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sábado, 3 de noviembre de 2012

¡APOSTATA! (4)

POR EL Pbro. Dr. JOAQUIN SAENZ Y ARRIAGA
LA APOSTASIA DEL JESUITA
JOSE PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA
México 1971
(pag. 49-63)

JOSE PORFIRIO PRUEBA SU TESIS COMUNISTA.

Divide en tres secciones su argumentación el filósofo de la "nueva ola".
1° Distribución del Ingreso.
2° La Propiedad diferenciante.
3° Testimonio Bíblico y Patrístico.

     Empieza Miranda y de la Parra, para demostrarnos la ilicitud de la propiedad privada, que es tu tesis, enredándose y enredándonos, con una exposición bastante simplista de lo que la economía moderna, con sus innumerables y apodícticas estadísticas, entiende por "ingreso nacional" por "producto nacional", por "inversión bruta nacional" e "inversión neta nacional", para entrar después en la "distribución del ingreso", por una parte, y la "distribución del patrimonio o riqueza", por otra; base objetiva sobre la que hace el jesuíta su denuncia de la actual injusticia social y de la intrínseca perversidad del así llamado "derecho de propiedad".
     Sin tanta erudición, debemos, por principio de cuentas, recordar a Miranda y de la Parra que, en la "producción nacional" o "particular de una empresa", son muchos los factores que intervienen y que son indispensables para esa producción, y que, por lo mismo, deben también ser tomados en cuenta, en su debida proporción, para poder hacer después el equitativo reparto, que del ingreso particular o nacional les corresponde, según la importancia que ellos tuvieron en la producción.
     Tenemos, en primer lugar, dos factores: el trabajo mental y el trabajo material. El primero, sin duda alguna el más importante, es el que concibe, crea, diseña, dirige, administra, calcula, distribuye, etc.; el segundo ejecuta con mayor o menor habilidad, según las aptitudes, la experiencia y la dedicación del obrero. Sin duda alguna, ambos trabajos son necesarios; pero, en manera alguna, pueden equipararse. El trabajo mental, como lo hemos llamado, presupone mayor inteligencia, mayor preparación, mayores expensas en adquirir los conocimientos necesarios, para una producción más fecunda, más benéfica, incluso para los mismos obreros. El trabajo mental, aunque, tal vez, no sea tan ostentoso como el trabajo material, es más abrumador, más agotante, si quiere sacar todas las posibilidades a la empresa.
     Pero, hay otros factores, que intervienen, en la producción particular o nacional y que, tal vez, José Porfirio, en su economía mecanizada, no tomó en cuenta. Además de la inversión inicial del capital necesario para el establecimiento de la empresa —capital, que, cuando es limpio, significa trabajo anterior, ahorro, propiedad debidamente acumulada— hay otros factores humanos, que están en función con el mejoramiento, el estancamiento o la ruina de la empresa; hay los riesgos, ordinarios y extraordinarios, que los individuos de la empresa y la misma empresa puedan tener y que exigen una previsión estable y segura, como los Seguros, el Servicio Social, etc., cuyos gastos gravitan sobre la empresa, como parte del pasivo permanente. Todos estos factores tienen que ser tomados en cuenta, al hacerse el reparto del ingreso, de una manera equitativa y justa.
     Con unas cuantas estadísticas calibra Miranda y de la Parra la injusticia monstruosa de nuestra actual economía, aduciendo unas palabras de la "Rerum Novarum" de León XIII:
     "Pase que obrero y Patrono estén libremente de acuerdo sobre lo mismo, y concretamente sobre la cuantía del salario; sin embargo, siempre hay ahí involucrado algo de justicia natural, que es superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes... Si el obrero, constreñido por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aún no queriéndola una condición más dura, porque la impone el patrono o el empresario, esto es, sin duda padecer violencia, contra la cual la justicia protesta". (N? 32).
