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lunes, 6 de junio de 2011

LOS MARTIRES BAJO LA PERSECUCIÓN DE DECIO (2)

Aparece por primera vez en esta carta la cuestión de los lapsi, de los que en vario grado habían cedido a la violencia de la persecución: los caídos. De ellos es de suponer que muchos se entregarían tranquilamente a la Vida pagana que sin duda no habían en el fondo abandonado nunca. Otros, que podemos suponer la mayor parte, se sintieron torturados por insoportables remordimientos y se apresuraron a buscar la paz de sus almas volviendo lo antes posible a la comunión con la Iglesia, lo cual, en aquellos tiempos, no era empresa demasido fácil. Había que pasar por la larga exomológesis disciplina penitencial. Ahora bien, desde muy antiguo, en Africa ciertamente desde los días de Tertuliano que atestigua el hecho, los mártires habían sido tomados como intercesores ante la Iglesia misma para alcanzar la reconciliación con ella. Los mártires expedían unos libelos o cartas de recomendación que la Iglesia, en honor ellos, acogía benévolamente. Así lo pedía la suma veneracion de que los mártires eran objeto. He aquí un pasaje notabilísimo del gran Dionisio de Alejandría, contemporáneo de San Cipriano, a propósito justamente de la cuestión de los lapsi. Nada nos dará mejor idea de la consideración tributada al juicio de los mártires:
"Los mismos divinos mártires que hubo entre nosotros, los que ahora se sientan como asesores de Cristo, poseedores de su reino, partícipes de su juicio y que a una con Él pronuncian sentencia, recibieron a algunos de los hermanos caídos, reos que se habían hecho del crimen de sacrificar, y viendo que su conversión y penitencia podía ser acepta a Aquel que no quiere absolutamente la muerte del pecador, sino su arrepentimiento, los recibieron y congregaron y compusieron y comunicaron con ellos en oraciones y eucaristía. Ahora bien, ¿qué nos aconsejáis, hermanos, sobre ellos? ¿Qué vamos a hacer nosotros? ¿Nos pondremos del lado del voto y sentir de los mártires y guardaremos el juicio y gracia de ellos, y con los que ellos tuvieron misericordia usaremos nosotros de benignidad, o declararemos inicuo su juicio y nos constituiremos a nosotros mismos examinadores de su sentir, contristando su benignidad y trastornando la disciplina?".
Tal vez no todos tenían ideas suficientemente claras y rectas sobre la función del mártir o confesor en su intervención a favor de un caído. Los confesores de Cartago habían dirigido al obispo algunos memoriales o cartas de recomendanción a favor de determinados lapsi; pero la decisión final quedaba reservada al propio obispo, tras la paz de la Iglesia y la debida penitencia. Hasta aquí nada había de reprensible, nada que se saliera de la más estricta disciplina y recto sentir. Los que embrollan la cuestión son el grupo de presbíteros disidente enconados con su obispo, que toman buen asidero del asunto de los lapsi para crearle dificultades y amarguras e indisponerle con el pueblo. Como se sabe, la cuestión terminará en cisma, con la factio Felicissimi, que tanto hubo de doler al gran amador de la unidad de la Iglesia, San Cipriano, digno percursor de su compatriota máximo, San Agustín. La presente carta (hay otra sobre mismo asunto al clero y otra al pueblo) nos hará comprender este sorprendente conflicto en que se vio la autoridad del obispo frente al misterioso nimbo de gloria y veneración con que la mente cristiana circundaba al mártir y confesor de la fe.

