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sábado, 22 de febrero de 2014

Eustacianos, Eutiquianos

EUSTACIANOS
     Herejes del siglo IV, sectarios de un monje que se llamaba Eustacio, locamente entusiasmado por su profesión, tanto que condenaba todos los demás estados de la vida. Socrates, Sozomeno y M. Fleury le confunden con Eustacio obispo de Sebaste; pero no es cierto que sean uno mismo.
     En el Concilio de Gángres en Pafagonia, celebrado entre el año 325 y 341, Eustacio y sus discípulos fueron acusados: 
     1° de condenar el Matrimonio y separar a las mujeres de sus maridos; 
     2° de dejar las reuniones públicas de la Iglesia por tenerlas particulares; 
     3° de reservar para sí solos las oblaciones; 
     4° de separar a los criados de sus amos, y a los hijos de sus padres, con el pretextos de hacerles observar una vida más austera; 
     5° de permitir a las mujeres vestirse de hombres; 
     6° de menospreciar los ayunos de la Iglesia, y practicar a su antojo, aunque fuese en día de domingo; 
     7° de prohibir en todo tiempo el uso de las carne;
      de desaprobar las oblaciones de los sacerdotes casados; 
     9° de vituperar las capillas edificadas en honor de los mártires, sus sepulcros y las reuniones piadosas que en ellos celebran los fieles; 
     10° de sostener que nadie puede salvarse sin renunciar todos sus bienes. 
     El Concilio estableció contra todos estos errores y abusos veinte cánones, que se insertaron en la colección de cánones de la Iglesia universal.

EUTIQUIANOS
     Herejes del siglo V, sectarios de Eutiques, abad de un Monasterio de Constantinopla, que no admitia en Jesucristo sino una sola naturaleza. La aversión de este monje al nestorianismo le precipitó en el exceso opuesto: con el temor de admitir dos personas en Jesucristo, no quiso admitir en él sino una sola naturaleza compuesta de la divinidad y de la humanidad. Se cree que cayó en este error por haber entendido mal algunos pasajes de san Cirilo de Alejandría.
     Primeramente sostuvo que el Verbo cuando bajó del cielo estaba revestido de un cuerpo, que no hizo mas que pasar por el de la Virgen Santísima como por un canal, cuyo error se parecía al del hereje Apolinar. Eutiques se retractó en un sínodo en Constantinopla; pero no quiso convenir en que el cuerpo de Jesucristo era de la misma sustancia que los nuestros. Por consiguiente no atribuía al Hijo de Dios sino un cuerpo fantástico, como los valentinianos y marcionistas: fue condenado el año de 448 por el patriarca Flaviano. Inconstante en sus opiniones, parecía admitir algunas veces dos naturalezas en Jesucristo, aun antes de la Encarnación, y suponer que el alma de Jesucristo se había unido a la divinidad antes de haber encarnado; pero siempre se resistió a reconocer en Jesucristo dos naturalezas después de la Encarnación: se empeñaba en que la naturaleza humana había sido como absorbida por la divinidad, a la manera que en una gota de miel echada en el mar no perecería, sino que sería incorporada por el agua. Esto es lo que dio motivo a llamar a los partidarios monofisitas, esto es, defensores de una sola naturaleza.
     A pesar de su condenación, no faltaron padrinos a Eutiques. Sostenido con el crédito de Crisafo, primer Eunuco del Palacio imperial, por Dioscoro, patriarca de Alejandría y su amigo, por un arquimandrita sirio, llamado Barsúmas, hizo convocar el año 449 un Concilio de Efeso, que no se conoce en la historia sino con el nombre de latrocinio, por las violencias y desordenes que allí reinaron: en él fue absuelto Eutiques; y el patriarca Flaviano, por haberle condenado en Constantinopla, fue tan mal tratado, que poco después murió de sus heridas. Pero la doctrina de Eutiques fue de nuevo examinada y condenada el año 451 en el Concilio de Calcedonia, compuesto de 500 a 600 obispos. Los legados del Papa San León sostuvieron en este Concilio, que no bastaba definir que hay dos naturalezas en Jesucristo, sino que era preciso añadir, y así se añadió efectivamente, sin ser cambiadas, confundidas y divididas.
     Esta solemne decisión no detuvo los progresos del eutiquianismo. Algunos obispos egipcios, cuando volvieron del concilio a sus obispados, publicaron que en él había sido condenado San Cirilo, y Nestorio absuelto; de lo cual resulto un desorden. Muchos adictos a las doctrinas de San Cirilo no quisieron someterse a los decretos del concilio de Calcedonia, falsamente persuadidos de que estos decretos se oponían a la doctrina de este Santo Padre.
