Dificultades y respuestas
¿Es cierto que Jesucristo estableció una sociedad a la que todos debemos de pertenecer? ¿No insistió más bien en ciertos principios espirituales que sus discípulos debían predicar y explicar lo mejor que pudiesen?
Los católicos creemos, con el Concilio Vaticano, "que Jesucristo, para perpetuar la obra salvadora de la Redención, echó los cimientos de una Iglesia Santa en la que se habían de cobijar, como en la casa de Dios, todos los fieles unidos por la unidad de una Fe y amor mutuo".
La Escritura confirma esto en multitud de lugares. Jesucristo dio a sus Apóstoles el poder de enseñar (Mar. XVI, 15; Mat. XXVIII, 19), y el de gobernar (Mat. XVIII, 18; Juan XX, 21), y el de santificar las almas de los hombres (Mat. XXVIII, 20; Juan XX, 22; Luc. XXII, 19). Los verdaderos seguidores de Cristo tienen que aceptar las enseñanzas de los apóstoles (Mar. XVI, 16), obedecer sus mandatos (Luc. X, 16; Mat. XVIII, 17) y usar los medios de santificación que Jesucristo instituyó (Juan III, 5; VI, 54). Jesucristo, pues, instituyó una sociedad divina en su origen y sobrenatural en su fin y en los medios que usa para este fin. Esta sociedad es humana también, pues se compone de hombres; por eso vemos escándalos, herejías y cismas. Jesucristo lo había predicho cuando lo comparó con un campo de trigo en le que crece también cizaña, y a una red de pescador que coge peces buenos y malos (Mat. XIII, 24-47).
¿No es cierto que en el siglo XVI la Iglesia había llegado a tal grado de corrupción y había variado tanto, que ya no era la misma que instituyó Jesucristo?
No, Señor. Esta acusación era el pretexto de que se valían los seudorreformadores para establecer sus sectas; como los modernistas, obcecados por la falsa teoría de la verdad relativa, dedujeron la defectibilidad de la Iglesia como artículo fundamental de su credo racionalista. Los imperios de este mundo y todas las sociedades humanas llevan dentro de sí el germen de corrupción y descomposición, y, más tarde o más temprano, cambian o parecen; pero esta sociedad divina (la Iglesia), que Cristo instituyó, lleva dentro de sí un preservativo que la salva de toda influencia corruptora y hace que, al cabo de siglos y más siglos de vida, esté tan remozada como cuando salió de las manos de su Fundador. Este preservativo es el Espíritu Santo, que habita en ella y habitará junto con el mismo Jesucristo hasta el fin del mundo (Mat. XXVIII, 20; Juan XIV, 16). Los Profetas de la Ley Antigua predijeron que el reinado de Cristo no había de tener fin (Dan. II, 44; Isaías IX, 6-7), lo cual confirmó Jesucristo cuando prometió expresamente "que las puertas del infierno no habían de prevalecer sobre su Iglesia". Es cierto que algunas partes de esa Iglesia pueden corromperse con la herejía o el cisma, como sucedió en los tiempos aciagos de Arrio y en los del cisma de Oriente, y en la reforma protestante, y en la usurpación modernista de nuestra época; pero, como escribía San Cipriano: "El que broten en el campo de la Iglesia cardos y espinas no debe acobardarnos y hacernos desmayar, sino más bien animarnos a ser buen trigo que demos el ciento por uno" (Ad Cornelium, 55). Y en otra carta nos dice que no nos debemos escandalizar si algunos hombres ensoberbecidos apostatan del catolicismo, pues a Jesucristo mismo le abandonaron algunos de sus discípulos (Juan VI, 66) y Él y sus apóstoles predijeron la apostasías de muchos cristianos.
¿No es cierto que en el siglo XVI se necesitaba una reforma, y que con Lutero se mejoró la situación? ¿No deseaban esta reforma los Papas de su tiempo, León X y Clemente VII? ¿Por qué hubo un movimiento tan general contra la Iglesia Católica?