Cipriano, a los mártires y confesores, hermanos amadísimos, salud.
I. 1. La solicitud de mi puesto y el temor de Dios me compele, fortísimos y beatísimos mártires, a avisaros por mis cartas que, pues tan abnegada y valerosamente guardáis la fidelidad al Señor, guardéis también la ley y disciplina del mismo Señor. Pues si todos los soldados de Cristo es bien observen las órdenes de su capitán, más que nadie conviene que las observéis vosotros que habéis venido a ser para los demás ejemplo de valor y de temor de Dios.
2. Por otra parte, yo creía que los presbíteros y diáconos ahí presentes os avisarían e instruirían de la manera más cabal acerca de la ley del Evangelio, como se hizo siempre en lo pasado bajo mis antecesores, cuando los diáconos en sus visitas a la cárcel moderaban con sus consejos y los preceptos de las Escrituras los deseos de los mártires. Ahora, en cambio, me entero con el mayor dolor de mi alma de que no sólo no se sugieren ahí los divinos mandamientos, sino que más bien se les ponen trabas; y así, cosas que vosotros mismos hacéis con cautela respecto a Dios y con todo el honor debido al sacerdote de Dios, son anuladas por algunos presbíteros. Estos, sin tener para nada en cuenta el temor de Dios y el honor del obispo, cuando vosotros me habéis dirigido cartas en las que me pedís que se examinen vuestros deseos y se dé la paz a determinados caídos en el momento en que, terminada la persecución, nos fuere dado reunimos con el clero y deliberar sobre el asunto; ahí, contra la ley del Evangelio, contra vuestra misma honorífica petición, antes de hacer penitencia, antes de cumplir la exomológesis del más grave y sumo delito, antes de la imposición de las manos por el obispo y clero, se atreven a ofrecer por ellos el sacrificio y darles la Eucaristía; es decir, se atreven a profanar el cuerpo santo del Señor, siendo así que está escrito: El que comiere este pan o bebiere el cáliz del Señor indignanante, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Cor. 11, 27).

II. 1. Y cierto, a los caídos mismos puede perdonárseles en esto. ¿Quién que esté muerto no tiene prisa por volver a la vida? ¿Quién no se apresura a recobrar su salud? Pero deber es de los prelados mantener lo mandado e instruir a los que o tienen demasiada prisa o no saben de qué se trata, no sea que quienes han de ser pastores se conviertan en carniceros. Efectivamente, conceder lo que ha de resultar pernicioso es engañar, y no se levanta así al caído, sino que, por la ofensa de Dios, se le empuja más a su ruina.
2. Aprendan, pues, de vosotros al menos, esos que tenían el deber de enseñar. Vuestras peticiones y deseos guárdenlos para el obispo, esperando el tiempo maduro y tranquilo para dar la paz a los caídos, conforme a vuestras peticiones. Antes ha de recibir la madre la paz por gracia del Señor, para tratar luego, conforme a vuestros deseos, de la paz de los hijos.

III. 1. Y como oigo, fortísimos y amadísimos hermanos, que algunos impudentemente os presionan y vuestra modestia sufre violencia, os ruego con cuan encarecidas súplicas puedo que, acordándoos del Evangelio y considerando qué fué lo que concedieron en lo pasado vuestros antecesores los mártires y cuan cuidadosos fueron en todo, también vosotros peséis cauta y cuidadosamente los deseos de los solicitantes; que examinéis, como amigos del Señor y que luego habéis de juzgar juntamente con El, la conducta, las obras y méritos de cada uno, no sea que, si vosotros prometéis o nosotros hacemos algo inconsiderada o indignamente, tenga nuestra Iglesia que sonrojarse ante los mismos gentiles.
2. Somos, en efecto, frecuentemente visitados y castigados y recibimos avisos del cielo sobre que los mandamientos del Señor permanezcan incorruptos e inviolados. Lo cual he sabido que no cesa tampoco de darse ahí entre vosotros, no dejando la divina censura de instruir también a muchísimos de entre vosotros en orden a la disciplina de la Iglesia. Ahora bien, todo eso puede hacerse con solo que vosotros moderéis con escrupulosa discriminación las peticiones que se os hacen, entendiendo y reprimiendo a los que hacen acepción de personas en la distribución de vuestros beneficios y buscan o congraciarse o abrir tienda, de ilícito negocio.

