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viernes, 27 de abril de 2012

La Madre de Dios tuvo por modo excelentísimo las gracias "gratis datas"

La profecía y el discernimiento de espíritus, el don de lenguas y la interpretación de los discursos. 

Tiempo es ya de pasar al tercer grupo de los carísmas. Comencemos por los dos primeros: la profecía y el discernimiento de espíritus.
I. No hay, entre los cristianos, quien quiera o pueda negar a la Madre de Dios la gracia de profecía, en cualquier sentido que se tome. Si la tomamos en el sentido más estricto y más usual en el día de hoy, la Santísima Virgen fué la profetisa por excelencia. Si queréis una prueba irrecusable, leed su cántico "Magníficat": He aquí que todas las generaciones me llamarán Bienaventurada (San Lucas I, 48).

Nunca brillaron con mayor esplendor los caracteres todos de la profecía. ¿Qué cosa más manifiesta que el cumplimiento de estas palabras? Todos los siglos, todas las generaciones, todas las comarcas del mundo forman un inmenso y perpetuo concierto para llamarla Bienaventurada, la Bienaventurada Virgen María (Nadie quiza ha mostrado mejor el cumplimiento de esta profecía que el P. Poiré, en la Triple couronne de la B. V. Mére de Dieu. (trat., c. XII, T. I, p. 358-521)).  
Desafiamos al incrédulo más obstinado a que niegue con razones serias la realización de esas breves palabras, por poco que las medite: "De hoy en adelante, todas las generaciones me llamarán Bienaventurada." Hecho de tal modo indudable, que en todas las épocas, desde el tiempo de los primeros Padres hasta nuestros días, ha servido de argumento irrefragable de la divinidad de nuestra fe. "Ruégoos consideréis —decía, muchos siglos ha, un santo Obispo a su pueblo— todas las regiones que ilumina el sol, y veréis cómo apenas hay nación ni pueblo que no crea en Cristo, y cómo, por dondequiera Cristo es confesado y adorado, la venerable Madre de Dios es proclamada Bienaventurada. Por todo el universo, en toda lengua, digo, es la Virgen beatificada; tantos testigos como hombres; lo que Ella profetizó, todos lo cumplen" (San Hildeph., serm. 2 (Ínter dubia), in ap. P. L.. XCVI 253).
Del mismo modo que los latinos se expresan los griegos; véase, si no, este párrafo, tomado de uno de sus más sabios doctores: "Un mismo artista, el Espíritu de Dios, pulsaba las almas de Isabel y María, como dos liras hermanas. Isabel proclamaba a María Bienaventurada... Y María se daba la misma alabanza, o, mejor dicho, el Espíritu Santo, que había venido a Ella, profetizando por su boca virginal, decía: "No eres tú sola quien me llama bienaventurada; porque de aquí adelante todas las generaciones me llamarán así." ¿Qué generación, desde entonces, no llamó Bienaventurada a la Virgen María?... La palabra profética ha precedido, y los hechos han probado que esta palabra era la verdad misma" (Antipater Bostrens., hom. in S. Joan. H. P. G.. CXXXV. 1785, 1788, sq.). Por muchas vueltas que dé la incredulidad, no podrá jamás atenuar el valor y la certeza de esta profecía. Aquí no le es posible recurrir, ni con sombra de verosimilitud, a sus ordinarios subterfugios. Aquí el cumplimiento del oráculo no deja duda alguna, y las circunstancias de la predicción son de tal naturaleza, que excluyen toda previsión puramente humana, toda intervención de la casualidad. Porque, ¿cómo creer que una jovencita pobre, humilde, ignorada de toda la tierra y que se ignoraba a sí misma, hubiera podido sospechar humanamente ni prever para sí misma lo que ninguna hija de rey o de emperador se hubiera atrevido a esperar: la inmortalidad en el corazón y en el pensamiento de todas las generaciones? ¿Cómo creer, si no se admite una verdadera profecía, que esta virgencita afirmase su esperanza, no en términos dudosos, ni con palabras equívocas y capaces de diversos sentidos, a manera de los falsos oráculos, sino con certidumbre y claridad sin igual, y que esta esperanza y esta bienaventuranza tan claramente predichas se hayan realizado?
