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sábado, 22 de febrero de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (7)

LIBRO II
EN POS DE UNA VIDA APOSTOLICA
Capítulo Sexto
EL ALUMNO DE MAESTRE ARDEVOLL (1524-1526)

     El proyecto de permanencia en Palestina acababa de desvanecerse o mejor dicho de estrellarse ante una imposibilidad, rígida como una fuerte y alta muralla. El padre Angel de Ferrara tenía sobrada razón: (1) durante largas semanas el peregrino había tocado con la mano la ferocidad turca, incapaz de soportar en los Santos Lugares la morada de los cristianos. Cuánto menos los hijos de Mahoma hubieran admitido la propaganda cristiana que Iñigo pretendía hacer entre ellos, aunque de esto no dijo ni una palabra al Custodio. (2) El Señor no quería que su siervo se quedara en Jerusalem; los acontecimientos lo demostraban con evidencia.
     Así pues, ¿qué hacer?Durante la travesía de Jafa a Venecia, no le faltaron días ni semanas para reflexionar y orar. De la oración no parece que Iñigo hubiera obtenido luces decisivas que iluminaran su camino. Si Cristo se le había aparecido en las horas dolorosas del viaje, (4) había sido para reconfortarlo, mas no para iluminar su porvenir. Se vio pues reducido a pensar las razones en pro y en contra, a examinar con reflexión atenta el problema de la conducta que debía seguir. Desde Manresa lo abrasaba una sed ardiente: la de "ayudar a las almas"; y al contacto de la tierra sagrada en la que el Salvador predicó el Evangelio y murió en la cruz por los pecadores, aquella sed se hizo más devoradora. ¿Cómo pues, y de qué manera mejor podría socorrer a ese mundo del siglo XVI en todas partes presa del pecado? Hasta allí había evangelizado en sus fortuitos encuentros, pero ¿debía continuar así o bien emprender los estudios habituales de un clérigo, para predicar con más autoridad a Jesucristo? Cuanto más pensaba, más "se inclinaba a estudiar y hacerse sacerdote," a fin de poder ayudar a las almas.  (5)
     Tales son las conclusiones a que se determinó el peregrino de Jerusalem; y fue para estudiar en Barcelona, para lo que tomó el camino de España.
     Desde su vuelta a Barcelona el peregrino manifestó su designio a Isabel Roser, y ésta lo puso sin duda en comunicación con el maestro de gramática Jerónimo Ardevoll. El nuevo plan de vida de Iñigo fue trazado por sus caritativos bienhechores: Ardevoll prometió darle gratuitamente sus lecciones, Isabel Roser daría al escolar todo lo necesario. (6) Iñigo dio las gracias, pero dijo que prefería volver a Manresa. Allí había entre los Cistercienses de San Pablo, un monje cuyo recuerdo estaba profundamente grabado en su alma. Queriendo unir al estudio de las letras el de la perfección cristiana y al mismo tiempo entregarse al apostolado, le parecía que su estancia en Manresa y la dirección de aquel hombre de Dios le ofrecía toda clase de ventajas. Por lo demás, si no encontraba en Manresa la comodidad que esperaba, se comprometió a aceptar con agradecimiento la amigable combinación propuesta por Ardevoll e Isabel Roser.
     Desde el 4 de agosto al 30 de diciembre de 1523 la peste había desolado a Manresa. (7) El monje del priorato de San Pablo, (8) que probablemente se llamaba Alfonso de Guerrero, había sido tal vez víctima de la plaga. En todo caso, Iñigo nos dice que llegado a Manresa encontró que había muerto aquel a quien quería hacer padre de su alma y maestro de su espíritu; y así se volvió a Barcelona. (9)
     Jerónimo Ardevoll era el hijo menor de Bernardo Ardevoll, Alcalde de la Fatarela, aldea cercana a la costa catalana entre Tortosa y Tarragona. Instruido y provisto del título de Maestro de Artes, había heredado de su familia no una grande fortuna porque el testamento de su padre no le destinaba sino tíos cántaros anuales de aceite de oliva, sino un fondo inagotable de verdadera religión. Su casa era de aquellas en donde el cristianismo domina en toda las acciones y cuyos miembros, antes de salir de este mundo compran con legados piadosos el perdón de sus faltas y su parte de paraíso. Esta herencia de honor y de piedad cristiana, se conserva hasta nuestros días en la familia de donde salió el generoso maestro de Iñigo de Loyola (10).