IV. Sobre este asunto he escrito también sendas cartas a clero y pueblo y he dado orden que ambas os sean leídas a vosotros. Pero hay otro punto que debéis corregir y enmendar conforme a vuestra diligencia, y es que designéis nominalmente a aquellos a quienes deseáis se conceda la paz. Oigo en efecto que algunos redactan sus memoriales con esta fórmula vaga: "Comulgue fulano con los suyos", lo que jamás fué hecho por mártir alguno. Una petición así de vaga y a ciegas, puede luego acarrearnos un cúmulo de malquerencia. Es demasiado amplio, eso de decir "con los suyos", y pueden presentársenos veinte o treinta o más que por parientes, afines, libertos o esclavos aseguren que son familia del que recibió el memorial. Por tanto, os pido que designéis nominalmente en vuestros memoriales a aquellos que vosotros mismos veis, a los que conocéis y cuya penitencia entendéis que está próxima a la satisfacción, y así nos dirijáis cartas de recomendación que estén conformes con la fe y la disciplina.
Os deseo, fortísimos y amadisimos hermanos, que gocéis siempre de buena salud en el Señor y os acordéis de nosotros. Adiós.

Cartas XXI y XXII.
Estas dos cartas, de Celerino a Luciano y la respuesta de éste a Celerino, son del mayor interés para comprender la cuestión de los lapsi. Dejándola, sin embargo, un tanto al margen, es bien notemos cómo se comunican dos cristianos de hacia 250 en momentos de terrible persecución. Luciano y Celerino son compatriotas, pero aquél estaba preso en Cartago y éste lo había estado en Roma.
Aquí tuvo la desgracia de ver caer a dos hermanas suyas, por las que ahora improra la intercesión de Luciano, cristiano éste valiente, pero iletrado y no muy al tanto de lo que exigía la disciplina eclesiástica en el asunto de la reconciliación de los caídos. Un buen día, San Cipriano se vio muy poco gratamente sorprendido por una breve carta, firmada por Luciano, que decía literalmente y hablando con el obispo como de potencia a potencia: "Todos los confesores al papa Cipriano, salud.—Te hacemos saber que todos nosotros hemos dado la paz a cuantos te constare qué hayan hecho después de su pecado, y queremos que por tu medio llegue esta decisión a los demás obispos. Te deseamos tengas paz con los santos mártires. En presencia de dos miembros del clero, un exorcista y un lector, Luciano escribió".
Quizá había llegado a noticia de Celerino, en Roma, esta largueza del buen Luciano en repartir indulgencias, y ello le movió a escribirle la siguiente carta, llena, por lo demás, de datos sobre la persecución.

Ceferino a Luciano.
I. 1. Al escribirte esta carta, señor hermano mío, me siento a la vez alegre y triste; alegre, por haber sabido que estás encarcelado por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Salvador nuestro, y que confesaste su nombre delante de los magistrados de este mundo; triste, porque desde que te acompañé de partida, jamás he recibido carta tuya. Y aun ahora se ha doblado mi tristeza, pues sabiendo tú que Montano, nuestro común hermano, salía de tu lado en la cárcel y venía acá, nada me has comunicado de tu salud o de cómo te vaya ahí. Mas este es común achaque de los siervos de Dios, mayormente de aquellos que han ya confesado el nombre de Cristo.
2. Yo sé muy bien que ninguno de ellos presta atención a las cosas de este mundo, pues están esperando la corona del cielo. Yo dije efectivamente que tal vez te habías olvidado de escribirme. Pues si he de hablarte también de este pobrecillo que soy yo, aunque hermano tuyo, si es que Celerino merece ese nombre, cuando yo estaba también en tan florida confesión recordaba a mis viejos hermanos y con mis cartas les hacía sentir que mi antiguo amor para con ellos seguía vivo en mí y en los míos.
3. Pido, sin embargo, carísimo, al Señor que antes seas lavado con aquella santa sangre, si antes padecieres por el nombre de nuestro Señor Jesucristo de que mi carta te llegue en este mundo; mas si te llega a tiempo, ruégote que me contestes. ¡Así te corone Aquel cuyo nombre has confesado! Pues mi fe me dice que, aun cuando en este mundo no hubiéremos de vernos más, en el otro nos hemos de abrazar en presencia de Cristo. Pide que también yo merezca ser coronado con vosotros.