     Estas palabras del Papa, sin embargo, no pueden tomarse a la ligera, como si el Papa quisiera denunciar todos los contratos de trabajo. Indiscutiblemente, el contrato del trabajo entra o debe entrar en las normas de la justicia natural, de que habla el Papa; indiscutiblemente puede haber casos, en los que el obrero "constreñido por la necesidad acepte la condición más dura que le imponga el patrono o el empresario" pero no es lógico sacar de una premisa particular una conclusión universal, como lo hace José Porfirio. El Papa de la "Rerum Novarum" dice: "Si el obrero constreñido... acepta... esto es, sin duda, padecer violencia". SI, nota bien José Porfirio; hay que purificar la condición, para sacar la conclusión condicionada.
     Es indudable que las condiciones laborales, desde que León XIII escribió la "Rerum Novarum" hasta nuestros días, han mejorado notablemente. Las autoridades civiles, en todos los países no gobernados por el comunismo, —las únicas, autoridades a quienes compete regular estos contratos laborables han establecido el salario mínimo y todas las prestaciones que hoy gozan los obreros y que, muchas veces, son superiores a las que tienen los mismos profesionistas.
     No encontramos, pues, en las palabras de León XIII ninguna base, que justifique la conclusión absurda, de tendencia marcadamente comunista, que saca el jesuíta: "Si este párrafo protesta, en nombre de la justicia, contra las duras condiciones salariales... supone evidentemente que el empresario conserva para sí una parte desproporcionada de las entradas monetarias de la empresa". Pero, Miranda y de la Parra unlversaliza la proposición condicionada del Papa: "La contabilidad nacional de los economistas... nos permite darle dimensión macroeconómica a este análisis de León XIII, cuya intención, por lo demás, va evidentemente más allá de los límites de una empresa particular".
     Y después de ese equilibrio sofístico saca el revolucionario jesuíta su conclusión general: "la magra porción del ingreso nacional, que de hecho le está tocando (al empresario)... significa que al proletario lo están robando permanentemente, con apoyo y aprobación y sanción del sistema jurídico vigente". De una premisa particular y condicionada, saca no sólo una conclusión universal, sino, extendiendo su demagogia, en proporción geométrica, el filósofo de sotana de la revolución comunista en México, con puntería muy definida, condena todas las estructuras y superestructuras vigentes, a las que es necesario barrer para implantar sobre sus ruinas la dictadura del proletariado, la meta señalada por los jesuítas de la "nueva ola".
     León XIII, para evitar el que patronos y empresarios abusen de la necesidad de los obreros establece el derecho obrero de la coalición. Miranda y de la Parra empero niega toda posibilidad a la eficacia de los sindicatos, para garantizar el justo salario y defender los legítimos derechos de los trabajadores. Porque, según nos da a entender, los sindicatos son entidades de paja, que casi nunca responden a las exigencias del proletariado. Y, cuando aparentemente logran mejorar los salarios, la inflación, el alza de los costos de vida, viene a nulificar las conquistas de las clases obreras.
     De donde se sigue, prosigue el alborotado jesuíta, que "la distribución del ingreso real es únicamente efecto de la violencia —ya entró la palabra clave que José Porfirio buscaba—, que el sistema ejerce sobre los proletarios". Ante esta injusticia institucionalizada, hay una solución mirandesca: "el derecho obrero de coalición, enfáticamente afirmado por los Papas, se vuelve nugatorio, si, al mismo tiempo, no puede ejercitarse el derecho de coalición de los consumidores, en cuanto tales".
     Antes de ver esta solución verdaderamente fantasmagórica, que el jesuita propone, debemos recordarle un punto importantísimo, que el parece desconocer o, por lo menos, pasar en alto, al hacer sus cálculos en la equitativa distribución del ingreso. Suponiendo —que es mucho suponer— que las estadísticas presentadas por José Porfirio y sus asociados— son milimétricamente exactas, ajustadas a la realidad, voy a mencionar otro factor, que en cierto modo explica esa enorme desproporción en la distribución del ingreso, que tanto impresiona a los jesuítas de la "nueva ola" y en la que fundan su comunismo de violencia. En México el porcentaje de la gente, que no trabaja, que vive del presupuesto ajeno, que consume sin producir nada, es impresionante. No sería exagerado afirmar que, no sólo en México, sino en todos los países de América Latina, el número de estos parásitos pasa del 30% de la población total del país. Y, sin embargo, José Porfirio, al hacer esa distribución del ingreso nacional, no parece haber tomado en cuenta a esa gente improductiva, para aumentar, por una parte el ingreso de los trabajadores y disminuir el de las clases dirigentes.