     Jerónimo Ardevoll, era uno de los Regentes de la Universidad de Barcelona. Fundados en 1402 los Estudios Generales de la gran metrópoli catalana, se habían organizado lentamente, comenzando por la Facultad de Medicina, siguiendo con la Facultad de Artes, y parece que, penosamente, habían crecido. Las facultades no estuvieron completas sino hasta 1450. En 1520 el Concejo de la ciudad deliberaba acerca de los medios de dar a las escuelas algún lustre y renombre que permitiera remediar la ignorancia de los escolares; los concejales decidieron aumentar los emolumentos de los maestros por "medio de una razonable contribución de la ciudad". Como era entonces práctica universal, los cursos de la Universidad eran gratuitos y públicos. Y fue, mezclado con los muchachos de Barcelona, cómo Iñigo, de treinta y un años de edad, comenzó a seguir las lecciones de gramática de Jerónimo Ardevoll.
     Pero es claro que la enseñanza general y común, no podía bastar a aquel estudiante tan singular. El deseo de aprender era en él muy vivo y su docilidad perfecta: sus facultades sin embargo no tenían la plasticidad de la infancia. Además, su gusto por la ascética estorbaba los esfuerzos del estudiante. En lugar de recordar los casos de las declinaciones y los tiempos de las conjugaciones, su memoria evocaba hasta en las horas de estudio el recuerdo de los beneficios de Dios. Y mientras que su corazón se dilataba en actos de amor, la lección señalada por el maestro no era aprendida. (11)
     Iñigo era demasiado reflexivo y muy ayudado de Dios también para no darse cuenta del mal y encontrar el remedio. Era un remedio el que Jerónimo Ardevoll le diera unas clases particulares, en su casa de Calders Mayor. Y puédese estar seguro que aquel hombre excelente lo hacía con toda buena voluntad. Ese régimen estaba previsto y aceptado desde los primeros tratos con Iñigo e Isabel Roser. Pero si los ardores de devoción perseguían al Santo estudiante hasta en la casa del maestro Ardevoll, ¿dónde estaba el provecho? Con el hábito de introspección que había tomado desde su conversión en Loyola en 1521, Iñigo no tardó mucho en observar, que esas dulzuras espirituales en las que se extasiaba su alma, le sobrevenían precisamente en las horas de clase, mucho más que en las horas de oración, por lo cual cayó en la cuenta de que eran con toda seguridad una maniobra diabólica. Descubrir al enemigo para un soldado semejante, era vencerlo. Tomó en seguida la resolución de cortar por lo sano y definitivamente a aquella devoción inoportuna y sospechosa. Hasta entonces Iñigo se había contentado con hacer esfuerzos para apartar el pensamiento de Dios, pero no lo había logrado. Recurrió entonces a otro medio: cierto día después de haber hecho oración, se fue a la calle de Calders Mayor y rogó a Ardevoll le siguiera hasta la iglesia de Santa María del Mar que estaba cercana. "Allí estando sentado, le expuso fielmente todo lo que pasaba en su alma y cuán poco por esta causa había progresado", y añadió una promesa: "yo le prometo, le dijo, no faltar nunca a oír vuestras lecciones durante dos años, con tal de que encuentre en Barcelona un poco de pan y agua para alimentarme". Y como estas palabras las pronunció con un alma fuerte y sincera, ya nunca más el estudiante tuvo la tentación de aquellas falsas dulzuras espirituales en los momentos reservados a los trabajos del estudio. (12)
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     Fuera de las lecciones de gramática, Iñigo llevaba en Barcelona una vida semejante en todo a la de Manresa: la oración, la penitencia, y el celo llenaban sus días.
