Vistas de página en total

viernes, 23 de noviembre de 2012

EL MATRIMONIO CRISTIANO (1)

     Numerosos problemas éticos, que pueden presentarse al médico y enfermeras, guardan estrecha relación con el estado del matrimonio. Por esto es preciso tener ideas claras acerca de la verdadera naturaleza del mismo. Tales conocimientos les proporcionarán, sin duda, la base y fundamentos definitivos para resolver la gran mayoría de los arduos problemas éticos. 

El Fundador Divino del matrimonio.

     El matrimonio fue instituido por el mismo Dios inmediatamente después de la creación del hombre, cuando unió a la primera pareja en vínculo sagrado. A partir de entonces, es el matrimonio, según el plan divino, el medio natural ordenado a la propagación y conservación del género humano. Tal como ha sido establecido por Dios, el matrimonio descansa sobre un triple fundamento: físico, espiritual y moral.
     El fundamento físico del matrimonio no es sino la adaptación de los cuerpos y su mutua atracción sexual. De tal manera ha conformado el Creador los cuerpos del hombre y de la mujer, que viene a ser uno el complemento del otro. Cada sexo ha sido dotado de estímulos dinámicos, a la vez intelectuales e instintivos, que tiene por finalidad la unión íntima de los sexos.
     La base espiritual es el mutuo amor puro entre el hombre y la mujer. Su fundamento más profundo y sólido consiste en amarse como criaturas de Dios, lo cual lleva consigo una extrema admiración por sus caracteres e ideales y un interés sumo por sus esperanzas y aspiraciones. No se trata de un amor condicionado a su riqueza, talento o hermosura. Más bien es un amor desinteresado al otro, lo que en realidad significa la personalidad de los esposos.
     La base moral del matrimonio es el principio ético fundamental a cuyo tenor las relaciones sexuales están exclusivamente permitidas a aquellos que se han unido en matrimonio, según las normas del contrato formal y mutuo, sancionado por la competente autoridad pública. 

El contrato natural.

     Desde la unión de nuestros primeros padres hasta la venida de Cristo al mundo, el matrimonio fue un contrato simplemente natural. Sin duda alguna era algo muy sagrado, ya que venía directamente de las manos de Dios, y a la vez muy noble, por cuanto tenía por objeto la conservación de la especia humana, procreando hijos destinados a la felicidad eterna.
     La esencia del contrato natural consiste en un convenio formal, mutuo y externamente manifestado entre el hombre y la mujer, por el que se transfieren recíprocamente el derecho a las relaciones sexuales y a todo lo que de ordinario lleva consigo la vida matrimonial, como la cohabitación y la ayuda mutua en los trabajos morales y físicos de la vida.
     Supuesto que el matrimonio es un verdadero contrato, sigúese que tan sólo aquellos que son capaces de llenar sus requisitos esenciales pueden tomar parte válidamente en esta institución de la naturaleza. A todas luces sería una pura ficción conceder derecho a las relaciones sexuales, cuando alguna deficiencia física las hace de todo punto imposibles. Por esto, a toda persona permanentemente incapaz de realizar el acto conyugal, le está vedado el matrimonio por la misma ley natural. Por inhabilidad permanente para realizar el acto conyugal no se ha de entender la incapacidad de procrear hijos a causa de esterilidad, o por otros motivos semejantes. Nos referimos más bien a la imposibilidad física de consumar el acto sexual, según el modo requerido por la naturaleza. Ha de acentuarse que, mientras exista tal imposibilidad física, está el sujeto excluido de contraer el matrimonio en virtud de la misma ley natural. Téngase muy en cuenta esta doctrina para que nadie piense que la Iglesia, por su sola autoridad, prohibe a tales sujetos el enlace matrimonial.

Impotencia y matrimonio de los afectados de paraplejía.

