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miércoles, 4 de enero de 2012

De la virginidad de la Madre de Dios.Consecuencias de este privilegio.—Matrimonio de San José y de Maria

I. Ahondemos en esta materia, siguiendo las huellas de Santo Tomás, intérprete de los Santos Padres fidelísimo; mostremos más por menudo cómo y por qué la maternidad divina de María requería la virginidad perfecta en la Madre de Dios.
Lo primero era necesario que la Madre de Dios fuese virgen, perfectamente virgen, antes del parto y, por consiguiente, en la concepción misma del Verbo. La primera razón puede tomarse de la dignidad del Padre. "Cristo —dice el Angel de las Escuelas— es el verdadero y natural Hijo de Dios; no era, pues, conveniente que tuviese en la tierra otro Padre sino Dios, para que su incomunicable dignidad no viniese a ser privilegio de un hombre mortal" (S. Thom., 3 p., q. 28, a. 1. Es la misma idea que Bossuet traduce de esta suerte en su inimitable lenguaje: "Dios mismo, dice, dirigiéndose a María, hará contigo las veces de esposo; se unirá a tu cuerpo; mas para esto es necesario que tu cuerpo sea más puro que los rayos del sol. Él, que es purísimo, no se une más que a la pureza; Él sólo concibe a su Hijo en su seno paterno, sin compartir su concepción con otro; y tampoco quiere, cuando hace que nazca en el tiempo, compartirla con otro más que con una virgen, ni sufrir que tenga dos padres." (Elev. sur les Myst., 12 Sem., 3 elev.).

La segunda razón se deduce de una propiedad personal del Hijo. "En efecto, este Hijo, el Enviado del Padre, es personalmente el Verbo de Dios. Ahora bien; el verbo no altera en nada la integridad del corazón que lo concibe, y mucho menos un corazón, un espíritu cuya integridad no fuese perfecta podría concebir un verbo perfecto. Por tanto, puesto que la divina Madre es, con. respecto a Dios hecho hombre, lo que nuestra inteligencia es con relación a nuestro verbo, justo era que lo concibiese sin sombra de alteración en su pureza virginal" (S. Thom., 3 p., q. 28, a. 1).
La majestad del Espíritu Santo, de quien procedía este misterio de amor y de gracia, nos ofrece la tercera razón: porque no convenía que, fuera del influjo materno, la operación natural de una criatura tuviese parte con el Divino Espíritu soberanamente puro en la producción de una obra tan grande y tan santa.
Añadid una cuarta razón, basada en la santidad de Cristo. Ninguna concepción común, por puros y santos que sean los autores de la misma, se libra del contagio del pecado, porque, por medio de esta concepción, se transmite el pecado original, con todas sus consecuencias, a toda la posteridad del primer padre. ¿Y puede admitirse que Jesús, el Santo de los Santos, que venía a purificar todas las cosas, entrase en el mundo por un camino por el que naturalmente ruedan tantas suciedades? (Cf. Bossuet, Elev. sur les Myst., 12 Sem., 3 elev.).
Por último, el fin de la Encarnación pedía también que ésta fuese obra de la virginidad. Si Cristo se hace hombre para que los hombres puedan renacer como hijos de Dios, no, en verdad, por voluntad de la carne, ni por voluntad del hombre (Joan., I, 12, 13), sino por la virtud misma de Dios, ¿no era necesario que en la concepción de Cristo tuviésemos el ejemplar y dechado de aquel tan excelso renacimiento? (S. Thom., ibid.). "Ante todo —escribe Tertuliano—, importa demostrar cuán conveniente era que el Hijo de Dios naciese de una Virgen Madre. Justo era que naciese de una manera nueva, pues venía para consagrar un nuevo nacimiento" ("Nove nasci debebat novae nativitatis dedieator." (Tertull., de Carne Christi, c. 17. P. L., II, 781)). Y ¿cuál es esta nueva manera de nacer? "Aquella que hará que el hombre nazca en Dios; el hombre, en quien Dios mismo nació, tomando la carne de la antigua semilla sin la semilla antigua para reformarla con una semilla nueva, es decir, espiritualmente purificada de las antiguas manchas" (Idem, ibíd.).
Ciertamente, estas consideraciones, para quien sabe entenderlas, son de gran peso. Sin embargo, quizá sea más hermosa todavía, si no más conveniente, otra consideración, cuyo principio está tomado de los Santos Padres. Recuérdese, primeramente, cómo los arríanos, y después Apolinar y sus partidarios, alteraban el dogma del Verbo encarnado. Según los arrianos, el alma de Jesucristo era el mismo Verbo; según los apolinaristas, aunque Jesucristo tenía alma sensible, no tenía un alma intelectiva creada, sino que la suplía el Verbo. A estos dos aspectos de un mismo error oponía San Agustín la fórmula siguiente, usual entre los Santos Padres de los siglos IV y V: "La Verdad, es decir, el Verbo, unió a sí el alma humana por el espíritu, y el cuerpo por el alma" (S. August.. de Agone Christi, c. 18. P. L., XL, 300; col. op. 137, ad Volus, n. 8. "Per intermediam mentem Verbum cum carne conjunctum est", dice San Gregorio Nacianceno, Or. 29, n. 19. P. G., XXXVI, 100. Ruffin., in Symbol., n. 13. P. L„ XXI, 352 ; S. Greg. M., Moral., L. XVIII, c. 20. P. L„ LXXVI, 55, etc.), lo que no quiere decir que la unión se obrase con el espíritu antes que con el alma o antes que con el cuerpo ni que sea menos inmediata la unión del Verbo con el cuerpo o con el alma que con el espíritu. Con estas fórmulas y con otras semejantes, los Santos Padres intentaban significar solamente que la razón próxima por la que nuestra carne pudo entrar en la persona de Cristo ha de buscarse en la unión de la carne con el alma espiritual. Un cuerpo que no estuviera vivificado por una alma racional no sería apto para ser el cuerpo del Verbo. Si el Verbo descendió hasta la carne fué por medio del alma espiritual (Thom., 3 p., q. 6, a. 1, et 2).
