LA EXPANSIÓN DE LA NACIENTE COMPAÑÍA
(1539 — 1552)
A decir verdad, si la Bula de Paulo III daba a la Compañía de Jesús una existencia canónica, no la creaba del todo; ya ella preexistía. Tenía su nombre, su jefe, su espíritu, su reclutamiento, sus obras y aun un campo de acción singularmente extenso, gracias a la confianza del Papa.
Al llegar a la Ciudad Eterna, Ignacio de Loyola (1) se había ofrecido con todos los suyos al Pontífice. Renovó su ofrecimiento en 1538. Paulo III pareció querer en un principio reservar el beneficio del apostolado de los “sacerdotes peregrinos” para sola Roma; a pesar de las instancias de Ortiz y de un prelado español, rehusó enviarlos a los países del Nuevo Mundo conquistados ya para el cetro de Carlos V. Pero las circunstancias fueron superiores a la voluntad del Pontífice. La Providencia conducía todo por caminos oscuros. Aunque no hicieron sino una aparición fugitiva en el Alta Italia antes de reunirse en Roma, los iñiguistas habían dejado ahí huellas muy profundas; había tan pocos “sacerdotes reformados”, que se deseaba volver a ver a aquellos que habían pasado por ella haciendo el bien (2).
Las instancias del Arzobispo Bandini, del dominico Catarino y de Lactancio Tolomei, presentadas por el Cardenal Carafa, obligaron a Paulo III a enviar a Pascasio Broet a Siena (1539). Enrique Filonardo, que gobernaba la legación de Parma, recientemente añadida al patrimonio de San Pedro, con sus súplicas logró que Laínez y Fabro fuesen allá a predicar. El Cardenal Cervini llamó a Laínez a Reggio (1540) y el Cardenal Bembo confió a Bobadilla la reforma de la diócesis de Bisignano (1540). Paulo III mismo comisionó a Jayo para Bagnorea y Brescia. Y por todas partes aquellos hombres transformaban las almas.
De Siena, Bandini escribió a Ignacio: “Vuestro o mejor dicho nuestro Broet, exhorta con la palabra, ayuda con el ejemplo, atrae con la humildad, y por su caridad inflama el deseo de vivir santamente. Las multitudes se aglomeran a sus sermones y su confesionario. La crema de la juventud de la Universidad sigue sus Ejercicios Espirituales. Un sacerdote autor de comedias licenciosas se ha convertido, hizo su retractación en el púlpito, y entró en un convento de San Francisco” (3).
Parma era una guarida de bandidos y de disolución de costumbres, su clero era poco ejemplar; hasta por la predicación de un monje comenzaba allí a infiltrarse el luteranismo. Laínez tapó la boca al sospechoso predicador. Los Ejercicios Espirituales, manejados con mano maestra por Fabro, tocaron hasta el fondo los corazones; algunos estudiantes entraron en religión; algunos sacerdotes convertidos se hicieron reformadores a su vez; a ejemplo de Julia Zerbini, las señoras se hicieron apóstoles. En aquella ciudad llena de crímenes, se instituyó una cofradía que vivirá por siglos con el nombre de “Compañía del Santo Nombre de Jesús”, y sus miembros recibieron de Fabro el reglamento de su vida, en el que a la práctica de la oración se añadía la comunión por lo menos semanaria. (4) En Placencia y en Reggio, Laínez renovó las maravillas de Parma (5).
En Bagnorea, Jayo fue recibido fríamente: se guardaba reserva ante aquel extranjero. El domingo de Ramos de 1540 comenzó a predicar y explicó en términos evangélicos la razón de su presencia en la ciudad. El auditorio se formó y engrosó rápidamente; los magistrados de la ciudad eran los más asiduos. La actividad del apóstol fue bien pronto desbordada por la multitud de los penitentes y no le bastaba el día para oír confesiones, lo tenía que hacer también por las noches. En Brescia, igualmente, las necesidades de las almas eran urgentes, tanto más cuanto que la frontera no distaba mucho y las herejías de Alemania pasaban entre los fardos de los comerciantes. Jayo explicó el Símbolo, el Decálogo y algunos pasajes de las Epístolas de San Pablo que adulteraban los herejes. La fe de los habitantes se esclareció y volvieron al uso de los sacramentos. (6)
Nicolás de Bobadilla había sido enviado a la Isla de Ischia (1539) con el fin de reconciliar a Ascanio Sforza con su mujer Juana de Aragón. Logró establecer una tregua entre los divididos esposos. Predicó a los habitantes de la Isla y en Gaeta; disputó en Nápoles con Valdés; volvió a Roma en la primavera y allí le atacó una fiebre que le detuvo hasta el otoño. Una vez curado, delegado por Bembo, visitó la diócesis de Bisignano predicando, confesando, reformando los monasterios, sin cansarse jamás durante sus viajes apostólicos que duraron más de un año (7).
Para pacificar a Alemania turbada por Lutero, Carlos V había decretado la Dieta de Ratisbona (1540), y al ir a ella, por órdenes de su príncipe, el doctor Ortiz llevó consigo a Pedro Fabro, en calidad de teólogo. (8)
El deseo de evangelizar las Indias era intenso en el ánimo de Juan III. Diego de Govea, el antiguo principal de Santa Bárbara en los tiempos en que Ignacio estudiaba en París, había dado a conocer al rey el valor apostólico de los iñiguistas, y había escrito a sus antiguos alumnos una carta urgente en que les exhortaba a favorecer los designios del Rey de Portugal. Pedro Fabro le respondió que sólo el Papa podía decidir. (9) Entonces Pedro Mascareñas, embajador en Roma, recibió la comisión de su Señor de suplicar al Romano Pontífice que enviase a las colonias portuguesas algunos sacerdotes capaces de hacer florecer allá la religión. Mascareñas conocía a Ignacio y fácilmente logró ganar para su proyecto el ánimo del Pontífice. Ignacio resistió algún tiempo; se le pedían seis misioneros, y no pudo dar más que dos; “señor Embajador, dijo a Mascareñas, (10) somos diez; si me quitáis seis ¿qué me queda para el resto del mundo?” Mascareñas puso buena cara contra la mala suerte. Sus instancias en marzo de 1540 precipitaron la conclusión de la negociación apostólica, conducida a nombre de Juan III. El 5 de marzo, Rodríguez fue llamado apresuradamente de Siena, y partió con Pablo Camerino para Civita Vecchia. El 15, Francisco Javier salía de Roma con Mascareñas para ir a poner bajo la protección de Nuestra Señora de Loreto los ardores de un celo que debía hacer prodigios. (11)
La Compañía de Jesús no tenía aun existencia canónica. La fórmula en la que Ignacio de Loyola había bosquejado sus designios no tenía sino la aprobación verbal de Paulo III. Los “sacerdotes reformados” o “sacerdotes peregrinos” como se les llamaba, no eran sino diez, y ya recorrían la Italia desde Lombardía al reino de Napóles; penetraban en Alemania que turbaban las andanzas de Lutero; estaban en Lisboa y en camino de las Indias orientales. Por todas partes su apostolado producía las mismas maravillas. Llenaban las iglesias, reformaban los monasterios, apaciguaban las discordias, arreglaban las costumbres. Renovaban las almas por la predicación y por los Ejercicios Espirituales, les infundían el hábito de la oración, la frecuencia de sacramentos y la organización de cofradías. No se cansaba nadie de oírles, lloraban todos cuando se iban y se escribía a Roma para conservarlos. Vivían de limosna, se prodigaban día y noche, se ocupaban de los niños, de los enfermos y de los pobres. Sus ejemplos y sus oraciones acreditaban su predicación. Su paso era una bendición de Dios. Las poblaciones sorprendidas, veían con sus ojos al Evangelio en acción. Y como debía suceder, en tomo de estos apóstoles no tardó en agruparse una ardiente juventud.