Sería tan necio el acudir a la casualidad, que juzgamos superfluo refutar semejante hipótesis. Menos aún se puede decir que el oráculo profético fuese posterior al hecho que es su cumplimiento. Porque el Magníficat no es un fragmento de data más reciente, fraudulentamente introducido en la obra de San Lucas. Forma íntimamente cuerpo con el Evangelio. Ahora bien: si el Evangelista mismo lo insertó en su relato, no hay duda que este cántico es de María. El tiempo en que escribió estaba aún cércano de los hechos que refiere, y así, no había dificultad en que las efusiones proféticas de María, Zacarías, Simeón y otros fuesen fielmente guardadas y transmitidas al Evangelista.
Y lo que da a esta profecía más claridad y evidencia es la manera como se cumple. Ex hoc, de hoy en adelante, desde este momento, todas las generaciones me llamarán Bienaventurada. "Bienaventurada eres", acaba de decirle su prima Isabel. Beatifícala ésta con profundo sentimiento de respeto, como a quien era Madre de su Señor. Y María le responde, con el corazón y la mirada fijos en el cielo: "De aquí adelante..." Treinta años después, de entre las turbas que rodean a Cristo saldrá una voz que dirá: "Bendito el vientre que te llevó." Aquellas dos mujeres representaban a la Iglesia católica, que perpetúa su homenaje. Y el cumplimiento del oráculo crece y se aumenta con las generaciones. En vano pretende el infierno ahogar el culto de la Madre de Dios. Nestorio, con todas sus astucias y todos sus esfuerzos, sólo consigue que se grite más alto: ¡Bienaventurada!, desde el mismo centro del cisma, en el seno mismo de la herejía, en el seno mismo del mahometismo.
Pídensenos pruebas de nuestra fe que estén en consonancia con el estado actual de la ciencia y del alma contemporáneas. Pues he aquí una: es una profecía cuyo anuncio y cuyo cumplimiento suponen manifiestamente la acción del Espíritu Santo. Si María no fuese la Madre de Dios, ¿le hubiese dado Dios este testimonio?; y si el testimonio viene de Dios, ¿cómo la fe basada sobre ese misterio no es ella misma también de Dios?
Se piden milagros; no milagros que se refieran, sino milagros que se puedan tocar con las manos y comprobar con los propios ojos. He aquí el milagro: el concierto universal beatificando a María como Madre de Dios; porque cuantas veces oigáis proclamar ese título de Bienaventurada, otras tantas podéis comprobar la verdad de una profecía cuyo autor sólo Dios puede ser
(Si el milagro, la resurrección de Lázaro, por ejemplo, tiene más fuerza para convencer a los testigos inmediatos del hecho, la profecía gana en fuerza de persuasión a medida que nos alejamos del tiempo en que se pronunció, porque el cumplimiento se hace cada vez más evidente y reviste más el carácter exterior de acontecimiento divino. Así lo demuestra admirablemente San Agustín en cuanto a las profecías que conciernen a la Iglesia. (L. de Fide rerum quae non videntur., n. 5-9. P. L., XL, 174, sqq.)).
Y no es esta la única profecía contenida en el Magníficat. No indicaremos más que otra, expresada por estas palabras: "Hizo en mí grandes cosas Aquel que es poderoso." ¿Qué grandes cosas son éstas? Sin duda alguna, la maternidad por la que llevaba en aquel momento mismo al Verbo encarnado en sus entrañas. Para mejor concebir cómo María profetiza en estas otras palabras de su cántico, consideróse que la profecía no se extiende solamente a las cosas futuras, aunque éstas son, en verdad, su principal objeto. Cuando Juan Bautista, mostrando a Jesús presente, decía de Él: "He aquí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo", hacía acto de profeta; porque la profecía, aun en la acepción estricta de esta palabra, tiene por materia todo lo que sobrepuja nuestra actual potencia de conocer. Por consiguiente, cuanto una cosa está más fuera del alcance del saber humano, tanto más es objeto propio de la profecía. Ahora bien: para todos aquellos que son todavía viadores, el misterio del Verbo encarnado no puede ser conocido por las fuerzas naturales de la inteligencia, sino únicamente con luz divina. Es, pues, profetizar el conocerlo y el celebrarlo, como lo hizo en su cántico María. El conocimiento que nosotros tenemos de ese misterio es el de la simple fe, porque no lo conocemos únicamente por la revelación divina, sino también por la predicación de la Iglesia, depositaría y vehículo del testimonio de Dios.