Estamos de acuerdo en que en el siglo XVI se necesitaba una reforma para cortar los abusos de muchos católicos que solo eran de nombre, y el historiador Pastor nos confirma en esta opinión al contarnos detalladamente escenas de mundanidad, nepotismo, avaricia e inmoralidad por parte de no pocas personas eclesiásticas; aunque nos previene también contra las exageraciones de los controversistas fanáticos de la época, y nos da una lista de ochenta y ocho santos y beatos que solo en Italia florecieron desde el año 1400 al 1529, añadiendo esta observación: "En los anales de las naciones no se conservan más que datos y escenas de crímenes. La virtud camina humilde y silenciosa; el vicio y la ilegalidad todo lo llenan de ruido y alboroto. Se desliza uno, y toda la ciudad lo comenta; el virtuoso practica heroicidades, y nadie lo ve (Historia de los Papas 5, 10). Cualquiera que discurra sin prejuicios ve fácilmente que la revolución de Lutero, amparada por los reyes y príncipes que ambicionaban los bienes de la Iglesia y negaban las verdades reveladas, no fue inspirada por Dios, sino atizadas por el infierno. Los católicos de corazón permanecieron en la Iglesia de Cristo, como los santos Pedro Canisio y Carlos Borromeo; los católicos inmorales y viciosos, como Enrique VIII y el Landgrave Felipe de Hesse, apostataron. Y aunque es cierto que ni León X ni Clemente VII tuvieron la energía que necesitaba para reunir el Concilio de Trento, que trajo la verdadera reforma, también es verdad que este tardó en reunirse más de lo debido por la interferencia odiosa de los príncipes cristianos ambiciosos y suspicaces".
En la obra que sobre Lutero escribió Grisar, leemos párrafos como éstos: "Ahora, escribe Lutero, vemos que la gente se está volviendo más infame, más cruel, más avarienta, más lujuriosa y peor en todos los órdenes que cuando estábamos regidos por el papado". Llama a su ciudad Wittenberg "una Sodoma de inmoralidad" y añade que "aunque la mitad de sus habitantes son adúlteros, usureros, ladrones y engañadores, las autoridades se cruzan de brazos". El obispo Pilkington, protestante de los reales de Isabel de Inglaterra, se expresa asi: "Hemos roto las ligaduras que nos tenían sujetos al Papa, para vivir a nuestro capricho, sin que nadie nos acuse. Cuando los ministros se proponen corregir nuestros abusos, nos reímos y mofamos de ellos. Para mí tengo que el Señor se va a irritar un día y va a tomar venganza con su mano. ¿Quién, ¡ay!, le resistirá?" (Nehemiah 388). Las causas que aceleraron la reforma fueron varias: las enemistades entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, de Francia, que se rebeló contra el Padre Común de la cristiandad y desdoró el prestigio del papado; la resistencia de los Papas en Aviñon (1309-1376); la rebelión de Luis de Baviera; el cisma de Occidente, y aquella peste general que en sólo dos años llevó al sepulcro una tercera parte de la población Europea. Las consecuencias de esta mortandad no pudieran ser más desastrosas. Iglesia y beneficios eclesiásticos, a millares, quedaron sin sacerdotes y sin obispos. Para cubrir estas plazas se admitió al sacerdocio gentes sin vocación, mundana y ambiciosa, que tenían puesto los ojos en las riquezas que la Iglesia había acumulado a través de los siglos por donaciones y legados espontáneos de sus hijos. Este estado de cosas repercutió en las costumbres en general, y se vio la necesidad de una reforma. Esta la trajo, felizmente, el Concilio de Trento. A raíz de este Concilio florecieron a la Iglesia santos de primer orden y en número verdaderamente consolador.
Lutero y Calvino declararon que la Iglesia estaba compuesta de solos los justos y predestinados. Ahora bien: sólo Dios sabe quién es justo. Luego la Iglesia no es visible. Jesucristo dijo: "El reino de Dios no viene con señales externas, sino que está dentro de vosotros" (Lucas XVII, 20-21). Y en esta otra ocasión dijo: "Dios es espíritu y verdad" (Juan IV, 24).