En Parma, por la influencia de Laínez, y sobre todo de Fabro, Pablo de Aquiles, Eipidio Ugoletti, Silvestre Landini, Juan Bautista Viola, Antonio Criminali, Benito y Francisco Palmio, Angel Paradisi, se agregaron a la Compañía. El lombardo Pedro Codacio, prelado de la Corte Pontificia, vino a tocar a la puerta de la casa Frangipani, cerca de la Torre de Melángolo donde residía Ignacio de Loyola. Así mismo, el sacerdote Pablo de Camerino y los jóvenes romanos Felipe Cassini e Isidoro Bellini. (12)
Los españoles llegaron también. (13) Jerónimo Domenech joven canónigo de Valencia yendo de Roma a París para seguir sus cursos en la famosa Universidad, se detuvo en Parma, hizo los Ejercicios bajo le dirección de Fabro y se unió a él (1539); Francisco y Diego de Eguía antiguos amigos de Iñigo en Alcalá, hicieron en Venecia los Ejercicios; después de un viaje a Tierra Santa volvieron a formar en las filas de los “sacerdotes reformados”. El joven Pedro de Rivadeneyra, paje de Alejandro Farnesio en Toledo durante el estío de 1539, siguió al Cardenal a Roma. En septiembre de 1540, un pugilato con otro paje le hizo huir del Palacio Farnesio, a donde no se atrevía a volver; vino por la noche a pedir abrigo a Ignacio de Loyola; hizo los Ejercicios Espirituales, y acabó por entrar en la Comunidad el 25 de diciembre, e Ignacio le dio la comunión por su propia mano en la misa de media noche. Este tenía ya consigo a los Eguía, Carvajal, Francisco de Rojas, Francisco y Antonio Estrada, Millán de Loyola, Antonio Araoz y al portugués Bartolomé Ferrao. Oviedo, Torres y Villanueva no tardaron en unírseles.
Cosa increíble, algunos de aquellos jóvenes que no habían recibido todavía las sagradas órdenes, y no habían estudiado, subían sin embargo al púlpito. Y hablaban con tal autoridad que doblegaban hasta la penitencia y la observación del Decálogo a las conciencias más endurecidas en el mal. Francisco Estrada removía las ciudades de Siena y de Monte Pulciano. Araoz será escuchado como un oráculo en Burgos, Valladolid, Azpeitia y Vergara (14).
Pero estos trabajos apostólicos no eran sin embargo más que una excepción. Por lo común los novicios de la naciente Compañía no hablaban en público sino para explicar a los niños la doctrina cristiana. Ignacio de Loyola sabía a maravilla que antes de enseñar es preciso aprender, y organizó los estudios de esta juventud. Como París le fue siempre tan querido, envió allá un pequeño grupo a las órdenes de Diego de Eguía, los que habían de seguir sus cursos en la Universidad. (15) Ya los volveremos a encontrar con sus ardores, sus contratiempos y sus conquistas. Pero desde ahora ¿no es por cierto cosa admirable que por la sola irradiación de su ejemplo, los compañeros de Ignacio atrajeran hacia ellos a tantos jóvenes, con la esperanza de formar una Orden nueva, cuya fórmula estaba siendo examinada en las oficinas de la Cancillería Pontificia? Cuando llegue la Bula de Paulo III Regimini Ecclesiae militantis la Compañía, fundada ya al fin, tendrá un desarrollo maravilloso.
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En 1540 las grandes preocupaciones del Papa las causaba Alemania. La rebelión de Lutero contra la Iglesia lanzó a ese país en un torbellino que crecía a cada momento. En sólo veinte años, partiendo del ducado de Hesse y de Sajonia (1526) el protestantismo conquista la Suabia, Wurtemberg (1534), Wesfalia (1534), las ciudades de la Hansa (1534), el Brandeburgo (1540). La “acometida a los sacerdotes” amenaza la comarca del Rhin. Los príncipes ávidos de los bienes eclesiásticos abrazan la nueva religión; los obispos hijos de familias principescas, sin vocación y de malas costumbres, vacilan en la fe; el clero secular y regular está roído por el vicio y la ignorancia; los pueblos, con semejantes jefes, se abandonan a las insensateces del anabaptismo o a los excesos de una locura sin freno. (16)
En medio de estas turbaciones que le encantan y le indignan al mismo tiempo, Lutero (17) aplaude a los príncipes ladrones, impulsa a la guerra a la Liga de Smalkalda, maldice la licencia popular, la tiranía imperial, las Bulas del Papa, las doctrinas de sus discípulos rebeldes, hasta que al fin muere, sin duda bastante desengañado del valor de su reforma (18 de febrero de 1546).
