Por Mons. José F. Urbina Aznar
El sacrificio, que etimológicamente equivale a "cosa hecha sagrada" (sacrum factum), puede tomarse en sentido estricto y propio, o en sentido lato (amplio) e impropio.
En el primer sentido, es un acto especial de la virtud de la religión que merece particular alabanza por razón de que se hace un obsequio exclusivo a la reverencia que a Dios se le debe. Este obsequio suele definirse así: Oblación de una cosa sensible con alguna inmutación (alteración) de la misma cosa, hecha a Dios de modo legítimo en reconocimiento de Su majestad suprema y de nuestra sumisión a la misma.
En el segundo sentido, pueden ser sacrificio los actos elícitos (es decir voluntarios) que guardan alguna semejanza con el verdadero sacrificio. En esta forma, los actos de humildad, de paciencia, de temperancia, de abnegación, como puede ser la inmolación espiritual del corazón, la victoria sobre las pasiones, la entrega de sí mismo, el pago puntual del diezmo, el ofrecimiento de las propias fuerzas y acciones, suelen llamarse también sacrificio.
San Agustín dice: "Es verdadero sacrificio toda obra buena hecha para unirnos a Dios en santa sociedad, refiriéndola al fin de aquel bien por el cual podamos ser bienaventurados".
EL ROBO.
El séptimo mandamiento de la Ley de Dios, (Deut. V, 19) prohíbe el robo. Pero este mandamiento no solamente es a veces poco entendido sino frecuentemente violado sin ningún escrúpulo de conciencia.
No puede entenderse este mandamiento si no se le considera en sentido amplio. Quien comete el pecado de robo que San Pablo condena gravemente, no es sólo quien despoja al prójimo contra su voluntad de un bien propio, sea en la forma que se haga: con violencia, con engaño, etc. Para comprender a cabalidad la extensión de este pecado, hay que considerar varios aspectos que son inseparables.
Roba, por ejemplo, el que le roba a Dios la gloria que se le debe. Le roba a Dios, y muy gravemente el que induce a otro al pecado tomando el lugar de un demonio del Infierno pero también robándole a su víctima la inocencia o la gracia. Este pobre individuo por el mismo hecho se hace enemigo de Dios, y se hace enemigo del sacrificio que su víctima pudo haber ofrecido en su estado de gracia o de inocencia que ha perdido. ¿Puede alguien calcular el valor de un alma, y de las gracias que en su estado anterior pudo haber obtenido?. ¿No es este individuo un vulgar rapiñador?. ¿No es este pobre desgraciado enemigo del sacrificio que a Dios deben los hombres ofrecer?.
El pecado de Satanás, enseña Santo Tomás, fue el querer buenas cosas, pero ilícitamente. Entonces, quien se adjudica soberbiamente la gloria de los actos de caridad por el projimo o por la Iglesia, prescindiendo de la organización por Dios establecida, o inhibiendo la gloria de Dios en los favorecidos hacia motivos filantrópicos, son indudablemente enemigos del sacrificio en su sentido lato.
Todos esos hombres militan en contra de ese sacrificio de los hombres, y no pueden ser perdonados, sino hasta que hayan pagado el último rastro de culpa o de pecado. En el juicio, que indudablemente les llegará, estos desgraciados, si se salvan, se encontrarán con una cuenta a pagar, con una deuda monstruosa y justa.
Toda ley divina es de naturaleza eminentemente espiritual y ha sido impuesta al hombre para santificar su alma que es la esencial fuente de todos los pensamientos y propósitos. Dice San Mateo que Cristo dijo: "Del corazón provienen los malos pensamientos del hombre, los homicidios, los adulterios, los robos, las blasfemias", (XV, 19). Entonces, los hechos humanos contra la Ley de Dios, no se limitan al plano material, sino que trascienden a otras áreas en la que se utilizan otros pesos y medidas, fuera del alcance de la inteligencia humana. La Ley de Dios, no tiene absolutamente otro motivo que la santificación del hombre y su felicidad en el mundo. Por eso, su violación hace a los hombres violadores, enemigos de Dios, enemigos del prójimo, enemigos de la paz, destructores de la ciudad de Dios, y esclavos del demonio, aunque la violación haya sido leve.
Aunque estamos considerando principalmente el robo, no se puede negar que esta verdad sea extensiva a toda Ley porque el destino del hombre es la Casa de Dios o la mansión de los reprobados para toda la eternidad.
San Agustín (Ep. 153.) dice que no puede ser perdonado si el que roba algo no lo restituye completamente. Y el profeta Habacuc (II, 6), exclama: "¡Ay del que amontona lo ajeno y acrecienta sin cesar el peso de su deuda!".
El Catecismo Romano escribe: "Este "peso de deuda" -la posesión de las cosas ajenas-, del que según la Escritura es casi imposible librarse, es una prueba más de la gravedad del pecado y de la triste situación a que pueden llegar sus víctimas. Y basta lo dicho sobre el robo para que podamos comprender y detestar la malicia de las demás formas de robo" (Pág. 815).