El Angel de las Escuelas refiere al don de profecía el privilegio de gozar temporalmente de la vista de Dios en el estado de viador. Y no sin razón, porque esta visión, connatural en el estado de las almas glorificadas, no entra en el orden de las luces que corresponden al estado presente, es decir, al de la fe. ¿Puédese creer que la Santísima Virgen contemplase la divina esencia antes de su dichosa muerte? No se trata aquí de la intuición permanente, que fué privilegio incomunicable de Jesucristo en su Humanidad, sino sólo de una visión pasajera, en ciertas circunstancias memorables de la vida de María; por ejemplo, en la hora de su primera santificación, en la concepción de su divino Hijo, cuando Jesucristo se le mostró saliendo del sepulcro, glorificado. Las Sagradas Escrituras nada dicen acerca de este particular, y, por otra parte, la tradición de la Iglesia no suple su silencio.
A falta de pruebas expresas, hay un argumento en que podríamos apoyarnos para atribuir ese privilegio a la Madre de Dios, aunque sin afirmarlo con certidumbre. Es opinión de San Agustín que "la substancia misma de Dios ha podido revelarse intuitivamente" a algunos, pocos, privilegiados, en el curso de su vida mortal; por ejemplo, a Moisés, y más adelante a San Pablo, cuando, arrebatado hasta el tercer cielo, oyó palabras misteriosas que no es permitido al hombre referir
(San August., ep. 147, c. 13, nn. 31, 32; col. de Gen. ad litt., 1. XII, c. 28. P. L.. XXXIII, 610; XXXIV, 478). Algunos intérpretes y teólogos, y, por cierto, de los más graves, concuerdan con San Agustín, aunque no condenan la opinión contraria.
Ahora bien: admitido que esta gracia se concedió a Moisés y al Apóstol, con mayor razón ha de admitirse que se le concedió a María; así lo pide la regla invariable, formulada por los teólogos y por los Santos Padres, según la cual, toda prerrogativa de gracia concedida aun a rarísimos privilegiados, fué concedida también a María en una medida igual y aun superior. Por esto, así que se propuso explícitamente esta cuestión, gran número de autores insignes por su ciencia y por su santidad la resolvieron afirmativamente, siempre que la opinión de San Agustín sobre Moisés y San Pablo esté sólidamente fundada. No podían creer que Dios, solamente en esto, hubiese derogado una regla tan universalmente seguida por Él mismo en todo lo demás.
A los que pretenden que esta regla vale únicamente para las gracias encaminadas directamente a la santificación personal de los privilegiados, respóndeles Suárez, con harta razón, que a ese género de gracias pertenece, y por modo excelentísimo, la vista temporal de Dios. ¿Cómo, después de haber gozado de tal favor, perder la memoria de él?, y ¿cómo recordarlo sin sentir en sí ardientes, y continuos deseos de amar sobre todas cosas aquella Belleza amabilísima, contemplada en todo su esplendor?
(Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 19, S. 4. Dico primo). Al decir de los Santos que han experimentado esas iluminaciones divinas, hay algunas que dejan al alma toda encendida en amor, y tan desasiada de los bienes perecederos, que los mira como estiércol y basura, con tal de ganar a Cristo (Véase Sta. Teresa en las Moradas. 6° morada). Y, ¿quedaría estéril y sin fruto la iluminación más excelente de todas? Si, pues, fuese cierto que Moisés o San Pablo, o cualquier otro, contemplaron por un momento la faz de Dios, en el tiempo de su peregrinación sobre la tierra, de cierto se habría de atribuir una gracia semejante, y aun mayor, a la Madre de Dios.
Tal es, en particular, el sentir de Santo Tomás de Villanueva. Describiendo el bienaventurado Obispo la aparición de Nuestro Señor a su Madre, en la mañana de la Resurrección, dice: "Creyera yo, y no me engaño, que entonces, particularmente, el alma virginal de María contempló por una visión intuitiva, no sólo la carne resplandeciente de Cristo, sino al mismo Verbo... y que vió claramente su propia gloria y su dignidad de Madre en ese Verbo nacido de Ella. ¿Dónde está la prueba de esto? No podré traer el testimonio de los Libros Santos; pero escuchad una conjetura de gran peso. No cabe dudar que la Virgen recibió para sí misma toda gracia y toda perfección concedida a cualquier Santo. Ahora bien: Pablo vió la divinidad según se afirma generalmente; Moisés vió, si no la esencia divina, al menos su gloriosa imagen. Pues con harta más razón la Madre de Dios contempló á Dios cara a cara, y con frecuencia, tal vez, en el curso de su vida mortal. Y porque ninguna circunstancia parece más a propósito para esta visión que la aparición del Señor a su Madre, me complazco en afirmar piadosamente y sin presunción temeraria que la Virgen vió entonces el mismo rostro de Dios" (in Resur. Dom., conc. n. 1. Opp. I. 498, sq.; coll. Medin., in 3, p. 27, a. 5; Salazar, de Concepta c. 32; I.acerda, Acad., 12, s. 4; etc.).