     Es éste un problema de actualidad como consecuencia del número siempre creciente de personas afectadas de paraplejía. En gran parte estos casos son debidos a la guerra. De lo dicho hasta aquí se sigue evidentemente, que todo aquel que sufre impotencia permanente anterior al matrimonio, es incapaz, por derecho natural, de contraerlo (Can. 1068, § 1). La impotencia se denomina «relativa» si la persona es incapaz de efectuar relaciones sexuales normales con una persona determinada o con algunas, en concreto, del otro sexo. Si esta impotencia se extiende a toda persona, es «absoluta». En los casos de paraplejía se trata de ordinario de impotencia «absoluta». Esta es la creencia más extendida. Sin embargo, experiencias médicas parecen no estar siempre de acuerdo. El doctor Hebert Talbot ha estudiado el problema, y concluye que un número considerable de personas que sufren paraplejía, no son impotentes, pudiendo, por consiguiente, contraer matrimonio (Journal of Urology, feb. 1949, pp. 265-270). Un 10 % aproximadamente de los casos por él examinados llevan a cabo actualmente relaciones sexuales, quedando firmemente persuadido de que el número es mucho mayor. No se han podido tener estadísticas más exactas, porque tres cuartas partes de tales enfermos fueron hospitalizados y un gran porcentaje eran solteros. De donde se deduce que los enfermos de paraplejía no deben ser clasificados sin más como personas que padecen impotencia permanente. Nadie tampoco podría, sin examinar el caso en particular, impedir a uno de estos enfermos contraer matrimonio. La norma de la Iglesia es la siguiente: «Si el impedimento de impotencia es dudoso, ya se trate de duda de hecho o de derecho, el matrimonio no debe ser impedido» (Can. 1068, § 2). Evidentemente, se presume la duda de hecho en el caso de enfermos de paraplejía. Cuando tales personas desean contraer matrimonio, debe consultarse un médico competente para resolver dicha duda. Si el juicio de un médico es desfavorable, la prudencia aconseja confirmar esa opinión con el veredicto de un segundo especialista. Inútil será recordar que deben evitarse todos los medios inmorales para llegar a estas conclusiones. Si, verificada la investigación conveniente, persiste la duda, debo permitirse el matrimonio. Sólo cuando se trata de una impotencia cierta debe prohibirse.
     Supuesto que el matrimonio es un contrato, sólo aquellas personas que tienen uso de razón pueden concertalo válidamente. Este uso de razón comporta a la vez conocimiento y libertad. Estas cualidades pertenecen a la esencia de todo contrato, e indiscutiblemente deben darse en todo matrimonio valido.
     El contrato de un matrimonio válido reclama un conocimiento básico de la naturaleza de la vida matrimonial. Este conocimiento fundamental ha de incluir, al menos, la idea de que el matrimonio es una unión permanente entre el hombre y la mujer, ordenada, como a fin primario, a la procreación y educación de los hijos. Varios factores, tales como la locura temporal, deficiencia mental, estado alcohólico, falta de edad, pueden ser ocasión de un conocimiento tan imperfecto, que haga imposible un contrato matrimonial válido.
     Supuesto que la libertad de elección es también elemento esencial en todo contrato válido, se requiere en absoluto el consentimiento libre de las partes para el enlace matrimonial. Y es tan indispensable esta libertad personal para la validez del matrimonio, que no hay poder humano —doméstico, civil, eclesiástico— que pueda suplir su ausencia. Por lo tanto, el matrimonio es inválido si se contrae bajo el influjo de una amenaza o violencia física, que coarte notable y sustancialmente la libertad de cualquiera de las partes.
     Siendo el matrimonio una institución de derecho natural, sólo pueden contraerlo válidamente aquellas personas que tienen intención de otorgar y recibir los derechos y obligaciones que de él dimanan, según la voluntad del Creador. En una palabra, a menos que ambas partes no se transfieran el derecho permanente al acto conyugal, según el modo establecido por la naturaleza, no han contraído un matrimonio válido.
     Así, pues, si una de las partes pronuncia simplemente las palabras de la ceremonia nupcial sin tener intención de dar o recibir el derecho al acto natural del matrimonio, éste es enteramente nulo. Desde luego, si esa persona intenta sostener que su matrimonio ha sido inválido por falta de la debida intención, tendrá que presentar una prueba satisfactoria del hecho, a más de su propio testimonio. En esta materia, al igual que en lo referente al conocimiento y libertad suficientes, presume la Iglesia que el matrimonio contraído, según todos los requisitos externos legales, es válido, mientras no se pruebe lo contrario. De otro modo, las personas nada escrupulosas contarían con un medio fácil para librarse de los lazos del matrimonio.
     El verdadero carácter del matrimonio, con los derechos y obligaciones a él inherentes, ha sido especificado por el Creador. El hombre es libre para estipular o abstenerse de este contrato, pero no puede alterar su naturaleza.
     Quienquiera que efectuase la ceremonia nupcial sin intención de otorgar y recibir el derecho permanente a las relaciones conyugales, no entraría en el estado del matrimonio establecido por Dios. No es necesario advertir que tal persona se haría reo de pecado mortal por el abuso de una institución tan sagrada.
     Análogamente, si intentasen las partes contrayentes otorgar tan sólo el derecho a la cópula anticonceptiva, el matrimonio intentado no sería válido. Es de la esencia misma del matrimonio el que las partes se confieran el derecho a las relaciones sexuales naturales; de otro modo, no existe un verdadero matrimonio.
     Por el contrario, si las partes se otorgan efectivamente el derecho a las relaciones propiamente matrimoniales, pero se ponen de acuerdo en tener tan sólo relaciones anticonceptivas, el matrimonio es válido, aunque gravemente pecaminoso. Y justamente es válido este matrimonio por cuanto se han cedido mutuamente los verdaderos derechos maritales, aun en la idea de violarlos. Es un matrimonio pecaminoso, porque han manifestado una determinada intención de comprometerse a una vida de matrimonio inmoral.
     La doctrina que precede es de capital importancia en un tiempo en que el monstruoso vicio de la anticoncepción se propaga y difunde por doquier.