Esta doctrina herética fue condenada por los Concilios Tridentino y Vaticano, que definieron la visibilidad e la Iglesia: "Dios, por medio de su Hijo unigénito, estableció una Iglesia y la doto de notas y marcas para que todos puedan ver en ella la guardiana y maestra de la verdad revelada" (Vatic. sesión 3 cap. 3). ¿Cómo iba a exigirnos Jesucristo, bajo pena de condenación eterna, que creyésemos (Marcos XVI, 18), y el que desobedeciese los mandatos de la Iglesia fuese tenido por "gentil y publicano" (Mateo XVIII, 17), si no nos fuese dado conocer fácilmente la Iglesia? Además, el Nuevo Testamento está lleno de textos en los que compara la Iglesia a un reino, aun campo, al grano de mostaza, que crece y se hace un árbol; a una ciudad edificada sobre un monte, a un rebaño, etc.; lo cual da a entender que se trata de una Iglesia visible, pues estos términos de comparación son cosas externas bien visibles. La Iglesia no es una sociedad secreta. Ahí están sus templos abiertos a todo el que quiera entrar. Nada se hace allí en secreto. La Misa, la administración de los sacramentos, la doctrina evangelica que desde el púlpito se expone, los sacerdotes, los obispos, el Papa (desgraciadamente ahora ausente), todo en ella es patente y manifiesto. Los Padres de la Iglesia comparaban a esta con el sol y la luna, que "alumbran a todo lo que existe debajo de los cielos". "Antes se apagaría el sol, dice San Juan Crisostomo, que la Iglesia dejase de ser visible".
Respondiendo a los dos textos la dificultad, decimos que el reino de Dios no ha de venir con señales externas, es decir, no había de venir con estrépito de armas y legiones, como en son de conquista, sino pacíficamente; no se había de forzar a nadie a hacerse ciudadano de este reino, en el que no se admiten más que voluntarios. Los judíos estaban muy equivocados al creer que el Mesías había de venir a libertarlos del yugo romano y restaurar en Israel la grandeza material de los días de David y Salomón. Las palabras "dentro de vosotros" significan que el reino de Dios y estaba "entre ellos"; ya estaba allí Jesucristo con sus apóstoles, que eran el cimiento del nuevo reino, la Iglesia.
Cuando Jesucristo dijo a la samaritana que Dios es espíritu y que debe ser adorado en espíritu, quiso darle a entender que el culto de Dios no se debía de limitar ni al templo del monte Garizim ni al de Jerusalén. Dios está en todas partes, y demanda de nosotros culto y adoración que nos salga, no de los labios sino del corazón.
¿Qué entienden los católicos por unidad? ¿Cómo pueden estar de acuerdo en un sistema de doctrinas millones de entendimientos?
Los católicos, siguiendo a la letra las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, creemos que nuestra Iglesia es la única que goza de unidad de gobierno, unidad de fe y unidad de culto. Jesucristo nunca habló de sus "iglesias", sino de "su Iglesia". "Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (San Mateo XVI, 18). En el Nuevo Testamento, la Iglesia es comparada a un rebaño pastoreado por Pedro, representante de Cristo, el Buen Pastor. En la Iglesia o reino de Dios, todos tienen que pertenecer al mismo rebaño gobernado por un solo pastor (San Juan X, 16) Todos tenemos que creer lo que Cristo y sus apóstoles nos han enseñado (San Mateo XVIII, 20); tenemos que obedecer a los apóstoles como al mismo Jesucristo (San Juan XX, 21; San Mateo XVIII, 18) y tenemos que santificarnos con aquellos sacramentos que Cristo instituyó y cuya administración confió a sus apóstoles (San Lucas XXII, 19-20; San Mateo XXVIII, 19). Tenemos, pues, un régimen de gobierno al que nos debemos someter; un magisterio cuya doctrina tenemos que aceptar en su totalidad, y un ministerio con los mismos ritos y los mismos sacramentos para todos.