Hasta aquí todas las pruebas han supuesto como base y fundamento la interpretación del rapto de San Pablo dada por San Agustín. "Pero hay que confesar —dice Suárez— que esta interpretación es bastante dudosa; y lo mismo, cuando menos, se ha de decir de aquella otra que coloca a Moisés entre los videntes de la divinidad. Eso no obstante —prosigue el docto teólogo—, puédese todavía creer, bastante piadosa y probablemente, pie satis ac probaliter, que la Virgen Santísima contempló algunas veces la esencia divina, aun en esta vida; por ejemplo, el día de la Encarnación o de la Natividad del Salvador, por razón de la dignidad sublime de Madre de Dios, de que fué entonces investida; o el de la Resurrección del Señor, en premio de los increíbles dolores que había sufrido con Jesús paciente; y también en algunas otras ocasiones, según las disposiciones de la Eterna Sabiduría" (Suárez, de Myst. vitae Christi, D. 19, S. 5. Addo denique. No sin dificultad admitiríamos esta visión transitoria en el momento de la Concepción inmaculada de María ; porque con ella sería dificultoso explicar cómo esta Virgen bendita se dispuso, con un acto libre de amor, a recibir la gracia que le fué entonces tan liberalmente infundida. Bien sabemos que una dificultad semejante se ofrece respecto do los actos meritorios con que nos rescató su Hijo, puesto que era comprensor. Pero quizá es la dificultad menor en cuanto al Hombre-Dios que en cuanto a su Madre. Como quiera que sea, si no podemos eludir la dificultad respecto del Salvador, no hay necesidad de suscitarla respecto de María).
Detengámonos ya en esta investigación. Si nos es imposible llegar a la certidumbre, por falta de razones y testimonios convincentes, lo que hemos dicho bastará, al menos, para que esta gracia no sea rechazada como del todo improbable. Porque no es suficiente para negarla el alegar aquellos textos de la Escritura en que universalmente se dice que ningún mortal puede ver a Dios cara a cara. ¿No sabemos que la Virgen Santísima estuvo en muchas cosas fuera de las leyes comunes? Además, una cosa es la visión beatífica, y otra el acto transitorio de que hablamos aquí. Este no es más que un instante, y no supone el principio interior y permanente de la luz de la gloria; mientras que aquélla, procediendo de una inteligencia elevada por esta luz divina, no conoce ni eclipse ni término (S. Thom.. 2-2, q. 175, a. 2, ad 2).
Hasta aquí hemos estudiado la profecía en el sentido más estricto en que la suelen tomar los teólogos. Si pasamos a considerarla en la acepción más amplia que las Sagradas Escrituras, y particularmente San Pablo, dan a esta palabra, es cosa también manifiesta que la Madre de Dios estuvo adornada de esta gracia. Recordemos lo que dice el Apóstol: "El que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación" (I Cor., XIV, 3). Tal era el oficio concedido por el Espíritu Santo a los cristianos de Corinto y de otras Iglesias, que hablaban bajo su inspiración especial en las asambleas de sus hermanos.
Aunque esta gracia se da en la Iglesia más raramente que en los primitivos tiempos del cristianismo, no se ha perdido por entero. ¡Cuántas veces, en el curso de los años, se han visto hombres ignorantes, o que descuidaban la elocuencia y el arte de bien decir, simples religiosos, y hasta simples fieles que vivían fuera de los claustros, transformar a las almas, "no por los discursos persuasivos de la sabiduría humana, sino por la locura de la predicación, por las señales sensibles del Espíritu y de la virtud"
( I Cor., 1, 2; II, 4) que sobreabundaba en ellos!
