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jueves, 1 de noviembre de 2012

Carta Encíclica TAMETSI FUTURA

  de LEÓN XIII 
Sobre Jesucristo Redentor
Del 1 de noviembre de 1900
  Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica
1. Motivo: La profunda piedad de los peregrinos a Roma 
en el Año Santo y de los católicos del mundo. 
    Aun cuando los fieles que, preocupándose principalmente de la vida futura, están atentos a su salvación, se ven rodeados de amenazas y zozobras, por ser muchos e inminentes los peligros que amenazan su vida, tanto en el orden público como en el privado, no desmayan, sin embargo, teniendo aún en estos calamitosos días del siglo XIX algunas esperanzas y algún consuelo.
 Y no se crea que nada importan a la salvación de las almas el pensamiento constante de la otra vida y de las cosas referentes a la fe y a la piedad cristiana: hechos a los que no es posible negarles asentimiento, demuestran que estas virtudes se han de confirmar y corroborar con más ahínco que en otros, en los tiempos que corren, pudiendo servir de saludable ejemplo el que, a pesar de los mil halagos del siglo y de tantas ofensas a la piedad como se ven por todas partes, una inmensa multitud de peregrinos de todas las naciones acuden a la sola indicación del Pontífice para prosternarse ante los sepulcros de los santos Apóstoles; y todos, ya pertenezcan a esta o la otra categoría social, dan claras muestras de su religión; y confiados en la indulgencia que les ofrece la Iglesia, buscan con tierna solicitud la manera de conseguir la bienaventuranza eterna.
 ¿A quién no llaman la atención estos hechos que están a la vista de todos, y a quién no enfervorizan el ánimo, más que de costumbre, para con el Salvador del género humano? Digno es, en verdad, de los mejores tiempos del cristianismo este sublime ardor de la fe cristiana en tantos miles de hombres que, con una sola voluntad y una sola idea invocan el nombre de Dios y pregonan las alabanzas de Cristo desde un confín al otro de la tierra; pues ciertamente que a estas como llamaradas del fervor religioso, ha de seguir un formidable incendio; tan heroico ejemplo no puede pasar inadvertido y ser indiferente a los demás. ¿Qué cosa más necesaria y más conveniente en estos días que restablecer ampliamente en los pueblos el espíritu cristiano y las antiguas virtudes? 

2. La Iglesia debe dar a conocer a Cristo.  
 Es peligroso y malvado hacerse sordo a estos llamamientos, mucho más cuando son tan abundantes en número, y cuando desoyéndolos se desoyen y desprecian los medios que influyen en la renovación de esta piedad: si conociesen el don de Dios, y si considerasen que nada puede haber más miserable que el apartarse de las enseñanzas del Libertador del mundo y el abandonar las costumbres e instituciones cristianas, indudablemente resucitarían y procurarían huir de una muerte tan segura y horrible. Ahora bien; el defender y propagar en la tierra el reino del Hijo de Dios y el esforzarse a que los hombres se salven con la comunicación de los divinos beneficios, es precisamente misión de la Iglesia, y tan grande y tan exclusiva de ella, que en esta obra consiste principalmente toda su autoridad y poder. 
    Nos hemos procurado hasta el día, de una manera difícil pero con gran solicitud y en la medida de Nuestras fuerzas aquel beneficio en el ejercicio de Nuestro Pontificado; y vosotros, oh Venerables Hermanos, en lo que os toca habéis obrado también de este modo, y aun habéis consumido en esta obra juntamente con Nos, todos vuestros pensamientos, vigilias y trabajos; pero ante las circunstancias actuales, debemos redoblar Nuestros esfuerzos y propagar ahora, con ocasión del año santo, el conocimiento y amor de Jesucristo enseñando, persuadiendo y exhortando, si es que han de escuchar Nuestra voz no tan sólo los que reciben siempre dócilmente las enseñanzas cristianas, sino también aquellos desgraciados que llamándose cristianos, viven sin fe y sin el verdadero amor de Dios, Nuestro Señor, de los cuales Nos compadecemos grandemente, queriendo atender a ellos de modo expreso para que sepan lo que han de hacer y a dónde han de ir si hacen caso de Nos y no Nos desatienden.