No se le ocultó a Jesucristo que habían de venir tiempos calamitosos en los que la interpretación privada de la Biblia, por un lado, y por el otro el nacionalismo más exagerado, tendrían a desunir la sociedad o Iglesia que acababa de fundar; por eso se adelantó a prevenirnos que no temiésemos, que las puertas del infierno no prevalecerían contra ellas, pues El había de estar con nosotros hasta el fin de los siglos y nos había de enviar el Espíritu Santo para ayudarnos en la lucha contra el poder de las tinieblas. Tenía esta unidad tan en el corazón, que en la Última Cena hizo oración a su Padre pidiéndole "que todos sean una misma cosa; y que como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Tí, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado" (San Juan XVII, 21). En los Hechos de los Apóstoles leemos que estos perseveraban en oración "animados de un mismo espíritu"; que reunieron un Concilio en Jerusalén para poner coto a los cismas que ya entonces empezaban; que ordenaron diáconos para evitar rivalidades entre los griegos y los hebreos; que San Pedro admitió en esa unidad a los gentiles en la persona de Cornelio y que la doctrina de Jesucristo había sustituido a la de Moisés. San Pablo, en sus Epístolas, es el mejor panegirista de la unidad de la Iglesia. El nos da la doctrina del cuerpo místico de Jesucristo, del cual nosotros somos los miembros. A los Efesios les dice: "Un solo cuerpo y un solo espíritu, como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos" (IV, 3-6). A los Corintios: "Porque así como el cuerpo humano es uno, y tiene muchos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también el cuerpo místico de Cristo. A este fin, todos nosotros somos bautizados en un mismo espíritu para componer un solo cuerpo... Vosotros, pues, sois el cuerpo místico de Cristo, y miembros unidos a otros miembros" (I Cor. 12-27). Por donde se ve que yerran los que, animados del espíritu moderno de independencia, creen que pueden interpretar a su capricho o negar algunos puntos contenidos "en el sagrado depósito de la sana doctrina". No, más bien hay que "evitar las novedades profanas de las expresiones y las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal", y "evitar y alejar los vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad, y la plática de estos cunde como la gangrena" (I Tim. VI, 20; 2 Tim II, 16-18). San Ireneo refuta así a los enemigos de la unidad de la Iglesia: "Habiendo la Iglesia recibido de los apóstoles la fe y la doctrina, aunque está diseminada por doquiera y abraza a todas las naciones, guarda incólume esa fe como si viviera en sola una casa; siempre predica las mismas verdades, como si no tuviese más que un corazón y una boca, y las transmite de generación a generación. Los cismáticos rompen y dividen el cuerpo glorioso de Cristo y, en cuanto está en su parte, lo destruyen; pues, aunque con la boca predican la paz, de hecho han declarado contra Él guerra sin cuartel". Una de las notas de la Iglesia Católica es la unidad. Preguntad a un obispo o a un sacerdote que os expliquen un punto cualquiera de la doctrina católica, y veréis cómo, con diferentes palabras, os dicen substancialmente la misma cosa. No vale aquí invocar la tradición o la autoridad o los decretos escritos. Que trescientos cincuenta millones de hombres creen lo mismo y obedezcan a la misma autoridad y se santifiquen con los mismos sacramentos..., esto es de tal calidad, que no se podría explicar sin la intervención del Espíritu Santo, que habita dentro de la Iglesia y la conserva una como la fundó Jesucristo. La Iglesia Católica no se contenta con términos medios. O sumisión al Romano Pontífice, o nada.
Así funcionó siempre hasta la muerte de S.S. Pío XII y las reformas del Conciliábulo Vaticano II.
Pero en la actualidad, se manifiesta una confusión terrible, las fuerzas tradicionalistas se encuentran divididas, afectando directamente a esta nota de la Iglesia Católica. Así vemos una Fraternidad de San Pío X, que reconoce a Benedicto XVI como Papa y no lo obedece sistematicamente, lo cual los convierte en cismáticos del Modernismo, pues la Iglesia no se contenta con términos medios; si es Papa Benedicto XVI, deben de someterse a su dirección o son cismáticos. Si lo aceptan y rezan en comunión con él participan de sus herejías. Por lo cual son modernistas en latín. Mucho más peligrosos porque se parecen mucho a la verdadera Iglesia.
A los que dicen que Ratzinger es "Papa material" acuerdense Que la Iglesia no se contenta con términos medios. Y acaso esta no es una novedad en la Iglesia. ¿Un Papa sin poderes papales?. Una posición sedevacantista muy cómoda. ¿Un doctor que detecta la enfermedad, pero que no da el médicamento adecuado para sanar? y recomienda solamente paliativos.
Un cúmulo de Obispos y sacerdotes, que son pequeños "papas" en sus comunidades, desgraciadamente todos desunidos entre si; que algunos llegan a decir que no es necesario el Papa o que no es el tiempo para hablar de "elección Papal". Asemejandose a esos herejes conocidos como "acéfalos", ya condenados por la Iglesia.
¿Dónde esta la UNIDAD de la Iglesia Católica? Esta la encontraremos sino en el fundamento donde Jesucristo la estableció. En la piedra donde edificó su Iglesia, en San Pedro y sus sucesores. La consecuencia de esta sedevacancia es la desunión que vivimos en la actualidad.