II. 1. Con todo eso, quiero que sepas que me hallo en una gran tribulación y, como si estuvieras aquí a mi lado, me estoy acordando día y noche de nuestra prístina amistad. Dios sólo lo sabe. Por eso te ruego que condesciendas con mi deseo y hayas conmigo lástima de mi hermana, que cayó para Cristo en esta persecución devastadora. El hecho es que sacrificó y ofendió gravemente a nuestro Señor, según nos parece manifiesto. Por tal hecho, en plena alegría de la fiesta de Pascua, yo no hago sino llorar día y noche, y he pasado días enteros, lagrimoso en cilicio y ceniza, y aun hasta hoy los paso, mientras el auxilio y la piedad de nuestro Señor Jesucristo, por intercesión de esos señores míos que fueron coronados y a quienes tú has de pedírselo, no viniere a socorrer tan abominable naufragio.
2. Yo me he acordado de tu prístina caridad, que pues de todos tienes compasión, la tengas también de nuestras hermanas, que tú conoces muy bien, es decir, Numeria y Cándida. Pues ellas nos tienen por hermanos, es bien que nosotros vigilemos y oremos por su pecado. Yo creo efectivamente que Cristo, por su arrepentimiento y por las obras que practican con nuestros compañeros que vinieron de ahí desterrados, obras que os contarán ellos mismos; yo creo, repito, que Cristo ha de perdonarlas si vosotros, mártires suyos, se lo pedís.

III. 1. Pues he sabido que tú tienes a tu cargo el ministerio de esos tan floridos confesores. ¡Oh dichoso de ti! Bien se te cumplen los deseos que siempre tuviste, aun durmiendo en tierra. Deseabas ir a la cárcel por el nombre del Señor, y ahora estás en ella, conforme está escrito: Déte el Señor según tu corazón (Ps. 4,5). Y ahora has sido constituido sobre ellos presidente de Dios, quiero decir, ministro suyo.
2. Te ruego, pues, señor, y te pido por nuestro Señor Jesucristo que refieras el caso a tus compañeros de prisión, hermanos tuyos y señores míos, y les pidas que el primero de entre ellos que fuere coronado alcance perdón de ese pecado a nuestras hermanas Numeria y Cándida. Si nombro también a ésta, es excusándola siempre, pues empezó por dar dinero para obtener certificado y no verse obligada a sacrificar; luego parece subió sólo hasta las "Tres Parcas" y de allí se bajó. Así, pues, yo estoy seguro que ésta no sacrificó. Los dirigentes de la Iglesia, oído el caso, han determinado que esperen así tantico de tiempo, hasta que se elija obispo. Mas ello no obsta para que por vuestras oraciones y súplicas, en que confiamos, pues sois amigos y testigos de Cristo, les alcancéis perdón de todo.

IV. 1. Te pido, pues, señor carísimo Luciano, quí te acuerdes de mí y condesciendas con mi petición. Así Cristo te corone con aquella santa corona que Él te entregó, no sólo en la confesión de la fe, sino también en la santidad de tu vida, corona hacia la que siempre corriste y fuiste siempre ejemplo y testigo de los santos, y a todos mis señores tus hermanos los confesores refieras este caso, a fin de que de vosotros reciban ellas auxilio. Pues quiero que sepas, señor hermano, que no soy yo solo el que esto pido por ellas, sino que me acompañan Estacio y Severiano, y todos los confesores que vinieron de ahí a nosotros. Ellas los salieron a recibir del puerto, los llevaron a la ciudad, proveyeron a sesenta y cinco de ellos y hasta el presente los atienden en todo, pues están todos hospedados en sus casas.
2. No debo importunar más ese santo corazón tuyo, pues sé que obra con pronta voluntad. Te saludan Macario con sus hermanas Cornelia y Emérita y se alegra de tu florida confesión, de la tuya y la de todos los hermanos, y Saturnino, que luchó también con el diablo, confesó valientemente el nombre de Cristo—lo confesó ahí entre las torturas de los garfios, y aquí no hace sino rogar y pedir—. Te saludan tus hermanos Calpurnio y María y todos los santos hermanos. Has de saber que esta carta la dirijo también a mis señores tus hermanos y te ruego me hagas el favor de leérsela.