Debo añadir aquí que la misericordia de Dios que quiere que todos los hombres se salven, tiene en cuenta la penitencia y los sacrificios que los hombres hagan para pagar sus deudas los cuales disponen también del Purgatorio, que es un lugar creado por la misericordia de Dios, para que los hombres que no alcanzaron a pagar lo que deben para entrar al Reino de los perfectos en el que está Dios, lo hagan lo antes posible. Incluso el hombre piadoso no podrá a cabalidad ver el tamaño del daño completo hecho por sus pecados. Por eso es increíble la tibieza y la indiferencia con la que desprecian las indulgencias que la Iglesia distribuye constantemente en muchas formas, tomadas del infinito caudal ganado por Cristo y sobre el que tiene plena autoridad. La indulgencia plenaria que en ciertas fechas ella reparte a los fieles, perdona deudas incalculables, y sin embargo, sus constantes despreciadores, son aquellos individuos que tranquilamente van almacenando y aumentando el peso de su deuda hasta que se convierte en una bestia monstruosa demostrando con esto ser unos indiferentes despreciadores del Sacrificio de Cristo.
EL DIEZMO.
El Catecismo Romano dice: "Deben incluirse en esta especie de pecados (del robo), quienes no pagan o usurpan los diezmos y tributos debidos a la Iglesia" (Pag. 817). El diezmo es no solamente un sacrificio que se le ofrece a Dios que en la intención puede unirse a la Pasión de Cristo, sino que también es un grave precepto mandado por Dios desde la más remota antigüedad. El Profeta MALAQUIAS (III, 7), escribe: "...os habéis apartado de mis leyes, no las habéis guardado. Volveos vosotros a mí y yo me volveré a vosotros, dice Yavé Sebaot. Pero vosotros decís: ¿En qué hemos de volvernos?, ¿puede el hombre robar a Dios?. Pues vosotros me estáis robando y decís: ¿En qué te robamos?, ¡en los diezmos y las primicias!. Malditos seréis de maldición, porque me estáis robando... traed íntegramente los diezmos al templo para que haya alimento en mi casa...". Este precepto lo recibió el pueblo judío desde el tiempo de Moisés. En el Exodo XXII, 28 y XXXV, 29 ya lo encontramos, y en Levítico XXVII, 30, dice: "El diezmo entero de la tierra, tanto de las semillas de la tierra como de los frutos de los árboles, es de Yavé, es cosa sagrada de Yavé". El Señor pide el diezmo no solamente "para que haya alimento en Su casa", sino para el esplendor del culto, y para los pobres. Los que se niegan a pagar el diezmo, indudablemente son demoledores dél culto que a Dios se le debe y son también enemigos del prójimo.
Por ese motivo la Iglesia en su quinto mandamiento preceptúa pagar los diezmos y las primicias a la Iglesia de Dios. Este es un sacrificio y un tributo que el Señor ordena en reconocimiento de Su supremo dominio que no podemos soslayar sin atraer graves y acumulativas consecuencias y castigos.
El Señor, y también la Iglesia, ordena el pago puntual del diezmo. Además de los motivos enumerados antes, exigen un tributo por el que los fieles no solamente ofrescan un sacrificio, sino que se desprendan por lo menos en parte de la voracidad por las cosas del mundo: indudablemente el corazón de los hombres estará donde está su tesoro (Luc. XII, 32,34).
Quienes no pagan el diezmo acumulando esta deuda por años a veces, nunca reconocen a Dios como el supremo distribuidor de sus bienes: trabajo, salud, fortuna, inteligencia.
Estos rapiñadores del diezmo, justificándose siempre, si acaso reconocen el precepto, buscan una vida muelle, blanda, delicada, elástica, voluptuosa, suave, llena de toda clase de gastos superfluos, diversiones y demás satisfactores, incluso si para lograrlos tienen que meter las uñas al diezmo preceptuado.
Hay en este tiempo, de progreso, de técnica asombrosa, en el que indudablemente Satanás se ha soltado, una aversión al sacrificio manifestado en la fría indiferencia o absoluta negación a ofrecer a Dios un esfuerzo, pero ni siquiera un solo centavo. El Apocalipsis anuncia para estos tiempos la aparición de una llaga maligna para castigar a los hombres, pero no hay que ignorar que esta llaga tiene una manifestación moral que se llama Lujuria manifestada abiertamente en esos ritos demoníacos llamados "festivales de música pop", a los que asisten cientos de miles de gentes enloquecidas que gritan como endemoniados para cobijar el entorno de corrupción sexual institucionalizado. Hierve la Lujuria en nuestros días, aquella que busca las sombras ignorando que Dios está presente por esencia y potencia concurriendo al acto que lo ofende.
En el primer Libro de Reyes leemos que Salomón le dice al Señor (I Re. VIII, 12): "Yavé, tu has dicho que habitarías en la oscuridad". ¿Quién podrá escapar a Su presencia?.
El Señor Dios, envía Sus dones a los hombres que no solamente deben cumplir Sus preceptos para ser felices en esta vida y en la otra, sino que deben entregar el diezmo a Su Esposa. Sólo ella manifiesta legítimamente, si lo requiere todo, o parte, y cuando. Es la legítima propietaria. Quienes roban el diezmo manipulan lo ajeno.
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