Dios ilumine los corazones de Obispos y sacerdotes para que vean por el bien de la Iglesia, más que por sus capillas y comunidades.
La Escritura confirma esto en multitud de lugares. Jesucristo dio a sus Apóstoles el poder de enseñar (Mar. XVI, 15; Mat. XXVIII, 19), y el de gobernar (Mat. XVIII, 18; Juan XX, 21), y el de santificar las almas de los hombres (Mat. XXVIII, 20; Juan XX, 22; Luc. XXII, 19). Los verdaderos seguidores de Cristo tienen que aceptar las enseñanzas de los apóstoles (Mar. XVI, 16), obedecer sus mandatos (Luc. X, 16; Mat. XVIII, 17) y usar los medios de santificación que Jesucristo instituyó (Juan III, 5; VI, 54). Jesucristo, pues, instituyó una sociedad divina en su origen y sobrenatural en su fin y en los medios que usa para este fin. Esta sociedad es humana también, pues se compone de hombres; por eso vemos escándalos, herejías y cismas. Jesucristo lo había predicho cuando lo comparó con un campo de trigo en le que crece también cizaña, y a una red de pescador que coge peces buenos y malos (Mat. XIII, 24-47).
¿No es cierto que en el siglo XVI la Iglesia había llegado a tal grado de corrupción y había variado tanto, que ya no era la misma que instituyó Jesucristo?
No, Señor. Esta acusación era el pretexto de que se valían los seudorreformadores para establecer sus sectas; como los modernistas, obcecados por la falsa teoría de la verdad relativa, dedujeron la defectibilidad de la Iglesia como artículo fundamental de su credo racionalista. Los imperios de este mundo y todas las sociedades humanas llevan dentro de sí el germen de corrupción y descomposición, y, más tarde o más temprano, cambian o parecen; pero esta sociedad divina (la Iglesia), que Cristo instituyó, lleva dentro de sí un preservativo que la salva de toda influencia corruptora y hace que, al cabo de siglos y más siglos de vida, esté tan remozada como cuando salió de las manos de su Fundador. Este preservativo es el Espíritu Santo, que habita en ella y habitará junto con el mismo Jesucristo hasta el fin del mundo (Mat. XXVIII, 20; Juan XIV, 16). Los Profetas de la Ley Antigua predijeron que el reinado de Cristo no había de tener fin (Dan. II, 44; Isaías IX, 6-7), lo cual confirmó Jesucristo cuando prometió expresamente "que las puertas del infierno no habían de prevalecer sobre su Iglesia". Es cierto que algunas partes de esa Iglesia pueden corromperse con la herejía o el cisma, como sucedió en los tiempos aciagos de Arrio y en los del cisma de Oriente, y en la reforma protestante, y en la usurpación modernista de nuestra época; pero, como escribía San Cipriano: "El que broten en el campo de la Iglesia cardos y espinas no debe acobardarnos y hacernos desmayar, sino más bien animarnos a ser buen trigo que demos el ciento por uno" (Ad Cornelium, 55). Y en otra carta nos dice que no nos debemos escandalizar si algunos hombres ensoberbecidos apostatan del catolicismo, pues a Jesucristo mismo le abandonaron algunos de sus discípulos (Juan VI, 66) y Él y sus apóstoles predijeron la apostasías de muchos cristianos.
¿No es cierto que en el siglo XVI se necesitaba una reforma, y que con Lutero se mejoró la situación? ¿No deseaban esta reforma los Papas de su tiempo, León X y Clemente VII? ¿Por qué hubo un movimiento tan general contra la Iglesia Católica?