Luciano a Celerino, si fuere yo digno de llamarme compañero suyo en Cristo.
I. 1. He recibido tu carta, señor hermano amadísimo, y sus noticias me han producido tan grave pesar que han sido parte a contrarrestar casi todo el gozo de leer carta tuya que desde tanto tiempo estaba esperando y saber que te acuerdas de mí. ¡Cuál no ha sido mi júbilo al leer lo que por tu grande humildad me escribes!: "Si es que soy digno de llamarme hermano tuyo"; "hermano", dices, de un hombre que ha confesado el nombre de Dios ante magistrados menores y eso no sin miedo, cuando tú, por voluntad de Dios, no sólo lo confesaste ante la serpiente mayor, precursor del Anticristo, sino que le aterraste con aquellas voces y palabras de Dios inspiradas de que tengo noticias. Tú le venciste como le vencen los amadores de la fe y celadores de la disciplina de Cristo, en la que por cierto, al ver tu fervor de novicio, he reido de satisfacción. 2. Y ahora, carísimo, tú que debes ser contado entre los mártires, has querido apesadumbrarnos con tu carta y las noticias que nos trae de nuestras hermanas, de las que ojalá nos fuera dado acordarnos sin mentar tan enorme crimen cometido y no lloráramos tan amargamente como lo hacemos ahora.

II. 1. Tienes que saber lo que entre nosotros ha sucedido. Cuando el bendito Pablo mártir estaba aún en vida, me llamó y me dijo: ' Luciano, yo te digo delante de Cristo que, si alguno después de que Dios me llamare te pide la paz, se la des en nombre mío." Pero además, todos nosotros, a quienes el Señor se ha dignado llamar en tan grande tribulación, de común acuerdo hemos despachado cartas de paz a todos los lapsi sin excepción. Ya ves, pues, hermano, lo que por una parte me mandó Pablo y lo que por otra hemos todos decidido, y eso antes ya de la presente tribulación en que, según orden del emperador, se nos ha condenado a morir de hambre y sed. Y se nos encerró en dos calabozos, sin que consiguieran nada por hambre y sed. Además, el calor, a causa de la estrechez, era tan insoportable que nadie podía aguantarlo. Ahora estamos en plena luz.
2. Y por tanto, hermano amadísimo, saluda a Numeria y a Cándida, para las cuales, conforme al mandato de Pablo y de los otros mártires cuyos nombres te apunto aquí: Basso, muerto en el "pignerario" o despacho de prendas; Mapálico, en el tormento; Fortunión, en la cárcel; Pablo, después de la tortura; Fortunato, Victorino, Víctor, Herennio, Crédula, Hereda, Donato, Firmo, Venusto, Fructo, Julia, Marcial y Aristón, que por voluntad de Dios murieron de hambre en la cárcel (dentro de pocos días oiréis que también nosotros los hemos acompañado, pues ya hace ocho días que fuimos encarcelados de nuevo, justamente el día en que me puse a escribirte. Y durante esos ocho días, sólo cinco se nos ha dado un poco de pan y una ración de agua); por ellas, pues, hermano, pido que cuando el Señor diere la paz a la Iglesia misma, según el mandato de Pablo y lo por nosotros tratado, expuesta su causa ante el obispo y cumplida la exomológesis, tengan paz, y no sólo ellas, sino las que tú sabes llevamos en nuestra alma.

III. 1. Os saludan todos mis compañeros. Vosotros, saludad a los confesores del Señor que están ahí con vosotros, cuyos nombres me escribiste, entre ellos a Saturnino con sus compañeros, a mi colega Macario, a Cornelia y Emérita, Calpurnio y María, Sabina, Spesina y las hermanas Jenara, Dativa y Donata.
2. Saludamos a Saturo con los suyos, a Basiano y a todo el clero, a Uranio, Alexio, Quintiano, Colónica y a todos sin excepción, cuyos nombres no escribo por sentirme tan cansado. Que ellos me perdonen. Os deseo, Alexio y Getúlico, los plateros, y vuestras hermanas, que gocéis de buena salud Os saludan mis hermanas Jenara y Sofía, a las que os recomiendo.