En esto consistía la gracia de la profecía descrita por el Apóstol, y esto mismo hubieron de producir y hubieron de ser las palabras de María, no en las exhortaciones públicas, sino en los familiares coloquios acerca de las cosas divinas. ¿Quién estuvo nunca inspirado y fué movido como Ella por el Espíritu Santo, cuyo órgano dócilísimo era en todas sus potencias y en todos sus miembros?
De Ella, después de su Hijo nuestro Salvador, se podían decir cuantos habían tenido la dicha de oírla: "¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba?"
(Luc., XXIV, 32). A Ella también, mejor que a ninguna otra criatura, le conviene con toda verdad aquella alabanza que el Esposo del Cantar de los Cantares hace de su Esposa: "Tus labios, Esposa mía, son como un panel de miel; miel y leche debajo de tu lengua" (Cant., IV, 2). Como su divino Hijo, Ella también es "hermosa entre los hijos de los hombres, y la gracia está derramada en sus labios" (Psalm. XLIV, 3); no esa gracia que adula y que agrada rebuscando palabras afectadas y blandas, sino la gracia sobrenatural que hace gustar las cosas de Dios, que disipa las nieblas del espíritu y del corazón, y lleva suavemente a cumplir el querer divino; la gracia, en fin, que hacía de toda palabra de esta Virgen una invitación poderosa y apremiante, que convidaba a amar a Dios.
De cierto, no se alargaría la Virgen María en prolijas conversaciones. Pero nos imaginamos, y no sin fundamento, que sus palabras serían como las que Cristo hablaba a sus discípulos, y habla hoy todavía al corazón de sus amigos predilectos: breves, vivas, substanciosas, llenas de sencillez y de unción divina. ¿Cómo aquella Madre, que había dado al mundo al Verbo de Dios, que había revestido de carne a la Palabra Unica en que Dios se dice a sí mismo todo cuanto sabe, todo cuanto piensa; cómo, decimos, habría tenido menester de encarnar sus pensamientos en multiplicidad de palabras para traducirlas al exterior?, o, ¿cómo, después de haber hecho sensible a Aquel que es todo amor y toda verdad, no tendría Ella el privilegio de expresar los misterios del mismo Verbo de la manera más apta para hacerlos amar? Nunca es más elocuente una madre que cuando habla de su hijo; de donde se puede juzgar cuán dulces, fuertes y persuasivos serían los coloquios de esta divina Madre cuando narraba las virtudes, las enseñanzas y la amorosa bondad de Jesús, su Hijo y su Dios.


II. En el texto de San Pablo, el discernimiento de espíritus es el complemento, o mejor dicho, es como una prolongación de la gracia de profecía. "Si todos profetizan —dice el Apóstol— y algún ignorante o infiel entra (en la Iglesia) es convencido por todos y juzgado por todos. Los secretos de su corazón son descubiertos, de suerte que, cayendo en tierra sobre su faz, adorará a Dios, declarando que está el Señor verdaderamente con vosotros" (I Cor., XIV, 24, 25).  
Así, el discernimiento de espíritus es, en su más alto grado, una luz sobrenatural que deja penetrar hasta los últimos repliegues de los corazones y conocer los pensamientos más secretos. Enséñanos la historia de los Santos que varios de ellos poseyeron este privilegio por modo admirable. En un sentido más amplio, el discernimiento es como un instinto, que es fruto, no de la naturaleza, sino del Espíritu Santo; instinto en cuya virtud distingue uno en sí mismo o en los otros de qué espíritu, es decir, de qué principio proceden los movimientos del alma y las impresiones que en ella se producen.
Ahora bien: de cualquiera de estas dos maneras que se considere el discernimiento de espíritus, lo tuvo la Santísima Virgen en grado tan eminente, que sólo se le aventajó Nuestro Señor. Lo tuvo para sondear los secretos de los corazones. El Evangelio, es cierto, no señala hecho alguno de donde podamos inferirlo; pero cuando vemos, no sólo directores de almas, como San Felipe Neri, por ejemplo, sino también vírgenes, como Santa María Magdalena de Pazzis, leer en el fondo de las conciencias las faltas y los pensamientos más secretos, no podemos persuadirnos de que la Madre universal de los hombres, la Cooperadora del Salvador, no recibiese de su Hijo gracia semejante.
Aún menos podemos admitir que careciese de esas iluminaciones del Espíritu divino que revelan la naturaleza, el origen y la tendencia de los movimientos del alma, y aun los fenómenos extraordinarios que tienen por causa o el bueno o el mal espíritu. Tal privación sería incompatible con la ciencia inefable de las cosas divinas que hemos admirado en esta Virgen benditísima.