Estamos de acuerdo en que en el siglo XVI se necesitaba una reforma para cortar los abusos de muchos católicos que solo eran de nombre, y el historiador Pastor nos confirma en esta opinión al contarnos detalladamente escenas de mundanidad, nepotismo, avaricia e inmoralidad por parte de no pocas personas eclesiásticas; aunque nos previene también contra las exageraciones de los controversistas fanáticos de la época, y nos da una lista de ochenta y ocho santos y beatos que solo en Italia florecieron desde el año 1400 al 1529, añadiendo esta observación: "En los anales de las naciones no se conservan más que datos y escenas de crímenes. La virtud camina humilde y silenciosa; el vicio y la ilegalidad todo lo llenan de ruido y alboroto. Se desliza uno, y toda la ciudad lo comenta; el virtuoso practica heroicidades, y nadie lo ve (Historia de los Papas 5, 10). Cualquiera que discurra sin prejuicios ve fácilmente que la revolución de Lutero, amparada por los reyes y príncipes que ambicionaban los bienes de la Iglesia y negaban las verdades reveladas, no fue inspirada por Dios, sino atizadas por el infierno. Los católicos de corazón permanecieron en la Iglesia de Cristo, como los santos Pedro Canisio y Carlos Borromeo; los católicos inmorales y viciosos, como Enrique VIII y el Landgrave Felipe de Hesse, apostataron. Y aunque es cierto que ni León X ni Clemente VII tuvieron la energía que necesitaba para reunir el Concilio de Trento, que trajo la verdadera reforma, también es verdad que este tardó en reunirse más de lo debido por la interferencia odiosa de los príncipes cristianos ambiciosos y suspicaces".
En la obra que sobre Lutero escribió Grisar, leemos párrafos como éstos: "Ahora, escribe Lutero, vemos que la gente se está volviendo más infame, más cruel, más avarienta, más lujuriosa y peor en todos los órdenes que cuando estábamos regidos por el papado". Llama a su ciudad Wittenberg "una Sodoma de inmoralidad" y añade que "aunque la mitad de sus habitantes son adúlteros, usureros, ladrones y engañadores, las autoridades se cruzan de brazos". El obispo Pilkington, protestante de los reales de Isabel de Inglaterra, se expresa asi: "Hemos roto las ligaduras que nos tenían sujetos al Papa, para vivir a nuestro capricho, sin que nadie nos acuse. Cuando los ministros se proponen corregir nuestros abusos, nos reímos y mofamos de ellos. Para mí tengo que el Señor se va a irritar un día y va a tomar venganza con su mano. ¿Quién, ¡ay!, le resistirá?" (Nehemiah 388). Las causas que aceleraron la reforma fueron varias: las enemistades entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, de Francia, que se rebeló contra el Padre Común de la cristiandad y desdoró el prestigio del papado; la resistencia de los Papas en Aviñon (1309-1376); la rebelión de Luis de Baviera; el cisma de Occidente, y aquella peste general que en sólo dos años llevó al sepulcro una tercera parte de la población Europea. Las consecuencias de esta mortandad no pudieran ser más desastrosas. Iglesia y beneficios eclesiásticos, a millares, quedaron sin sacerdotes y sin obispos. Para cubrir estas plazas se admitió al sacerdocio gentes sin vocación, mundana y ambiciosa, que tenían puesto los ojos en las riquezas que la Iglesia había acumulado a través de los siglos por donaciones y legados espontáneos de sus hijos. Este estado de cosas repercutió en las costumbres en general, y se vio la necesidad de una reforma. Esta la trajo, felizmente, el Concilio de Trento. A raíz de este Concilio florecieron a la Iglesia santos de primer orden y en número verdaderamente consolador.
Lutero y Calvino declararon que la Iglesia estaba compuesta de solos los justos y predestinados. Ahora bien: sólo Dios sabe quién es justo. Luego la Iglesia no es visible. Jesucristo dijo: "El reino de Dios no viene con señales externas, sino que está dentro de vosotros" (Lucas XVII, 20-21). Y en esta otra ocasión dijo: "Dios es espíritu y verdad" (Juan IV, 24).
Esta doctrina herética fue condenada por los Concilios Tridentino y Vaticano, que definieron la visibilidad e la Iglesia: "Dios, por medio de su Hijo unigénito, estableció una Iglesia y la doto de notas y marcas para que todos puedan ver en ella la guardiana y maestra de la verdad revelada" (Vatic. sesión 3 cap. 3). ¿Cómo iba a exigirnos Jesucristo, bajo pena de condenación eterna, que creyésemos (Marcos XVI, 18), y el que desobedeciese los mandatos de la Iglesia fuese tenido por "gentil y publicano" (Mateo XVIII, 17), si no nos fuese dado conocer fácilmente la Iglesia? Además, el Nuevo Testamento está lleno de textos en los que compara la Iglesia a un reino, aun campo, al grano de mostaza, que crece y se hace un árbol; a una ciudad edificada sobre un monte, a un rebaño, etc.; lo cual da a entender que se trata de una Iglesia visible, pues estos términos de comparación son cosas externas bien visibles. La Iglesia no es una sociedad secreta. Ahí están sus templos abiertos a todo el que quiera entrar. Nada se hace allí en secreto. La Misa, la administración de los sacramentos, la doctrina evangelica que desde el púlpito se expone, los sacerdotes, los obispos, el Papa (desgraciadamente ahora ausente), todo en ella es patente y manifiesto. Los Padres de la Iglesia comparaban a esta con el sol y la luna, que "alumbran a todo lo que existe debajo de los cielos". "Antes se apagaría el sol, dice San Juan Crisostomo, que la Iglesia dejase de ser visible".
