En la primitiva liturgia cuaresmal existia una ceremonia especialmente consagrada al Padre nuestro. Su texto era solemnemente recitado por los catecúmenos. Es lo que se denominaba traditio orationis dominicae. Hoy ocupa en la misa un lugar eminente, precedido por breve prefacio, y ha vuelto a recobrar vigencia en la solemnísima vigilia de la gran noche de Pascua de Resurrección.
Tertuliano llamó al Padre nuestro “Compendio del Evangelio” (Breviarium totius Evangelii). Los Padres se complacían en repetir que así como el hombre es un microcosmos, un mundo en pequeño, así la oración dominical es el resumen de las enseñanzas de la Escritura. De ahí la multitud de comentarios y homilías de los Padres acerca de esta plegaria, de sentido y de gusto inagotable.
Rezar el Padre nuestro es ponerse en seguida en la más pura actitud cristiana.
Es formular un acto de fe en la trascendencia de Dios “que está en los cielos” y en su presencia de generosidad y perdón entre sus hijos. Es hacer un acto de esperanza, porque de El confiamos recibirlo todo: el pan, el perdón, la santificación, el advenimiento de su reino. Es practicar un acto de amor: a su nombre, a su reino, a su voluntad, a sus intereses, que anteponemos a los nuestros. Primero decimos: lo tuyo. Después decimos: lo nuestro... Incluye también el amor al prójimo, porque empezamos por llamarlo nuestro y no mío, es decir: Padre de toda la universal familia. Por algo el genio de Bossuet se sirvió de las palabras del Padre nuestro para exponer la doctrina cristiana de la caridad en sus profundísimas Meditaciones sobre el Evangelio.
El Padre nuestro puede ser considerado como el programa de la acción de Cristo. ¿Qué fué su vida, qué fué toda su actuación sino dar a conocer el nombre de su Padre, cumplir la voluntad del que lo envió, predicar la iniciación del Reino, nutrir de pan del cuerpo y del alma a las muchedumbres, perdonar los pecados en sus peregrinaciones y en su crucifixión, rescatarnos a todos del mal y del Maligno?
De igual manera, bien meditado, el Padre nuestro se nos ofrece como programa de todos los seguidores de Cristo y consigna de altísima santidad.
Hacer que nuestra vida enaltezca el nombre bendito de Dios, militar en su reino y conquistarlo dentro de nuestra propia alma, hacer su voluntad en todos nuestros actos y en todos los momentos de nuestra vida y, finalmente, vivir en paz y hermandad con todos los hombres, ¿no es acaso una forma de santificarse con plenitud?
El Padrenuestro es la plegaria perfecta y total. Tiene, ante todo, la belleza de su escueta y destellante brevedad. Comparado con los salmos resulta, en general, más sobrio, pero más opulento y rezumante de contenido espiritual.
En su sencillez sublime, lo mismo conviene a los rudos que comienzan a dirigirse a Dios, que a los avanzados en los caminos del espíritu. ¡Cuántos convertidos han manifestado su impresión de gozo y de asombro al paladear por vez primera estos versículos de línea tan sencilla y de jugo tan cordial! Es sabido cómo iluminaba el alma de Santa Teresa de Avila y nutría el alma de Santa Teresa de Lisieux. Rezando el Padre nuestro ha habido quien llegara a la oración de pura contemplación, nos cuenta la santa de Avila...
Diecinueve siglos y oleadas de generaciones cristianas se han elevado al Padre de los cielos recitando esta fórmula enseñada por el Maestro.
En el sitio en que, según la tradición, Cristo lo enseñó a sus discípulos, una princesa cristiana construyó una capilla, en cuyas treinta y dos arcadas se ha escrito el Padre nuestro en otras tantas lenguas. Es un símbolo de la universalidad de esta plegaria. El Padre nuestro es el grito de todos los corazones, es la plegaria de la Iglesia universal.
Formado en la divina enseñanza me atreveré a decir cada mañana, y muchas veces al día: Padre nuestro que estás en los cielos...
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