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jueves, 22 de abril de 2010

Encíclica "E Supremi Apostolatus" San Pío X

El peso del Pontificado
Al dirigirnos por primera vez a vosotros desde la suprema cátedra apostólica a la que hemos sido elevados por el inescrutable designio de Dios, no es necesario con cuantas lágrimas y oraciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del Pontificado. Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente inferior, aplicara Nuestra situación la queja de aquel gran santo, Anselmo, cuando a pesar de su oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar el honor del episcopado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mismas muestras de desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud hemos aceptado la pesadísima carga del oficio de apacentar la grey de Cristo. Mis lágrimas son testimonio -esto dice-, así como mis quejas y los suspiros de lamento de mi corazón; cuales en ninguna ocasión o por ningún dolor recuerdo haber derramado hasta el día en que cayó sobre mi la pesada suerte del archiepiscopado de Canterbury resistén más y más a mis planes, de modo que comprendo que es absolutamente imposible oponerme a ello. De ahí que, vencido por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no hay defensa posible, entendí que mi deber era adoptar. No pudieron dejar de advertirlo todos aquellos que en aquel día contemplaron mi rostro... Yo con un color más propio de un muerto que de una persona viva, palidecía con doloroso estupor. A decir verdad, hasta ese momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mi esa elección, o por mejor decir esa extorsión. Pero ya de grado o por fuerza, tengo que confesar que a diario los designios de Dios una única decisión: después de haber orado cuanto pude y haber intentado que, si era posible, ese cáliz, pasara de mí sin beberlo... me entregué por completo al sentir y a la voluntad de Dios, dejando de lado mi propio sentir.
Los hombres están hoy apartados de Dios.
Y efectivamente no Nos faltaron múltiples y graves motivos para rehusar el Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia nos considerábamos dignos del honor del Pontificado; ¿a quién no le conmovería ser designado sucesor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia durante casi 26 años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto resplandor de virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y consagró la memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando aparte otros motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la humanidad. ¿Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el Profeta: Pues es aquí que quienes se alejan de ti, perecerán. Detrás del oficio pontificio que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal: Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre pueblos y reinos poder de destruir y arrancar, de edificar y plantar; pero, conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos espantaba tener que hacer frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía muchas dificultades.
"¡Instaurar todas las cosas en Cristo!"
Sin embargo, puesto que agradó a la divina voluntad elevar nuestra humildad a este supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que Nos conforta y poniendo manos a la obra, apoyados en la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión de Nuestro pontificado tenemos un solo propósito, instaurarlo todo en Cristo, para que efectivamente todo y todos en Cristo.
Habrá indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas, intentarán escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte.
Para salir les al paso, aseguramos con toda firmeza que Nos nada queremos ser, y con la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino ministro de Dios, de cuya autoridad somos instrumentos. Los intereses de Dios son nuestros intereses; a ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo esta: ¡Instaurar todas las cosas en Cristo!
Los hombres contra Dios
Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extraordinaria alegría el hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os calificaríamos de ignorantes, cosa que ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que en todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nosotros. Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aun más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz el mismo recuerdo y noción de Dios.
Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol. En verdad, con semejante osadía, con esta desafuero de la virtud de la religión, se cuarta por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario -esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol-, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exsaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que -aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene-, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.
Efectivamente, nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla que está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso cuanto más inminente es la derrota, cuando con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas advertencias nos hace el mismo Dios en la Escrituras Santas. Pasa por alto, en efecto, los pecados de los hombres, como olvidado de su poder y majestad: pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un borracho lleno de fuerza, romperá la cabeza a sus enemigos para que todos reconozcan que el rey de toda la tierra es Dios y sepan las gentes que no son más que hombres.
El deseo de paz: dónde encontrarla
Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no solo pidiendo con asiduidad: Alzate, Señor, no prevalezca el hombre, sino -lo que es más importante- con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea fielmente observado por todos.
Esto es no sólo una exigencia natural, sino un beneficio para todo el género humano. ¿Cómo no van a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Venerables, por el temor y la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se enorgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que es casi una lucha de todos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el corazón de todos y no hay nadie que no le reclame con vehemencia. Sin embargo, una vez rechazado Dios, se busca la paz inútilmente porque la justicia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada la justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia.
Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman "de orden". ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno solo: el de quienes están de parte de Dios. Así pues, este es necesario promover y a él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz.
Y verdaeramente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majestad y el imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el Apóstol: Nadie puede poner otro fundamento, fuera del que ya está puesto, que es Cristo Jesús. Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo; el esplendor del Padre y la imagen de su estancia, Dios verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo.