     Era huésped de Inés Pascual. La casa de los Pascual estaba en el centro de Barcelona en la esquina de la calle de Cotoners y de la de Forn. (13) Era una casita miserable, y de pequeñas dimensiones. En los bajos los Pascual tenían una tienda y en el primer piso unos departamentos, en la azotea había una pieza a donde se subía por una escalera de caracol. Aquel reducto tenía quince pies de largo, trece de ancho y veinte palmos de altura; servía de cuarto al joven Pascual; Iñigo hizo de él su celda de día y de noche. Inés Pascual hubiera querido adornar el lecho de Iñigo como el de su hijo, pero las instancias de la caritativa mujer fueron siempre rechazadas. El colchón y las mantas ofrecidas jamás fueron empleadas, porque el penitente prefería a aquellas superfluidades las tablas de su lecho de madera. (14)
     Su régimen alimenticio lo constituía lo que le daban de limosna. No comía en la mesa de la familia, sino que cada día mendigaba su alimento como lo había hecho en Manresa; excepto los domingos, ayunaba todos los días, contentándose con pan y agua. Para sazonar esta frugal comida, el hombre de Dios no conocía otra cosa sino las disciplinas y los cilicios. Se imagina uno fácilmente que el sustento de un estudiante de esta especie costaba muy poco, sea a Inés Pascual, sea a Isabel Roser. (15)
     Recuérdese que en medio de sus austeridades de Manresa, Iñigo había contraído una persistente enfermedad del estómago. Esta desapareció durante la peregrinación a Jerusalem, y así a su vuelta a Barcelona el incorregible penitente creyó que podía con toda seguridad reanudar sus prácticas de penitencia de otros tiempos. "Comenzó, pues, a hacer agujeros (16) en las suelas de sus zapatos, y poco a poco agrandaba esos agujeros, tanto que en los primeros días del invierno no quedaban de su calzado sino los empeines". En este sistema todo era beneficio; los gastos se reducían y el penitente podía creer que su penitencia era conocida sólo de él. (17) Los santos tienen a veces esas ilusiones; pero a juzgar por los testimonios del proceso de Barcelona, no parece que su astucia produjera efecto; porque Ana de Rocaberti afirma que Iñigo iba a la escuela con los pies descalzos, y Honorina Pascual dice haber sabido de su padre que llevaba los zapatos agujereados. Es cierto que para juzgar del caso, los Pascual tenían medios de información particularmente efectivos, puesto que Iñigo era su huésped.
     Cantas virtudes atrajeron a Iñigo, en Barcelona como en Manresa, la veneración de las familias más honorables. Entre sus admiradoras, los procesos señalan a doña Estefanía de Requesens, hija del Conde de Palamos y mujer del Comendador Mayor de Santiago, Juan de Zúñiga, a doña Isabel de Requesens Bojados, abuela de los condes de Zavallá, a doña Guiomar y Desplá, abuela del Marqués de Aytona, a doña Isabel de Josa, en una palabra a lo mejor de Barcelona. Cuando el santo mendigo tocaba a la puerta de estas damas, le llenaban la mochila de cantidad de alimentos de toda especie y a veces le daban algún dinero. (18)
     Así provisto, Iñigo llevaba a la calle de Cotoners aquellos tesoros, escogía con cuidado lo que había de mejor para llevarlo a los enfermos de los hospitales o para ofrecérselo a los pobres. Una de las puertas de la casa de los Pascual, en la calle de Cotoners, estaba provista de una reja de madera entre cuyos barrotes se abría una ventanilla. A las horas de las comidas, los pobres se juntaban allí e Iñigo daba a cada uno su parte con mucha humildad y buena gracia, de manera que los alrededores de la modesta habitación se parecían a los de las iglesias a las horas en que los oficios reúnen allí a los fieles y a los pordioseros. Inés Pascual como tesorera fiel tenía la guardia del dinero y de los víveres recogidos por Iñigo, y éste no omitía nada para descubrir a los pobres vergonzantes. A favor de la noche los visitaba, los consolaba y dejaba en sus manos lo mejor de las limosnas recibidas. Naturalmente estos actos de caridad evangélica iban acompañados de palabras de celo apostólico. Con frases inflamadas, el apóstol exhortaba a sus favorecidos a amar a Dios y a guardar los mandamientos. El cuidado de socorrer la miseria de aquellos que no tenían nada, procedía ante todo de un ardiente deseo de su corazón de ganar sus almas para Dios. Haciendo este servicio del Señor, fin único de su vida, y encontrando en este ideal todo el contento de su espíritu, soñaba en llevar a otros a comprender como él mismo lo comprendía, el Evangelio.