Contra los pasquines del violento monje alemán, no faltaron otros escritos. Los agustinos, los carmelitas, los franciscanos, los dominicos, canónigos y profesores discutieron y refutaron las enseñanzas de Lutero. (18) Los Señores del Imperio, Carlos V y Fernando su hermano, multiplicaron las dietas, las deliberaciones y los coloquios. (19) Sus sinceros deseos de defensa religiosa, traicionados por la astuta rivalidad de los príncipes, los juegos políticos de los cancilleres, la penuria del tesoro, la irresolución de los consejos y también por las complicaciones diplomáticas urdidas en París y en Constantinopla, no dieron más resultado que enardecer a los sostenedores del protestantismo. Tal fue la Alemania de 1540. ¿Qué podrían hacer allí los jesuítas? El Papa quería que fueran a hacer algo. San Ignacio los envió.
Los primeros enviados fueron Fabro, Jayo y Nicolás de Bobadilla. Instruidos y llenos de celo ganaron pronto la confianza del Rey de Romanos, de los legados del Papa y de los mejores Obispos. En vano se les quería llevar a remolque a los coloquios de Haguenau y de Worms (1540-1545), de Ratisbona (1541-1546), de Spira (1542-1544), de Nuremberg (1542), de Ausburgo (1547); desde un principio estaban convencidos, como los legados pontificios, de la inutilidad de tales reuniones. Las controversias que preparaban esas reuniones con los teólogos protestantes no se verificaban; sus memoriales sobre la situación religiosa no eran tenidos en consideración; el partido que Bobadilla tomará en 1547 contra el Interim de Ausburgo, le valdrá la expulsión de Alemania. Allí donde los Nuncios de Paulo III son impotentes para hacer decretar medidas eficaces para arruinar la posición política del protestantismo, tres pobres religiosos forzosamente se verán condenados al papel de testigos. (20)
Además, no son diplomáticos de profesión, sino ante todo apóstoles. Entre los señores, los prelados y el pueblo de las ciudades donde se reúnen las dietas, multiplican los socorros espirituales, predican y explican la Escritura y confiesan en las iglesias. El resto del tiempo lo consagran a la oración y a las conversaciones particulares con quien quiera que solicita un consejo. Allí están en su propio terreno y su acción es fecunda; sus cartas a Ignacio lo revelan. (21)
Fabro no se quedó mucho tiempo en Alemania. Llevado por Ortiz tiene que seguir al Embajador en su regreso a España (1541). Pero Jayo y Bobadilla pasaron años en el Imperio, yendo de ciudad en ciudad. En Ratisbona, Jayo (22) estimula al Obispo, reforma al Capítulo, se enfrenta a los doctores herejes, explica la Epístola a los Gálatas (1542). Luego da lecciones en la Universidad de Ingolstadio (1544) y al mismo tiempo prepara aquél su restauración completa. Predica ante el Emperador y el Rey de Romanos. Por donde quiere que aparece, en Dilinga, en Eischtatt, en Salzburgo, en Worms, renueva en torno suyo la vida cristiana. El Cardenal de Ausburgo, el célebre Otón de Truchess, lo delega para el Concilio de Trento (1545). El Rey de Romanos lo hubiera hecho Obispo de Trieste sin la enérgica resistencia de Ignacio de Loyola (1546).
Como el saboyano Jayo, el español Bobadilla pasea su celo de ciudad en ciudad, en seguimiento de los Nuncios del Papa o del Rey de Romanos. En Nuremberg, explica la Epístola a los Romanos y disputa con los teólogos protestantes (1542-1543). Juntamente con el Obispo de Passau emprende la reforma del clero de la diócesis. Durante algunos meses, participa de los trabajos de Canisio en Colonia. Cuando Carlos V se decide a tomar las armas contra los príncipes protestantes, sigue a las tropas imperiales, se contagia de la peste y no escapa de la enfermedad sino para ser maltratado y despojado por los bandidos. Es él el primer capellán militar, de los que la Compañía de Jesús ha de dar gran número en el curso de los siglos. Acabada la guerra vuelve a Passau y predica la Cuaresma (1547) y en seguida va a ejercer sus ministerios en Ratisbona, en Viena, en Oestet, en Ausburgo, llamado por los Obispos y los Príncipes. Escribe para los Cardenales Farnesio y Cervini planes de reforma religiosa; impulsa a todos los que le tratan a la frecuencia de sacramentos. A él también el Rey de Romanos quiso hacerlo Obispo. (23)
Al lado de Jayo y Bobadilla, Pedro Canisio comienza su admirable carrera. Y siguiendo sus huellas, numerosos jesuítas emplearán tanta actividad en aquellas regiones del norte, que los historiadores católicos no dudarán en llamarlos los salvadores de la religión en Alemania. Viviendo aún, le fue dado a Ignacio echar la semilla y ver las primicias de tan copiosos frutos; de la casita que el P. Kessel habitaba en Colonia saldrán los primeros novicios renanos, que irán a Roma a formarse en el espíritu de su vocación. (24)
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En Inglaterra, el cisma precedió a la herejía. Aun antes de definir el Credo del anglicanismo, Enrique VIII quiso ser Papa y ser reconocido como tal. Sus exigencias encontraron una resistencia que desde muy temprano produjo mártires. La sangre derramada, el robo de los bienes eclesiásticos, fueron los primeros hechos del Rey para mal reformar la religión. Irlanda comenzó desde entonces su dolorosa historia, que es la vergüenza de Inglaterra. Paulo III, conmovido, quiso saber en detalle cual era la situación de los católicos en la Isla de los santos. A instigación del Cardenal Pole, pidió a Ignacio nuncios que enviar en medio de los voraces lobos. Salmerón y Broet partieron, atravesaron Francia, llegaron y vivieron allí durante treinta y cuatro días en medio de mil peripecias, volvieron a Dieppe y esperaron en París la ocasión para una nueva expedición; hasta que por fin, por orden del Papa, tomaron otra vez el camino de Italia (1541). Otros jesuitas, más tarde, emprenderán la reconquista de Inglaterra bajo Isabel la sanguinaria. (25)