Que los hombres vuelvan a Dios, por la Iglesia
De lo cual se concluye que instaurar todas las cosas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a someterse a Dios es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde conviene dirigir nuestros cuidados para someter al género humano al poder de Cristo: con El al frente, pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquel despiadado, despectivo para los humanos que han imaginado en sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, trino en personas, creador del mundo, que todo lo prevé con suma sabiduría, y también legislador justísimo que castiga a los pecadores y tiene dispuesto el premio a los virtuosos.
Por lo demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a Cristo: la Iglesia. Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tu esperanza la Iglesia, tu salvación la Iglesia, tu refugio la Iglesia. Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al precio de su sangre; y a ella encomendó su doctrina y los preceptos de sus leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones de su divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres.
El deber concreto de los Pastores
Ya veis, Venerables Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad humana, alejada de la sabiduría de Cristo, a la doctrina de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es de Cristo y Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, logramos, nos alegraremos porque la iniquidad habrá cedido ante la justicia y escucharemos gozosos una gran voz del cielo que dirá: Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo.
Ahora bien, para que el éxito corresponda a los deseos, es preciso intentar por todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y detestable, característico de esta época: el afán que el hombre tiene por colocarse en el lugar de dios; habrá que devolver su antigua dignidad a los preceptos y consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las verdades transmitidas por la Iglesia, toda su doctrina sobre la santidad del matrimonio, la educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su uso, los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá restablecerse el equilibrio entre los distintos órdenes de la sociedad, , la ley y las costumbres cristianas.
Los medios: formar buenos sacerdotes
Nos, por supuesto, secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro pontificado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas. A vosotros, Venerables Hermanos, os corresponde secundar Nuestros afanes con vuestra santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo por la gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que se forme Cristo.
Y ya apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su oficio están destinados a formar a cristo en los demás. Pienso en los sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las órdenes sagradas sean conscientes de que, de que, en las gentes con quienes conviven, tienen asignada la provincia que Pablo declaró haber recibido con aquellas palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros. Pues, ¿quien es serán capaces de cumplir su misión si antes no se han revestido de Cristo? y revestido de tal manera que puedan hacer suyo lo que también decía el Apóstol: ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Para mí la vida es Cristo. Por eso, si bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, sin embargo se refiere sobre todo aquel que desempeña el sacerdocio; pues se le denomina otro Cristo no sólo por la participación de su potestad, sino porque imita sus hechos, y este modo lleva impresa en sí mismo la imagen de Cristo.
En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Venerables Hermanos, en la formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás tareas que se os presentan, sean cuales fueren, cedan ante esta. Por eso, la parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de los seminarios sagrados de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y por la santidad de sus costumbres. Cada uno de vosotros tenga en el Seminario las delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.
Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes sagradas, por favor no olvidéis la presripción de Pablo a Timoteo: A nadie impongas las manos precipitadamente; considerad con atención que de ordinario los fieles serán tal cual sean aquellos a quienes destinéis al sacerdocio. Por tanto no tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad, mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los pecados de otros.
Cuidar a los sacerdotes jóvenes
Otra cosa: que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no echen de menos vuestros cuidados. A estos -os lo pedimos con toda el alma-, atraedlos con frecuencia hasta vuestro corazón, que debe alimentarse del fuego celestial, encendedlos, inflamadlos de manera que anhelen sólo a dios y el bien de las lamas. Nos ciertamente, Venerables Hermanos, proveeremos con la mayor diligencia para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las insidias de esta ciencia nueva y engañosa que no conoce a Cristo y que, con falsos y astutos argumentos, pretende impulsar los errores del racionalismo y el semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando le escribía: Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando las novedades profanas y las contradiciones de la falsa ciencia que algunos profesan extraviándose de la fe. Esto no impide que Nos estimemos dignos de alabanza los sacerdotes jóvenes que siguen estudios de ciencias útiles en cualquier campo de la sabiduría, para hacerse mas instruidos en la guarda de la verdad y rechazar mejor las calumnias de los odiadores de la fe. Sin embargo, no podemos ocultar, antes al contrario la manifestamos abiertamente, que serán siempre Nuestros predilectos quienes, sin menospreciar las disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al bien de las almas buscando para si los dones que convienen a un sacerdote celoso por la gloria de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón, al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías: Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo partiera. No faltan en el clero quienes, de acuerdo con sus propias cualidades, se afanan en cosas de una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El Espíritu me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista.