El Sacramento del matrimonio.

     El médico y enfermen católicos conocen a perfección que Cristo instituyó ciertos signos externos denominados Sacramentos, con la virtud de conferir la gracia a los miembros de su Iglesia. Uno de ellos es el Sacramento del matrimonio.
     Desde el principio del mundo hasta la venida de Cristo, los matrimonios eran simplemente contratos naturales. Desde su venida, el matrimonio de los no bautizados continúa siendo un mero contrato natural indisoluble.
     Saben también que nadie puede beneficiarse de los otros Sacramentos de la Iglesia si no ha recibido el bautismo. Por esta razón, el bautismo es llamado «puerta de la Iglesia». Por consiguiente, cuando dos personas no bautizadas se enlazan en matrimonio, pactan un contrato válido y obligatorio, pero no reciben el sacramento cristiano del matrimonio.
     Al elevar el matrimonio al rango cristiano de sacramento, hizo Cristo de esa institución la fuente de la santidad de los esposos y de la felicidad doméstica. Cuando los cristianos se unen en matrimonio, no sólo celebran un contrato válido, sino que reciben, además, un aumento de gracia santificante. Con ella se les infunde una abundancia de gracias particulares sacramentales, que los ayudan a conllevar una vida marital santa y a cumplir los nuevos deberes que les incumben.
     El sacramento del matrimonio no es algo sobreañadido al contrato natural. En el matrimonio cristiano el sacramento y el contrato natural son una misma cosa; es decir, el matrimonio contraído entre dos cristianos tiene, de suyo, carácter sacramental. En los designios de Cristo, el acto mismo del consentimiento matrimonial, por el que el hombre y la mujer cristianos se entregan en calidad de esposos, les confiere la gracia sacramental.
     En virtud del sacramento reciben los esposos, tanto en el desposorio mismo como en el curso de su vida matrimonial, todos aquellos auxilios sobrenaturales necesarios para sobrellevar los arduos trabajos de la vida conyugal. En primer término, este sacramento confiere la gracia santificante, esa hermosa cualidad sobrenatural que hace al alma agradable a Dios. Asimismo, otorga una gracia sacramental peculiar que lleva consigo un cierto derecho a todos aquellos auxilios sobrenaturales que han de necesitar los esposos para ser fieles durante toda su vida los deberes de su estado. Importa recordar que los efectos sacramentales del matrimonio no están ligados al tiempo en que se contrae sino que se conceden ininterrumpidamente a los desposados hasta que los separa la muerte. Huelga decir que estos auxilios sobrenaturales únicamente pueden recibirlos quienes al desposarse se hallan en estado de gracia.
     Puesto que el matrimonio cristiano es un sacramento, sólo la Iglesia de Cristo posee autoridad suprema y absoluta sobre é1. Nunca ose el Estado usurpar este derecho inviolable de la Iglesia. A ella exclusivamente compete el derecho y poder de determinar qué es lo que constituye o no un matrimonio válido.