Francia también estaba trabajada por el protestantismo. Ignacio lo sabia por su estancia en París. Después, Farel y Olivetan prepararon los caminos a Calvino (26) y Calvino se desenmascaró; dogmatizó, organizó una iglesia reformada, que difiere de la iglesia luterana, tanto por las doctrinas como por las instituciones. (27) Pero si bien prestaba su fuerte auxilio a los protestantes alemanes contra Carlos V, y si bien ponía a veces mala cara a los teólogos más intransigentes de la Sorbona, Francisco I tomó respecto de la invasora herejía una política de resistencia; demasiado blando para aniquilar la nueva religión, fue lo bastante firme para impedir que dominara en el país. (28)
A despecho de esta paradoja inquietante, y a pesar de las rivalidades políticas de Francisco I y Carlos V, Ignacio envió pronto a unos jóvenes jesuitas a la Universidad de París, porque estaba persuadido que en ninguna parte podrían formarse mejor en el verdadero saber. En la primavera de 1540, una colonia de estudiantes llegó a París, bajo la dirección de Diego de Eguía, y se instaló en el Colegio del Tesorero. En marzo de 1541, Domenech reemplazó a Eguía, y se hicieron algunos reclutamientos; de Roma llegaron los dos hermanos Estrada y Rojas; venían con ellos tres franceses Cogordan, Pelletier y Ruillet. Faltos de lugar, la colonia emigró al Colegio de los Lombardos. En octubre, Oviedo y Viola llegaron a unirse al grupo de los estudiantes, mientras que Cogordan y Rojas partían para Coimbra. Araoz, Millán de Loyola, Esteban Díaz y Rivadeneyra estaban allí en 1542. (29)
Esta juventud estudiaba con ardor, propagaba los Ejercicios y promovía la frecuencia de sacramentos. La iglesia de los Cartujos era el gran teatro de su celo eucarístico, y las comuniones de los estudiantes se hacían más frecuentes y numerosas. (30)
Entretanto la guerra entre Carlos V y Francisco I estaba a punto de estallar. Se preguntó al presidente del Parlamento si los españoles podían sin peligro permanecer en París. El prudente magistrado se excusó de opinar. Domenech dividió a su grupo; llevó consigo a los españoles a Lovaina, donde llegaron el 5 de agosto de 1542; los otros se quedaron en París, bajo el gobierno del P. Pablo de Aquiles; tuvieron pronto un alerta y por el temor de ver sitiado a París, se refugiaron en Lyon; pero después del tratado de Crespy (18 de septiembre de 1544) volvieron a la capital. Los ejercicios escolares continuaron y también su apostolado. Entre los novicios de entonces es preciso señalar al famoso Guillermo Postel. Sus lecciones sobre lenguas antiguas eran todo un acontecimiento. Los jesuitas las seguían, y él acabó por ponerse en la escuela de los Ejercicios y se hizo jesuíta en la Cuaresma de 1544. No era el único francés; con él entraron en la comunidad Pelletier, Pedro Chanal, Juan de la Gota, Juan Forcade y Nicolás Morel. Bien pronto el Obispo de Clermont les dará hospitalidad en su hotel de la calle de la Harpe, cerca de la iglesia de San Cosme y San Damián (1560), y a la generosidad del mismo Prelado se deberá, en Auvernia, la fundación del Colegio de Billom (1553). (31)
Mas durante largos años el Parlamento y la Sorbona estorbarán un mayor desenvolvimiento de la Compañía en Francia.
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Muy distintas fueron las condiciones de la entrada de la Orden en España. Los recuerdos dejados y las relaciones conservadas por Iñigo de Loyola, el crédito del doctor Ortiz, antiguo embajador del Emperador en Roma, la entrada de Francisco de Borja (32) en la Compañía y el favor de Carlos V, hicieron todo fácil.
Valladolid, Madrid, Burgos, Gandía, Valencia, Barcelona escucharon la palabra apostólica de Araoz y de Fabro. Gracias a la generosidad de los Prelados y señores que aseguraron la fundación, se abrieron colegios en Alcalá (1543), Valencia (1544), Valladolid, Gandía, Barcelona (1545), Salamanca (1548) y Burgos (1550). El año de 1548 el colegio de Gandía se transformó en Universidad. En ninguna parte fue tan rápida la expansión de la Orden. Al mirar a su país natal Ignacio de Loyola podía alabar a Dios por haber bendecido su obra (33).
En el siglo de oro de la monarquía española, los Países Bajos formaban parte del dominio de los reyes católicos. Carlos V era de Gante. El favor que la Compañía de Jesús gozaba en España y Alemania le faltaba en los Países Bajos. Los primeros jesuitas que allí aparecieron en 1542 eran unos pobres estudiantes españoles que huían de París a causa de la guerra entre Francisco I y Carlos V. Este grupo conducido por Jerónimo Domenech se refugió como pudo en Lovaina. Pero mal visto por la Universidad tuvo largo tiempo una existencia precaria; lo cual no impidió el que poco a poco hiciera algunas adquisiciones: Wischawen, Adrienssens, Goudanus, Brogelmans, Vinck y Lanoy fueron los primeros que se agregaron allí a la Compañía. (34)
En las costas del mar Tirreno como en las del mar del Norte, España era soberana. Napoles y Sicilia le pertenecían. Por largo tiempo Juan de Vega fue virrey de Napoles (1547-1575). Había conocido íntimamente a Ignacio en Roma, cuando allí representaba a Carlos V. Fue para él un verdadero gozo poner a disposición del fundador, a quien veneraba como a un santo, su autoridad sin límites. Su mujer Leonor Osorio rivalizaba con él en piadoso celo. El P. Jerónimo Domenech secundó las intenciones de Ignacio y de Vega con una actividad y una abnegación que el cielo hizo fecundas. La reforma de las costumbres, la frecuencia de los sacramentos, fueron el fruto de sus predicaciones apostólicas en Palermo, Monreal y Messina. En esta ultima ciudad se abrió un Colegio en 1548. Las expediciones de Juan de Vega a las costas berberiscas llevaron a los jesuitas al África. Laínez (1550) y Nadal (1551) fueron los primeros capellanes de las tropas españolas enviadas contra los piratas de Berbería. (35)
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El fraccionamiento político de Italia en el siglo XVI dio a la expansión de la Compañía de Jesús en la Península un carácter particular. La acción de los Papas y de los Cardenales protectores de la nueva Orden se extendía por todas partes. La confianza de los príncipes y de los Obispos al multiplicar unas experiencias apostólicas de tanto éxito, ayudaron a propagar muy lejos el buen renombre de los jesuitas. Cosme de Médicis entre los soberanos, y también Hércules de Este, y entre los Cardenales, Cervini, Maffeo y Carpi, fueron los más decididos entre los patronos de la naciente Compañía.