     No, José Porfirio Miranda y de la Parra; no es verdad que estén robando como afirmas sin escrúpulo de conciencia —al proletariado, con aprobación y sanción del sistema jurídico vigente. Lo que sí es verdad, lo que no podemos disimular es que esa gravísima acusación contra todas las empresas y contra todos los patronos, es también una directa y enormemente grave acusación contra "el sistema", contra el régimen que gobierna, contra las leyes, contra los tribunales, contra la misma Constitución del país.
     Y aquí, el libro del jesuita de vanguardia pasa, del terreno económico, social y apostólico al terreno claramente político, denunciando y destruyendo nuestras "estructuras", para preparar así la justificación y el advenimiento jubiloso del Comunismo Internacional, en cuyas filas ya está, hace tiempo militando José Porfirio Miranda y de la Parra.
     Espero que mis lectores no pensarán que soy el defensor de la "injusticia institucionalizada", de las empresas, de los patronos y de los ricos, y que, por lo tanto, me niego a aceptar las "posibles" injusticias, que en las relaciones capital y trabajo puedan surgir. No sólo León XIII, sino todas las legislaciones modernas —no hablo naturalmente de las comunistas— han previsto estas posibles injusticias; han reconocido el derecho de los obreros de unirse en defensa de sus legítimos derechos; han garantizado, casi al máximo, el bienestar individual, familiar y social de los trabajadores. La Ley del Trabajo, recientemente publicada en México, llega a extremos que fácilmente se podrían confundir con los postulados más avanzados del marxismo.
     Pero, no puedo aceptar esa falsificación de la doctrina de la Iglesia que, con un sentido clasista antinatural, antisocial y antievangélico, quiere asentar las bases de la violencia comunista. Miranda piensa, como ya vimos que "el derecho obrero de coalición afirmado enfáticamente por los Papas y por todas las legislaciones modernas se vuelve nugatorio, si, al mismo tiempo, no puede ejercitarse el derecho de coalición de los consumidores, en cuanto tales". Conjuntamente, según José Porfirio, a los sindicatos obreros, ha de formarse otro sindicato, el de los "consumidores", para imponer a las empresas la conservación de los mismos precios, a pesar del aumento de los salarios, del mayor costo de las materias primas, del acrecentamiento tangible de los precios de la producción. De lo contrario, afirma el jesuíta, "es la violencia institucional vigente, que los cerca por hambre, la que los constriñe a plegarse bajo el sistema".
     Y, como son muchos los artículos que han de consumirse y de tan diversa calidad e importancia, y como además hay inevitable relación en la producción, consumo y precios de todos esos artículos, sigúese que habrá que multiplicar, según la tesis de Miranda y de la Parra, los sindicatos de consumidores: Sindicato de consumidores de pan; sindicato de consumidores de leche; sindicato de consumidores de aceite; sindicato de consumidores de telas; sindicato de consumidores de dulces; sindicato de consumidores de tabaco, de medicinas, de papel, de muebles, de electricidad, etc., etc. Y. por encima de tantos sindicatos, un supersindicato para vigilar la actividad, la eficacia y la honradez de todos los sindicatos.
     Cuando los sindicatos obtienen un aumento en los salarios, los empresarios se compensan con el alza de precios; y así el aumento de salarios es meramente nominal, no real, pues el público consumidor, que, según Miranda y de la Parra, está exclusivamente integrado por los mismos asalariados, no adquiere la misma cantidad de bienes y servicios, que, antes del aumento, adquiría.