3. Horror de una humanidad sin Cristo. 
   El no haber conocido nunca a Jesucristo es una grande desgracia, pero desgracia, al fin, que no envuelve ingratitud ni maldad; mas el repudiarlo u olvidarlo, ya conocido, es un crimen, tan nefando y aborrecible, que parece no puede darse en el hombre; pues Cristo es el origen y el principio de todos los bienes, y el género humano, así como no pudo ser redimido sin su preciosísima sangre, así tampoco pudo ser conservado sin su divino poder. "En ningún otro hay salud; pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre, los hombres, por el cual podamos ser salvos". (1)
   ¿Qué vida será la de los mortales que arrojen de sí a Jesús que es la virtud y la sabiduría de Dios"? ¿Cuáles serán las costumbres, cuáles los excesos de aquellos hombres que están privados de la luz del Cristianismo?
  Reflexionando un poco sobre estas cosas, entre las cuales se cuentan la obscura ceguedad de la mente, de que habla san Pablo (2), la depravación de la naturaleza, el libertinaje y el cúmulo de supersticiones que lo inficionan todo, a la vez se siente en el ánimo la compasión y el horror, estando esto en la conciencia del vulgo aunque no medite y reflexione sobre ellas con el detenimiento que merecen. No arrastraría a muchos la soberbia ni la desdicha enervaría sus buenos propósitos si guardaran en la memoria los inmensos beneficios que debe el hombre a Dios, evocando con frecuencia en su ánimo de dónde lo sacó Cristo y hasta qué punto lo ha ensalzado. 

4. La expectación del Mesías
    Desterrado y desheredado por tanto tiempo el linaje humano, día por día caminaba hacia su destrucción y ruina envuelto en aquellos males y en otros que trajo consigo el delito de nuestros primeros padres, sin que en lo humano cupiera remedio a tantas desgracias hasta que apareció, bajado del cielo, el libertador del género humano, Cristo Señor, con cuya venida se vio cumplida la promesa del Eterno, hecha en el principio del mundo, de que vendría a la tierra el Vencedor y Dominador de la serpiente y Restaurador de la dignidad humana, por lo cual las generaciones sucesivas miraban su venida con gran expectación y deseos.
    Los ojos fijos en Él, el pueblo había entonado, durante mucho tiempo con toda solemnidad, las profecías de los sagrados vates que con anterioridad habían significado distinta y claramente los varios acontecimientos, las hazañas, las instituciones, las leyes, las ceremonias y los sacrificios del pueblo elegido, diciendo además que la perfecta y absoluta salud del género humano radicaban en Aquel que había de entregarse como Sacerdote futuro y que había de ser la víctima de expiación, el Restaurador de la libertad, el Rey de la paz el Doctor universal y el Fundador del imperio que permanecería en pie mientras durasen los siglos.

5. Cristo Redentor por la Cruz. 
     Con estos vaticinios y estos títulos tan varios en la forma, pero tan congruentes en el fondo, era designado aquel que, por la excesiva caridad con que nos amó, se había ofrecido para nuestra salvación. Por tanto, como llegase el tiempo de realizarse el divino decreto, el unigénito Hijo de Dios, hecho hombre satisfizo ubérrima y cumplidamente con su sangre al Dios ofendido por los hombres, y reivindicó para sí al género humano, a tanto precio redimido. No estáis redimidos por el oro y la plata corruptibles, sino por la preciosa sangre de Cristo, que es como la de un cordero inmaculado e inocente (3).
     Y así, redimiendo verdadera y propiamente a todos los hombres ya sujetos a su imperio y potestad, puesto que Él mismo es su creador y conservador, los hizo de nuevo suyos. No os pertenecéis pues que habéis sido comprados a gran precio (4). De aquí que todas las cosas fueron restablecidas por Dios en Cristo.
   El arcano de su voluntad, fundado en su mero beneplácito por el cual se propuso restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas (5).
    Y como Jesús borrase el documento de aquel decreto que era contrario a Nosotros, fijándolo en la cruz (6), las celestiales iras se aplacaron para siempre, quedando rotos los lazos de la antigua servidumbre en que estaba el conturbado y errante género humano, reconciliada ya la voluntad divina, devuelta la gracia, abiertas de par en par las puertas de la eterna bienaventuranza y restablecido el derecho con los medios de conseguirla.

6. El retorno a la dignidad humana.
      Entonces, despierto el hombre de aquel mortífero y continuo letargo en que yacía, vio la luz de la verdad tan deseada que buscaron en vano siglos y siglos;  desde luego conoció que había nacido para unos bienes más altos y seguros que los que se perciben con los sentidos frágiles y pasajeros, y en los cuales había puesto el fin de todos sus pensamientos y cuidados; conoció también que ésta era la constitución de la vida humana, que esta era la ley suprema y que todas las cosas deben dirigirse a Dios como a su fin para que habiendo salido de Él, a Él volvamos algún día. De este principio y fundamento surgió renovada la conciencia de la dignidad humana, y los corazones recibieron el sentimiento de la fraternal caridad de todos.
      Entonces los deberes y los derechos, como era consiguiente, en parte fueron perfeccionados y en parte constituidos íntegramente, y a la vez, las virtudes se exaltaron hasta un punto que no lo pudo nunca sospechar siquiera ninguna filosofía; y de aquí que las ideas, las costumbres y la conducta de la vida tomaran otro rumbo, y cuando el conocimiento del Redentor hubo afluido copiosamente, y su virtud, que excluye la ignorancia y los antiguos vicios, se hubo fundido en las íntimas arterias de los pueblos, entonces se obtuvo aquella mudanza de cosas de las gentes que, adquirida por la humanidad cristiana, cambió radicalmente la faz de todo el orbe.