Carta XXIV-XXV.
San Cipriano, antes de su retirada, encomendó el gobierno y cuidado de su grey, aparte de los miembros fieles y adictos de su clero (en éste hubo apóstatas y un grupo era permanentemente hostil al obispo), a dos obispos vecinos cuya presencia en Cartago, sin duda por desconocidos, no podía suscitar el clamor de muerte que provocó la suya. Caldonio, uno de estos obispos, le propone ahora a San Cipriano el caso particular de unos lapsi que, nuevamente detenidos, han confesado valientemente su fe y sufren destierro por ella. San Cipriano se apresura a contestar que puede sin dilación volverse les a la comunión con la Iglesia. Ambas cartas nos introducen en el ambiente de los días de la persecución de Decio y en los graves casos de conciencia que planteaba.

Caldonio, a Cipriano y a sus compañeros de sacerdocio residentes en Cartago, salud.
I. 1. La gravedad de las circunstancias nos obliga a no dar temerariamente la paz; pero se me ha presentado un caso sobre que tenía que consultaros, y es el de unos que, después que sacrificaron, nuevamente probados, han sido desterrados por su fe. Paréceme, pues, que han lavado su prijmer delito, ahora que, dejados bienes y casas y haciendo penitencia, siguen a Cristo. Tal ha sucedido a Félix, que hacía el servicio de la comunidad de los presbíteros bajo Décimo y estuvo a mi lado en la cárcel (razón por la cual conozco de cerca a dicho Félix), y a Victoria, su mujer, y a Lucio, quienes por haberse mantenido fieles sufren condena de destierro y les han sido confiscados sus bienes. Además, al estallar la persecución, una mujer por nombre Bona, fué arrastrada por su marido a sacrificar, y ella, teniendo conciencia de no haber cometido acto de idolatría (pues asiéndola de la mano fueron ellos los que sacrificaron), empezó a gritar contra ellos: "Yo no he sacrificado, vosotros sacrificasteis." Por lo cual, también ésta fué desterrada.
2. Como todos éstos, pues, me piden la paz, diciendo: "Hemos recuperado la fe que habíamos perdido y, haciendo penitencia, seguimos públicamente a Cristo"; si bien en mi sentir deben recibir la paz, he diferido dársela hasta consultar con vosotros, no parezca doy temerariamente un paso, llevado de mi presunción. Asi, pues, si tomáis de común acuerdo alguna resolución, tened a bien escribírmelo. Saludad a los nuestros. Los nuestros a vosotros. Os deseo que gocéis felicísimos de buena salud.

Cipriano a su hermano Caldonio, salud.
I. 1. Hemos recibido tu carta, hermano carísimo, tan sensata y llena de sinceridad y buena fe. Y no es de maravillarse que un hombre tan ejercitado y entendido en las divinas Escrituras obre en todo tan circunspecta y aconsejadamente. Rectamente has sentido sobre dar a nuestros hermanos una paz que ellos mismos se han de vuelto por la sincera penitencia y la gloria de haber confesado al Señor, justificados por sus mismas palabras que antes los condenaron. Así, pues, como hayan lavado toda falta y borrado con la asistencia del Señor la mera mancha por la virtud posterior, no deben por más tiempo estar tendidos en el suelo, como derribados bajo la planta del diablo, los que, desterrados y despojados de todos sus bienes, se han levantado y empiezan a estan firmes con Cristo.
2. Y ojalá que por semejante manera se reformaran todos los demás en su prístino estado por medio de la penitencia, y no que se muestran ahora con prisas y temeraria e inoportunamente tratan de arrancar la paz. Para que sepas lo que acerca de ellos hemos dispuesto, te mando un escrito junto con cinco cartas que he escrito al clero, al pueblo y a los mismos mártires y confesores. Estas cartas han sido aprobadas por muchos colegas nuestros a quienes se les han enviado, y nos han contestado que también ellos se atienen a ese mismo consejo de acuerdo con la fe católica. Esto mismo transmitirás tú también a nuestros colegas que pudieres, a fin de que, según los preceptos del Señor, todos observemos un solo tenor de conducta y no haya sino un solo sentir. Te deseo, hermano carísimo, goces siempre de buena salud.

Carta XXVIII.
Moisés y Máximo eran dos presbíteros romanos encarcelados por la fe. San Cipriano les felicita en términos exaltados, no sólo por la gloria de haberla confesado y sufrir prisión por ella, sino por su actitud en la cuestión de los lapsi. A la gloria de la confesión de la fe, añaden la gloria—no menor—de guardar la disciplina. Esta gloria celebra aquí señaladamente San Cipriano.

