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sábado, 16 de agosto de 2014

QUIERO VIVIR.

     “Pero a todos los que le recibieron —al Verbo— les dio el poder ser hijos de Dios...” 
(S. Juan. Init. Evang.)

     ¡Quiero vivir! No es, Señor, ansia de prolongar, lejos de la casa de mi eternidad, lo que el poeta llamó “este largo morir que llaman vida...”
     Ni esa ilusión de perpetuar nuestro vuelo fugaz con obras imperecederas.
     Bien sé que la tierra no es mi centro.
     Y que pasa el hombre y su recuerdo...
     ¡Todos caminamos... y olvidamos! ¡Y somos olvidados!
     ¡Quiero vivir! la vida superior, la que un día se me infundió “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...”.
     Sobre mi cabeza el agua bautismal; en el alma, una onda de vida, un germen de vida eterna para gloria eterna.
     ¡Quiero vivir! Esa vida que se me comunica en el bautismo, se recobra por la confesión, se nutre del pan de la Eucaristía y rematará en aquella luz de la gloria que es visión y fruición.
     Ya soy “nueva criatura”, ya soy “particionero de la naturaleza divina”. Hijo adoptivo de Dios. Y no con externa, legal adopción, sino con adopción transformante y vivificante, tan íntima y tan verdadera, que “filii Dei vere nominamur et sumus”. Nos llamamos y somos, en verdad, hijos de Dios...
     En Jerusalén, en la quietud de una noche toda henchida por el misterio y las hablas de Dios, Nicodemus, varón principal, escucha de Cristo estas palabras peregrinas:
     —En verdad, en verdad te digo que quien no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios (Juan, III, 3).
     Su reino: la gracia, la Iglesia, el cielo...
     De Jerusalén a Etiopía, el ministro de la reina Candace camina y lee. Los oráculos de Isaías van iluminando su viaje... Y el apóstol Felipe, estribando en estas Escrituras, grávidas de mesianismo, lo evangeliza, le da buenas nuevas de Jesús.
     Y llegaron a un paraje en que corría el agua...
     Yo, dijo el etíope, creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.
     Y bajaron ambos de su carruaje, y Felipe lo bautizó.
     Y el ministro prosiguió su viaje rebosando de gozo. Ibat per viam suam gaudens...
     En su vida del tiempo se había infiltrado la eternidad con un peso y un mensaje nuevo.
     Y llevaba consigo la regeneración de la gracia, que no es más que iniciación de aquella vida sin fin.
     La gracia es una vida con tendencias y exigencias de crecimiento hasta la plenitud.
     También yo, Señor, voy gozoso por mi camino, con tu gracia en el alma, con mi título de hidalguía, mi blasón de suprema nobleza y mis anticipos de fruiciones soberanas y eternas...
     Soy hijo adoptivo de Dios, nueva criatura, particionero de la naturaleza divina.
     Ya puedo clamar: ¡Abba, Padre! No sólo ¡Señor, Amo, Dueño! Sino Padre, Padre mío, Padre nuestro que estás en los cielos y que estás en mí...
     Reconoce, alma mía, tu dignidad.
     Tú, Señor, dijiste: Vine para que tengan la vida y la tengan en abundancia.
     Señor y Padre mío: que yo la tenga y la viva con plenitud, que yo la actúe gozosamente, porque es la única que merece ser vivida.

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