7. Universalidad de la Redención.
     El recuerdo de todas estas cosas que hasta aquí hemos dicho, lleva consigo, Venerables Hermanos, un inmenso consuelo, al mismo tiempo que una gran fuerza para exhortar, puesto que debemos estar agradecidos y mostrar, en cuanto podamos, Nuestro mismo agradecimiento al Divino Salvador.
    Nos hallamos separados desde muy antiguo de los principios, bases o fundamentos de nuestra restaurada salvación; sin embargo, nos ha de importar esto, cuando es perpetua la virtud de la redención, y sus beneficios son inmortales y han de permanecer eternamente; el que una vez reparó la naturaleza perdida por el pecado, la conserva y la ha de conservar para siempre: Se entregó El para la redención de todos... (7). En Cristo, todo serán vivificado... (8) Y su reino no tendrá fin (9). Así, pues, por voluntad eterna de Dios, está en Jesucristo puesta toda salvación no solamente de algunos sino de todos los mortales; pues aquellos que de El se alejan asimismo por esto se condenan a su propia ruina, guiados por un cierto furor; y al mismo tiempo cuanto es de su parte hacen porque la sociedad humana, como arrebatada por gran ímpetu, caiga en aquellos grandes males e infortunios de que nos libró el Redentor por su misericordia y piedad.

8. Sin Cristo no hay salud. 
    Incurren en un error harto inconsistente, que los aparta muy lejos del fin deseado, quienes toman por caminos extraviados; del mismo modo, si se rechaza la clara y pura luz de la verdad, es porque los ánimos están ofuscados y como infatuados de la miserable perversidad de las opiniones.
 ¿Qué esperanza de salud puede haber para aquellos que abandonan el principio y fuente de la vida? Cristo es únicamente el camino, la verdad y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (10); de tal manera, que sin El necesariamente caen por tierra estos tres principios indispensables para la salvación de todos.

9. Nadie ve al Padre si no por Cristo. 
      Consideramos ahora lo que la realidad misma enseña diariamente y lo que aun en la mayor afluencia de bienes mortales experimenta todo el mundo, a saber: que nada puede haber fuera de Dios en que la voluntad humana descanse de un modo absoluto y completo. El único fin del hombre es Dios, y la vida que hacemos en la tierra es una verdadera semejanza e imagen de cierta peregrinación. Ahora bien; para nosotros Jesucristo es el camino, porque desde esta vida mortal, tan llena de trabajos y de dudas, no podemos de ninguna manera llegar a Dios, sumo, único y principal de los bienes, si no somos guiados y conducidos por Cristo. Nadie viene al Padre sino por mí (11).
    ¿Y cómo podríamos conseguir esto sino por El? Pues, en primer lugar y muy principalmente por su gracia, la cual, sin embargo, sería vacía o vana en el hombre que desprecia sus preceptos y leyes. Pues para conseguir esto, una vez adquirida la salud por Cristo, hizo que su ley fuese la custodia y directora del género humano con cuyo gobierno se separasen los hombres de sus maldades y se dirigiesen seguros a su Dios. Id y enseñad a todas las gentes... enseñándoles a observar todo lo que Yo os he mandado... (12).
   Guardad mis mandamientos (13). De donde resulta que es lo más principal y necesario para la profesión de la fe cristiana el mostrarse dócil a los preceptos de Jesucristo y sujetar completamente la voluntad a El como a nuestro dueño y supremo Rey.

10. La naturaleza viciada.
     Cosa grande y difícil de conseguir y que muchas veces requiere trabajo intenso y esfuerzo y constancia, pues aunque la humana naturaleza fue reparada por la misericordia del Redentor, sin embargo, todavía en cada uno de nosotros queda cierta enfermedad, la enfermedad y el vicio de la naturaleza.
    Los diversos apetitos traen al hombre de acá para allá, y fácilmente lo impelen hacia los halagos de los placeres mundanos para que siga más bien lo que le agrada que lo mandado por Jesucristo. De aquí que hemos de poner todo nuestro empeño en rechazar con todas nuestras fuerzas a las pasiones en obsequio de Cristo; las cuales si no obedecen a la razón se constituyen en dueñas y señoras del hombre haciéndolo su siervo y quitando el hombre entero a Cristo.
      Los hombres de entendimiento extraviado, réprobos en cuanto a la fe, se ve que son esclavos, pues sirven a una triple pasión, la sensualidad y el orgullo y las diversiones humanas (13); y en esta lucha de tal manera debe el hombre empeñarse que lleve con agrado por causa de Cristo las molestias e innumerables incomodidades que en este mundo ha de sufrir.