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     Este anhelo se traducía en toda especie de generosas empresas. Catequizaba a los niños, entraba atrevidamente en las casas de mujeres de mala vida, reconciliaba a los enemigos. Cierto día que volvía del Monasterio de los Ángeles con Juan Pascual, al pasar por la plaza de Lull, oyó que salían unos gritos de una casa. Corrió hacia ella con su compañero. Allí vivían dos hermanos llamados Lysanos, divididos hacía mucho tiempo por cuestión de intereses; uno había entablado un proceso contra el otro por cuestión de una herencia. El que perdió el proceso, llegó a tal desesperación que intento ahorcarse. Acababa en efecto de colgarse en el momento en que Iñigo pasaba por la Plaza de Lull; mas él cortó la cuerda e hizo tender sobre un lecho al suicida que parecía como muerto. Se puso de rodillas y todos los que le rodeaban hicieron lo mismo. Y de sus labios se escapaban con fervor las invocaciones Jesús, Jesús. Comenzó a gritar a la oreja del pobre hombre: "¿quiere usted confesar sus pecados?" Al cabo de algún tiempo Lysanos abrió los ojos y recobró los sentidos; según algunos testigos tuvo tiempo para confesarse con un sacerdote llamado a toda prisa de la iglesia de Santa María del Mar. De todas maneras es cierto que el desgraciado no salió de este mundo sin dar testimonio de su arrepentimiento: (19) así obra y triunfa el celo de los santos.
     La visita de Iñigo al Monasterio de los Ángeles que acabamos de recordar, no era un paseo vulgar o fortuito.
     Los conventos de Barcelona, fueron desde aquella época el teatro del apostolado de aquel estudiante de gramática. Toda su vida conservó la preocupación de la reforma de los monasterios; su correspondencia lo atestigua con evidencia. Estos santos deseos datan desde los primeros días en que el hombre de Dios pudo comprender que el Señor era mal servido por aquellos que habían hecho voto de ser suyos. El Luteranismo y el Calvinismo reclutaron multitud de sus sectarios y predicantes en los monasterios relajados. No por haber escapado a la invasión del protestantismo la España de Carlos V, tenía menos necesidad de una renovación de la vida cristiana entibiada; Cataluña era poco más o menos semejante al resto de España; las monjas de Barcelona habían olvidado como otras las estrictas observancias, que guardan la virtud religiosa.
     Las dominicanas del convento de Monte Sión, (20) habían recibido en 1461 del Maestro General de los Hermanos Predicadores algunos artículos de reforma, que probaban a la vez los déficits de la casa y la vigilancia de los superiores para proveer a ellos. En 1520 los esfuerzos para reprimir los abusos llegaron a producir una ruptura; el Convento de Monte Sión se declaró independiente de la jurisdicción de los Dominicos. No poseemos ningún documento positivo que hable de alguna relación de Iñigo con Monte Sion. Sabemos solamente que el monasterio en 1524 tenía unas religiosas llamadas Eufrosína Ferrer, Isabel de Josa, Juana y Catarina Zapila, Catarina Desplá y Juana de Bojados; son precisamente los nombres de las familias barcelonesas más amigas de Iñigo. ¿No invita esto a creer que estas familias trataron de beneficiar a sus parientas reclusas del celo de un hombre que ellas estimaban en tan alto precio?
     No estamos mejor informados sobre el Convento de Santa Clara. (21) En esta casa, Franciscana por sus orígenes, vivían en 1524 las Benedictinas. La clausura allí como en otras partes, dejaba mucho que desear, las personas de la parentela entraban en las celdas de las religiosas y aun otras extrañas con ellas. El mal sobrevivirá largo tiempo hasta después de la muerte de Ignacio de Loyola; los procesos verbales de los visitadores eclesiásticos suministran una prueba innegable. Que Iñigo haya comenzado durante su estancia en Barcelona a reanimar el fervor de aquel monasterio, no permite dudarlo su correspondencia de más tarde con Teresa Rejadell y el obispo de Barcelona Jaime Cazador.
     Hemos hablado ya de las relaciones de Iñigo con el convento de las religiosas Jerónimas durante su primera estancia en Barcelona. Se imagina uno sin trabajo, que aquel cofrecillo de piedras y de flores traído de Tierra Santa por el peregrino ayudaría mucho a renovar aquellas relaciones. La clausura no estaba establecida en este monasterio por el año 1524, y esto facilitaba aun las visitas. En el proceso de 1606 Mariana Edo analista del convento, dará testimonio que oyó a Sor Antonia Estrada el que Iñigo tenía pláticas, casi cotidianas, con las religiosas para exhortarlas al fervor. (22)
     Muy cerca del Convento de Santa Clara, en los alrededores de la puerta de San Daniel, se encontraba el convento de Nuestra Señora de los Angeles. Desde 1497 vivían allí las hermanas de la penitencia de Santo Domingo y de Santa Catalina de Siena.