     Los monjes de la Palestina, inclinados a Eutiques, su cofrade, sostuvieron que su doctrina era ortodoxa, e hicieron odioso con sus imposturas el concilio de Calcedonia. Dioscoro, hombre ambicioso y violento, sublevó todo el Egipto; se alborotó también el pueblo de Alejandría, siempre sedicioso; fue menester usar la fuerza armada para calmar el desorden. Entre los emperadores que se sucedieron rápidamente, unos fueron favorables a los eutiquianos, y otros se empeñaron en reprimirlos sosteniendo a los ortodoxos: el imperio fue presa de las disputas, animosidades y reciprocas violencias. Veremos después lo que de aquí se siguió; pero debemos examinar antes el error de los eutiquianos en sí mismo.
     La Croze, Basnage y otros protestantes, siempre propensos a justificar a todos los herejes y a condenar a los PP. y concilios, se esforzaron en persuadir en que el nestorianismo y el eutiquianismo, tan opuestos en la apariencia, no eran herejías sino en el nombre; que los partidarios de uno y otro error no se estudian así mismos, e igualmente los ortodoxos; que el concilio de Calcedonia y sus partidarios turbaron el universo con una disputa solo de voces. ¿Está bien fundada esta reconvención?
      Si fuese cierto, como pretendía Nestorio, que se deben admitir dos personas en Jesucristo, no habría tampoco unión sustancial entre las dos naturalezas divina y humana: no puede decirse en tal caso con San Juan que el Verbo se hizo hombre, que Jesucristo es verdadero Dios, que el Hijo de Dios padeció por nosotros, murió, nos redimió, etc.
     Si al contrario, no hay sino una sola naturaleza en Jesucristo, como quería Eutiques; si la naturaleza humana está en él absorbida por la divinidad y no subsiste, Jesucristo no es verdadero hombre, y no debió llamarse Hijo del hombre; la divinidad sola subsiste en él no puede padecer, ni morir, ni satisfacer por nosotros; todo esto lo hizo en apariencia, como pretendían los herejes del siglo II.
     Estas dos herejías aniquilan, por consiguiente, cada una a su modo, el misterio de la Encarnación y el de la Redención del mundo. Por consiguiente los PP. y el concilio de Calcedonia tuvieron sobrada razón para fulminar anatema contra Nestorio y Eutiques, y para declarar que en Jesucristo hay una sola persona, que es la del Verbo divino, y dos naturalezas, divina y humana, sin ser mudadas, confundidas ni divididas.
     Si los críticos de que hablamos fueran buenos teólogos y no simples literatos, si se hubiesen tomado el trabajo de leer los PP. que refutaron a Nestorio y a Eutiques, conocerían que no era una disputa de puras palabras, sino un  error grande de una y otra parte; que uno y otro error lleva consigo las consecuencias mas contrarias a la fe, y era de absoluta necesidad el proscribirlos.
     2° Que los partidarios de Eutiques no se entendían unos a otros, se prueba demasiado por las divisiones y cismas que entre ellos se suscitaron. ¿Y con que derecho se levantaron contra la declaración del Concilio de Calcedonia, que era la voz de la Iglesia universal de Oriente y Occidente? Furiosos con el solo nombre de Nestorio, nunca quisieron entender que había un medio entre su doctrina y la de Eutiques; que el concilio había acertado con este medio, condenando una y otra doctrina, declarando que hay en Jesucristo dos naturalezas y una sola persona.
     Aun cuando en el fondo hubiesen tenido razón, no se podría excusar el furor de Dioscoro, ni el latrocinio de Efeso, ni la sedición de los monjes de la Palestina, ni la sublevación del Egipto. En el día acusan a los emperadores de haber usado de violencia para reprimirlos, sin reflexionar que se vieron precisados a tomar este partido: no se obstinaban en hacer que se aceptase el concilio de Calcedonia, sino para detener los progresos del fanatismo de los Eutiquianos.