11. Necesidad del vencimiento.
      Difícil es, en verdad, rechazar lo que con tanta fuerza nos atrae y nos deleita: duro y áspero el despreciar, sujetándose al imperio y voluntad de Cristo Nuestro Señor, aquéllas cosas que consideramos como bienes del cuerpo y de fortuna; pero es necesario que el hombre cristiano se muestre sufrido y fuerte en sobrellevar esto que se le ha dado para su vida, si quiere conducirse bien.
      ¿Nos hemos olvidado acaso cuyo es el cuerpo y cuya es la cabeza de que somos miembros? Con grande gozo llevó la cruz el que nos prescribió la abnegación de nosotros mismos.
     Y en esta disposición del alma de que hablamos consiste precisamente la dignidad de la naturaleza humana. Pues los mismos sabios de la antigüedad bien han reconocido que el dominarse a sí mismos y hacer que la parte inferior del alma  se sujete a la superior, no indica debilidad o abatimiento de la voluntad, sino antes bien cierta generosa virtud, en gran manera conveniente a la razón, y que es, a la vez, digna del hombre.

12. Esperanza de bienes eternos
      Por lo demás, hemos de sufrir y padecer mucho: tal es la presente condición del hombre. No puede el hombre gozar una vida exenta de dolores y llena de goces y felicidad sin borrar de algún modo el decreto, la voluntad de su divino Fundador y Creador, que quiso se perpetuasen las consecuencias de aquel primer pecado. Muy conveniente es, por lo tanto, no esperar en la tierra el término de los dolores, sino fortalecer Nuestro ánimo para mejor soportarlos, con lo cual somos instruidos con la esperanza cierta de los mayores bienes.
      Pues Cristo no asignó a las riquezas, ni a la vida delicada ni a los hombres, ni al poder, sino a la paciencia con lágrimas y afán de justicia y al corazón limpio, la felicidad sempiterna en el cielo.

13. El Reino de Cristo. 
      Fácilmente se deduce de lo expuesto qué se puede esperar del error y soberbia de aquellos que, despreciando el reino de Cristo ponen y encumbran al hombre mortal sobre todas las cosas y proclaman que es preciso acatar en todo la humana razón y la naturaleza vana, mientras no pueden ni alcanzan a definir cuál sea este reinado.
     El reino de Cristo tiene su fuerza y forma en la caridad divina, y su principio y fundamento en el amar santa y ordenadamente. De lo cual fluye necesariamente, que todo deber ha de ser guardado inviolablemente; que en nada se han de mermar los derechos ajenos: que se han de reputar por inferiores las cosas humanas a las celestes, y anteponer el amor de Dios a todas las cosas. Y esta dominación del hombre sobre sí mismo todo estriba en el amor de Cristo, a quien rechazar o empeñarse en no conocer es propio de alma vacía de caridad y falta de devoción.
    Gobierne, pues, el hombre en nombre de Jesucristo, pero con esta sola y única condición: la de servir a Dios primeramente e inspirar en la ley divina su norma y sistema de vida.

14. La ley le Cristo. 
     Entendemos por ley de Cristo, no solamente los preceptos naturales de las costumbres y todo lo que los antiguos recibieron directamente de Dios y que Cristo perfeccionó a maravilla declarándolo y sancionándolo sabiamente; sino que entendemos además comprendido en ello el resto de su doctrina y todas las cosas verbalmente establecidas por El. Y de todo ello la Cabeza es la Iglesia; aun más, de nada se hace Jesucristo Autor o Legislador que la Iglesia no lo comprenda o abrace como propio.

15. Ministerio de la Iglesia. 
     Por fin, con el ministerio de la Iglesia, quiso perpetuar gloriosamente el cargo que le señaló su Padre, dándole y confiriéndole por una parte todos los auxilios conducentes a la salvación del linaje humano, y por otra, sancionando seriamente que en lo sucesivo los hombres obedeciesen a la Iglesia y con todo empeño la tuviesen por guía en la carrera de esta vida mortal: Quien a vosotros oye, a Mí oye; quien a vosotros desprecia, a Mí desprecia (15). Por lo cual la ley de Cristo se ha de buscar totalmente en la Iglesia, y así el camino seguro para el hombre serán Cristo y la Iglesia a la vez; Aquél por sí mismo y por su naturaleza, y ésta por mandato especial y divino y por comunicación de la potestad. De todo lo dicho se sigue con evidencia que todos aquellos que pretenden alcanzar la salvación fuera de la Iglesia siguen caminos extraviados y en vano se esfuerzan para conseguirlo.