     Este es un círculo vicioso que es necesario romper de algún modo. Todo el raciocinio del jesuíta es evidentemente unilateral, clasista, comunistoide. Los empresarios, los patronos no tienen nunca razón, ni derecho, aunque perezcan los negocios, aunque las fuentes de trabajo se clausuren, aunque todos los empresarios vayan a la ruina y la desgracia. Como sucedió en el caso de los ingenios azucareros de México, que tuvieron que producir con pérdidas cuantiosas, para mantener la demagogia política, que, en un artículo de primera necesidad, como es el azúcar, se empeñó en mantener los precios tope, a costa de la ruina de los propietarios, que se vieron obligados a hipotecar lo que tenían a la Nacional Financiera, para preparar así la socialización de los ingenios. Pero, el gobierno es mal empresario; el gobierno sabe reprimir las exigencias, aunque parezcan justas, de los trabajadores, cuando están en su contra las demandas y protestas de los asalariados. Inesperadamente, por decreto presidencial, vino la inevitable alza del precio de la azúcar, y todos los "consumidores" tuvieron que aceptar ese aumento.
     El jesuíta comprende que la solución de los sindicatos de consumidores no es práctica, ni es eficaz; siente que el celo de la justicia social devora sus entrañas y, ante la imposibilidad de una solución sensata, escribe furioso: "Es la violencia institucional vigente, que los cerca por hambre, la que los constriñe a plegarse bajo el sistema", confirmando, con esta acusación, la universilidad que dió antes a las palabras de León XIII. Luego... la conclusión parece obvia: hay que destruir el sistema; hay que implantar el comunismo. Y, para esto, hay que acabar con la policía, con el ejército, con la legislación, con los tribunales, porque son los instrumentos usados para mantener el "status quo" de la opresión. Hay que entregar los medios de comunicación social, mass media, para que se difunda la violencia, para que se coaliguen los inconformes, para que se ponga en pie de guerra la nación. ¡Libertad absoluta para la violencia e imposibilidad total para que los ricos puedan defender ni siquiera su vida! Citemos las palabras del jesuíta ultrarojo: "Las inserciones pagadas no están al alcance de los proletarios (¿Pero, sí, de los jesuítas!), y es pura ideología el cacareado derecho de prensa, que nuestras democracias formales dicen reconocerles a todos los ciudadanos por igual; la libertad de prensa compete de hecho al gobierno, a los empresarios, a los dueños de periódicos y a quienes tengan dinero para comprar publicidad; los demás están excluidos. (Por lo visto, tú sí tuviste el dinero para engañar a los incautos, para sembrar el odio para preparar la subversión, con tus escritos venenosos). Añádanse las campañas de desprestigio, difamación y desorientación que, por congraciarse con sus financiadores o con los gobiernos, emprenden los mass media, los medios de comunicación, contra toda iniciativa "agitadora"; ésta no dispone de los medios para lanzar en su propia defensa una publicidad remotamente equiparable. Tal situación es violencia, aherrojamiento sistemático".
     Miranda y de la Parra ya no esconde su intención, ni su programa. Se queja de que la "iniciativa agitadora", legítima y necesaria, no disponga de todos los medios de publicidad posibles para fomentar la subversión. En esa desigualdad de condiciones, es imposible luchar contra las estructuras, como les aconsejó y ordenó el P. Arrupe a los jesuítas de América Latina. Los periódicos, la radio, la televisión, las oficinas de prensa deberían ponerse incondicionalmente al servicio de la agitación, de las guerrillas, de los secuestros, de los atropellos terroristas, que buscan lealmente la destrucción del capitalismo opresor, el cambio de las estructuras, audaz y rápido, la implantación del socialismo redentor.
     "Está además el sistema educativo; tanto el de las aulas como el de las ideologías y axiologías religiosas y laicas". "El aparato educativo es el aparato reproductor del sistema social vigente": Así continúa su argumentación denunciadora contra el actual sistema nuestro José Porfirio Miranda y de la Parra. Llama la atención que los jesuítas, dedicados, desde la fundación de la Orden, a la noble tarea de la educación cristiana de la juventud, hayan tardado tantos siglos, para darse cuenta de que su afamado "ratio studiorum" estaba equivocado, que sus colegios habían sido hasta el presente un desastre y que la educación, que ellos daban, era gravemente nociva para la juventud, opresora para las clases laborantes y funesta para la sociedad.