   Estos herejes pretendían sostener la doctrina de San Cirilo de Alejandría, aprobada y adoptada por el concilio general de Efeso el año de 431, y si hemos de creer a los críticos protestantes, San Cirilo había hablado poco más o menos como Eutiques; pero se equivocan. Una cosa es decir con San Cirilo, San Atanasio y otros, que hay en Jesucristo una naturaleza del Verbo encarnado, una natura Verbi incarnata; y otra cosa sostener, como Eutiques, que hay una sola naturaleza del Verbo encarnado, una tantum natura Verbi incarnati. En la primera proposición, la palabra naturaleza claro está que se toma por la persona del Verbo, porque al fin quien encarnó no fue la naturaleza divina separada de la persona, sino la naturaleza subsistente por la persona. En la segunda proposición, la palabra naturaleza se toma en sentido abstracto, y significa que el Verbo encarnado no tienen más que una sola naturaleza que es la divina, porque la naturaleza humana en Jesucristo está absorbida por la Divinidad. Por lo mismo, el sentido de una de estas dos proposiciones es muy diferente del de la otra, y si los eutiquianos no lo conocieron, discurrieron muy mal; y si lo conocieron, debían haberse sometido a la declaración del concilio de Calcedonia.
      Una simple disputa de palabras no hubiera hecho tanto ruido: de una y otra parte se hubiera encontrado alguno que deshiciese los equívocos: una simple mala inteligencia no hubiera causado un cisma, que aun subsiste después de mil doscientos años. Veremos que los jacobitas, que aun perseveran en el, no dudan en fulminar anatema contra Eutiques, y en confesar que confundió las dos naturalezas en Jesucristo.
     Es claro que la causa principal de todos los males fue el carácter ambicioso, altanero y fogoso de Dioscoro: lleno de furor por haber sido condenado y depuesto en el concilio de Calcedonia, se atrevió a fulminar anatema contra este concilio y contra el Papa San León, cuya doctrina se había seguido como regla de fe. Los protestantes, que afectan comparar a Dioscoro con San Cirilo, su antecesor, y dicen que el primero no hizo mas que imitar contra san Flaviano la conducta que san Cirilo había tenido contra Nestorio veinte años antes, son evidentemente injustos. En el concilio general de Efeso, año 431, la autoridad imperial, la fuerza y el ejército estaban a favor de Nestorio; en el conciliábulo de 449, Dioscoro y su partido usaron de las mayores violencias, y había merecido demasiado su deposición y destierro, en el cual murió el año de 458.
     Habiéndose dejado seducir por los eutiquianos el emperador Zenon, en el año 482, se hallaron ocupadas las tres principales sillas de Oriente por tres partidarios de esta secta: la de Alejandría por Pedro Mongo, la de Antioquía por Pedro el Batanero, y la de Constantinopla por Acacio. Ninguno de estos tres seguían exactamente la opinión de Eutiques, o por lo menos no se explicaban como él. No sostenían que en Jesucristo la naturaleza divina hubiese absorbido la naturaleza humana, ni que estas dos naturalezas se hubiesen confundido: decían que en él la naturaleza divina y la naturaleza humana estaban tan íntimamente unidas, que no formaban sino una sola naturaleza aunque sin mutación, confusión, ni mezcla de las dos; que así no había en Jesucristo mas que una sola naturaleza, pero que era doble y compuesta: doctrina contradictoria e ininteligible, aunque no dejaron de adoptarla los eutiquianos. Desde entonces tomaron el nombre de monofisitas, haciendo igualmente profesión de refutar la doctrina de Eutiques y la del concilio de Calcedonia.
     Pedro el Batanero, para extender el error por todo el patriarcado de Antioquía, hizo variar el trisagio que se cantaba en todas las Iglesias; a estas palabras, Dios Santo, Dios fuerte, Dios inmortal, hizo añadir, que habéis padecido por nosotros, tened piedad de nosotros. Como esta formula parecía enseñar que las tres Personas divinas habían padecido por nosotros, fue constantemente desechada por los occidentales, y a los que la adoptaron se les llamo theopasquitas, gentes que creían que la divinidad había padecido.
     En este mismo año de 482, el emperador Zenon, solicitado por Acacio, patriarca de Constantinopla, y con el pretexto de conciliar todos los partidos, publicó un decreto de unión que llamó enótico, dirigido a los obispos, clérigos, monjes y pueblos de Egipto y de la Libia. En él hacia profesión de recibir el símbolo de la fe de Nicea, renovado en Constantinopla, y desaprobaba cualquier otro símbolo: suscribia a la condenación de Nestorio, a la de Eutiques y a los doce artículos de la doctrina de San Cirilo. Después de haber expuesto lo que se debe creer respecto al Hijo de Dios encarnado, sin hablar de una ni de dos naturalezas, añadia: "Tenemos por excomulgado a cualquiera que piense o haya pensado de otra manera, será ahora, o sea antes, ya en Calcedonia, ya en cualquiera otro concilio". Este decreto fue aceptado por Pedro Mongo y por Pedro el Batanero; pero como daba a entender que merecia anatema el concilio de Calcedonia, fue desechado por todos los católicos, y condenado por el Papa Felix III, año 483.