16. Carácter público de la ley de Cristo. 
     Y lo mismo acaece con los individuos que con las naciones, las cuales forzosamente caen en el abismo de la ruina si se apartan del Camino. El Hijo de Dios procreador y redentor de la naturaleza humana es Rey y Señor de todo el universo mundo y tiene la potestad y sumo dominio sobre cada uno de los hombres en particular y sobre toda sociedad civil que ellos constituyan. Dióle toda potestad y honor y reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas servirán al Mismo (16). Yo, pues; estoy constituido como rey por El... Y te daré las gentes en herencia tuya, y tu posesión tendrá por límites los términos de la tierra (17).
    Debe, pues, en toda sociedad humana estar en vigor la ley de Cristo, de suerte que no tenga carácter privado solamente, sino público, y sea a la vez guía y maestra de toda norma de vida. Y porque esto ha sido dispuesto así y así decretado por Dios, a nadie es lícito el impugnarlo; y así mal proveerán los intereses y beneficios de los estados quienes pretendan establecer los cimientos de todo orden social fuera de un régimen genuinamente cristiano.

17. Cristo y la razón humana. 
     Apartada de Jesús, la razón humana cae en la abyección privada de luz y de socorro, se oscurece la noción de toda causa, la cual, como tiene a Dios por autor, engendra la sociedad común, la que consiste principalmente en que los ciudadanos por medio de la ayuda de la unión y vínculo civil consigan el bien natural, entendiéndose por tal aquel que está muy por encima de todo lo terreno y es congruente con todo don perfecto y perfectísimo. Ocupadas las mentes en tal confusión de ideas entran por un camino dudoso tanto los que mandan como los que obedecen, y no tienen norma segura ni para permanecer firmes.
     De qué suerte sea desdichado y calamitoso errar el camino recto, se verá por lo pernicioso que sea también apartarse de la verdad. La primera, absoluta y esencial verdad es el mismo Cristo, como que es el Verbo de Dios, consubstancial y coeterno con el Padre y uno mismo con El. Yo soy la Verdad, el Camino y la Vida (18). Así, pues, si se busca la verdad, es menester que la razón humana obedezca en todo a Jesucristo y a su magisterio, por lo mismo que la misma verdad habla por boca del mismo Cristo

18. Doctrina no humana sino divina
      Muchísimas cosas hay en las que puede espaciarse libremente el ingenio humano como en un campo ubérrimo y feracísimo, contemplando e investigando y esto no sólo por concesión, sino hasta por exigencia de la naturaleza misma. Pero es ilícito y contra la razón natural no querer limitar los fueros de la mente humana, en sus ciertos y propios linderos, y, rechazando las leyes de la debida modestia, despreciar la autoridad del magisterio de Cristo. Porque la doctrina de la cual depende nuestra salvación, versa toda ella acerca de Dios y acerca de cosas todas divinísimas, y nunca ciencia humana alguna bastó para crearla, antes bien, únicamente el Hijo de Dios la recibió y sacó toda de su Padre Celestial: Las palabras que me diste, son las que a ellos he dado (19).
      Por lo cual es necesario que comprenda muchas cosas, no que repugnen a la recta razón, ya que esto no puede ser en modo alguno, sino otras cuya alteza no podemos abarcar con el pensamiento ni comprender con nuestro limitado raciocinio, como es el entender tal cual es en sí Dios Nuestro Señor. Ahora bien, si tantas cosas existen ocultas y tan secretas por su naturaleza misma, que no puedan ser investigadas por ninguna humana diligencia, acerca de cuya existencia ningún entendimiento se atreverá a dudar; será ciertamente propio de los que abusan con perversidad de su libre albedrío no admitir la existencia de cosas puestas muy sobre el alcance humano, porque no es dado al hombre percibirlas tales cuales sean.

19. Inclinar el entendimiento ante Dios
     A esto pertenece el rechazar todo dogma y declarar inadmisible la sagrada religión cristiana. Pero hay que inclinar el entendimiento con humildad y sin condiciones en obsequio de Jesucristo hasta tanto que sea aquel como cautivo de la divinidad e imperio de Este, reduciendo a cautiverio todo entendimiento en obsequio de Jesucristo (20). Y este total obsequio es el que Cristo quiere se le tribute, y lo quiere con todo derecho, pues es Dios, y por lo mismo, así como ha de imperar en las voluntades de los hombres, ha de hacer lo mismo en las inteligencias. Y al servir el hombre a Cristo con su inteligencia, no lo hace servilmente, sino de un modo muy conforme a la razón y a su cautiva excelencia, pues con su voluntad acata el imperio, no de un hombre cualquiera, sino del autor suyo y monarca de todo, que es Dios mismo, al cual debe estar sujeto por ley de naturaleza. Y no se diga en manera alguna que se oprime su dignidad ante la opinión humana, antes bien, aquélla se ensalza con una verdad eterna e inmutable. Así, pues, todo bien intelectual y toda la plenitud de la libertad se alcanzan en ello.