Presupuesta esta doctrina, fácil cosa es deducir la conveniencia perfecta de que la Madre de Dios hecho hombre fuese virgen. ¿Qué es, en efecto, la virginidad para estos grandes doctores? Una imitación de la vida de los ángeles. Las vírgenes, según el sentir de San Agustín, tienen en la carne algo que no es de la carne y, por consiguiente, algo que es más del ángel que del hombre: Habent aliquid jarn non carnis in carne (S. August., L. de S. Virgin., n. 12. P. L„ XL, c. 402). La virginidad es, pues, como intermedia entre los espíritus puros y los cuerpos y, respetando nuestra naturaleza humana, nos acerca a la naturaleza de los ángeles. De aquí proviene que, en el lenguaje del pueblo cristiano, las vírgenes lleven el nombre de ángeles, porque la virginidad, elevando a los hombres sobre los cuerpos mediante el menosprecio de sus placeres, de tal manera ensalza a la carne que, en algún modo, la iguala a la pureza de los espíritus.
San Jerónimo, o, por mejor decir, el autor del sermón de la Asunción publicado entre sus obras, participa de estas ideas, cuando dice: "Convenía que un ángel fuese despachado a la Virgen María para anunciarle el misterio, porque siempre hubo un linaje de parentesco íntimo entre las naturalezas angélicas y la virginidad. En verdad, vivir en la carne como quien no está en la carne, no es vida de la tierra, sino del Cielo. Por lo cual es mayor mérito llevar en la carne la vida de los ángeles que poseer su naturaleza. Ser ángel es una felicidad; pero es una virtud ser virgen, cuando la virgen se esfuerza en obtener por gracia lo que el ángel posee por esencia" (Serm. de Assumpt., in Mantissa S. Hier., ep. 9, n. 6. P. L., XXX, 126, sp.).
Hermosos son, en verdad, estos pensamientos del piadoso autor. Quizá los tomó, en gran parte, de San Pedro Crisólogo. Mas, sea de esto lo que fuere, he aquí el comentario de este gran doctor sobre las siguientes palabras del Evangelio: "El ángel Gabriel fué enviado a una Virgen" (Luc., I, 27, sq.). "La virginidad fué siempre la aliada (cognata) de los ángeles. Y es que vivir en carne como si no se tuviese carne, no es vida de la tierra, sino del Cielo. Y si queréis creerme, más vale adquirir la gloria de los ángeles que poseerla. Ser ángel es una dicha; ser virgen es virtud. Porque la virginidad obtiene con su esfuerzo lo que el ángel tiene por naturaleza. Por lo demás, los ángeles y las vírgenes cumplen un oficio no humano, sino divino" ("Semper est angelis cognata virginitas. In carne praeter carnem vivere non terrena vita est, sed coelestis. Et si vultis scire, angelicam gloriam adquirere, majus est quam ha-bere; esse angelum felicitatis est, virginem esse, virtutis. Virginitas enim hoc obtinet viribus quod habet ángelus ex natura. Angelus ergo et virgo divinum agunt officium, non humanum." (S. Petr. Chrysol., Serm. 173, de Annunt. 2, P. L., LII, 683.)).
Después de lo dicho, ¿quién no ve la parte que corresponde a la virginidad en la Encarnación del Verbo hecho hombre? Muy bien ilustra esta materia San Gregorio Niseno en su tratado sobre la Virginidad (S. Gregor. Nyssen., de S. Virginit., c. 2. P. L., XLVI, 321, sq.). Después de habernos mostrado la virginidad como una de las más admirables perfecciones de Dios: el Padre, virgen, pues que engendra sin corrupción; el Hijo y el Espíritu Santo, vírgenes, porque, son la pureza por esencia, y la pureza y la virginidad corren pareja: el santo Doctor, prosiguiendo su elogio de la virginidad, añade: "Aunque la virginidad sea atributo principal de la naturaleza incorpórea y divina, Dios, en su inmensa benignidad para con los hombres formados de carne y sangre, quiso que la virginidad les tendiese la mano, es decir, los hiciese partícipes de su pureza, para levantarlos de su abyección y conducirlos a la contemplación de las cosas celestiales. Ved por qué Jesucristo Nuestro Señor, de quien toda castidad se deriva y fluye como de su manantial, entró en el mundo fuera de las leyes comunes para que el modo de su origen fuese la prueba sensible y viviente de tan alto misterio, pues sola la virginidad era capaz de demostrar el advenimiento de Dios entre nosotros... Tal es, pues, la virtud de la virginidad: mora en los cielos en el Padre de los espíritus, alegra a los espíritus celestiales, trae a los hombres la salvación. Por ella, Dios entra en comunión de vida con los hombres y da a los hombres alas para volar y remontarse a los cielos; ella es el vínculo sagrado de la conversación familiar del hombre con Dios, y mediante ella se conciertan y hermanan cosas tan alejadas por su naturaleza" (Pues que la ocasión es propicia, no callaremos otra consecuencia que se deduce de la misma doctrina. Más de una vez hemos recordado esta otra fórmula de los Santos Padres. María concibió el Verbo en su mente antes de concebirlo en su cuerpo. Prius mente quam carne concepit. ¿Quién no ve cómo esta fórmula se deduce del principio que domina en toda la economía de la Encarnación? A la carne por el espíritu, tal es el orden del descendimiento del Verbo. En cuanto a nosotros, a la carne de Cristo pertenece el elevarnos hasta el Espíritu, es decir, hasta la divinidad. Estas mismas ideas sugirieron al Angel de las Escuelas una de las razones del mensaje angélico: "Cura mens Deo vicinior sit tuam Corpus non decebat ut Dei sapientia ejus umuum inhabitaret, cujus mens cognitione Verbi incarnati non resplenderet, et ideo non decuit eam ignorare quod in ea fiebat, sed oportuit hoc sibi annunciari." (In III Sent., D. 3, q. 13, a. 1.)).
De manera que la virginidad hace, en su manera, el oficio del espíritu en el venturosísimo misterio de la Encarnación, porque se interpone, en cierta forma, entre el Verbo, espíritu soberanamente puro, y la carne, para adaptar el uno al otro. Y ésta es la razón porque la humanidad de Cristo debía permanecer virgen; y ved también por qué la Madre de Dios, que le suministró su substancia, habrá de aventajarse a todas las vírgenes en esta celestial virtud. Le era necesaria una carne espiritualizada, angelizada, "angelificata caro", según la expresión ya citada de Tertuliano.