     Por lo visto San Ignacio, sus Constituciones, todos los Muy Reverendos Padres Generales, Provinciales, Superiores, Profesores y Consultores: todo ese impresionante aparato de buen gobierno, estuvo del todo equivocado; y era necesario que surgiera el M.R.P. Arrupe y todo el equipo de los que le aconsejan y ayudan en su gobierno, para enderezar lo que estaba torcido, sanar lo que estaba enfermo, regar lo que estaba seco. La Compañía de San Ignacio terminó; ahora ha empezado la del P. Arrupe. La antigua Compañía, a juicio de José Porfirio, fabricaba "por dentro los ideales mismos" y así "patentaba en la historia el tipo más perfecto de esclavitud que haya habido: el de no sólo no saber que se es esclavo, sino tener por ideal de la vida, una situación que objetivamente es esclavitud".
     El fin de la educación —entiendo esta palabra en toda su comprensión y extensión— es individual primero y social después. No podemos invertir este orden, sin destruir la personalidad del hombre. La verdadera educación, al desenvolver todas las potencialidades del hombre, adapta, es verdad a la persona humana para vivir en la sociedad y para cumplir en ella sus destinos. La sociedad sale gananciosa de la educación; pero estas ganancias sólo las alcanza mediante las conquistas personales de los educandos.
     El hombre, ante todo, debe buscar su propio destino, su misión en el tiempo y su fin en la eternidad. Durante el período de su educación, debe alcanzar los hábitos necesarios para asegurar el fecundo ejercicio de su libertad. Esto no lo comprende Miranda y de la Parra, quien quisiera dejar al hombre sin ideales, sin normas, porque cualquier cosa, que limite o encauce el ejercicio de nuestra voluntad, es esclavitud intolerable. Por eso escribe: "se fabrican por dentro los ideales mismos de los hombres y así se patenta en la historia el tipo más perfecto de esclavitud que haya habido: el de no sólo no saber que se es esclavo, sino tener por ideal de la vida una situación que objetivamente es esclavitud".
     Para Miranda y de la Parra, según parece es esclavitud todo lo que limite o encauce la actividad humana, cualquiera que ésta sea. La ley es una esclavitud; la disciplina es una esclavitud; la autoridad es una tiranía; la misma conciencia moral, que categóricamente nos ordena el bien que hemos de hacer y nos prohibe el mal, que hemos de evitar, es también una odiosa esclavitud. Los ideales, que en la vida tengamos, el fin que en nuestros actos perseguimos son otros tantos vínculos esclavizantes.
     La ley de la vida es el trabajo. "Comerás el pan con el sudor de tu rostro". Esa necesidad de "ganarse la vida" no es cepo, como dice el jesuíta; no es una cárcel sin cadenas ni rejas. Es, por el contrario la ley, que Dios mismo nos ha dado, a la que evidentemente están ligados así el matrimonio, como la supervivencia. "El sistema, prosigue José Porfirio, obliga al hombre a entregarse, con todo el pondus existencial". "Al hombre no le queda más alternativa, según la expresión de Packard, que o aceptar o morirse de hambre él, su mujer y sus hijos". Pues, ¿qué pretende nuestro filósofo? ¿que el hombre viva sin trabajar, que llegue a las cumbres sin escalarlas? Su última frase no es de una persona cuerda: "Y a todo este rodaje infernal se le añade momentum con el ideal del desarrollo, sin dejar que paremos mientes en que es desarrollo cuantitativo, es decir, en que significa más de lo mismo, i.e., más incomunicación entre los hombres, más aherrojamiento interior, más constricción sistemática sobre los proletarios, para que acepten contratos supuestamente libres, más despojo generalizado, más violencia".
     El desarrollo cualitativo, que el jesuíta parece añorar, de suyo no está en contradicción con el desarrollo cuantitativo. Evidentemente sería ideal que los dos caminasen juntos y a este fin han de encaminarse los esfuerzos humanos; pero es absurdo pretender un desarrollo cualitativo, despreciando o conculcando la ley fundamental de la vida.
     Yo pensaba, cuando empecé a leer el punto de la educación en el libro que estamos comentando, que Miranda y de la Parra, quería mudar también esta estructura y sentar así las bases de una verdadera "revolución cultural".