Con la misma idea que le hacía enviar estudiantes a París, Ignacio creó a su vez casas de Estudios en Pisa, Ferrara y Padua. Los colegios serían menos numerosos que en España, pero los había en Tívoli (1548), Gubbio, Perusa, Bolonia y Ferrara. Las correrías apostólicas no cesaban por toda la Península. Jayo evangelizó a Ferrara; Salmerón a Verona y a Belluna; Broet a Monte Pulciano y Bolonia; Bobadilla como visitador episcopal recorrió toda la Calabria; y predicó en Nápoles, Chieti y Monte Fiascone; los jóvenes religiosos como Estrada, Ochoa y Otello reunían auditorios inmensos; el P. Landini recorrió toda la campiña de Massa y de Sarzana, antes de llevar a Córcega los esfuerzos de su celo (1552). Más que ningún otro, Laínez circula de un cabo al otro del país: predica, confiesa, explica a San Pablo en Roma (1550), en Florencia (1551), en Verona, Venecia, Siena, Pisa, Ferrara, Padua, Parma y Palermo. (36)
Junto a esta falange de infatigables obreros, los jesuitas de Roma no permanecían inactivos. En los primeros años, Ignacio no tenía muchas personas aptas bajo su gobierno, pero poco a poco nuevos reclutas engrosaron las filas de los apóstoles del Evangelio en la Ciudad Eterna.
La iglesia de la Strada generosamente ofrecida por Pedro Codacio a la Compañía, antes de que se diera a ella él mismo, se hizo muy pronto un centro de vida cristiana. Los catecismos, los sermones, las lecciones de Sagrada Escritura, las confesiones eran ininterrumpidas. Las conversiones de mujeres de mala vida y de judíos, el cuidado de los enfermos y de los pobres eran considerados como algo de primera clase en el ministerio sacerdotal.(37)
Con la fundación del Colegio Romano y del Colegio Germánico, este apostolado tendría su perfección intelectual y su alcance más Lejano. (38)
El Colegio Romano, gracias a las generosidades de Francisco de Borja, comenzó en febrero de 1551 en una casa alquilada de la calle del Capitolio, y su primer rector fue el francés P. Pelletier. Creciendo el número de los alumnos se instalaron en otro local, en la calle que conduce de la Strada a la Minerva. Sus primeras clases fueron de latín, griego y hebreo; en 1552 ya asistían trescientos alumnos. Había algunos que iban a él, sin que sus propios padres lo supiesen, lo que produjo en cierta ocasión un tumulto de gritos de dos madres elocuentes que desde la puerta del Colegio reclamaban amenazadoras a sus hijos, tratando a los jesuitas de raptores de niños. (39)
El Colegio Germánico no tardó en abrirse. El apostolado en Alemania de Pedro Fabro en 1540 no tardó en suscitar en su mente la idea de que la primera necesidad de aquel pueblo era la formación de un clero digno de su vocación. Los Obispos alemanes y el Papa Julio III se mezclaron en la empresa: se resolvió formar en Roma a los futuros apóstoles de Alemania. (40) Vivirían bajo el mismo techo con los jesuitas, sus maestros; asistirían a los cursos del Colegio Romano, en el que se crearon a su favor cátedras de Teología Escolástica y de Sagrada Escritura. En una casa vecina al dicho Colegio Romano comenzó el Germánico con 24 alumnos en 1552. Ambos Colegios tendrían una prosperidad que aún perdura.
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En noviembre de 1530, los cardenales consultados por Clemente VII acerca de los remedios que habría que poner a los males de la Iglesia, determinaron que era necesario un Concilio General. Fue la gloria de Paulo III el haber anunciado a los príncipes el primer año de su reinado la futura Asamblea (1537) y haber convocado para Trento (41) a todos los obispos de la Cristiandad (1542). Hacía ya cuatro años que veía trabajar a los jesuitas y su confianza en ellos era total; el Papa, pues, pidió a Ignacio de Loyola tres hombres de su Compañía para ser en Trento teólogos de los legados que presidirían el Concilio.
Ignacio designó a Fabro, Laínez y Salmerón. Fabro, llamado de España donde residía a la sazón, murió al llegar a Roma antes de haber podido aparecer en el Concilio (l° de agosto de 1546). Laínez y Salmerón ya estaban en él, desde el 18 de mayo de 1546. Jayo también se encontraba desde el 16 de diciembre de 1545, y pronto llegaría Canisio en 1547; los dos últimos como delegados por el Cardenal de Ausburgo, Otón de Truchess. (42)
Las actas del Concilio mencionan la presencia y precisan el papel que en él desempeñaron los cuatro teólogos jesuitas. (43) Su capacidad, su fuerza de trabajo, su conocimiento de los errores protestantes, los designaron pronto para trabajos ingratos pero muy útiles. En particular el Cardenal Cervini, les encomendó la revisión de los libros de los herejes, la extracción de sus proposiciones sospechosas y la confrontación de esas proposiciones con las antiguas decisiones dogmáticas. Laínez y Salmerón hablaron frecuente, larga y doctamente en las Congregaciones. La vida de pobreza y abnegación que llevaban en los hospitales, su celo en la predicación y la confesión, fuera de las horas del Concilio, les conciliaron, tanto como su ciencia, la estima de los Prelados. Cuántos concibieron al contacto con aquellos hombres eminentes y evangélicos, una alta idea de la Compañía y se propusieron emplear a los jesuitas en el bien de sus diócesis. El Cardenal de Trento, los dos presidentes del Concilio, Del Monte y Cervini, ambos futuros Papas, daban el ejemplo de esta confianza. Los prelados españoles en un principio contrarios, entraron en la corriente general de esa simpatía que llevaba hacia los jesuitas los corazones de tantos hombres eminentes. Muchos Obispos les pidieron la redacción misma de sus votos. (44)
Lo mismo sucedió en Bolonia que en Trento, (45) cuando el Concilio fue trasladado allí, a causa de la peste que desolaba al Trentino (1547).
Cuando el Cardenal Del Monte fue elegido Papa y reanudó el Concilio interrumpido desde 1547, pidió a Ignacio que Salmerón y Laínez tomaran otra vez el cargo de teólogos pontificios, y éstos tuvieron que hablar en las sesiones casi todos los días. El Cardenal de Trento, el Cardenal Crescenzi, los Obispos de Modena, de Verona, de Calahorra, de Placencia, de Segovia, de Pamplona y otros les manifestaron mucha estima. Aun cuando la fiebre atacó a Laínez, el Cardenal Crescenzi no permitió que saliera de Trento. Los discursos de los dos jesuitas sobre la Eucaristía, la Misa y el Orden Sacerdotal fueron particularmente notables. Fue considerable la parte que tomaron en la redacción de los Cánones sobre los sacramentos; su colaboración tenía la preferencia de los Legados, bien que no faltaban grandes teólogos en la Asamblea, (46)
Además de su cargo, la modestia y el celo de los Padres redundaron en honor de la naciente Compañía, más allá de lo que puede decirse. La fundación de numerosos Colegios en Alemania, España, Flandes, Francia e Italia se decidió en amigables conversaciones entre unas y otras de las sesiones del Concilio.