El fin del matrimonio

     El matrimonio es una institución natural, cuyo fin primario en la procreación y educación de los hijos. Hemos dicho ya que el contrato matrimonial consiste en el derecho mutuo a las relaciones conyugales y a todo lo inherente a ellas, como el amor, la ayuda, la cohabitación etcétera. Cualquier persona inteligente sabe que las facultades sexuales están ordenadas principalmente a la procreación de una nueva vida. El placer individual, que se experimenta en el acto matrimonial, es un aliciente para asegurar el uso de dichas facultades y asi garantizar la conservación de la especie humana.
     El fin primario del matrimonio incluye no sólo la procreación de los hijos, sino también su educación adecuada. En este aspecto, el hombre puede aprender mucho de los animales. El instinto natural compele a las bestias a mostrar algo así como un tierno cariño y solicitud por los pequeñuelos, llegando hasta el sacrificio de sí mismos. Solamente cuando los hijuelos han alcanzado un desarrollo que les permita abrirse un camino en la existencia, son dejados por los padres a sus propias fuerzas. En el caso del niño, la educación adecuada comprende no solo el cuidado de sus necesidades corporales, sino también atender al desarrollo de su naturaleza intelectual, religiosa y moral.
     El matrimonio está ordenado a otros fines a más de la procreación y educación de los hijos. Entre otros pueden numerarse el placer de una compañía simpática, las alegrías del amor apasionado, la ayuda recíproca que los esposos pueden proporcionarse en las numerosas penalidades de la vida y el sedante lícito de las fuertes tendencias sexuales de la naturaleza. Estos beneficios del matrimonio, si bien secundarios, pueden ser buscados licitamente, siempre que no se intente frustrar el fin primario de esta institución.
     No ha de pensarse que la actitud de la Iglesia católica hacia el matrimonio no tiene cuenta con el sentimiento. Por el contrario, la Iglesia ve en el matrimonio la floración magnifica de uno de los más puros y profundos amores que pueden arraigar en el corazón humano. Pero quiere enseñar a sus hijos que el amor más puro es el desinteresado, y que los matrimonios serán más felices si el deseo de dar prevalece sobre el deseo de recibir. El matrimonio que reconoce por base la satisfacción sexual egoísta, no puede producir aquella profunda y verdadera felicidad que fluye del amor desinteresado y benéfico que caracteriza al auténtico matrimonio cristiano.

Indisolubilidad del matrimonio.