     Pero no; José Porfirio, después de estas tajantes condenaciones contra el sistema educacional, que hoy tenemos, deja su crítica trunca y da un salto inesperado, para enderazar su demagogia hacia la distribución del ingreso, punto central de toda economía revolucionaria, socializante y comunistoide. Y plantea otro problema de proyección manifiesta al escribir: "se crea, como incuestionable, el convencimiento general de que quienes se ocupan en determinados géneros de trabajos deben percibir ingresos inferiores y contentarse con niveles de consumo más bajos que quienes desempeñan otro tipo de funciones". Miranda y de la Parra protesta contra esa descriminación del toda injusta. A su juicio, lo mismo debe ganar el barrendero de la calle que el presidente de la República, porque, de lo contrario, "la sociedad clasista resulta así, en las mentes, canonizada como algo moralmente debido, como situación exigida por la justicia".
     Y, para aclarar y precisar su pensamiento, Miranda y de la Parra añade más abajo: "El estrago empedernido, a que me estoy refiriendo, es la convicción, por lo visto inextirpable, aunque enteramente mitológica, de que ciertos oficios están destinados para siempre a devengar ingresos inferiores y ciertos otros son "en sí" merecedores de remuneración superior. Este convencimiento es una de las peores violencias, que se le inflingen al proletariado, para forzarlo a acatar, en el contrato de trabajo (y en su imprescindible complemento que es el múltiple contrato de compraventa de bienes y servicios de consumo) las condiciones, que a la clase capitalista le convienen".
     Desde luego, debemos recordarle al jesuíta las palabras, por él mismo citadas, de San Pío X: "Es conforme al orden establecido por Dios que en la sociedad humana haya gobernantes y gobernados, patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos". Nada puede contra ese orden por Dios establecido el raciocinio y la demagogia de José Porfirio. Según estos designios de la Sabiduría y de la Bondad Divina, la desigualdad humana, en esta vida, es natural, es inevitable, es providencial. Si la vida de los hombres hubiera de terminar con la muerte, si más allá de la tumba no existiera otra vida, tal vez podríamos encontrar —si nos olvidamos de nuestra condición de creaturas, de obras de Dios, de gratuita donación suya— algún pretexto para protestar contra esa desigualdad; pero, si recordamos que esta vida no es la verdadera vida, que somos los peregrinos de la eternidad, que los bienes temporales tampoco son los verdaderos bienes; que esperamos la vida y los premios de la inmortalidad, entonces ese castillo de naipes, fabricado por la imaginación y por los prejuicios comunistas del jesuita, cae por tierra, inconsistente, engañoso, demagógico. Es la utópica promesa del comunismo: "de cada uno, según sus habilidades; a cada uno, según sus necesidades".
     Ya antes demostramos que el trabajo mental es superior al trabajo meramente físico; que era absurdo afirmar que lo mismo debe ganar la afanadora de un hospital, que recoge la basura, que el hábil cirujano que hace las más delicadas operaciones.
     El hecho de que la necesidad o la insensatez de la gente haga que la escasez de la mano de obra o el certamen morboso del boxeo sean mejor remunerados que el trabajo de un "profesionista encorbatado", como dice José Porfirio, no prueba, sino confirma lo que llevamos dicho. Así como en la producción intervienen muchos factores, así en el consumo y en la distribución del ingreso hay muchas elementos que deben tomarse en cuenta y que originan la mayor o menor demanda, el mayor o menor ingreso. Ese "valor añadido", de que habla Clark, no depende sólo del trabajo físico, sino proporcionalmente de los otros factores de la producción.
     Por otra parte, en los mismos países comunistas, la Meca soñada por los "arrupianos", existe también esa desigualdad. No ganaba lo mismo, ni vivía lo mismo Stalin, que el último miembro de la "checa", que ciegamente ejecutaba las consignas.

LA PROPIEDAD DIFERENCIANTE.

     Empieza Miranda y de la Parra esta segunda parte de la argumentación de su tesis, con una solemne afirmación, escrita con mayúsculas, que compendia su pensamiento absurdo y destructor: "Lo que generalmente no se ha visto es que la propiedad privada, en la medida en que constituye clases sociales dispares, no puede llegar a existir sino como resultado de esa coactiva distribución del ingreso".