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La obra de Simón Rodríguez en su país natal es considerable. Consejero de Juan III, confesor del príncipe heredero, su influencia hizo de la Corte de Lisboa una admirable Corte cristiana. Con el auxilio de los príncipes portugueses fundó los Colegios de Coimbra (1542) y de Ebora (1551).
La vida de Portugal se había extendido increíblemente por los mares. Perdido en la extremidad de Europa meridional, este pequeño pueblo ha escrito en la historia una epopeya grandiosa. Sus navegantes descubrieron continentes nuevos; sus reyes multiplicaron sus colonias; mezclándose con los soldados y los marinos, sus misioneros enarbolaron la Cruz por encima del pabellón nacional, en tierras hasta ayer desconocidas. Los portugueses de Juan III llegaron a Mauritania, al Congo, a las Indias, al Japón y al Brasil. Pronto llegarían a Etiopía. Los jesuítas iban con ellos: Juan Núñez y Luis González fundaron la misión de Tetuán (1548); Jorge Vaz y Cristóbal Ribeyra, la del Congo (1548); Manuel de Nobrega y Juan de Azpilcueta, la del Brasil (1549), antes de la muerte de Ignacio Juan Núñez y Andrés de Oviedo partirán para Etiopía (1555). No se puede contar minuciosamente todo el celo inventivo y la energía que estos hombres desplegaron. (48)
Pero por gloriosas que sean sus conquistas fueron sobrepujadas por un conquistador, en las misiones lejanas, cuyo nombre brilla ahora como en aquellos días de hace tres siglos. Salido de Roma el 15 de marzo de 1540 con el embajador portugués Marcareñas, Francisco Javier fue a poner bajo la égida de Nuestra Señora de Loreto los ardores de su celo devorador como el fuego. No se detuvo en Lisboa sino el tiempo necesario para preparar su expedición. El 7 de abril de 1541, se embarcó en el “Santiago” con el nuevo gobernador de las Indias, Francisco de Souza, para llegar a Goa el 6 de mayo de 1542. Evangelizó la costa de la Pesquería (1542), el reino de Travancor (1544); voló a las Molucas en 1546-47; envió a Barceo a Ormuz en 1546, estableció en Goa diversas obras destinadas a la conversión de los europeos; organizó el gobierno de la naciente misión y partió para el Japón (1549). Allí permaneció dos años, fundó una Iglesia y volvió al mar, desembarcando en Sanchoan donde murió el 2 de diciembre de 1552 a la edad de 45 años, frente a frente de la China, cuya gran Muralla quería perforar, para abrir paso a Jesucristo. Ningún misionero ha cruzado caminos más difíciles, con un ardor más encendido, una confianza en Dios más absoluta, y más maravilloso éxito. Su vida fue prodigiosa por los milagros operados, las conversiones logradas y la abnegación heroica. La Iglesia que habrá de canonizarlo, le dará el nombre de Apóstol de las Indias. En medio de los conquistadores del siglo XVI, la figura de Javier irradia y domina como otro San Pablo. (49)
Y en aquella Alemania, a la que los errores y las violencias de Lutero han hundido en tan grande confusión, se levantará un hombre que será por cincuenta años su gran apóstol. Entre todos los que se empleaban allí en defender la fe de sus abuelos, nadie le igualará en ciencia, en celo y santidad. Admitido en la Compañía de Jesús en Maguncia, en mayo de 1543, Pedro Canisio será desde ese momento el mismo hombre extraordinario que continuará siendo durante su larga vida. Aun estudiante en la Universidad de Colonia, publicó una nueva edición del místico dominicano Juan Taulero (1543). El año de su ordenación de sacerdote editó las obras de Cirilo de Alejandría y de San León el Grande (1546). Apenas consagrado sacerdote, fue encargado por Carlos V de obtener la dimisión de Hermán de Vied, indigno Arzobispo de Colonia. Tan hermosos principios tuvieron una más hermosa continuación. El restaurará la Universidad de Ingolstadio y la de Viena; predicará en la Corte y evangelizará la campiña; y escribirá esa Suma de la doctrina cristiana que será todavía por mucho tiempo después de su muerte, el arsenal de todos los controversistas católicos. (50)
En su rostro grave y enjuto, que iluminan dos grandes ojos, se lee su reflexión paciente, su espíritu de empresa, su abnegación a toda prueba. Si se abriera su corazón, se oirían los suspiros del más amante contemplativo. Nos ha dejado como Fabro una especie de autobiografía, y como la de Fabro, la suya es un himno al Señor, todo penetrado de humilde y dulce agradecimiento. El 3 de septiembre de 1549, la víspera de su profesión en Roma, Canisio fue a arrodillarse ante la tumba de San Pedro, con el alma llena de un fuego que se exhalaba en ardientes suspiros por la conversión de Alemania. Un ángel se levantó de pronto a su lado, descubriéndole la gracia de la vocación y los abismos de la humana miseria. Conmovido hasta lo más hondo del alma, aquel digno hijo de Ignacio, pensando en su holocausto del día siguiente, se atrevió a pedir al Corazón de Jesús que se le entreabriera. Y ese Corazón Divino se le apareció como una fuente fecunda; puso el religioso en El sus labios, y se sintió como un hombre nuevo, revestido de pureza, de caridad, de constancia y de paz. El mismo en sus Confesiones nos ha contado esta conmovedora visión. (51) Su vida apostólica en Alemania demuestra que no fue la visión en San Pedro una ilusión. (52) En medio de los primeros reclutas de la naciente Orden, es él quizás el que realiza, en la más admirable armonía, aquel ideal de oración, de ciencia y de empresa que embargaba el espíritu de Ignacio de Loyola, como el ideal del verdadero compañero de Jesús.