     El 7 de marzo de 1518, un decreto de la Penitenciaría Apostólica las retiró de la jurisdicción de los Hermanos Predicadores para someterlas a la del obispo. La Priora Sor Jerónima Ferrer, había venido de Valencia con Sor Angélica Casanova para establecer mejor las observancias regulares. Pero su celo no bastaba. La costumbre de admitir hombres hasta en las celdas de las religiosas se había establecido firmemente; y en los Ángeles todos los visitantes no eran ciertamente ángeles. Algunos de entre ellos, que eran muy asiduos en sus visitas al convento, no eran otra cosa sino caballeros galantes. Y aquellos encuentros conocidos del público eran un verdadero escándalo en la ciudad. Iñigo sufría cruelmente por ello en su corazón de apóstol. Después de haber multiplicado sus oraciones y penitencias para saber de Dios lo que debía hacer, se dirigió al convento y habló allí con una fuerza verdaderamente evangélica. Las pláticas del hombre de Dios convirtieron a las religiosas frívolas, y las hicieron romper con sus sospechosos cortesanos.
     Pero éstos enseguida tomaron venganza. Entre el Monasterio de los Angeles y la puerta de San Daniel, colocaron a un criado encargado de espiar los pasos del convertidor de pecadoras. Apenas vió a Iñigo el criado se adelantó, lo cubrió de injurias, le dió de bofetadas y bastonazos con tal violencia que el santo cayó por tierra medio muerto. Unos molineros que acertaron a pasar por allí lo levantaron, lo pusieron sobre un caballo y lo condujeron así hasta la puerta de San Daniel; de allí fue llevado suavemente en hombros hasta la casa de Inés Pascual en donde permaneció en el lecho durante dos meses. Los cuidados de Inés Pascual, las generosidades de los nobles barceloneses que le visitaban, lo ayudaron a restablecerse. Pero en los primeros días sobre todo, tenía todo el cuerpo tan adolorido que no se podía moverle sino levantándole con unas sábanas. Muchas veces se le envolvió con paños empapados en vino; y esto fue, a lo que parece, el remedio más eficaz. En medio de sus sufrimientos el herido no profería una sola queja; no salían de sus labios sino palabras de perdón y de oración; su corazón se elevaba en continuos actos de amor hacia Aquel que fue maltratado en su pasión por nuestros pecados. Y cuando terminada su oración, Inés Pascual se permitió aconsejarle que no volviese al Monasterio de los Angeles, el apóstol irreductible le dijo por toda respuesta: "¡qué dulzura y qué felicidad seria para mi morir por el amor de Jesucristo y la salvación del prójimo!". (23)
     El celo de las almas y el amor de Dios eran toda la vida de Iñigo. Todos aquellos que lo conocieron entonces se dieron buena cuenta de esto y con mayor razón sus huéspedes de la calle de Cotoners se edificaron con ello. Juan Pascual, hijo de Inés, creció al lado del hombre de Dios. Los aprendices Juan Torres y Miguel Canyelles tuvieron la misma dicha, y toda su existencia conservaron el recuerdo de Iñigo como una bendición, sin poder menos de verter lágrimas de ternura al hablar de él. Cuando Juan Pascual se casó, educó a su familia en la veneración del siervo de Dios y el relato de su vida en Barcelona era el objeto de sus conversaciones incesantes. Por ellas tenemos alguna luz acerca de la vida íntima de este raro escolar. (24)
     Diariamente asistía a la Misa, a las vísperas y completas. Frecuentaba particularmente Santa María del Mar, que era su parroquia, y la capilla subterránea de Santa Eulalia en la Catedral. No bastaba el día para su oración, sino que empleaba en ella una gran parte de la noche, siempre de rodillas con los brazos en cruz o tendido, pegado el rostro contra el suelo, ante un devoto crucifijo al que decía entre gemidos y exclamaciones amorosas: "¡Oh Dios, qué verdad es que sois infinitamente bueno, puesto que soportáis a un ser tan malo y tan perverso como yo!" Las penitencias alternaban con la oración tanto de noche como de día.