     Para probar su peregrina afirmación, José Porfirio se sitúa en un alto tribunal histórico, en una especie de JUICIO UNIVERSAL, para investigar el origen de todas las propiedades y declarar así que todas son el fruto del despojo o de la opresión. "Ni un gramo del capital, que hoy existe, podía haber nacido, si los proletarios de nuestros países hubieran, efectiva y realmente, podido ejercitar su derecho natural e innegable de coalición obrera y consumidora". FUE LA VIOLENCIA la que impidió que lo ejercitaran, la violencia institucional, legal, armada, jurídica, seudomoral, cultural, etc. (podríamos añadir, interpretando a Miranda y de la Parra, también la violencia religiosa, la violencia del Decálogo, de la ley de ese Dios Pantocreador, ya despreciado por el jesuíta).
     Aquí tenemos ya, sin velo alguno, el sentido completo de la consigna del P. Arrupe: "el cambio completo, audaz, inaplazable de las estructuras". Es necesario echar por tierra la Constitución, que hoy nos rige, las leyes, que de ella dimanan y precisan los deberes de gobernantes y gobernados, el ejército, la jurisprudencia, la moral y la religión con sus preceptos inadmisibles, para poder recuperar esas incalculables fortunas, fruto todas ellas del despojo o de la opresión. TODA PROPIEDAD ES UN ROBO, como lo prueba, si no la historia, la dialéctica de los jesuítas de la "nueva ola".
     Estamos en pleno materialismo histórico; estamos prefijando las premisas de Marx: la propiedad tiene su génesis; es el producto de la historia. Y la historia demuestra apodícticamente que la propiedad, toda propiedad fue el fruto del robo, si exceptuamos tal vez, dice José Porfirio, los premios de la lotería.
     Pero, "no basta afirmar que toda la propiedad diferenciante hoy existente es "de hecho" resultado del despojo; hasta aquí estaríamos censurando sólo "los abu
sos" de una cosa que "en sí" podía haber sido y puede ser buena. Además de la cuestión "de facto", existe la cuestión "de iure": la propiedad diferenciante no podía ni puede, ex iure, llegar a existir sino mediante la violencia y el despojo".
     El truco de los que difienden "de iure" la licitud de la propiedad diferenciante está "en esencializar, destemporalizar, prescindir del origen histórico de la propiedad". (Para evitar remordimientos, no hay como prescindir del pasado). José Porfirio no prescinde; con su penetrante mirada rabínica contempla toda la historia humana y ve cómo ha surgido la propiedad diferenciante de nuestros antepasados y de los suyos; y concluye diciendo: "no hubiera habido propiedad, si no hubiera habido injusticia, despojo, opresión, robo"; la propiedad es "intrínsecamente" perversa. "En realidad, la acumulación del capital no pudo, ni puede obtenerse sin violencia institucional ejercida sobre los salarios y sobre los precios". Luego, contra esa violencia institucional no queda otro remedio que la violencia de la lucha armada, del terrorismo, de la destrucción. ¡Hay que reconstruir la historia!


LOS TESTIMONIOS BIBLICOS Y 
PATRISTICOS DE JOSE PORFIRIO. 

     Pasamos a la tercera parte de la tesis mirandesca. Demostrada, según piensa nuestro jesuíta, la intrínseca perversidad de la propiedad diferenciante, pasa a darnos los argumentos teológicos: no los que la Iglesia de siempre nos ha dado, sino los que el progresismo quiere sacar de los cabellos adulterando la verdad revelada o el sentido tradicional del Magisterio de la Iglesia. Desde luego, esa "exégesis más rigurosa y científica", que nos anunció ya antes José Porfirio y que, ahora va a usar, nos parece una exégesis, fundada en el "libre examen", en los prejuicios de Miranda y de la Parra y en los postulados de Marx. En toda la extensa bibliografía, citada por él, no encontramos un solo autor digno de ser tomado en cuenta, ya que los autores son o protestantes, o progresistas, o judíos de la subversión, o comunistas. Pero, para José Porfirio, que ya no tiene fe en Dios, ni en Cristo, ni en la Iglesia, estos prejuicios paralizantes no tienen importancia. El tiene que demostrarnos, con su despejada inteligencia, que la Biblia no había sido entendida, que la interpretación de la Iglesia era falsa, equivocada y que esa interpretación fue malévolamente hecha, para justificar la alianza, el maridaje de la Iglesia con el "sistema" opresor de Occidente. "Al cristianismo, escribe José Porfirio, le ha llegado la hora de romper con una larga cadena de hipocresía y de colusión con los poderes constituidos, para decidir si su mensaje va o no va a ser el mismo de la Biblia".