     Vituperó Mosheim con acrimonia esta firmeza, diciendo que el decreto fue aprobado por todos los que se preciaban hombres de candor y moderación; pero que unos fanáticos fogosos y tercos se opusieron a tan pacificas medidas (Hist. ecles. siglo V, 2° parte, c. 5). Pero no es el modo de sofocar el error el callar la verdad. Muchos monofisitas desaprobaron la conducta de Pedro Mongo, y se separaron de su comunión, y se les dio el nombre de acéfalos o sin cabeza: bien pronto se declaró su protector el emperador Anastasio, quien pensaba como ellos, y colocó en la Silla de Antioquía a un monje llamado Severo de quien tomaron el nombre de Severianos. Justino, sucesor de Anastasio, en 318, fue católico, e hizo lo posible por extinguir todas las sectas de los monofisitas; pero algunos años después este partido volvió a resucitar con nuevas fuerzas.
     Un pequeño numero de obispos, que aun le eran adictos, pusieron en la silla de Edesa a un monje llamado Jacob o Santiago, por sobrenombre Baradeo o Zanzale, hombre ignorante, pero activo y celoso por la secta a la que pertenecía. Recorrió el Oriente y unió los diversos partidos del eutiquianismo, reanimando su valor, y estableciendo en todas partes presbíteros y obispos: de modo que afines del siglo VI se vio restablecido este error en la Siria, en Armenia, en la Mesopotamia, en el Egipto, en la Nubia y en la Etiopia. Trabajó también en ello por su parte un tal Teodosio, obispo de Alejandría. Desde esta época los monofisitas miraron  a Jacob Zanzale como su segundo fundador, y de él tomaron el nombre de Jacobitas. Protegidos al principio por los persas, enemigos de los emperadores de Constantinopla, y después por los mahometanos, volvieron a la posesión de las Iglesias. Antes de esta especie de renacimiento se habían dividido en diez o doce partidos: hacia el año 520, Juliano, obispo de Halicarnaso, y cayano, obispo de Alejandría, enseñaron que en el instante de la concepción del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María, la naturaleza divina se insinuó en el cuerpo de Jesucristo de tal modo, que varió su naturaleza, haciendole incorruptible: los partidarios de esta opinión se llamaron cayanistas, incorruptícolas, aphtartodocetas, fantasiastas, etc. Severo de Antioquía y Damiano decían que el cuerpo de Jesucristo había sido corruptible antes de su resurrección: estos dos tuvieron también sus sectarios, que se llamaron severianos, damianistas, fartolatras y corruptícolas. Algunos de estos decían que la naturaleza divina de Jesucristo conocía todas las cosas, pero que muchas estaban ocultas a su naturaleza humana; estos se llamaban agnoetas.
     Entre los monofisitas se formó también la secta de los tritheistas. Juan Acusnage, filosofo sirio, y Juan Filopono, filosofo y gramático de Alejandría, se figuraron en la Divinidad tres Personas, o sustancias perfectamente iguales, aunque no tenían una esencia común: esto era lo mismo que admitir tres dioses. Los Filoponistas estuvieron en la disputa con los cononistas, discípulos de Conon, Obispo de Tarso, respecto a la naturaleza de los cuerpos después de la resurrección futura, et. No se conoce ninguna herejía que tuviese tantas divisiones como la de Eutiques.
     El sabio Assemani, en su Bibliot. Orient., t. 2, nos da de ella una historia mas exacta que todos los que la habían procedido, y un catálogo razonado de los autores jacobitas o monofisitas.
     Mosheim, protector perenne de los herejes, nos hace observar que el celo imprudente y la violencia con que los griegos defendieron la verdad han hecho triunfar a los monofisitas, proporcionándoles un solido establecimiento (Hist. ecles. siglo VI 2° part.). Por consiguiente, según  él, era preciso dejar que se destruyese la fe del misterio de la Encarnación, que es la base del cristianismo, a fin de que no se aumentase la terquedad de los monofisitas. Los emperadores griegos no podían impedir que aquellos se estableciesen en la Persia, ni en la Etiopía, donde no ejercían ninguna autoridad. Por otra parte, ¿qué ganaron estos sectarios prefiriendo la dominación de los mahometanos a la de los emperadores griegos? Cayeron en una especie de esclavitud, en una ignorancia grosera, en un estado de desprecio y de oprobio, y esta secta, de tanta extensión en otro tiempo, se disminuye todos los días con gran sentimiento de los protestantes.   

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