Cuando conoció a Pedro Fabro, Canisio quedó deslumbrado. Terminadas apenas sus primeras conversaciones con el hombre de Dios escribió a uno de sus amigos que jamás había conocido a un teólogo más esclarecido y profundo y una alma de más excelente virtud. (53) Eso era juzgar bien. Pedro Fabro (54) pasa como un meteoro luminoso de Italia a Alemania, de Alemania a España para volver nuevamente a Alemania y pasar después a Portugal. Parece que la Providencia que había medido muy corta la carrera de este astro en el firmamento hubiera querido por medio de la irradiación de su purísima luz, fijar en toda la Europa Occidental la atención de los espíritus y la simpatía de los corazones sobre la naciente Compañía. Este pastor de una aldea oscura de Saboya fue llamado al Coloquio de Worms, a la dieta de Ratisbona, a la Corte de Toledo y de Valladolid. Los legados del Papa, los príncipes Obispos del Rhin, los cortesanos de Carlos V le consultaban sobre los asuntos públicos, le abrían sus conciencias, hacían bajo su dirección los Ejercicios Espirituales. Nadie de 1539 a 1546 hizo más para conquistar en Italia, Alemania, España y Portugal la más alta estima de la Compañía de Jesús; saber, celo, prudencia, buena gracia, vida santa, nada le falta; conquista las simpatías, cambia las almas, levanta por doquiera la vida cristiana. ¡Qué acción profunda hubiera ejercido sobre los luteranos, en Worms y en Ratisbona, si no se le hubiera prohibido toda conversación con ellos! En aquella Alemania donde contra la rebelión protestante, era impotente la autoridad del Emperador, y vanos los discursos de los doctos, hubiera querido que se llevaran las controversias por otro camino; y sobre todo deseaba que el mayor esfuerzo se hiciera por la santificación del clero, cuya indignidad proveía a la Reforma de su principal pretexto. ¿Quién diría que esa manera de ver las cosas un santo, no era también la de un hombre de Estado? (55)
Entre los grandes de España que percibieron la irradiación de Fabro no puede olvidarse a Francisco de Borja. Se encontraron lo más tarde en 1542, y si desgraciadamente las cartas que se escribieron se han perdido, sabemos por lo menos que se escribían y entrevemos en qué términos. ¡Qué ejemplo el de Borja! Casto, aunque nacido de una sangre corrompida, bastante noble para despreciar la nobleza humana, mortificado en las Cortes, humilde en la religión, siempre hombre de oración, amado de Dios único Dueño de su corazón, amable a los hombres a quienes atrae su dulzura, jefe eminente cuya vida religiosa se gastará en el fragor de los negocios, en los caminos y en la soledad de una celda, sin que el brillo de su santidad haya palidecido un momento ante las miradas de los que le rodeaban. En la España de Felipe II y en la Roma de San Pío V ningún otro nombre será como el suyo, una verdadera fuerza para la naciente Compañía. (56)
Con Javier, Borja, Canisio y Fabro, la Compañía domina por sus excelsas virtudes. Los cuatro serán puestos en los altares por la Iglesia. Pero los demás, Laínez, Jayo, Broet, Bobadilla, Salmerón son también hombres de Dios. A su ejemplo los jóvenes jesuitas promovidos al sacerdocio rivalizaban en celo. Todos se abnegaban sin término; los niños, los pobres, los pecadores tenían sus preferencias; si hablaban con los grandes de la tierra era para recordarles sus responsabilidades y la vanidad de las cosas pasajeras de este mundo; su ambición única era la de hacer reinar en las almas la gracia divina. Empleaban en ello todos los medios tradicionales: la oración, la predicación, la confesión y la comunión. En sus manos, que Dios hacía poderosas, esos medios tenían la misma eficacia de los primeros tiempos del cristianismo.
En el corazón de todos estos apóstoles, compañeros de la primera hora o nuevos reclutas, palpitaba la misma gratitud ardiente a Ignacio de Loyola; veían en él mejor que a un superior canónico, a un padre que les había dado la vida del espíritu, y un modelo que los dominaba por el ascendiente de su virtud. Las lecciones y los ejemplos de este maestro eran como un molde vivo en el cual sus almas, sin dejar de ser divinas, habían adquirido una huella común: todos querían seguir como él a Jesucristo, en primera fila, por su amor, y ser como él eficaces salvadores de las almas perdidas. Desde las diversas regiones en donde ejercían su apostolado, escribían a Roma cartas largas y detalladas. Ni todas llegaron a su jefe, ni todas han llegado a nuestras manos. Pero Ignacio recibió bastantes para comprender que debía bendecir a sus hijos y glorificar a Dios. El les escribe alentándolos, los anima a hacer todo y a sufrir todo por el amor del Señor y añade a veces discretos consejos. Se conserva su correspondencia. Ella nos instruye de las maravillas de este apostolado. Sobre todo, nos dibuja las almas de estos apóstoles, almas ardientes, unidas, fraternales, verdaderamente llenas del Espíritu Santo.
1.—Las cartas de Ignacio escritas en castellano están firmadas: Iñigo o Inigo hasta 1543. A partir de esa fecha, la forma Ignacio prevalece. Por el contrario desde la primera carta latina que conocemos de él (2 de diciembre de 1538) el santo firma Ignatius (Ep. et Instr. I, 136) en diversos documentos que le conciernen: sentencias de Conversini en Roma en 1540 y de Gaspar de Doctis en Venecia en 1537 (Scrip. 5. Ign. I, 625); títulos de ordenación expedidos por el Obispo Negusanti en Venecia en 1537, y folios de los poderes acordados por el Nuncio Veralli en la misma fecha; certificado de los padres dominicos de la calle Saint-Jacques, y testimonios académicos de París en 1535, 36 y 37. Bajo el nombre de Ignatius de Loyola Pampelunensis está inscrito el estudiante de la Universidad en el registro del Rectorado (B. N. MS. Latín, 9,952.) La forma Enecus no se encuentra sino en las dos piezas latinas de los procesos de Azpeitia de 1515.
1.—Las cartas de Ignacio escritas en castellano están firmadas: Iñigo o Inigo hasta 1543. A partir de esa fecha, la forma Ignacio prevalece. Por el contrario desde la primera carta latina que conocemos de él (2 de diciembre de 1538) el santo firma Ignatius (Ep. et Instr. I, 136) en diversos documentos que le conciernen: sentencias de Conversini en Roma en 1540 y de Gaspar de Doctis en Venecia en 1537 (Scrip. 5. Ign. I, 625); títulos de ordenación expedidos por el Obispo Negusanti en Venecia en 1537, y folios de los poderes acordados por el Nuncio Veralli en la misma fecha; certificado de los padres dominicos de la calle Saint-Jacques, y testimonios académicos de París en 1535, 36 y 37. Bajo el nombre de Ignatius de Loyola Pampelunensis está inscrito el estudiante de la Universidad en el registro del Rectorado (B. N. MS. Latín, 9,952.) La forma Enecus no se encuentra sino en las dos piezas latinas de los procesos de Azpeitia de 1515.