20. Así conoceremos la verdad y seremos libres
     La verdad que se deriva del magisterio de Cristo, pone de manifiesto  lo que vale y en lo que debe estimarse cada cosa, y el hombre, imbuido en tal conocimiento, si obedeciere a la verdad que percibe, en lugar de hacer servir su razón a la concupiscencia, haría que ésta sirviese a aquélla, y, apartada de sí la pésima servidumbre del error y del pecado, se regeneraría entre la más excelente de todas las libertades. Conoceréis la verdad, y la verdad ha de libraros (21).
    Queda bien patente, pues, que toda inteligencia que rechaza el imperio y tutela de Cristo con voluntad pérfida lucha contra Dios. Y emancipados los que así piensan de la potestad divina, no por esto serán más libres; puesto que han de caer en manos de otra cualquiera potestad humana, y han de elegir, como suele acaecer, un hombre cualquiera a quien oigan, obedezcan o sigan como maestro y guía. De ahí, cerrada su inteligencia a la comunicación de las cosas divinas, la hacen revolver en un círculo vicioso de una ciencia limitada y mezquina, y hasta en aquéllas mismas cosas que suelen conocerse más por medio de la razón natural son menos aptos para aprovechar debidamente.

21. Ceguedad de entendimiento. 
     Hay en la naturaleza de las cosas muchas a las cuales ayuda no poco la luz de la doctrina de lo alto para comprenderlas o explicarlas, y para castigar muchas veces Dios la culpa de su soberbia, permite que no vean la verdad tal cual ella es para que lleven el castigo en aquello mismo en que pecaron. Por esto se ven hoy día muchísimos ingenios privilegiados por su erudición exquisita, que al investigar los misterios de la naturaleza persiguen teorías tan absurdas que puede decirse que nadie erró más torpemente que ellos.

22. El sacrificio del entendimiento.
     Téngase, pues, por cosa cierta que ha de entregarse totalmente la inteligencia humana, para vivir vida de cristiano, a la autoridad divina. Y si por aquello de que la razón ceda a la autoridad, aquel orgullo íntimo que tanta fuerza tiene en nosotros se rebela y lamenta con dolor, se sigue que es más necesario todavía al cristiano el sacrificio del entendimiento que el de la voluntad.
     Y por esto queremos recordar que los que se forjan en su mente una ley y manera de sentir y obrar más ancha y muelle en la vida cristiana, de preceptos más suaves y conformes con su floja inclinación y más benignos con la humana naturaleza, no han de ser jamás tolerados ni oídos con benevolencia. No comprenden los tales la fuerza de la fe y de las instituciones cristianas, no ven que a cada paso la Cruz nos sale al encuentro, como estandarte perpetuo y ejemplar para todos aquellos que real y verdaderamente, y no sólo de nombre, quieran seguir a Cristo.

23. Cristo es la Vida. 
    Propio es de solo Dios ser Vida verdadera; todas las otras naturalezas son participantes de la Vida, pero no han sido ellas la Vida jamás. Desde toda la eternidad, por su peculiar naturaleza, Cristo es la Vida, del mismo modo que es la Verdad, porque es Dios de Dios. Del Mismo, como de altísimo principio, fluye en el mundo toda vida y fluirá perpetuamente todo lo que es, es por El mismo; todo lo que vive, por El mismo vive, porque todas las cosas por el Verbo fueron hechas, y sin El nada se hizo de cuanto hay hecho. (22)
     Esto acaece en cuanto a la vida de la naturaleza, pero muchísimo más en la otra vida más excelente que debemos a Cristo y de la que hemos hecho mención, es a saber: la vida de la gracia, a la cual debemos referir todos nuestros pensamientos y acciones. Y en esto estriba toda la fuerza de la doctrina y leyes cristianas, en que muertos para el pecado vivamos para la justicia (23), esto es, para la santidad y virtud en que consiste la vida moral de las almas con la esperanza cierta de una bienaventuranza perpetua.

24. La vida de la fe. 
     Se puede muy propiamente decir que nada alimenta mejor el espíritu de la justicia que la fe cristiana, la más apta también para la salvación. El justo vive de la fe (24). Sin la fe es imposible agradar a Dios (25). Así pues, el implantador y padre de la fe, y el que en nuestras almas la mantiene, no es otro que el mismo Jesucristo y El es quien sustenta y conserva en nosotros la vida moral, y esto de un modo muy principal por medio del ministerio de la Iglesia. Y con benigno y providentísimo parecer entregó a ésta todos los medios aptos para engendrar esta vida de fe de que hablamos, y, una vez engendrada, la conservaran y defendieran, y la hiciesen renacer si por acaso se extinguía. Pero toda esta fuerza procreativa y conservadora de las virtudes se estrella si la norma y disciplina de las costumbres se apartan de la fe divina, y es cosa manifiesta que pretenden despojar al hombre de su altísima dignidad, despojándole de la vida sobrenatural y haciéndole revolver en los horrores de naturalismo grosero, los que intentan o quieren enderezar las costumbres hacia la honestidad por medio del magisterio único de la razón.

25. Sin fe no hay salvación
    No se crea por esto que el hombre no pueda entender y discernir cosas naturales con la luz de su razón; pero aun cuando entendiese con ella todas las cosas, y sin ningún tropiezo guardase todo precepto en su vida, lo que no puede ser sin la gracia del Redentor por auxilio, nadie habría que pudiese confiar en su eterna salvación destituido de la fe. Si alguien no permaneciere en Mí, será echado fuera como una rama, y se secará, y lo recogerán, y lo echarán al fuego y arderá (26). El que no creere será condenado (27). Y por fin, demasiadas pruebas y documentos tenemos ante Nosotros, de los frutos que acarrea este menosprecio de la fe. ¿por qué causa muchas ciudades trabajan y se esfuerzan hasta debilitarse, sino por establecer y aumentar por todos los medios posibles e imaginables la prosperidad pública?

26. La religión sostén de la sociedad civil
     Dicen que la sociedad civil está ya harto segura y custodiada por sí misma, y que puede, cómodamente, subsistir sin el auxilio de las instituciones cristianas, y que con solo su esfuerzo puede alanzar la meta apetecida. De ahí viene que los que tienen a su cargo la administración pública, lo hacen de un modo profano y de tal suerte, que en las leyes civiles y en la vida pública de los pueblos hoy nadie hallará ningún vestigio de la religión de nuestros antepasados.
    No ven suficientemente lo que hacen, pues destruida la noción de la Divinidad que sanciona lo bueno y lo malo, es forzoso que las leyes menoscaben la autoridad del jefe del Estado y que la justicia vacile, siendo ambas cosas como son dos vínculos firmes y necesarios de toda conjunción y concordia civil. De igual manera, quitada de una vez la esperanza de los bienes inmortales, es muy  natural apetecer con afán las cosas materiales y caducas, cada una de las cuales procura traer a sí con todas sus fuerzas y con ansia desmedida.
     De aquí nacen los odios, las emulaciones y envidias, las determinaciones criminales, el descaro, la ruina de toda autoridad y el maquinar la disolución más loca y criminal de todo principio social. En el exterior, guerras y amenazas; en el interior, falta de seguridad absoluta; y la vida común de los pueblos aparece manchada con toda suerte de crímenes.

27. El remedio social es más que humano
    Pero en medio de tanta lucha de pasiones bajas, entre tantos peligros y en tales riesgos que amenazan, hay que buscar un remedio oportuno con madurez y reflexión. Reprimir a los malhechores, restablecer en su primitiva dulzura las costumbres, y por todos los medios evitar los delitos con la paternal tutela de las leyes, es cosa justa y debida, pero no estriba todo en esto.
   Mucho más encumbrado está el remedio; una autoridad más alta se ha de invocar que la meramente humana, que toque los corazones, recuerde a todos sus deberes y haga a los hombres mejores, y ésta no es otra que aquella fuerza que ya una vez libró a todo el universo de males semejantes y de una perpetua ruina. Quien haga revivir y fortalecer el espíritu cristiano adormecido, y le libre de toda traba e impedimento, hará renacer también la sociedad humana.

28. Cristo y la cuestión social. 
    Era peligroso callar la lucha de clases, pero muy sano y conforme recomendar los derechos de ambos con mutua concordia. Si a Cristo oyen, cumplirán todos sus deberes, tanto los dichosos como los infortunados; los unos sentirán que deben cumplir con la caridad y la justicia si quieren ser salvos; los otros, con la resignación y el comedimiento. Admirablemente se afirmarán los cimientos de la sociedad doméstica, así impera el laudable temor a Dios: tanto al prohibir como al mandar, y por la misma razón muchas de las cosas que se prescriben por la naturaleza estarán en pleno vigor en los pueblos y en las naciones. Se verá cómo deba obedecerse a las potestades legítimas y acatar las leyes, según derecho, no armar sedición alguna y no tramar conspiraciones tampoco.