Y era también necesario que María permaneciese virgen, siempre virgen, después de su parto. Así lo pedía —dice Santo Tomás-la gloria del Padre, gloria que hubiera sido indignamente ultrajada si el Hijo, que basta para saciar las infinitas complacencias de Dios, no bastara para complacer plenamente a la criatura. Y lo piden también la gloria del Hijo y del Espíritu Santo. La gloria del Hijo, porque su perfección es tanta, que por ella es el Unigénito del Padre; y ¿cómo no ha de ser, por la misma, el Unigénito de su Madre? La gloria del Espíritu Santo, porque, ¡qué profanación si el templo que él mismo se escogió, si el tabernáculo que él mismo fabricó para realizar el más grande y sagrado de los misterios, hubiera padecido algún contacto vergonzoso!...
Pedían la virginidad de María, después de su alumbramiento, su propia gloria y la de San José: su gloria, porque no hubiera podido, sin incurrir en sacrilega ingratitud, entregar una virginidad tan milagrosamente conservada y tan divinamente honrada; la de San José, pues hubiera sido criminal presunción empañar, aunque fuera sólo con un pensamiento, el resplandor purísimo de una virginidad cuyo custodio había sido constituido y cuya causa y cuyo valor conocía muy bien (S. Thom., 3 p. q. 28 a. 3; Petav., de Incarnat., L. XIV, c. 3. n. 11.).
Y así vemos que todo se reduce, como a su centro, a la divina maternidad; todo converge en ella, así los privilegios del cuerpo como los del alma.
Pero no basta decir que la divina maternidad le valió a María la prerrogativa de la virginidad perpetua. Los Santos Padres unánimemente atestiguan que, por la maternidad divina, la virginidad se hizo más santa, más inviolable, más perfecta, más sagrada. Y si os costare trabajo el creerlo, oíd a San Pedro Crisólogo, que habla así a María: "En la Concepción de tu Hijo, y por su nacimiento, tu castidad creció, tu integridad se fortificó, tu virginidad se consolidó" ("in tuo conceptu, in tuo partu, aucta est castitas, integritas roborata est, et solidata virginitas" (San Petr. Chrysol., serm. 142, in Annunc. B. V. M. P. L., LII, 581). "Cristo, con su Concepción y con su nacimiento, selló más fuertemente el seno bendito de su Madre, porque el que se hizo carne en Ella es el Verbo de Dios" (Hesych., hom. 5, de S. M. Deip., P. G., XCIII, 1461; col. Joan. Euchait. ep., de Dormit. Deip., n. 10. P. G., CXX, 1085).
Aduciremos aun otros dos textos en que la misma doctrina se expone con singular velocuencia. El primero se atribuye a san Epifanio, aunque, más probablemente, es de un orador griego a quien se dió el nombre de aquel santo Padre, según ya antes advertimos: "Santísima Virgen —le dice a María—, dígnate enseñarnos cómo produjiste este divino brote; cómo, recibiendo en Ti al Verbo Eterno, mostraste a la tierra, en tu persona, una Madre de Dios. Yo —responde María— engendré al Emmanuel en mi seno, fui convertida en templo del Verbo, permaneciendo pura y sin mancha, como un trono de querubín... No conocí a hombre alguno y engendré a Cristo, Dios e Hijo de Dios. Aun soy virgen y más pura que lo era antes de mi feliz alumbramiento... La naturaleza humana no concibe este misterio; sólo Dios lo comprende, Dios, que habita en mí" (Existimatus Epiphanius, or. de Laudie. S. M. Deip. P. G., XLII, 497).
El segundo texto lo tomamos de una obra que citamos, que, por su valor, fué atribuido a San Jerónimo: "María —dice el autor— es, por gracia y por mérito, y no por naturaleza, más que virgen y más que criatura humana. Pueden las otras vírgenes seguirla hasta la abstención de toda obra de carne. Pero, desde el mensaje angélico, todo lo que en Ella se obra es divino... Hasta aquel momento, el seno de la Virgen era puro, inmaculado, sin mancha ni impureza; pero le quedaba algo de la bajeza (vilitatis) de la humanidad. Era como una lana de una blancura admirable, pero que tenía todavía su color nativo. Que la sangre del murex la penetre y la lana se tornará púrpura real. Pues así, desde que el Espíritu Santo descendió sobre María, volvióse púrpura divinamente apta para revestir al Rey supremo de todas las cosas. Desde entonces es una mujer que Dios se reserva únicamente para Él. Hasta entonces excedía incomparablemente a todas las vírgenes de la tierra...; pero, una vez que fué llena de gracias, inundada por el Espíritu Santo, envuelta toda entera por la virtud del Altísimo, fué inmensamente más rica, más gloriosa en méritos, más eminente en pureza; de tal suerte que, repitámoslo de nuevo, ya no tuvo aptitud sino para usos divinos" (Serm. de Assumpt., in Mantissa S. Hier., ep. 9, n. 8. P. L-. XXX, 129).
Expresiones aún más vigorosas hallamos en San Ildefonso: "A esta mujer —dice—, la Concepción del Hijo de Dios la hizo Virgen, y su parto la conservó Virgen.. ., de tal manera, que es la eternidad de la virginidad" (S. Ildephons. Tolet., 1. de Virginit. perp. S. M. P. L., CVI, 95. "Porro, cum ad divinam hane (Filii Dei) generationem etiam condigna mater requirebatur, ecce magnum illud donum, eximiusque fructus hujusce nostri generis, communis ista naturae gloriatio, singulare hoc in hominibus portentum, omnium quae in mundo sunt, pulcherrium, quae tuno quidem virgo erat pura et ¡Ilibata, deinde vero mulier multo purior, quippe cpuie puritatem suam per ipsurn partum puritate incomparabiliter splendidiori exornavit." (Joan Euchait., ep., serm. in S. S. Deip. Dormit.. n. 10. P. G., CXX, 1.085.)). Por tanto, con razón la Iglesia, en sus oraciones litúrgicas, afirma del Hijo de María que, "nacido de una Virgen, no disminuyó la integridad de su Madre, sino que la consagró" ("Natus de Virgine, Matris integritatem non minuit, sed sacravit." (Missa de Purit. B. M. V.)).