     Cuando por orden de su confesor, Iñigo se vio obligado a quitarse la grosera túnica que le servía de cilicio y sentarse a la mesa de la familia de los Pascual, no perdió nada por ello la mortificación. Casi no comía y su ocupación durante todo el tiempo era discurrir acerca de Nuestro Señor con palabras llenas de fuego. En la sala donde se tomaba el alimento estaba pendiente una imagen de la Cena. Cuando el servidor de Dios fijaba en ella su mirada a veces parecía entrar en éxtasis; y cuando volvía en sí, continuaba la conversación amablemente como si nada hubiese pasado. Ciertos días por manera de recreación, contaba a sus compañeros de mesa algunas anécdotas le su vida de soldado. Al fin de la cena decía ordinariamente a Juan Pascual: "Juan, vete a acostar"; y como Juan y él compartían el mismo cuarto, acompañaba al niño, y antes de que le rindiera el sueño, le enseñaba el catecismo, la manera de orar y otros ejercicios de la vida cristiana. Juan fingía a veces dormir, para sorprender mejor el secreto de las santas noches de Iñigo; y así fue frecuentemente testigo le sus ardores en la oración, en las penitencias y en sus éxtasis. Este espectáculo, al igual que la humildad del santo, lo llenaban de estupor. Con la libertad que fácilmente se toman los niños cuando tienen confianza sucedió algunas veces que Juan Pascual, lo mismo que Juan Torres y Miguel Canyielles dijeron a Iñigo: "si es verdad que sois un caballero noble ¿por qué lleváis semejante vida?" Inés Pascual reprendía aquellas ingenuas audacias. Pero Iñigo replicaba: "dejadlos, dicen muy bien; porque mis pecados merecen más aún." (25)
     Esta vida de renunciamiento completo a sí mismo, este perdón de las injurias, este amor de la pobreza, este celo de las almas, esta modestia angélica, llenaban de admiración a la casa entera. Todos tenían a Iñigo por un gran santo, y los favores sobrenaturales de que Dios colmaba a su servidor parecían a los Pascual completamente naturales. Vieron varias veces a Iñigo elevado del suelo mientras que oraba y con el rostro resplandeciente, como transfigurado; le oyeron anunciar el porvenir, y muy particularmente predijo a Juan su vida entera, su matrimonio, su numerosa familia, sus reveses de fortuna y todas sus pruebas.
     En esta luz profética con que el Señor le favorecía algunas veces en Barcelona, Iñigo ¿tuvo alguna vez una visión clara de su propio destino? Ciertamente aquel deseo de emplearse en la salvación de las almas que se encendió en el corazón de Ignacio en Manresa se aumentó grandemente con la peregrinación a Jerusalem. Su decisión de comenzar a estudiar, no fue sino una consecuencia del deseo que tenía de apostolado. Este deseo se reducía a una vida completamente evangélica, calcada más o menos sobre la abnegación, la penitencia y la oración de los salvadores de almas. En su existencia de estudiante de Gramática, en la Universidad de Barcelona, Iñigo practicaba ya las virtudes de la vida perfecta en un grado extraordinario; su amor de Dios le hacía ingenioso y emprendedor para acudir al socorro del prójimo. Llegó a encontrar entonces a tres compañeros que conquisto para su mismo género de vida: Calixto Saá, Juan de Arteaga y Lope de Cáceres. Tendremos ocasión de volver a encontrar a este pequeño grupo. Ignoramos absolutamente cómo, en qué y a qué grado llegaron a ser en Barcelona los compañeros de Iñigo. Sólo el hecho es cierto. (26)
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     En medio de las obras de celo de que hemos dado ya bosquejo, entre los ejercicios de piedad y de penitencia que Iñigo multiplicaba, ¿qué podía ser de sus estudios? Después de aquel solemne pacto que tuvo lugar entre el alumno y el maestro en la iglesia de Santa María del Mar, no podemos dudar de que Iñigo fuera muy asiduo a las lecciones de Jerónimo Ardevoll.