Cipriano, a Moisés y Máximo, presbíteros, y a los demás confesores,
hermanos amadísimos, salud.

I. 1. La gloria de vuestra fidelidad y fortaleza, fortísimos y beatísimos mártires, hace tiempo la conocía por la fama, y muy grande fue mi alegría y muy de corazón os felicité de que la dignación sin par de nuestro Señor, por la confesión de su nombre, os preparó para la corona. Vosotros, en efecto, convertidos en avanzada y capitanes de la guerra que ha estallado en nuestro tiempo, habéis enarbolado las banderas de la celeste milicia. Vosotros, con vuestros actos de valor, iniciasteis este espiritual combate que Dios ha querido se dé ahora. Vosotros, con inmoble fuerza, con inquebrantable firmeza, aguantasteis las primeras acometidas de la guerra incipiente. De ahí vinieron los felices principios de la lucha. De ahí comenzaron los auspicios de la victoria.
2. Aquí ha sucedido que algunos consumaron su martirio entre los tormentos; mas el que en el combate se ha convertido en ejemplo de vanguardia para sus hermanos, merece el mismo honor que los mártires. Las coronas, tejidas por vuestra propia mano, las pasasteis de Roma a Cartago, y del cáliz de salvación brindasteis a los hermanos.

II. 1. A los gloriosos principios de la confesión de la fe y a los auspicios de vencedora milicia ha venido añadirse el mantenimiento de la disciplina, como nos ha sido dado comprobarlo por el vigor de la carta que poco ha habéis dirigido a los confesores colegas vuestros, con vosotros unidos por la confesión del Señor, en que solícitamente les avisáis que se guarden con fuerte y estable observancia los santos preceptos del Evangelio y los mandamientos de vida que un día nos fueron entregados. He ahí otro grado sublime de vuestra gloria; he ahí, junto con la confesión, otro doblado título de merecer a Dios: mantenerse a pie firme también en esta batalla que se empeña en irrumpir por el Evangelio, y rechazar con la robustez de la fe a los que ponen sus impías manos en trastornar los preceptos del Señor; haber dado antes principio a los actos de valor y dar ahora documentos de costumbres.
2. Cuando el Señor, después de su resurrección, envía a sus Apóstoles, les manda y dice: A mi se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Marchad, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizando las en el nombre del Padre y del Hijo y del Espirita Santo y enseñándolas a guardar todo lo que yo os he mandado (Mat. 28, 18-20). Y san Juan apóstol, acordándose de este mandato, escribe más tarde en su epístola: En esto -dice— entendemos que le hemos conocido, en que guardemos sus mandamientos. El que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos, es un embustero y no hay verdad en él (1 lo. 2, 3-4).
3. Estos preceptos recomendáis que se guarden; estos celestes y divinos mandamientos observáis vosotros. Esto es ser confesor del Señor, esto es ser mártir de Cristo: conservar en todo inviolada y sólida la firmeza de su voz y no llegar a mártir por la gracia del Señor y empeñarse luego en destruir los preceptos del mismo Señor. Usar contra Él de la gracia que se dignó concederte, alzarse en rebeldía, como quien dice, con las mismas armas que Él puso en tus manos, esto es querer confesar a Cristo y negar el Evangelio de Cristo.
4. Me alegro, pues, por vosotros, fortísimos y fidelísimos hermanos, y cuanto felicito por la gloria de su valentía a los mártires aquí coronados, otro tanto os felicito a vosotros por la corona, que también lo es, de la disciplina del Señor. El Señor derrama su gracia con las múltiples formas de su largueza y distribuye con copiosa variedad las espirituales alabanzas y glorias de sus buenos soldados. De vuestro honor también nosotros somos partícipes; vuestra gloria la computamos gloria nuestra, pues ha ilustrado a nuestros tiempos tanta felicidad que nos haya sido dado contemplar, en nuestra edad y a la par, siervos probados de Dios y soldados coronados de Cristo. Os deseo, hermanos fortísimos y beatísimos, que gocéis siempre de buena salud y os acordéis de nosotros.

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