     ¿Sabe el jesuíta lo que dice? A su anterior acto de formal negación de Dios, del Dios Creador de todo cuanto existe, añade ahora su ataque para la Iglesia, a la que acusa de hipocresía y de colusión con los poderes constituidos; y, lo más grave, de haber falsificado el mensaje de la Biblia, la verdad revelada.
     No vamos a perder tiempo en probar con la exégesis católica, apoyada en la misma Escritura Divina, en la tradición y en el Magisterio, la falsedad de la monstruosa y personal exégesis del jesuíta. Me irrita, sobre manera el ataque irreverente, satánico, que hace contra la Iglesia y su doctrina, para detenerme inútilmente en hacer resaltar su perfidia. Miranda y de la Parra sigue el mismo camino de todos los herejes, que interpretando a su capricho la palabra de Dios, quieren encontrar en ella la mejor prueba de sus mismos errores. Para responder a todos sus sofismas, aduciré aquí dos textos de dos Concilios Ecuménicos y dogmáticos: uno del Tridentino y otro del Vaticano I:
    
Dice el Concilio de Trento (Denzinger 786): "Además, para reprimir los ingenios petulantes, ordena (este  Santo Sínodo) que nadie, apoyado en su propia prudencia, en las cosas de la fe y de las costumbres, que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana, interpretando torcidamente la Sagrada Escritura, según su propia interpretación y contra el sentido, que ha tenido y tiene la Iglesia, a quien únicamente corresponde dar el verdadero sentido y la verdadera interpretación de las Sagradas Escrituras, se atreva a dar otra interpretación a la misma Escritura, contra el consensu unánime de los Padres; aunque esas interpretaciones (subjetivas) nunca hubieran de ser publicadas. Y los que contrariasen esta disposición (del Santo Sínodo), sean denunciados por los (Obispos y Superiores) Ordinarios y castigados con las penas impuestas por el Derecho (Canónico)".     Reverendo Padre Provincial, Excelentísimo y Eminentísimo Primado de México, ¿ya no tiene vigencia el Concilio de Trento?
El Vaticano I (Denzinger 1788) dice también: "Y porque lo que saludablemente decretó el Santo Concilio de Trento, acerca de la interpretación de la Sagrada Escritura para reprimir la petulancia de los ingenios, es ahora mal expuesto por algunos, Nosotros renovamos el mismo decreto y afirmamos tener la misma mente,, de que en las cosas, que pertenecen a la fe o a las costumbres, para edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse como verdadero y único sentido de la Sagrada Escritura, el que ha tenido y tiene la Santa Iglesia, a cuyo cuidado está juzgar el verdadero sentido y la interpretación de las Sagradas Escrituras".
     Después de estos decretos, sería absurdo el que yo pretendiese demostrar la torcida, falsa y herética interpretación de los textos sagrados, con la que el terrible jesuíta pretende engañar a los incautos o complacer a los camaradas del comunismo.
     Miranda y de la Parra, así como sus débiles aliados, comprenden que las enseñanzas sociales del Magisterio de la Iglesia son otro argumento para demostrar su posición anticatólica. Por eso buscan la misma escapatoria, para no incurrir en la indignación pontificia: "las encíclicas entienden por propiedad una cosa completamente distinta". "Añado ahora, escribe José Porfirio, que los Papas, en toda esa defensa evidentemente presuponen esto: con tal que la propiedad haya sido legítimamente adquirida". Malamente presuponen esto los Papas en la tesis revolucionaria y comunista del jesuíta, porque, según él, nunca la propiedad puede ser legítimamente adquirida. Recuerde José Porfirio que el en su libro no sólo atacó los "abusos", sino la misma posibilidad "de iure" de poder adquirir legítimamente la propiedad diferenciante.

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