Ciertamente, no había menester de estas luces para distinguir en sí misma los afectos santos de las malas inspiraciones, puesto que nunca sintió atractivo alguno hacia el mal. Pero esto mismo era necesario que lo supiese a ciencia cierta, y para eso le servía su gracia de discernimiento. ¿No tuvo pleno conocimiento del misterio obrado en sus castas entrañas? ¿No reconoció con absoluta certidumbre que el mensajero celestial que le anunciaba tantas maravillas era un ángel de luz, enviado por Dios? Aun cuando no podía ser tentada como nosotros, interiormente, posible es que el demonio, que engañó a Eva, siendo inocente, y que osó tentar al Salvador, intentase también seducirla a Ella. Pero si Satanás tuvo esta audacia fué al punto reconocido, como lo fueron siempre los ángeles de Dios.
Este conocimiento que para sí misma tenía, debía tenerlo también para los demás. Ya la consideremos en el templo, entre las hijas de Judá, consagrada al servicio de los altares, ya la contemplemos entre los primeros cristianos, en la Iglesia naciente, de cierto se le presentarían frecuentes ocasiones de consolar, sostener e iluminar las almas. Ni su caridad le permitía substraerse a este oficio, ni Dios podía faltarle para que lo cumpliese con toda perfección. ¿Puede alguien imaginarse a la Madre de Dios dando un consejo o inútil o perjudicial? Pues lo que repugna pensar hubiera sucedido si se le niega esta gracia de discernimiento.

III. Al tercer grupo pertenecen, en fin, otros dos dones, que, como los dos anteriores, se completan mutuamente: el don de hablar diversas lenguas y el de interpretarlas. Sabemos, por San Pablo, que el primero era distinto y con frecuencia estaba separado del segundo. Por esta razón, el Apóstol pone la simple glosoladía por debajo de la profecía
(I Cor., XIV, 1-5, 23-26). Por lo demás, supone también que estas dos gracias se hallaban a veces reunidas en un solo sujeto, cuando añade: "Aquel que hable una lengua, pida el don de interpretarla"; y, por consiguiente, entienda él primero lo que ha de explicar a los otros (Ib ídem, 13). De esta manera perfecta poseyeron los Apóstoles el don de lenguas, como quiera que habían de anunciar el Evangelio a tantos pueblos, no sólo de distintas costumbres y de distintos climas, sino también de diverso lenguaje.
Absolutamente hablando, es posible que aprendieran con un estudio personal el idioma de los hombres a los cuales debían llevar la palabra de salud; posible también en absoluto que enseñaran valiéndose de intérpretes. Pero no podemos resolvernos a creer que Dios, tan liberal en todo lo que era conducente a hacerlos dignos ministros de sus designios de misericordia, sólo en esto fuera parsimonioso hasta negarles una de las gracias más necesaria para el honor del apostolado (S. Thom., 2-2, q. 176, a. 1. El santo doctor muestra en el mismo lugar cómo esta gracia no es incompatible con el lenguaje, nada elegante y casi bárbaro, en que los Apóstoles anunciaron la Buena Nueva a las naciones. Dios no los enviaba para halagar a los delicados de la tierra. Bastaba que fuesen entendidos "con aquella locución ruda, con aquellas frases de acento extranjero". (Bossuet, Paneg. de S. Pablo, primer punto.) Una virtud celestial suplía a la rudeza de su hablar. Así, dice Santo Tomás, recibieron el don de sabiduría y el de ciencia; pero en la medida conveniente a su misión, sabiduría y ciencia de las cosas de Dios, que podía juntarse en ellos con la ignorancia en las cosas puramente humanas. (Ibíd., ad 1.)).  
Y, ciertamente, ¿con qué derecho les negaremos lo que los Padres y Doctores les han atribuido constantemente en sus discursos y comentarios del día de Pentecostés?