Y ¿por qué estas expresiones de tanta fuerza? Para que entendamos cuán necesario era que María permaneciese virgen después de haber concebido al Hijo eterno del eterno Padre: hasta qué punto el poder y el corazón de Dios velaban para preservarla de toda impureza y de toda mancha. Un vaso en el que se ha consagrado la Sangre del Señor, ¿no es, por esto mismo, más santo y menos apto para usos profanos?

II. La primera consecuencia que ha de inferirse de lo dicho es que María fué tanto más virgen cuanto fué más madre, y tanto más madre cuanto fué más virgen.
Otra consecuencia es que María, aun dejada aparte la Concepción inmaculada, que la libró de la común maldición contra la mujer (Gen., III, 16), había de ser exceptuada de los dolores con que las otras madres pagan el honor y la alegría de serlo. Y nótese bien que no es esta doctrina una de esas opiniones que entre los católicos pueden discutirse libremente: la tradición es unánime, y unánime también el sentir de todas las Iglesias cristianas, sea cual fuere su nombre particular. Latinos, griegos, armenios, sirios, coptos, todos con una sola voz, desde los tiempos más remotos, afirman, por medio de sus doctores (Para demostrar cuán unánime ha sido sobre este punto la autoridad de los Santos Padres, citemus algunos de los que explícitamente enseñan este privilegio de María: S. Zenón, serm. de Nativit. 2, P. L., XI, 403; S. Ambros., in Psalm. 47, n. 11, P. L. XIV, 1150; S. Greg. de Nac., in carmine de Christe patiente, v. 63, 64, 70, P. G., XXXVIII, 142; S. Greg. de Nis., or I. de Resurrect., P. G., XLVI, 604; S. Joan. Damasc., de Fide Orthod., L. IV. c. 14. P. G., XCIV, 1160; Venant. Fort., Miscell., L. VIII, c. 7. P. L., LXXXVIII, 282; S. Petr. Dam., serm. 3 de Nativit. M., P. L., CXLIV, 760; Rupert., 1. XIII, in Joan., ad 19, 25, P. L. CLXIX, 189, etc.) y de la Sagrada Liturgia (Testigo es este responsorio del Breviario Romano: "Nesciens mater virgo virum, peperit sine dolore". (Post lect. 8, in circuncis. Dom.)), que la gestación virginal de la Madre de Dios estuvo exenta de trabajo, y su parto, de todo dolor.
La primera y principal causa de este privilegio hállanla en la excelencia misma del fruto bendito de esta Madre divina. ¿Qué turbaciones ni qué dolores podía producir en la carne de María aquel que es la Luz y que salió del seno materno como el rayo de sol que atraviesa el más puro cristal? La seguda causa, la que con más frecuencia aparece en los textos, es el modo virginal con que fué conncebido nuestro Salvador. "La Virgen —dice San Agustín— no Concibió en medio de los ardores de la concupiscencia, sino en medio del fervor de una fe llena de caridad" ("Non concupiscentia carnis urente. . . sed fidei charitate fervente." (Serm 214, n. 6, P. L., XXXVIII, 1069). Estas palabras fueron repetidas por un antiguo autor, casi textualmente, en un tratado contra los judíos ("Virgo concipiet non ex ardore carnis, sed ex amore divino... et quia non erit vitium in conceptu, nec difficultas in partu; quia virgo concipiet et virgo pariet." (Trac. Judaeos, n. 74, apud Marten. Anecdot., t. V, p. 1565.) Pueden verse multitud de textos semejantes en el P. Pansaglia, de Inmac. Deip. Conceptu, n. 1492 et sqq.), y de las misma saca la consecuencia que nosotros queremos poner de relieve.
San Bernardo, por no hablar de otros muchos, celebró con grande elocuencia este privilegio de la Virgen Madre: "Gran cosa es ser virgen; pero es cosa mucho más excelsa ser juntamente virgen y madre. Ahora bien; era justo que sola Aquélla no sintiese los desfallecimientos que sufren todas las mujeres, que sola concibió sin delectación sensual. Ved por qué, en los principios de su admirable embarazo, cuando las otras madres son duramente probadas, María fuése alegremente a la montaña para asistir a su prima Isabel. Y cuando era ya inminente la hora de su parto, fuése a Belén, llevando su precioso depósito, llevándolo como carga ligera; llevando a Aquel que a Ella misma la llevaba, portans a quo portabatur.. . Sola entre las hijas de Adán exenta de la maldición que pesa sobre toda mujer que da un hombre al mundo" (San Bernard., de 12 Praerogat. B. V. M., n. 9. P. L., CLXXXIII, 434. "Virginitatis primiceria, sine corruptione fecunda, sine gravamine gravida, sine dolore puerpera."). "Yo he parido sin parir —hace decir a María el autor de la Tragedia de Cristo paciente—; es decir, yo he sido libertada del trabajo, de la corrupción, del dolor, del mismo modo que desconocí el deleite, neque voluptatem novi" (Christus patiens, vers. 63-65. Esta tragedia, publicada entre las obras de San Gregorio Nacianceno, según algunos es de Gregorio de Antioco. P. G., XXXVIII, 141).
Así, pues, no fué María de quien dijo el Señor: "Cuando una mujer da a luz, está triste porque ha llegado su hora" (Joan., XI, 21). ¿Por qué había de estar triste esta mujer, por siempre y para siempre bendita? Las otras madres dan la vida a delincuentes que llevan el pecado en sus entrañas, hijos de ira, enemigos de Dios. Mas Ella trae a la tierra al Santo de los Santos, al Hijo amado de Dios, al que es remedio de todas las miserias y fuente universal de todas las dichas en el tiempo y en la eternidad. Y por esto, el nacimiento del Salvador fué anunciado por los ángeles como causa de alegría para el cielo y para la tierra: Annuncio vobis gaudium magnum (Luc., II, 10, sq.). ¿Era posible que, dando María al mundo al que es principio de todas las alegrías y de todos los gozos, no participase Ella, la primera y con medida inefable, de la alegría y del gozo de toda la creación?