     A tenor de las palabras del contrato, el matrimonio ha de ser considerado, según la ley de Dios y el plan de la naturaleza, como una unión estable y permanente de marido y mujer.
     La base racional de la indisolubilidad del matrimonio reside en el hecho de que los padres están en el deber estricto y mutuo de sustentar e instruir a los hijos. Estas obligaciones paternales pueden cumplirse como conviene, sólo si la unión conyugal es permanente. El desarrollo físico, espiritual, moral e intelectual del niño es un trabajo que requiere largos años de incansables esfuerzos. Como consecuencia de esto, los padres son ya bien avanzados en edad cuando han finalizado sus deberes para con los hijos. A lo largo de los años empleados en la crianza de los hijos, mujer y marido han llegado a constituirse como en partes de un todo orgánico. Decenios de vida conyugal han venido a soldar sus naturalezas, y la Interdependencia mutua es, no sólo física y sentimental, sino también de Indole Intelectual y espiritual.
     La naturaleza ha dotado a los animales inferiores de peculiares instintos, dirigidos a asegurar su convivencia hasta que los hijuelos no necesitan de su ayuda y protección. Sin duda, un grado semejante de estabilidad se ha de suponer en la unión de los esposos. Pero podemos ir aún más allá de la estabilidad reclamada por los fines primarios del matrimonio. Hemos de tener presente que también existen en esta institución fines secundarios, y que muchos de estos «beneficios secundarios» pasan a ser necesidades profundas y permanentes de los esposos, por el hecho mismo de haber convivido varios años «dos en una carne» para el logro del fin primario del matrimonio. La naturaleza ha producido e intensificado la interdependencia mutua de ambos cónyuges a lo largo de los años. Y no puede ser, a la verdad, la mente del Creador que este lazo de unión se rompa en la vejez, cuando, sin duda alguna, ha llegado a consolidarse más.
     Podrá objetarse que, si la indisolubilidad del matrimonio se basa primordialmente en la obligación de velar por los hijos, no es necesario que los matrimonios estériles sean indisolubles.
     Para comprender la solución de esta dificultad adviértase que la naturaleza del contrato matrimonial ha sido prefijada por Dios y no por las partes contrayentes. El matrimonio es una institución establecida por el Creador para conseguir un objetivo especial (la conservación de la especie humana). Debe, pues, poseer aquellas caracteristicas o propiedades por cuyo medio pueda alcanzar el fin preconcebido. Las razones ya alegadas —educación de los hijos y mutua dependencia y ayuda de los esposos— reclaman su convivencia permanente.
     Así, pues, la naturaleza y características del contrato matrimonial caen fuera del alcance de la influencia humana. Es cierto que el hombre es libre para elegir o no el estado del matrimonio, pero, si opta por él, no puede cambiar en nada su naturaleza, divinamente establecida.
     En los negocios ordinarios de la vida se estipulan con frecuencia. contratos entre los individuos. En ellos se otorgan mutuamente determinados derechos, a la vez que asumen específicas obligaciones. Tales contratos pueden, de ley ordinaria, ser disueltos por el consentimiento mutuo de las compartes interesadas. Pero no cabe situarlos en el mismo plano que el contrato matrimonial. En aquéllos, los individuos han fijado libremente y de común acuerdo la naturaleza y límites del contrato pactado; ellos son los exclusivos autores del mismo, de donde se sigue que tengan autoridad plena sobre ellos. En cambio, la naturaleza y propiedades del contrato matrimonial han sido determinados por Dios para la total humanidad. Los hombres son libres para abrazar o no este estado, pero en nada pueden alterar su naturaleza. Que el amor entre los esposos se haya convertido en odio mutuo, o que el matrimonio resultase estéril, por ningún concepto se anula el hecho de haberse contraído un matrimonio que la ley natural y divina declaran indisoluble.
     Convendría a este propósito recordar que las leyes tienen el fin social de asegurar el bien público de la comunidad. Es cierto que ocurren con frecuencia casos en los que la ley no beneficia a tal o cual individuo, sino que más bien le ocasiona un perjuicio. Pues bien: aun en tales circunstancias está obligado el individuo a acatar esa ley, a menos que la legítima autoridad le exima de su observancia. Supuesto que el bienestar social dependa de la subordinación a la ley, los individuos no pueden fallar por sí y ante sí que no están sometidos a esa ley, por el mero hecho de que su violación, en un caso particular, no perjudicaría a la sociedad.
     Y tal acontece en la institución matrimonial. Fué establecida por Dios para conseguir el objetivo social de la propagación y conservación de la especie humana. Para alcanzar este fin de un modo adecuado efectivo, es necesario que la estabilidad no esté supeditada a consideraciones individuales. Lástima grande, en verdad, que algunos matrimonios sean un fracaso. Entonces, cuando intervienen motivos razonables, la separación de los cónyuges es moralmente lícita, pero el vinculo matrimonial sólo puede ser disuelto por la autoridad divina.
     Es obvio que la disolución del vinculo matrimonial puede ser autorizada por Dios. De hecho, la ha llevado a efecto, atendidas algunas peculiares condiciones.
     En el Viejo Testamento se permitía al hombre divorciarse de la mujer y volver a segundas nupcias, si aquélla incurría en culpa de traición a las solemnes promesas del matrimonio. «Si un hombre toma una mujer, y después de haber cohabitado con ella viniere a ser mal vista de él a causa de una impureza, hará una escritura de repudio y la pondrá en mano de la mujer y la despedirá de la casa (Deut XXIV, 1). Algunos autores interpretan la frase «alguna impureza» refiriéndola exclusivamente al adulterio. Los mismos judíos no llegaron a un acuerdo sobre esta expresión; algunos la limitan al significado de adulterio, mientras otros la extienden aun a base de vicios de menor cuantía.
     Los casos en los que, según el Nuevo Testamento, puede ser disuelto el vínculo matrimonial, presuponen ciertas condiciones que se reducen a tres:
     Si al contraer matrimonio no estaban bautizados los cónyuges y luego uno de ellos recibe el bautismo, rehusando el otro la cohabitación pacífica y sin pecado con el convertido.
     Si en el momento del matrimonio uno de los contrayentes no estaba bautizado y el otro lo estaba fuera del catolicismo. La Iglesia, por razones suficientemente graves, puede disolver este matrimonio en virtud del poder de atar y desatar que le ha sido conferido por Cristo, poder transmitido por la tradición y manifestado por la práctica de los Papas desde hace muchos siglos.
    Si se trata del matrimonio entre bautizados aún no consumado.