     Nos gustaría saber los detalles, pero ignoramos todo lo de aquella vida intelectual, sino es el resultado final. "Acabados los dos años de estudios —dijo Ignacio a Cámara—, años que había bien aprovechado, su maestro le dijo que podía ya seguir el curso de artes y que fuera a Alcalá". El parecer autorizado de Jerónimo Ardevoll no bastó a la prudencia y humildad del santo escolar. "Se hizo, pues, examinar, según él mismo lo cuenta, por un Doctor en Teología, quien le dio el mismo parecer." (27)
     Jerónimo Ardevoll murió el 14 de marzo de 1551, con todos los sacramentos de la Iglesia. (28) Sus funerales fueron muy solemnes y este honrado cristiano dejó a su mujer y a sus hijos, a falta de una gran fortuna, una herencia de honor y de virtud. Antes de morir pensó en los numerosos alumnos que encontró en su carrera de Regente, y se felicitó sin duda de haber sido el maestro de aquel guipuzcoano de 30 años, ignorante de las Letras humanas, pero lleno del espíritu de Dios que había llegado a ser en 1540 el fundador de la Compañía de Jesús.
P. Pablo Dudon, S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

NOTAS
1) (González de Cámara, n. 45, 46) 
2) Id. n. 50
3) Quid agendum? Es la frase de Ignacio, en su dictado a González, n. 50.
4) Id. n. 44, 48 
5) Id. n. 50.
6) Id. n. 4.
7) Según las deliberaciones del Concejo de la ciudad de Manresa, la peste reapareció en 1497, 1501, 1507, 1508, 1519, 1520, 1521, 1522-1524. En 1523 hay 32 testamentos de muertos por la peste, de los cuales dos son franceses (Manresa, Arch., notarial Reg. del notario Sala).
8) De 1482 a 1699, el priorato de San Pablo era de Cistercienses y no de Benedictinos, como lo afirman historiadores mal informados. En 1699 se convirtió en casa de campo del Colegio de Manresa. Según los papeles del Convento, Alfonso Guerrero era aún prior el 29 de marzo de 1523.
9) El testamento de Bernardo de Ardevoll (20 de octubre de 1543) designa a Jerónimo "magistrum in artibus, Barcinone degentem". En su visita a la Fatarella, 26-27 de junio de 1882, el P. Cros estudió todos los papeles aún existentes en la alcaldía y en la iglesia, y pudo así obtener algunos datos sobre esa familia.
10) Ardevoll, no solamente es designado por Ignacio como su maestro, sino también así lo llamaban los testigos de los procesos canónicos. Ver Scrip. S. Ign. II, 615, 603 y 300, 319.
11) González de Cámara, n. 54.
12) Id. a. 55.
l3) Pablo Hernández, La casa de San Ignacio en Barcelona, 19, 24.
14) Scrip. S. Ign. II, 90.
15) Ibid. II, 90.
16) González de Cámara, n. 55.
17) Scrip. S. Ign. II, 343.
18) Ibid. II, 89, 275, 330, 736; Creixell, San Ignacio, I, 282-307.
19) Acerca de este milagro ver los testimonios en Scrip. S. Ign. II. 611, 629, 344, 399, 314-15, 276, y Acta S. S. julio, VII, 432, n. 120-127 donde se encuentra una carta del P. Gil al P. Lancisio.
20) Este monasterio estaba habitado por dominicas. Los testigos de los procesos canonicos (Juan Pascual y sus hijas, Galceran de Toro, Fray Onofre de Requeséns, Francés de Broquetes) hablan del relajamiento de las religiosas. La clausura no fue restablacida sino hasta agosto de 1549, por el Obispo Jaime Cazador.
21) Según los pápeles del convento revisados por el P. Croe.
22) Scrip. S. Ign. II, 334.
23) Ibid. n, 90-91.
24) Ibid. II, 80-90.
25) Ibid. II, 640-641.
26) Polanco, Cronicon, I, 33, 50; Barthel, Alcazar (Crono historia de la Provincia de Toledo XVII XXV.) Este Lope de Cáceres aquí mencionado es otro personaje distinto a aquel Diego de Cáceres que se asociará a los iñiguistas en París en 1538, se unirá después a la naciente Compañía en 1539, y estudiará en París la Teología juntamente con Mirón y Domenech; saldrá después de la Orden, y lo conocera Rivadeneyra en París. (Ep. et Inst. I, 132 Mon. Fabri, 102; Ep. Mixt. I, 61, 63, 66, V, 626
27) González de Cámara, n. 56.
28) Creixell, San Ignacio de Loyola, I, 224.

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