Tercera consecuencia: No sin razón los Santos Padres saludaron a María como a la sola Virgen, después de haberla saludado como a la sola Hija y sola Esposa de Dios. "¡Oh, Tú, la Virgen única, que engendraste en la carne al Cordero y al Señor!", cantan los griegos en su Menologios (Men. Graec., 7 nov., od. 7; 24 april., od. 3; etc.). No porque no haya otras vírgenes: las hay, y son como flores numerosas que crecen en el jardín del Esposo, sino que María es Virgen de una manera singular y en un grado al que ninguna otra podrá llegar jamás. Sola Virgen; por tanto, Ella es la Virgen por excelencia, la Virgen sin restricción, como su Hijo es el Santo, el Maestro y el Señor. Ella es la "Virgen más sublime que toda virginidad" (S. Ephrem, orat. ad Deip., III (graece), 537). La Reina de las vírgenes, la Virgen de las vírgenes, el arquetipo y el modelo de la virginidad (Cf. Passaglia.. de Inmacul. Deip. Conceptu, sect. 6, n. 1.534, sqq.); la Virgen a quien las otras vírgenes se unen y adhieren como las ramas al árbol que las sustenta (S. Athan.. Fragmen. in Luc., P. G., XXVII, 1394. "Primiceria et ductrix virginum". dice Fulberto de Chartres, serm. ad popul. 6, in Ortu Almae Virg., P. L., CXLI, 330).
Estos títulos, por excesivos que sean, no bastan a la Iglesia. ¿Qué hará para encarecer y ponderar aún más la idea que expresan? Lo que nosotros hacemos cuando se trata de Dios, cuando decimos de Él que no sólo es bueno, santo, sabio, sino que es la misma bondad, la misma santidad, la sabiduría misma. Juan fué virgen, el Precursor fué virgen, y ¡cuántas vírgenes, después de ellos! Pero María es la virginidad. El Pontifical Romano, en el Prefacio que canta el Obispo en la Consagración de las vírgenes, llama a Jesucristo "el Esposo y el Hijo de la virginidad perpetua". "Santa e inmaculada virginidad —canta también la Iglesia—: yo no sé con qué alabanzas ensalzarte; porque Aquel a quien los cielos no podían contener, Tú lo tuviste encerrado en tu seno" ("Sancta et inmaculata virginitas... quem coeli capere non poterant tuo gremio contulisti."). Y no son de fecha reciente estas expresiones. Remontando el curso de los siglos, las hallamos en San Juan Damasceno, que glorifica a Santa Ana por haber dado a luz a la virginidad personificada (San Joan. Damasc., in Nativit. B. V. M. n. 5. P. G. CXVI, 668), y aun antes, en los escritos de San Efrén y en algún otro monumento eclesiástico (S. Ephrem., de Nativ. Dom., serm. 5. Opp. II (syriace), p. 49. Cf. Thesaur. hymnol., I, p. 2. A los títulos citados se pueden añadir estos otros: "Virgo primitiva, Virginum vexilliffera, Virginitatis magistra, Virginitatis primiceria, Virginitatis primipila, Virginitatis typus et forma, Virginitatis corona, etc." Cf. Contensoni, Theolog. Mentis et Cordis, II, Mariologia, specul. 3, p. 193).
Ya dejamos advertido, al hablar de la inmaculada Concepción, cuál es el significado de estos títulos y cómo son testimonio de la pureza absoluta de alma, y tanto más aún que de la Santa Virgen. Por esto María es llamada, no sólo la siempre Virgen, sino la siempre Santísima Virgen.
Así, pues, Reina de las vírgenes, la Virgen por excelencia, la toda y siempre Virgen, la Santísima Virgen, la Virgen de las vírgenes, la Virginidad misma: tales son los títulos que se dan a María en la Iglesia de Dios. Y son tan grandes y tan llenos, que vamos a resumir en pocas palabras lo que encierran en su significación.
Y lo primero es que María es virgen de cuerpo, virgen de alma y de corazón, como no lo fué ni lo será jamás ninguna otra criatura. Otras mujeres se conservan limpias de toda mancha corporal; pero solamente María dejó de sentir el aguijón de la carne, porque sola Ella dominaba como Reina sobre todos los movimientos de los sentidos; además, sola María juntó con la virginidad corporal la virginidad perpetua del alma; en una palabra: sola María fué tan pura, que jamás se viese en Ella mínima falta.
Lo segundo es que María fué juntamente Virgen y Madre; que dió a luz en la virginidad al Esposo, Virgen de las vírgenes; prodigio tanto más inconcebible cuanto que su maternidad, lejos de marchitar la virginidad, la consagró, la confirmó, la hizo, en una palabra, lo que realmente fué: una virginidad no sólo inviolada, sino también inviolable.
Otro significado de los dichos títulos: María fué la primera que levantó el estandarte sagrado de la virginidad ("Egregia igitur Maria quae signum sacrae virginitatis extulit, et intemperatae integritatis pium Christo vexillum erexit", dijo San Ambrosio, L. de Instituí. Virg., c. 5, n. 35 P. L. XVI, 314). Otras, antes que Ella, habían sido castas: otras habían despreciado el placer de los sentidos; ninguna había amado la virginidad hasta el punto de escogerla desde su tierna edad para compañera inseparable de toda la vida; ninguna, sobre todo, había sellado su elección con el sello de un compromiso sagrado y perpetuo.
En cuarto lugar, aquellos títulos tienen este sentido: María, la más excelente de las vírgenes, ha sido, después de Jesucristo, semilla y fermento de la virginidad en la tierra. Y así vemos cómo desde los primeros tiempos de la Nueva Alianza las vírgenes, formando muchedumbres, se apresuran a seguir los pasos de su Rey Jesucristo, corriendo tras el olor de sus perfumes. La Iglesia, que es otra Madre Virgen de Cristo en sus miembros, en todas las épocas de su historia nos presenta, como una de sus glorias, vírgenes innumerables. Pero las conduce a Jesucristo, llevándolas tras las huellas de la Santísima Virgen: Adducentur Regi virgines post eam (Psalm. XLIV, 15). Mas no sólo la siguen, sino que Ella es quien las guía; Ella quien las atrae con su ejemplo, con su hechizo, con las luces y santas impresiones que les alcanza de su Hijo, de tal suerte, que allí donde Ella no es conocida ni amada, no vive la virginidad o sólo se da una sombra de virginidad (Albert. M., Quaest. in Missus est, q. 143. Opp., XX, 95).