     Pero ni la Iglesia ni otro poder alguno en la tierra puede disolver un matrimonio sacramental consumado.
     A más de la base racional que fundamenta la indisolubilidad del matrimonio, Dios ha dictado preceptos positivos sobre esta materia «El hombre se unirá a su mujer», fue el mandato del Creador al instituir el matrimonio. Siglos más tarde, Cristo afirmó categóricamente: «Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán dos en una carne; por tanto, no son ya dos, sino una carne y lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mat., XIX, 4-6). Y en otra oportunidad: «Quienquiera que repudiase a su esposa y tomase otra, comete adulterio contra aquélla; y si la esposa abandonase al marido y se casase con otro, cometerá adulterio» (Marc., X, 11 12)
     En su primera Epístola a los Corintios (VII, 10), y en la diriguda a los Romanos (VIII, 2-3), San Pablo reafirma la doctrina de Cristo sobre la indisolubilidad del matrimonio.
     En los primeros siglos los Padres de la Iglesia escribieron con profusión y energía acerca de la indisolubilidad del matrimonio. A traves de su larga historia, la Iglesia de Cristo nunca ha transigido en esta doctrina, aun a sabiendas de que el no contemporizar con el divorcio de un rey había de representar la pérdida de toda una nación. 

Unidad del matrimonio

     La unión conyugal entre un hombre y una mujer se llama monogamia, y es la única forma de unión en matrimonio de acuerdo con la ley natural.
     Contrapónese a la monogamia la poligamia, que es la unión de una persona con dos o más de distinto sexo. Especies de poligamia son la poliginia —enlace con muchas mujeres— y la poliandria, si son varios los hombres.
     Es indudable que la poligamia se opone a la ley natural. En la unión poligámica el amor sincero y cordial entre los esposos es imposible; los celos y envidias están a la orden del día en el hogar; desvanecese la paz doméstica y, por último, los fines espirituales del matrimonio quedan subordinados a la rastrera satisfacción sensual.
     Cabe igualmente asegurar que en el enlace poliándrico es por extremo difícil para el padre conocer a su hijo y al hijo conocer a su padre. Este hecho mina la base sobre la que se asienta la ley natural de los deberes y derechos mutuos entre hijos y padres.
     Aparte de estos argumentos de razón en contra de la poligamia, sábese que en el principio del mundo hizo Dios a Adán y Eva «dos en una carne» (Gen., II, 24).
     Poseemos igual certeza acerca de que la monogamia fue la forma de unión matrimonial determinada por Dios, porque, cuando la especie humana parecía estar llamada a desaparecer después del Diluvio, el mismo Dios permitió se dispensase temporalmente a los hombres de la unidad del matrimonio. En aquel periodo crucial de la Historia exime de la monogamia precisamente para hacer posible que la institución del matrimonio alcance su fin social, la conservación de la especie humana. Si la monogamia no hubiese sido la forma de matrimonio instituida por Dios, no sería comprensible como medió una dispensa especial por parte del mismo Dios.
     Durante este período accidentado de la Historia, las ventajas del matrimonio monogámico, tales como el afecto conyugal y la plena armonía doméstica basados en el amor mutuo, hubieron de subordinarse al ínteres general de la preservación de la raza.
   Pero tan pronto como desaparecieron las circunstancias extraordinarias, cesó también la dispensa divina. La monogamia volvió a ser la universal para la humanidad.
     Cristo, en sus enseñanzas, dió a entender bien claramente que la unidad del matrimonio quedaba impuesta a todos los hombres (Mat., XIX, 4-6). La doctrina de Cristo tocante a esta materia ha sido defendida sin cesar por la Iglesia a través de todos los tiempos. Así, el Papa Pío XI, en su Encíclica sobre el matrimonio, describe su unidad como la «fidelidad mutua en el cumplimiento del contrato matrimonial, de tal manera que todo aquello que, según la ley divina, es de derecho de uno de los cónyuges en virtud del contrato, ni le sea negado a él, ni conferido a un tercero» (Casti Connubii).
     Tengase bien presente que no sólo se opone a la unidad del matrimonio el acto impuro externo, sino también le son contrarios los pensamientos o deseos consentidos de esos actos. Expresamente lo ha dicho Cristo: «Cualquiera que mirare a alguna mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón» (Mat., V, 28).