María, es verdad, no tenía misión de predicar el Evangelio en regiones lejanas. Quizá tampoco salió nunca de Judea, sino cuando huyó a Egipto, donde, hallando multitud de compatriotas, le era de poco momento el entender y hablar la lengua del país. Pero más adelante, después del santo día de Pentecostés, cuando hombres de toda raza y de toda lengua se apresuraron a entrar en la Iglesia, el don de lenguas y el de entenderlas se le hizo necesario de hecho y de derecho. Porque aquellos nuevos discípulos de Cristo acudían en gran número a Jerusalén, y ¿cómo no habían de desear, ante todas cosas, venerar a la Madre del Salvador y sacar de sus coloquios ánimo y consuelo para caminar por la senda indicada por su divino Hijo? Quien lea en los Hechos de los Apóstoles la numerosa concurrencia que se reunió el día de Pentecostés, se persuadirá de que Nuestro Señor hubiera defraudado la expectación general si hubiese negado a su Madre esa doble gracia que a tantos otros otorgó.

¿Rezaríamos con la misma devoción que ahora lo hacemos la Salutación Angélica, si pudiéramos sospechar que la Virgen no nos entiende cuando le hablamos en nuestro idioma nativo? Así, nos parece, aquellos cristianos de los primeros tiempos; aquellos, por lo menos, que ignoraban la lengua de Judea, la hubieran saludado con menos devoción, si no hubiesen podido hacerse entender de Ella. Y Nuestro Señor hubiese también contrariado los deseos de su Bienaventurada Madre obligándola a permanecer callada en presencia de sus hijos. Si nosotros hubiéramos tenido la dicha de presentarnos delante de la Virgen Santísima, cierto que nos hubiera sido cosa dulcísima el oír una palabra de su boca; y si algún intérprete hubiera querido mediar entre la Señora y nosotros hubiéramos dicho a nuestra Madre, con todo el ardor de nuestra alma, aquellas palabras del Cantar de los Cantares (Cant., II, 14): "Conjuróte que me muestres tu rostro y que me dejes oír tu voz; porque tu voz es dulcísima, y hermosísimo tu rostro."
Así, pues, no vacilemos en conceder a María la primacía de las gracias, gratis datas, conforme le hemos concedido la preeminencia de las gracias justificantes y santificantes (Gerson reconoció el don de lenguas a la Sma. Virgen. Debió de recibirlo en el Cenáculo, cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella, en medio de los Apóstoles. (Opp., t. III, sem. 1 de Spiritus S., 1.245, sq.) Otros, como San Bernardino de Sena, entienden que lo poseía por lo menos desde su maternidad. Por esto se admira el Santo de que el Evangelio no refiera palabra alguna dirigida por ella a los Magos. "Puesto que la Virgen bendita podía entonces entender y hablar todas las lenguas, como quien estaba llena de ciencia desde la concepción de su Hijo divino, sería extraño que esta piadosísima Señora no fuera condescendiente con hijos tan fieles y abnegados, y no los hablara algunas de sus dulces palabras." (Serm. de Christ. Dom., a. 3. c. 3. Opp. IV, p. 17.) Algunos creen que le fué necesaria esta gracia durante su estancia en Egipto, como si no hubiese hallado allí mismo una colonia numerosa de hijos de Israel. Quizá parezca que hay en esto alguna exageración mezclada con sincera piedad).  
El privilegio de ser la Madre de Dios encarnado, es decir, de Aquel que es el origen de todos los dones sobrenaturales, pedía que, después de su Hijo, fuese la primera en todo. Si durante su vida mortal no tuvo siempre el uso universal de esas gracias, como enseña Santo Tomás de Aquino, y como nosotros mismos notamos, no fué porque faltase a Cristo liberalidad para con su Madre, sino por sabia disposición de la Providencia, aceptada así por el Hijo como por la Madre.
No temáis que por eso deje de ser María la Virgen Poderosa. Tampoco deja de ser, con toda verdad, Sede de la Divina Sabiduría, porque esta modestísima y humildísima Hija de Dios no tomase asiento, como algunos han pretendido, entre los jueces de la fe, ni presidiese el primer Concilio, como superior a los Apóstoles y al Príncipe de los Apóstoles
(Teoph. Raynaud ha dicho de esta piadosa invención: "Haec insulsitas ne refelli quidem debet." (Diptych. Marian., 1*. I, p. 10, n. 18.) Cuánto más que en la época del Concilio de Jerusalén de la Virgen Santísima había subido ya probablemente al cielo). Creemos del caso transcribir aquí un memorable párrafo con el cual termina San Alberto Magno sus Quaestiones sobre "las gracias comunes y especiales" de la Madre de Dios.) 
Tiene María su manto de Madre y de Reina, que basta eternamente para su gloria.







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