Respondiendo a los dos textos la dificultad, decimos que el reino de Dios no ha de venir con señales externas, es decir, no había de venir con estrépito de armas y legiones, como en son de conquista, sino pacíficamente; no se había de forzar a nadie a hacerse ciudadano de este reino, en el que no se admiten más que voluntarios. Los judíos estaban muy equivocados al creer que el Mesías había de venir a libertarlos del yugo romano y restaurar en Israel la grandeza material de los días de David y Salomón. Las palabras "dentro de vosotros" significan que el reino de Dios y estaba "entre ellos"; ya estaba allí Jesucristo con sus apóstoles, que eran el cimiento del nuevo reino, la Iglesia.
Cuando Jesucristo dijo a la samaritana que Dios es espíritu y que debe ser adorado en espíritu, quiso darle a entender que el culto de Dios no se debía de limitar ni al templo del monte Garizim ni al de Jerusalén. Dios está en todas partes, y demanda de nosotros culto y adoración que nos salga, no de los labios sino del corazón.
LA IGLESIA CATÓLICA ES "UNA"
¿Qué entienden los católicos por unidad? ¿Cómo pueden estar de acuerdo en un sistema de doctrinas millones de entendimientos?
Los católicos, siguiendo a la letra las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, creemos que nuestra Iglesia es la única que goza de unidad de gobierno, unidad de fe y unidad de culto. Jesucristo nunca habló de sus "iglesias", sino de "su Iglesia". "Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (San Mateo XVI, 18). En el Nuevo Testamento, la Iglesia es comparada a un rebaño pastoreado por Pedro, representante de Cristo, el Buen Pastor. En la Iglesia o reino de Dios, todos tienen que pertenecer al mismo rebaño gobernado por un solo pastor (San Juan X, 16) Todos tenemos que creer lo que Cristo y sus apóstoles nos han enseñado (San Mateo XVIII, 20); tenemos que obedecer a los apóstoles como al mismo Jesucristo (San Juan XX, 21; San Mateo XVIII, 18) y tenemos que santificarnos con aquellos sacramentos que Cristo instituyó y cuya administración confió a sus apóstoles (San Lucas XXII, 19-20; San Mateo XXVIII, 19). Tenemos, pues, un régimen de gobierno al que nos debemos someter; un magisterio cuya doctrina tenemos que aceptar en su totalidad, y un ministerio con los mismos ritos y los mismos sacramentos para todos.
