CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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¿PESIMISMO U OPTIMISMO CRISTIANO?
Muchos católicos no comparten el pesimismo de San Agustín y
creen en un cristianismo lineal, sin pesadumbre y temores de caer. Ese
optimismo no es señal de un cristianismo mediocre, superficial y alejado de la verdad del mundo y de la sociedad? En cambio, no da muestras el
que es cristianamente pesimista, de madures espiritual y de humildad
interior? (E. V.—Módena.)
Ahí tenemos otra antinomia aparente, otra doble faceta del cristianismo.
Ahí tenemos otra antinomia aparente, otra doble faceta del cristianismo.
Entre los muchos aspectos del problema me limitaré al psicológico, en relación con el significado de la
vida humana y con la predestinación eterna.
Tomado entonces el pesimismo y el optimismo respectivamente
como visión
del sólo aspecto negativo o
positivo de la existencia, evidentemente hay que excluir a ambos, por demasiado
unilaterales. En su lugar hay que adoptar en cambio el sano realismo cristiano: síntesis de santo temor y de ilimitada esperanza. El temor evitará el
adormecimiento y estimulará a la lucha. La esperanza animará a combatir con la
perspectiva de la
victoria.
Realmente es imposible cerrar los ojos ante el peligro real de la
condenación eterna, cuando se piensa en hechos históricos, como la caída de Lucifer y de la muchedumbre de ángeles rebeldes, la caída de Adán y Eva
y de toda la Humanidad del
estado de justicia original, la ceguedad diabólica de aquel mundo del que
Satanás pudo ser llamado «príncipe» (Juan, XII, 31) y falso «dios» (2 Corintios, IV, 4), la caida, en fin, de uno de los doce Apóstoles, etc.; y piénsese también
que la moderna incredulidad e inmoralidad parece hecha de intento para producir
una amplia mortalidad espiritual, como el antiguo paganismo, del que constituye
una especie de retorno.
Pero es igualmente imposible no abrir los ojos jubilosos ante la
revelación dei infinito amor misericordioso de Dios a cada uno de
nosotros, que llegó hasta pagar con toda
su sangre el precio de nuestra salvación; y esto por todos sin excepción,
incluso por Judas —como afirma además San Agustín, citado inexactamente como
pesimista en la consulta (in Ps. 68, n. 11)—, el cual sólo por haber resistido a ese amor
misericordioso, se perdió. El mistério del divino Crucificado empapa la atmosfera
de la existencia de la más vibrante esperanza y del más fundado optimismo.
Todos nos podemos perder, es verdad, pero también todos —si quieren— se pueden
salvar: «Y cuando Yo sea levantado en la tierra —esto es, crucificado— todo lo atraeré
a Mí» (Juan, XII, 32). Es más:
después de cualquier caída temporal, quien ha comprendido el secreto de la
divina misericórdia tiene motivo para renovar la santa lucha, en cierto sentido
con más esperanza que antes.
El secreto de la divina misericórdia es realmente inclinarse sobre la miséria
del pecador, para lograr del alma
arrepentida un mayor
desquite victorioso. Lo
cual entra en el principio general de que Dios no permite el mal sino para un bien mayor.
Se necesitan las lentes deformadoras de Schopenhauer para achacar calumniosamente al cristianismo la característica dei
pesimismo.
Y vuelven las dos caras de la realidad: tanta infinita misericórdia
incendia de esperanza al corazón, y la posibilidad de hacer resistencia a ella
lo mantiene temblando de temor: sentimientos ambos preciosos para la
salvación y la santificación.
Ese doble aspecto de la realidad se presenta asimismo en la
consideración de las relaciones entre sentidos, razón y gracia. No se puede
admitir ningún vano optimismo de espontânea armonía entre ellos, mientras,
como prueba la experiencia más elemental, «cuando el hombre llega a la actividad de la razón mediante la
operación del sentido, son más
los que siguen las inclinaciones de la naturaleza sensitiva que las del orden racional» (Summa
Theol., I-II, 71, 2 ad 3). La dura ley de
la negación de uno mismo para la ordenada subordinación de los sentidos a la
razón y de la razón a la gracia es, pues, cierta.
Pero
subordinación no quiere decir aniquilación; e inferioridad respecto a la
gracia no quiere decir naturaleza intrinsecamente mala, aunque esté decaída.
Asi, pues, con la ley de la negación propia vuelve de lleno el optimismo
realista, mirando al fin de la «renuncia», que es el divino aprecio de la vida;
tal que nos hace «herederos de Dios, y coherederos con Cristo, con tal, no
obstante, que padezcamos con Él a fin de que seamos con Él glorificados»
(Romanos, VIII, 17).
BIBLIOGRAFIA
Bibliografia
de las consultas 5, 15 y 30.
P. Gaetani: La Provvidenza divina, Roma, 1941, cap. VIII;
P. Garrigou-Lagrange : Predestinazicme, EC., IX, págs. 1.907-12.
P. Gaetani: La Provvidenza divina, Roma, 1941, cap. VIII;
P. Garrigou-Lagrange : Predestinazicme, EC., IX, págs. 1.907-12.
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