29. Vuelta de la sociedad a Cristo.
   Y así, donde quiera que presida la ley cristiana y ninguna potestad se lo impida, allí espontáneamente se conservará el orden establecido por la Divina Providencia y la prosperidad e incolumidad florecerán de consuno. La salud universal reclama, pues, volver allí de donde nunca se debiera haber salido, es a saber, a Aquel que es camino, verdad y vida, y no sólo cada uno en particular, sino toda la sociedad en común. Conviene que ésta sea otra vez restituida a Cristo su Señor, y se ha de conseguir que la vida derivada de El llene a todos los miembros y partes de la sociedad, y se saturen de ella los mandatos y prohibiciones legales, las costumbres populares, las enseñanzas llanas y caseras, los derechos conyugales, la norma de vida doméstica, los alcázares de los opulentos y los talleres de los obreros.
   Y no ignore nadie que de esto depende en su mayor parte la suavidad de costumbres de las gentes tan deseadas y apetecidas, porque ésta crece y se alimenta no sólo de aquellas cosas que sirven de pábulo al cuerpo, como las riquezas y comodidades, sino de aquellas que pertenecen al espíritu y forman las costumbres loables y el culto de todo linaje de virtudes.

30. Dar a conocer a Cristo. 
    Entre los que están lejos de Cristo muchos más lo están por ignorancia que por voluntad perversa, y mientras a muchísimos hallamos deseosos de conocer con todo afán el estado social del orbe y del hombre mismo, a poquísimos vemos ocupados en querer conocer al Hijo de Dios. Primero, pues, hay que destruir la ignorancia con el conocimiento de El, para que desconocido no sea repudiado o despreciado.
    Y exhortamos a los cristianos de todo lugar, condición y jerarquía que por todos los medios imaginables y según la medida de sus fuerzas trabajen para que sea conocida la persona del Redentor, tal cual ella es y merece, a la cual si cada uno mira y considera con cabal juicio y sinceramente, verá con toda claridad no haber nada más saludable en el mundo que su ley, ni más divino y altísimo que su doctrina.
   Vuestra autoridad y cooperación, Venerables Hermanos, ha de contribuir por modo muy poderoso a tan noble fin, lo mismo que la diligencia y empeño de todo vuestro clero. Pensad que es la parte principal de Nuestro oficio imprimir en los corazones del pueblo la verdadera noción y la imagen real de Jesucristo, y por medio de la literatura, la oratoria, en los colegios, en las escuelas de enseñanza primaria, y donde quiera que se ofrezca ocasión de explicar sus beneficios y su caridad ardentísima.

31. Enseñar los derechos de Dios
    De lo que se ha llamado derechos del hombre demasiadas cosas ha oído el pueblo; oiga alguna vez por fin, algo de los derechos de Dios. Que éste sea el tiempo más oportuno para ello lo indican el amor de muchos a las cosas de piedad recientemente despertado, como dijimos, y de un modo particular la devoción tan manifiesta a la persona del Redentor que hemos de legar, Dios mediante, al siglo venidero en prenda de mejores días. Pero como se trata de una cosa que no hay que esperar de otra parte a no ser de la gracia divina, unidos en afán y caridad instemos con súplicas fervientes a la misericordia del Todopoderoso, a fin de que no permita que perezcan aquellos a quienes libró con su preciosa sangre derramada, que mire propicio a la generación presente que mucho ciertamente delinquió, pero mucho también a su vez ha sufrido y muy ásperamente en expiación de su delito y que abrazando con benignidad a todos los hombres y pueblos, se acuerde de aquellas palabras suyas: Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas a Mí.(28)
    En prenda, pues, de los dones celestiales y en testimonio de Nyestra paternal benevolencia, os damos a vosotros, Venerables Hermanos, y al clero y pueblo vuestro, de todo corazón la Bendición Apostólica.
 Dado en Roma en San Pedro, el 1º de noviembre de 1900, de Nuestro  pontificado el vigésimo tercero. LEÓN XIII
 

(1)  Act. 4, 12
(2)  Rom. 1, 21.
(3) I Petr. 1, 18-19
(4)  I Cor. 6, 1, 9-10
(5)  Efes. 1, 9-10
(6)  Col. 2, 14. 
(7) I Tim. 2, 6
(8) 1 Cor. 15, 22.
(9) Luc. 1, 33
(10)  Juan 14,
(11)  Juan 14, 6.
(12)  Mat. 28, 19-20.
(13) Juan 14, 15.
(14) S. Aug., De vera relig., 37
(15) Luc. 10, 16.
(16)  Dan. 7, 14.
(17) Salm. 2 .
(18) Juan 14, 6.
(19)  Juan 17, 8.
(20) II Cor. 10, 5. 
(21) Juan 8, 32. 
(22) Juan 1, 3
(23) I Pedr. 2. 24.
(24) Gálal. 3, 11.
(25) Hebr. 11, 6 
(26) Juan, 15, 6.
(27) Marc. 16, 16.
(28) Juan 12, 32.

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