De todos estos hechos ¿que se puede concluir? Sólo los escribanos de su patria le llaman Enecus; él mismo se llama siempre Ignatius ¿Por qué? ¿Por qué cree que esa es la verdadera traducción de Iñigo? Quizás. Si tuviéramos alguna firma de él anterior a su conversión, podríamos resolver el problema; pero no la tenemos. En todo caso dos cosas son seguras. Sus hijos tenían el primer día de febrero por el día de su fiesta. (Polanco Complementa II, 595.) El mismo tenía una devoción particular a San Ignacio mártir, y así lo escribió a Francisco de Borja en 1547. Esta devoción pudo formarse o alimentarse en París, donde las hermosas cartas del gran Obispo de Antioquía fueron editadas por Lefevre d’Etaples en 1498. Pudo también remontarse hasta el Flos Sanctorum de Loyola, si la edición de que se sirvió el herido de Pamplona contenía la vida del admirable mártir.
2.—Bobadilla, Mon. 16; Tacchi II, 214.
3.—Polanco, Cronicon, I, 81; Tacchi II, 214-222.
4.—Memorial n. 20, 25, 29, 32, 35; Polanco I, 82, 83; Tacchi, II, 239-267.
5.—Cronicon I, 83; Tacchi II, 266-267.
6.—Ep. Jaii, 265-268; Cron. I, 84; Tacchi II, 279-384.
7.—Bobad. Mon. 618, 619, Cron. I, 85. Tacchi II, 285-290.
8.—Cron. I, 90.
9.—Ep. et Instr. I, 132.
10.—Cron. I, 86; Memorial n. 21.
11.— Cron. I, 87.
12.—Tacchí, II, 333-340.
13.—Astrain, I, 201-210.
14.—Cron. I, 81-89.
15.—Ibid. I, 85; Fouquer y Hist. de la Compagnie en France I, 127-128.
16.—J. Janssen L’Allemagne et la Reforme tr. fr. 58-64; 64-69; 305-313; 330-334; 344-345; 358-365, 436-444.
17.—Id. III, 466, 473, 496, 531, 587, 591, 595.
18.—Id. II, 128-134; 200-203; 299-311.
19.—Id. III, 24-31; 43-57; 125-159; 181-204, 375-380.
20.- Cron, I, 93, 99, 112, 113; Fabri Mon. 44-124; Bobad. Mon. 34-125, 620-624 Ep et Jaii 273-276. Acerca de Fabro ver Pastor XI, 536-337.
21.- Memorial n. 23; Bobad, Mon. 620-621; Cron. I, 93, 96 Bernard Duhr S. J. Geschichte der Jesuiten... I, 1-32.
22.- Cron. I. 99, 113, 133, 135, 152, 154, 183, 216, 224, Memorial n. 27 Ep. Jaii, 280, 281, 286, 292, 301-314; Pastor, XI, 537-539.
23.—Bobad. II, 24, 44, 72, 103, 109, 117, 126, 623; Cron. I, 113, 135, 183, 184, 243-244, Pastor XI, 539-540.
24.—Cron. I, 139, 291, II, 84.
25.—Id. r, 96, 98, Ep. Broet. 23, 31.
26.—Imbart de la Tour op. cit. III, 456, 493.
27.—E. Doumerge, Jean Calvin, IV, 85-418, 419-476.
28.—Imbart de la Tour, III, 137-272, 525-532.
29.—Cron. I, 93, 98; Fouqueray op. cit. I, 128-134.
30.—Id. I, 141.
31.—Cron. I, 139, 156, 182, 246, 296, 417-18; Fouqueray, I, 137-160.
32.—Suau. Hist. de S. Franc. de Borja, 178-182; Astrain, I, 285-290.
33.—Cron. I, 88-140; 160-185, 207, 297, 492. Astrain I, 257-331 A. Poncelet, Hist. de la C. de J. en los Países Bajos, I, 39-60.
34.- Cron. I, 115, 136, 141, 294.
35.- Id. I, 97, 210, 236, 279, 364.
36.—Id. I, 98, 111, 127, 129, 172, 177, 217, 226, 232, 270, 389.
37.—Id. I, 85, 90, 97, 109, 127, 148, 168, 208, 266, 360.
38.—Card. Andrés Steinhuber S. J. Geschichte des Kollegium Germanikum-Hungarikum in Roma, I.
39.—Cron. II, 165, 420, III, 8.
40.- Ibid. III, 8.
41.- Pastor, XI, 34-110; XII, 95-122.
42.- Cron. I, 94, 177, 179, 181, 214.
43.- Acta Concilii Tridentini V; para Jayo, 130, 330, 366, 484, 658, 935, 990; para Lainez 433, 825, 850, 934; para Salmerón, 434, 546, 549, 877, 879. Esto no concierne sino a las primeras sesiones del Concilio marzo de 1546-marzo de 1547. (ed. Ehses).
44.—Astrain, I, 511-567.
45.—Cron. I, 216.
46.—Ibid, II, 179, 249-255, 465-471.
47.—Ibid. I, 143, 327, 446, 448.
48.—lbid. I, 329, 332-337, 448-452. V, 685-707; VI, 716. Rodríguez Hist. de la C. de J., vol. I, 282-375, 405-431, 2 vol. 517-565.
49.—Cron. I, 105-109, 145-147, 199-207, 258-264, 452-488; II, 132-157, 397-419; 729-780. A. Brou, S. Franc. Javier I, 147-288, 345-440; II, 119-243, 337-353.
50,—lbid. I, 116, 155, 214, 410, 418; Canisii Ep. 38, 39.
51.- Braunsbergcr. B. Canisii ep. I, 53-56.
52.- L. Michel, Vida del B. Canisio, 35-85; 99-169.
53.- Ibid. 76.
54.- Cron, I, 93, 96, 101, 114, 117, 136-38, 157-59, 160-64, 186, 189. Astrain, I,
55 .—Ibid. 105, 115.
56.—Suau op. cit., 167-178, 281-339. 397-417.
P. Pablo Dudon S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA
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