Por último, esta Madre Virgen es el modelo conforme al cual han de formarse las vírgenes cristianas. Cosas admirables han escrito los Santos Padres acerca de esta materia. No hay un solo tratado sobre la virginidad, y son muchos los que escribieron, en el que María no aparezca como dechado y ejemplar de esta virtud. Citemos, por decirlo así, al azar a San Ambrosio (L. II de Virgin., c. 2. P. L., XVI, 208, sqq.). La carta a Paula y Eustochium sobre la Asunción de la Bienaventurada Virgen María (S. Hieron., Mantissa, ep. 9, n. 16, sqq. P. L., XXX.); San Agustín (S. Augustin., 1. u. de S. Virginit.), etc.
Piadosísima y tiernísima es esta página que a Santo Tomás de Villanueva inspiró su amor hacia la Santísima Virgen: "¿Cómo se hará esto, pues yo no conozco varón?, pregunta Ella. ¡Oh, solicitud admirable de su pudor! ¡Oh, amor inestimable de la castidad! Un ángel la proclama Madre de Dios, y Ella se inquieta por su virginidad; va a recibir a Dios por Hijo, y se preocupa por su integridad... ¡Tan grande era su amor a la santa pureza! Pero ¿de dónde le viene este culto religioso, tan nuevo en el mundo? ¡Oh, María!, ¿quién te ha enseñado que el pudor virginal agrada tanto a Dios? ¿En qué escuela has aprendido a poner por cima de todo la gloria de permanecer virgen, de tal manera, que no consientas en ser Madre de Dios sino con la condición de ser Virgen Madre? La Ley no te había dado esta lección; la antigüedad tampoco te había dado este ejemplo... ¿Dónde, pues, leíste o aprendiste que la virginidad agrada tanto al corazón de Dios? ¡ Ah!, es que el Omnipotente Verbo de Dios fué tu Maestro antes de ser tu Hijo; te tuvo por discípula antes de tenerte por Madre; había llenado tu espíritu antes de que le recibieras en tus entrañas.
"Tuya es, Virgen Regia, la primacía entre las vírgenes; Tú eres su guía y su maestra primera. Forma de la virginidad, institutriz de la virginidad, Tú fuiste quien fundó esta sagrada religión. ¡Oh, vírgenes, qué maestra tenéis! No es ni de Agustín, ni de Benito, ni de Francisco, ni de Domingo, ni de ningún otro Santo Padre el honor de haber instruido esta forma de vida tan divina. La Sacratísima Virgen, la Madre de Dios, fué la primera que entró por este camino, la que lo dió a conocer a los hijos de Adan. Ella fué la primera que enseñó a los hombres a guardar celibato perfecto, a llevar en la carne una vida enteramente angélica, a competir en pureza con los espíritus celestiales. Ella, la primera que ofreció a Dios su virginidad, y con su ejemplo incitó a los demás a hacer la misma ofrenda... ¡Virgen pura, Virgen única, Virgen singular!, verdaderamente singular y verdaderamente unica; porque, en comparación de Ella, ninguna otra es virgen; en comparación de su virginidad, toda otra virginidad es mancha. ..
"En efecto, ¿cuándo hubo otra virgen que nunca sintiese las imaginaciones perturbadoras ni los fastidios de la carne? Para las demás no es poco el vencer, no es poco el no sucumbir. María, toda entera y totalmente es Virgen: virgen en su carne y en su espíritu, virgen en su mirada y en su contacto, virgen en sus pensamientos y en sus afectos, virgen en sus palabras y en sus obras...; virgen, plenamente virgen, plenamente pura, inmaculada; de tal manera virgen, que virginizaba, si es lícito hablar así, a los que la contemplaban. En Ella había una virginidad que, según expresión de un profeta, hacía germinar vírgenes: virgines germinans (Zach., IX, 17). ¡Cosa prodigiosa, gracia admirable! Aunque Ella fué la más hermosa de las mujeres, su hermosura no hería las almas, sino que las santificaba. En fin, para decir en una palabra todo lo que yo siento de esta Virgen, su cuerpo no era tanto un cuerpo de carne como un purísimo cristal: tan desterradas de María y de su cuerpo estaban la menor mancha, la menor impureza. Tal es la pureza de María, tal su virginidad, y por esto agradó tanto al Altísimo, que fué más amada que todas las demás criaturas, y fué escogida para ser la Madre de Dios" (S. Thom. de Villan., in festo Annunc., conc. 1, n. 5 et 6. Concien., II, 182 sqq.).

III. Antes de pasar a tratar de otros privilegios, digamos algunas palabras acerca del matrimonio de la Santísima Virgen, y mostremos cómo se pudo conciliar con el voto de virginidad que tenía hecho. Que hubo entre María y José matrimonio, en el sentido estricto de la palabra, es una verdad que resalta del texto mismo del Evangelio, y que no es lícito ni negar ni poner en duda. La maternidad de María lo pedía: era menester que ninguna sospecha pudiera empañar, ni aun ligeramente, el honor del Hijo o el de la Madre; era necesario que, si alguna vez el honor se ponía en litigio, hubiese un testigo, el menos sospechoso y el más autorizado, que pudiese testificar de la integridad; era necesario también que los dos, Jesús y María, hallasen una ayuda en su flaqueza. Y ¿qué ayuda más conveniente para María que la de su esposo, y qué ayuda más conveniente para Jesús que la que le viniese de un padre putativo?