No se le ocultó a Jesucristo que habían de venir tiempos calamitosos en los que la interpretación privada de la Biblia, por un lado, y por el otro el nacionalismo más exagerado, tendrían a desunir la sociedad o Iglesia que acababa de fundar; por eso se adelantó a prevenirnos que no temiésemos, que las puertas del infierno no prevalecerían contra ellas, pues El había de estar con nosotros hasta el fin de los siglos y nos había de enviar el Espíritu Santo para ayudarnos en la lucha contra el poder de las tinieblas. Tenía esta unidad tan en el corazón, que en la Última Cena hizo oración a su Padre pidiéndole "que todos sean una misma cosa; y que como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Tí, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado" (San Juan XVII, 21). En los Hechos de los Apóstoles leemos que estos perseveraban en oración "animados de un mismo espíritu"; que reunieron un Concilio en Jerusalén para poner coto a los cismas que ya entonces empezaban; que ordenaron diáconos para evitar rivalidades entre los griegos y los hebreos; que San Pedro admitió en esa unidad a los gentiles en la persona de Cornelio y que la doctrina de Jesucristo había sustituido a la de Moisés. San Pablo, en sus Epístolas, es el mejor panegirista de la unidad de la Iglesia. El nos da la doctrina del cuerpo místico de Jesucristo, del cual nosotros somos los miembros. A los Efesios les dice: "Un solo cuerpo y un solo espíritu, como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos" (IV, 3-6). A los Corintios: "Porque así como el cuerpo humano es uno, y tiene muchos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también el cuerpo místico de Cristo. A este fin, todos nosotros somos bautizados en un mismo espíritu para componer un solo cuerpo... Vosotros, pues, sois el cuerpo místico de Cristo, y miembros unidos a otros miembros" (I Cor. 12-27). Por donde se ve que yerran los que, animados del espíritu moderno de independencia, creen que pueden interpretar a su capricho o negar algunos puntos contenidos "en el sagrado depósito de la sana doctrina". No, más bien hay que "evitar las novedades profanas de las expresiones y las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal", y "evitar y alejar los vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad, y la plática de estos cunde como la gangrena" (I Tim. VI, 20; 2 Tim II, 16-18). San Ireneo refuta así a los enemigos de la unidad de la Iglesia: "Habiendo la Iglesia recibido de los apóstoles la fe y la doctrina, aunque está diseminada por doquiera y abraza a todas las naciones, guarda incólume esa fe como si viviera en sola una casa; siempre predica las mismas verdades, como si no tuviese más que un corazón y una boca, y las transmite de generación a generación. Los cismáticos rompen y dividen el cuerpo glorioso de Cristo y, en cuanto está en su parte, lo destruyen; pues, aunque con la boca predican la paz, de hecho han declarado contra Él guerra sin cuartel". Una de las notas de la Iglesia Católica es la unidad. Preguntad a un obispo o a un sacerdote que os expliquen un punto cualquiera de la doctrina católica, y veréis cómo, con diferentes palabras, os dicen substancialmente la misma cosa. No vale aquí invocar la tradición o la autoridad o los decretos escritos. Que trescientos cincuenta millones de hombres creen lo mismo y obedezcan a la misma autoridad y se santifiquen con los mismos sacramentos..., esto es de tal calidad, que no se podría explicar sin la intervención del Espíritu Santo, que habita dentro de la Iglesia y la conserva una como la fundó Jesucristo. La Iglesia Católica no se contenta con términos medios. O sumisión al Romano Pontífice, o nada.
Así funcionó siempre hasta la muerte de S.S. Pío XII y las reformas del Conciliábulo Vaticano II.
Pero en la actualidad, se manifiesta una confusión terrible, las fuerzas tradicionalistas se encuentran divididas, afectando directamente a esta nota de la Iglesia Católica. Así vemos una Fraternidad de San Pío X, que reconoce a Benedicto XVI como Papa y no lo obedece sistematicamente, lo cual los convierte en cismáticos del Modernismo, pues la Iglesia no se contenta con términos medios; si es Papa Benedicto XVI, deben de someterse a su dirección o son cismáticos. Si lo aceptan y rezan en comunión con él participan de sus herejías. Por lo cual son modernistas en latín. Mucho más peligrosos porque se parecen mucho a la verdadera Iglesia.
A los que dicen que Ratzinger es "Papa material" acuerdense Que la Iglesia no se contenta con términos medios. Y acaso esta no es una novedad en la Iglesia. ¿Un Papa sin poderes papales?. Una posición sedevacantista muy cómoda. ¿Un doctor que detecta la enfermedad, pero que no da el médicamento adecuado para sanar? y recomienda solamente paliativos.
Un cúmulo de Obispos y sacerdotes, que son pequeños "papas" en sus comunidades, desgraciadamente todos desunidos entre si; que algunos llegan a decir que no es necesario el Papa o que no es el tiempo para hablar de "elección Papal". Asemejandose a esos herejes conocidos como "acéfalos", ya condenados por la Iglesia.
¿Dónde esta la UNIDAD de la Iglesia Católica? Esta la encontraremos sino en el fundamento donde Jesucristo la estableció. En la piedra donde edificó su Iglesia, en San Pedro y sus sucesores. La consecuencia de esta sedevacancia es la desunión que vivimos en la actualidad.
Dios ilumine los corazones de Obispos y sacerdotes para que vean por el bien de la Iglesia, más que por sus capillas y comunidades.
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