     Superfluo seria observar que allí donde existe verdadera unidad conyugal nada hay impropio en las relaciones conyugales entre los esposos. De hecho, la vida sexual es el medio escogido por Dios para asegurar la propagación del género humano. Aún más: lo mismo que es licita la cópula entre los esposos, lo son también todas las acciones que la preparan, acompañan y son una consecuencia de ella.
     Las relaciones conyugales entre los esposos no sólo constituyen un derecho, sino también un deber. El derecho al acto sexual es legítimo para cada una de las partes, de donde se deriva que no puede rehusarse por cualquiera de las partes, sin que la negativa deje de representar de ordinario una infracción del contrato matrimonial y una violación de la justicia. Este deber ha sido muy puesto en relieve por San Pablo: «Pague el débito el marido a su mujer y la mujer al marido» (I Cor. VII, 3). Se sobreentiende que pueden presentarse a veces algunos motivos que justifiquen la negativa; asi, por ejemplo, un peligro efectivo para la salud o la vida de una de las partes, la posibilidad de infección a causa de una enfermedad venérea, el adulterio no perdonado, intoxicación y otras razones de índole semejante.
     Las relaciones matrimoniales han de caracterizarse por una genuina castidad conyugal. Este principio reclama que el uso de los derechos matrimoniales se mantenga bajo el control de la razón. La moderación es una cualidad tan importante para la castidad conyugal como para las demás virtudes. Al decir del Papa, en la Encíclica sobre el matrimonio: «Si la gracia de la fe conyugal ha de brillar en todo su esplendor, las mutuas relaciones familiares entre los esposos mismos deben distinguirse por la castidad, de tal manera, que los esposos se comporten en todo tiempo según la ley natural y positiva divina, y se esfuercen siempre por cumplir la voluntad sapientísima y santísima del Creador con la máxima reverencia hacia la obra de Dios.»
     Otra característica importante de la verdadera unidad en el matrimonio es la caridad o amor recíproco entre los esposos. No nos referimos aquí al sentimiento o atracción física, sino al auténtico, profundo y consistente amor espiritual. Es el amor sobreentendido en la Encíclica cuando dice: «El amor de que hablamos no se funda en una concupiscencia transitoria del momento, ni consiste tan sólo en palabras halagüeñas, sino en la unión profunda de corazones traducida en obras, ya que por ellas se prueba el amor.»
     Una última característica de la unión conyugal es la obediencia de los miembros de la familia al padre. La doctrina tradicional de la Iglesia es que el padre encarna la autoridad dentro de la sociedad doméstica. En la Epístola de San Pablo a los Efesios (V, 22-23) encontramos el fundamento escriturístico de esta doctrina: «Que las mujeres estén sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es la cabeza de la esposa como Cristo es cabeza de su Iglesia.»
     Como expresamente se dice en la Encíclica sobre el matrimonio cristiano, la sumisión de la esposa al esposo no disminuye en lo más mínimo la dignidad que corresponde plenamente a la mujer en lo que atañe a su personalidad humana y a su noble misión de esposa, madre y compañera. No se le exige que obedezca indistintamente a cuanto le ordene su marido, si no está en armonía con la recta razón o con la dignidad que pertenece a la esposa. Ni, finalmente, implica que la esposa deba ponerse al mismo nivel de aquellas personas que llamamos menores de edad, a quienes no se suele permitir el libre ejercicio de sus derechos, a causa de su falta de madurez de juicio y de inexperiencia en los negocios humanos. Además, la sujeción de la esposa al esposo puede variar según las diferentes circunstancias de personas, lugar y tiempo. De hecho, si el esposo es negligente en el cumplimiento de sus deberes, toca a la esposa hacer sus veces en el gobierno de la familia. En una palabra, la esposa es la compañera del hombre, no su sierva; su misión de madre es en alto grado digna, importante y noble. Por estas razones, un amor hondamente espiritual debería darse siempre como base y fundamento de las relaciones ontre los esposos.

Charles J. Mc Fadden, O.S.A.
ETICA Y MEDICINA

No hay comentarios: