo que en la teología, creer es, ante todo, un acto intelectual, aunque lleva consigo, algunas veces, como una modalidad del entendimiento, esa confianza o esa esperanza en Dios. Lo que si no podemos admitir es que, cuando, en los Evangelios, en las Epístolas o en los otros libros sagrados, se habla de creer signifique siempre la confianza de que Dios va a intervenir en nuestra historia. Esta suposición de José Porfirio no es sino una hábil preparación para introducir su opinión marxista, para hacernos creer que la dialéctica es la fe, que el materialismo histórico es el plan de Dios, para salvar al mundo, es decir, para establecer en el mundo la justicia social. José Porfirio, sin salirse de su línea, plantea este problema decisivo: "¿en qué sentido entendió Jesús histórico lo que es fe, lo que es creer? E igualmente importa saber qué relación guarda ese sentido con la acepción fundamental y original (de la Biblia), que es tener esperanza, porque Dios intervendrá en nuestra historia".
     Para responder, pone Miranda y de la Parra un ejemplo negativo, que no encontramos en el Evangelio de San Mateo, ni en el de San Marcos, sino sólo en en de San Juan. Las citas, dadas por nuestro exégeta, no nos llevaron a resultados positivos. En San Juan sí hay muchos pasajes, en los que Jesús usa esta expresión: "para que todos los que creen en El no perezcan, sino tengan la vida eterna" (III, 15). "El que cree en El, no será juzgado; el que no cree en El ya está juzgado" (ibidem, 18). "Qui Credit in Filium, el que cree en el Hijo de Dios, tiene la vida eterna", (ibidem, 36). "El que escucha mi palabra y cree en ella, tiene la vida eterna". (V, 24). "El que cree en mí, no tendrá más sed". (VI, 35). "Esta es la voluntad de mi Padre, que me envió, que todo el que ve al Hijo y cree en El, tenga la vida eterna". (VI, 47). "El que cree en Mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva saldrán de su vientre". (VII, 38). "Y todo el que vive y cree en Mí, no morirá eternamente" (XI, 25). "El que vive y cree en Mí, no morirá". (XI, 26). "El que cree en Mí, no cree en Mí, sino en Aquél que me envió" (XII, 44). "El que cree en Mí, hará las obras que Yo hago..." (XIV, 12). Es muy delicado citar al Evangelio, sin consultarlo; indica poca seriedad y quita todo valor científico a lo que se escribe. Sin embargo, pasemos por alto la poca seriedad de nuestro exégeta, para ir al estudio de lo que dice, basándose en un texto de la Escritura.
     "Los que creen en Mí" —dice Miranda y de la Parra— "no es expresión de Jesús mismo, como puede verse por el paralelo marciano "los que creen" (que tampoco encontramos en el Evangelio de San Marcos). Sin más explicación, no nos demuestra el jesuíta lo que pretendía: que esa frase "los que creen en Mí", que es una adulteración de la original, según Miranda, equivale a "los que creen" y significa: los que esperan que Dios va a intervenir en nuestra historia.
     Veamos ahora el ejemplo positivo de nuestro escriturista: "tu fe te ha salvado". Esta expresión la encontramos en San Marcos X, 52; en San Lucas XVII, 19; XVIII, 42, en San Mateo IX, 22; Marcos V, 34; Luc. XII, 5. "Nadie, dice José Porfirio, pone en duda la autenticidad de esta frase en labios de Jesús". Sin embargo, como dice Herbert Braun, "la referencia cristológica explícita de la fe no pertenece a la capa más antigua de la tradición, sino le sobrevino a ésta, en virtud de la fe pascual. Jesús de Nazaret no pidió, ni recibió que creyeran en El, como portador de la salvación". "Jesús no ve la curación de la mujer como obra suya, sino como obra de la fe de la mujer". Y da la razón nuestro exégeta de su afirmación, que es la negación de que Jesús tuviera conciencia propia divinidad: "Si Jesús desvía de sí la atención hacia la grandeza de la fe de los otros, no puede tratarse de una fe, cuyo centro de atención sea El, a menos que le atribuyamos una maniobra bizarra sin base alguna en los textos. De lo dicho, parece seguirse que, cuando Jesús obró el milagro, no tenía El conciencia de su propia divinidad; que la fe que El encomió en la mujer fue aquella esperanza o confianza en la intervención de Dios, de quien Jesús sólo era su legado. Los evangelistas, con el mito pascual, habían sublimado la persona de Jesús, hasta hacerlo Dios; y, sin embargo, a pesar de esa falsa fe, cuando escribieron el texto, no mencionaron que Jesús alabase a la mujer, por la fe que en su persona había tenido.
     Y, por si alguno todavía tuviese duda sobre el exacto pensamiento de Miranda y de la Parra, él escribe más abajo: "La fe, con referencia cristocéntrica es ya del cristianismo posterior". Y, para encubrir su negación impía, añade después el jesuíta: "No se trata de decir: ésta (la fe con referencia cristocéntrica) no tiene importancia, y la fe primogenia sí". "Se trata de proceder como quien realmente desea entender". Según esto, los exégetas católicos procedían a priori, no buscaban el sentido auténtico de los primitivos textos".

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