Cierto que Dios podía, si quisiera, proveer a esas necesidades en otra forma, pues nada le es imposible. Mas como sabemos, dice bien a la sabiduría de Dios el usar los medios más sencillos y suaves antes de recurrir a los extraordinarios; y esto era lo que pedía el orden de los designios de Dios cerca de su Hijo. En efecto, había decretado que, antes que se revelara al mundo como Mesías prometido, como Dios Salvador, viviese largos años en la obscuridad de una vida común y escondida. Los libros apócrifos nos presentan al Niño Jesús entretenido desde su infancia en hacer milagros, como jugando a obrar maravillas (Sobre todo el Evangelio de la Infancia, falsamente atribuido a Santo Tomás apóstol, libro que fué muy estimado de los Maniqueos); pero el Santo Evangelio nos lo muestra como hijo obediente y humilde trabajador. Por consiguiente, no era necesario el esplendor de los prodigios para poner a la Virgen y a su Hijo a cubierto de suposiciones injuriosas. Revelando la virginidad de María hubiera manifestado antes de sazón la grandeza de Jesús. Qué se necesitaba, pues, para conseguir juntamente estos tres fines? Obscuridad para Jesús, reputación sin mancha para su Madre, asistencia amorosa y abnegada para los dos: el velo de un matrimonio puro y santo, la unión de un esposo virgen con una Madre Virgen.
Esta es la razón; ésta la naturaleza de este matrimonio único. Matrimonio verdaderamente celestial, nupcias espirituales que la tierra no había conocido y que, sin embargo, encierran todos los caracteres de una verdadera y legítima unión conyugal.
Bossuet, en su primer panegírico sobre San José, trató maravillosamente esta materia, siguiendo a San Agustín. El uno y el otro están de acuerdo en reconocer en la unión de José y María los tres vínculos que constituyen la perfección del matrimonio. "Este sabio Obispo (habla Bossuet de San Agustín) advierte, ante lodo, que en el matrimonio hay tres vínculos: primeramente, el contrato sagrado por el que aquellos a quienes une se entregan enteramente el uno al otro y viceversa; en segundo lugar, se da el amor conyugal, por el cual se ofrecen mutuamente el corazón, que ya no puede dividirse y ni arder con otras llamas; por último, se da el vínculo de los hijos, que son la tercera ligadura, porque, viniendo el amor de los padres a reunirse, en cierto modo, en los que son fruto común de su matrimonio, queda el amor ligado con una atadura más fuerte. San Agustín descubre estas tres cosas en matrimonio de San José, y nos muestra que todo concurría a guardar la virginidad" (primer paneg. de San José, primer punto; San August., c. Julián., 1. c. 12, n. 45. P L. 810 XI.IV. 810.).
Remitiendo al lector a las explicaciones del elocuente panegirista, nos limitaremos a considerar el primer vínculo, es decir, el contrato, pues en éste consiste la esencia del matrimonio. ¿Cómo José y María pudieron entregarse el uno al otro, con esa entrega propia de los verdaderos esposos, si el voto de virginidad les imponia obligación estricta de conservar sus corazones y sus cuerpos limpios de toda voluntad y de todo contacto que desdijese de la santidad de sus promesas?
Se desvanecería por sí misma la dificultad si supusiéramos, como algunos lo han hecho, que el voto de virginidad perpetua, tanto en San José como en la Santísima Virgen, fué posterior a su Matrimonio. Mas no parece admisible tal suposición, por lo menos en lo que toca a María. Los teólogos escolásticos, por no hablar ahora de los autores ascéticos, estiman, y muy justamente, que María tenia hecho este voto desde su más tierna infancia, con voluntad plena. ¿Es posible admitir que la Reina de las vírgenes, superior en todo lo demás, no lo sea en este punto a tantas otras vírgenes, guiadas del Espíritu Santo, consagraron a Dios la flor de sus años? Es creíble que el Espíritu Santo se descuidase preparar desde entonces a María para el altísimo honor de ser su esposa, mediante el compromiso irrevocable de permanecer virgen?
Los Santos Padres no trataron de intento esta cuestión; pero, entre todos los que escribienro del voto de virginidad hecho por la Madre de Dios, ni uno sólo lo refiere al tiempo que siguió al matrimonio con San José. Por el contrario, sea cual fuere la época de su vida en la que la contemplen, siempre ven en esta Virgen una ofrenda consagrada a Dios: donarium Deo consecratum (Pueden leerse sus discursos acerca de la Presentación de María en el Templo. Al mismo tiempo que sus padres la ofrecen, Ella se ofrece a sí misma, pero sin restricción ni límite, y lo hace bajo la acción del Espíritu Santo que en ella habita y la mueve. Tenemos ya un propósito de virginidad perpetua, pero un propósito que había de ser confirmado por la religión del voto; tan irrevocable y completo fué. El evangelio apócrifo conocido con el nombre de Protoevangelio y que en la edición griega lleva por título "Historia de Santiago acerca del nacimiento de María", título modificado y ampliado en la edición latina publicada hacia el fin del siglo V hasta convertirse en "Libro del nacimiento de la bienaventurada María y de la infancia del Salvador, escrito en hebreo por el bienaventurado Mateo"; este evangelio, repetimos, afirma expresamente, en el texto griego y en el texto latino, que María desde su estancia en el templo estaba ligada con el voto de virginidad. Ahora bien, como este apócrifo se sacó, según se cree, de un "libro de Santiago", relativo a la infancia y al matrimonio de María, compuesto en el siglo II, compruébase cuan antigua es la tradición a que nos referimos, aunque no es asegurar su plena autenticidad).
En cuanto a San José, es cosa muy razonable creer que también estaba ligado con un voto semejante, aunque no puede afirmarse con igual certeza. No eran usuales tales votos entre los judíos; pero, ¿por qué el Espíritu de Dios, que desde toda la eternidad había predestinado al justo José para que un día fuese esposo de la Virgen Madre, venturoso y digno testigo de su virginidad, no había de inspirarle eficazmente el mismo amor a la castidad perfecta. y la misma consagración de sí mismo al culto de esta virtud?
Sea lo que fuere del voto de San José, cuando María consintió en recibirlo por esposo había recibido del Cielo seguridad de que su virginidad tendría en él un custodio fidelísimo. ¿Y por qué no hemos de añadir que, aun después de haber recibido esta seguridad, no aceptó la alianza matrimonial con San José antes que el Espíritu Santo, que en todo la guiaba, le manifestase claramente cuál era la voluntad de Dios? Poco hace al caso que los dos esposos mutuamente se hubieran comunicado o no la santa resolución que habían tomado, si el uno y el otro estaban advertidos, por un instinto divino, de que su virginidad, lejos de hallar obstáculo en su purísimo matrimonio, hallaría asistencia y protección. Tampoco es de mucho momento el investigar si la Ley antigua aprobaba o no una virginidad perpetua, que hubiera de guardarse, ya fuera del matrimonio, sea dentro de la vida matrimonial. Ningún texto hay que demuestre la desaprobación. Como quiera que sea, bien podía el autor de la ley levantar prohibiciones que él mismo había puesto. Por tanto, nada impedía que San José y la Santísima Virgen contrajesen matrimonio válida y legítimamente.
