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lunes, 14 de julio de 2014

Hatemistas, Helicitas, Hematitas, Heracleonitas

HATEMISTAS
     Mosheim, en su Hist. ecles., siglo XVII, secc. 2, p. 2, c. 2, § 36, nos habla de los verschoristas y de los hatemistas, dos sectas fanáticas de la Holanda. La primera, dice, trae su nombre de Jacob Verschoor, natural de flesinga, que el año 1680, reuniendo los perversos principios de Cocceyo y de Espinosa, formó una nueva religión, tan notable por su extravagancia como por su impiedad. Se llamó a sus sectarios hebreos, a causa del estudio asiduo que hacían todos sin distinción del texto hebreo de la Sagrada Escritura. Los hatemistas se llamaron así también de Ponciano Van-Hattem ministro en la provincia de Zelandia, que era también adicto a las ideas de Espinosa, y que por esta razón fue degradado. Estas dos sectas difieren en algunos puntos de doctrina; así Van-Hattem no pudo obtener de Verschoor que formasen una misma sociedad, aunque uno y otro hiciesen profesión siempre de ser adictos a la religión reformada.
     Contumaces con la doctrina de esta religión relativa a los decretos absolutos de Dios, dedujeron de ella el sistema de una necesidad fatal e insuperable, cayendo de esta suerte en el ateísmo. Negaron la diferencia entre el bien y el mal y la corrupción de la naturaleza humana. Dedujeron de esto que los hombres no están obligados a violentarse para corregir sus malas inclinaciones, y obedecer a la ley de Dios; que la religión no consiste en obrar, sino en padecer; que toda la moral de Jesucristo se reduce a soportar con paciencia todo lo que nos suceda, sin perder jamás la tranquilidad de nuestra alma.
     Los hatemistas decían también que Jesucristo no ha satisfecho a la Justicia divina, ni expiado los pecados de los hombres por sus padecimientos, sino que por su mediación solo ha querido darnos a entender que ninguna de nuestras acciones puede ofender a la divinidad. Así es como, decían ellos, Jesucristo justifica a sus servidores, y los presenta puros en el tribunal de Dios. Se ve que estas opiniones no tienden nada menos que a extinguir todo sentimiento virtuoso y a destruir toda obligación moral. Estos dos novadores enseñaban que Dios no castiga a los hombres por sus pecados, sino para sus pecados. Lo que parece significar que por una necesidad inevitable, y no por un decreto de Dios, el pecado debe hacer la desgracia del hombre, tanto en este mundo como en el otro. Pero nosotros no sabemos en que hacían consistir esta desgracia.
     Mosheim añade que estas dos sectas subsisten todavía; pero que no llevan el nombre de sus fundadores. Es extraño que la multitud de sectas locas e impías que los principios del protestantismo originaron no haya abierto los ojos a sus sectarios.

HELICITAS
     Fanáticos del siglo VI que hacían una vida solitaria. Hacían consistir principalmente el servicio de Dios en cantar cánticos y bailar con las religiosas, para imitar, decían, el ejemplo de Moisés y de María. Esta locura se asemejaba mucho A la de los montanistas que se denominaban ascitas o ascodrutas; pero su secta desapareció antes del siglo VI. Los helicitas parece que eran solo religiosos relajados que habían tomado un gusto ridículo por el baile; su nombre, tal vez, derivado del griego lo que vuelve, era probablemente a sus danzas en círculo.

HEMATITAS
     Herejes de los cuales habla San Clemente de Alejandría en su libro 7 de los Estromatas, su nombre viene del griego sangre.Tal vez era una rama de los catáfrigas o montanistas, que según Filastrio, usaban en la Pascua la sangre de un niño para sus sacrificios. San Clemente de Alejandría solo dice que tenían dogmas que les eran peculiares, sin decirnos cuáles eran estos dogmas. Algunos autores creyeron que estos sectarios se llamaban así, porque comían sangre y carnes ahogadas, a pesar de la prohibición del concilio de Jerusalen.

HERACLEONITAS
     Herejes del siglo II, y de la secta de los valentinianos; se llamaron así por su jefe Heracleon, que apareció el año 140, y que esparció sus errores principalmente por la Sicilia.
     San Epifanio habló de esta secta: (Haer. 36), dice que a los delirios de Valentín, Heracleon añadió sus propias visiones, y trató de reformar en algún modo la teología de su maestro. Sostenia que el Verbo divino no era el criador del mundo, sino que era la obra de uno de los eonos. Distinguía dos mundos, el uno corporal y visible, el otro espiritual é invisible, y no atribuía al Verbo divino mas que la formación de este último. Para fundar esta opinión, alteraba las palabras del Evangelio de San Juan: todas las cosas fueron hechas por él, y nada ha sido hecho sin él; y añadía de suyo estas otras palabras: de las cosas que están en el mundo.
     Deprimía mucho la ley antigua, y rechazaba las profecías: eran, según él, sonidos echados al aire, que no significaban nada. Hizo un comentario sobre el Evangelio de San Lúcas, del cual cita algunos fragmentos San Clemente de Alejandría, y otro sobre el de San Juan, del que refiere muchos trozos Orígenes en su propio comentario sobre este mismo Evangelio, y comúnmente es para contradecirlos y refutarlos. El gusto de Heracleon en explicar la Sagrada Escritura de una manera alegórica, y buscar un sentido misterioso en las cosas mas sencillas: abusaba de tal modo de este método, que Orígenes, aunque gran alegorista, no ha podido dejar de vituperarle (Grabe, Spicil. del segundo siglo, p. 80; D Massuet, Primera disertación sobre San Ireneo art. 2, núm. 93).
     No se acusa a los heracleonitas el haber atacado la autenticidad ni la verdad de nuestros Evangelios, sino solo el haber extraviado su sentido por interpretaciones místicas esta autenticidad era, pues, mirada entonce como incontestable. No se dice que haya negado ó puesto en duda ninguno de los hechos publicados por los apóstoles y referido en los Evangelios: por lo tanto estos hechos eran una certeza, a la cual nada se podía oponer. Las diferentes sectas de los valentinianos no estaban subyugadas por la autoridad de los apóstoles, porque la mayor parte de sus doctores se creían mas ilustrados que aquellos, y tomaban por orgullo el título de gnósticos, hombres inteligentes. Sin embargo, a principios del siglo II la fecha de los hechos era bien reciente, para que pudiera saberse si eran verdaderos ó falsos, ciertos dudosos, públicos ó apócrifos: ¿cómo unos hombres que disputaban sobre todo, pudieron convenir todos en los mismos hechos, si hubieran podido ponerse en duda? Repetimos muchas veces esta observación, porque es decisiva contra los incrédulos.

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