La falta de doctrina: enseñar con caridad
¿A quién se le oculta, Venerables Hermanos, ahora que los hombres se rigen sobre todo por la razón y la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio por ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón: Blasfeman de todo lo que desconocen. Y este hecho se da no sólo entre el pueblo o la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al error, sino también en las clase más cultas, e incluso en quienes sobresalen en otros campos por su erudición. precisamente de aqui procede la falta de fe de muchos. Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de ciencia; de manera que donde mayor es la ignorancia, más evidente es la falta de fe. Por eso Cristo mandó a los Apóstoles: Id y enseñad a todas las gentes.
Y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es mas eficaz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación. Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia.
También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que Él dijo, venid a mi todos los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré. Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía humea.
Y es preciso que esta caridad, paciente y benigna se extienda hasta aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y lo soportamos; difamados, consolamos. Quiza parecen peores de lo que son. Pues con el trato, con los perjuicios, con los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal consejero amor propio se han pasado al campo de los impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depravada como incluso ellos pretenden parecer. ¿Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consigo la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiempo el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha prometido el premio a los frutos del trabajo: sino a la voluntad con que este se realiza.
El deber insustituible de los Obispos
Pero, Venerables Hermanos, no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en Cristo a todas las gentes, no contéis vosotros y vuestro clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno referente al prójimo. Así que trabajar por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de quienes se han dedicado a las funciones sagradas, sino de también de todos los fieles: y ciertamente cada uno no de acuerdo con su iniciativa y su talante, sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los Obispos; pues presidir, enseñar, gobernar la Iglesia a nadie ha concedido sino a vosotros, a quienes el espíritu Santo puso para regir a la Iglesia de Dios.
Que los católicos formen asociaciones, con diversos propósitos pero siempre para bien de la religión. Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las sancionaron dándoles gran impulso. Y Nos no dudamos de honrar a esa egregia institución con nuestra alabanza y deseamos ardientemente que se difunda y florezca en las ciudades y en los medios rurales. Sin embargo, de semejantes asociaciones Nos esperamos ante todo que cuantos se unen a ellas vivan siempre cristianamente. Poco importa en efecto suscitar con sutileza muchas cuestiones y disertar con elocuencia sobre derechos y deberes, si todo esto se separa de la acción. Pues Acción piden los tiempos; pero una acción que se apoye en la observancia santa e íntegra de las leyes divinas y los preceptos de la Iglesia, en la profesión libre y abierta de la religión, en el ejercicio de todo género de obras de caridad, sin apetencias de provecho propio o de ventajas terrenas. Muchos ejemplos ostentibles de este género a cargo de los soldados de Cristo, tendrá más valor para conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y libres de prejuicios y de dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier su doctrina y su amor; todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida.
Por supuesto, si en las ciudades, si en cualquier aldea se observan fielmente los mandamientos de Dios, si se honran las cosas sagradas, si es frecuente el uso de los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana, Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se instaure en Cristo.
Y no se piense que con esto buscamos sólo la consecución de los bienes celestiales; también ayudará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los ricos asistirán a los más débiles con justicia y caridad, y estos a su vez llevarán en calma y pacientemente las angustias de su desigual fortuna; los ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se aceptará el respeto y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo poder no procede sino de Dios. ¿Qué más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una libertad plena e íntegra y no estar sometida a un poder ajeno; y Nos al reivindicar esta misma libertad, no sólo defendemos los derechos sacrosantos de la religión, sino que velamos por el bien común y la seguridad de los pueblos. Es evidente que la piedad es útil para todo: con ella incólume y vigorosa el pueblo habitará en morada llena de paz.
Exhortación final.
Que Dios, rico en misericordia, acelere benigno esta instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque esta es una tarea no del que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene misericordia. Y nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu humilde, con una oración continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de Jesucristo. Utilicemos ante todo la intercesión poderosísima de la Madre de Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en el día establecido para conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro Antecesor dispuso con la dedicación del mes de octubre a la Virgen augusta mediante el rezo público de Su Rosario en todos los templos, Nos igualmente lo disponemos y lo confirmamos; y animamos también a tomar como intercesores al castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia Católica, y a San Pedro y San Pablo, príncipes de los Apóstoles.
Para que todos estos propósitos se cumplan cabalmente y todo salga según vuestros deseos, imploramos la generosa ayuda de la divina gracia. Y en testimonio del muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros y a todos los fieles que la providencia divina ha querido encomendarnos, os impartimos con todo cariño en el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a vuestro pueblo.
Dado en Roma junto a San pedro, el día 4 de octubre de 1903, primer año de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA X


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