Fué válido su matrimonio, porque la validez de la unión matrimonial no depende de los actos que ella misma da derecho de ejecutar (En efecto, una cosa es la posesión de un derecho, y otra el ejercicio actual de ese derecho), sino de la entrega libre y voluntaria que los esposos hacen de sí mismos mutuamente en las condiciones determinadas por la ley del contrato. Además, el matrimonio era legítimo, porque lo que en circunstancias ordinarias no sería legítimo ni permitido, tórnase justo y santo cuando Dios mismo manifiestamente lo inspira; porque, además, las partes contratantes coincidían en el mismo inmóvil designio de una unión virginal, y, por último, porque Dios salía fiador de su mutua fidelidad en el cumplimiento de las obligaciones contraídas para con Él (No es, pues, necesario para justificar esta unión, en la que las partes contratantes estaban ligadas para con Dios con un voto de continencia perpetua, recurrir a una teoría, muy probable en sí misma, según la cual los esposos pueden anexionar, al contrato por el que mutuamente se entregan, un compromiso también mutuo de justicia, en virtud del cual no se exigirá al uno del otro aquello que, atendida la naturaleza del matrimonio, sólo sería ejercicio de un derecho. Muchos han prohijado esta teoría, observando, con razón, que la unión de los esposos, aun mediando este pacto no sería inútil ni ilusoria, porque aún quedaría como efecto del matrimonio la comunidad debida, la asistencia recíproca y aún una salvaguardia de la castidad de los esposos, como quiera que uno de ellos tenía derecho estricto de conservar la virginidad del otro. Estos autores suponen, además, que ambas parte3 tenían fundada seguridad de que el pacto será siempre fielmente respetado. Repetimos que no es necesario acudir a esta solución, porque la intervención de Dios, que por sí mismo preparó la unión entre María y José, hacía absolutamente inútil cualquier pacto de este género).
Tal fué el sagrado matrimonio de José y de María: "dos virginidades que se unen (bajo la bendición de Dios) para conservarse eternamente la una a la otra por medio de una casta correspondencia de púdicos deseos" (Bossuet, ibíd); ambas fecundas, mas cada una en su orden: la virginidad de María, según la carne, porque su misma pureza hizo descender al Espíritu Santo sobre Ella para llenarla con un germen celestial; la virginidad de San José, según el espíritu, porque bajo su sombra, bajo su protección paternal, dentro de su dominio, el fruto virginal brotó y se desarrolló (De todo lo que precede se deduce que es poco el llamar a San José padre putativo y aun padre adoptivo de Nuestro Señor. La cosa es clara por lo que hace al primer título, porque tal título no dice sino que Jesús pasaba por hijo de San José. El segundo título, aunque algo añade al primero, no basta tampoco para expresar todo lo que San José fué respecto de Jesucristo. Un hijo adoptivo por su nacimiento es extraño a aquellos que lo adoptan; mas Jesucristo fué formado por el Espíritu Santo en las castísimas entrañas de la esposa de San José; por consiguiente, es nacido de este felicísimo matrimonio; porque hí el Espíritu de Dios hizo esta maravilla, fué por razón de la unión virginal que existía entre los dos santos esposos. La unión conyugal de los padres adoptivos no está ordenada por su naturaleza a la formación del hijo sobre quien recae la odopción; al contrario, cuando se trata del matrimonio de San José con la Santísima Virgen, tal matrimonio tenía por fin especialísimo, según los designios de Dios, el nacimiento y la educación del Hombre-Dios. En esto estaba su razón de ser. Por tanto, por estos dos títulos es algo más que un padre adoptivo, mucho más, incomparablemente más que un padre putativo. Tiene San José de la paternidad todo lo que es compatible con la virginidad, es decir, el amor paternal, la solicitud paternal, la autoridad paternal, y, por consiguiente, Jesucristo es en verdad el fruto común de este matrimonio. "Proles non dicitur bonum matrimonii in solum quantum per matrimonium generatur, sed in quantum in matrimonio suscipitur et educatur; et sic bonum illius matrimonii fuit proles illa, et non primo modo. Nec tamen de adulterio natus, nec filius adoptivus qui in matrimonio educatur, est bonum matrimonii; quia matrimonium non ordinatur ad educationem illorum, sicut hoc matrimonium fuit ad hoc ordinatum specialiter quod proles illa susciperetur in eo et educaretur." (San Thom., im IV, D. 30, q. 2, a. 2, ad 4.)).
Jesucristo es el trigo de los escogidos. Sembrado por el Espíritu Santo en esta tierra virgen y siempre bendita que pertenece a José, y confiado por el mismo Dios al cuidado lleno de abnegación y pureza de este varón justo, creció por la acción diligente y amorosa del castísimo esposo de María. ¡Qué horizontes tan luminosos nos abre esta consideración acerca de la pureza, dignidad, santidad, del bienaventurado Patriarca! Si a Dios pluguiere, estudiaremos estos magníficos privilegios y otros en un opúsculo aparte. Pero ¿cómo no mencionar ya aquí la sólida probabilidad de la doctrina que atribuye al Santo la confirmación en gracia por toda su vida y la exención, no de la raíz de la concupiscencia, pero sí de todos los movimientos y actos de la concupiscencia en ejercicio? ¿Sería esto demasiado para aquel que fué el esposo de la Reina de las vírgenes y que hizo las veces de padre del Verbo encarnado? (Cansúltese, sobre todas estas cuestiones, a Suárez, de Myster. vitae Christi, d. 6. aect. 2. "An Beata Virgo propositum virginitis servandae voto firmaverit, et quo tempore?" Item, d. 7, sect. 1: "Utrum Ínter Mariam et Joseph verum matrimonium intercesserit ?").

J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS...

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