PIO XI (1922-1939)
Carta «Decessor noster»
Carta «Iam pluribus ab annis»
De la epístola «Suprema Sacra Congregatio»
Motu proprio «Bibliorum scientiam»
Aclaración de la Pontificia Comisión Bíblica sobre el doctorado en teología
Motu proprio «Inde ab initio»
constitución apostólica «Deus scientiarum Dominus»
Constitución apostólica «Inter praecipuas»
Motu proprio «Monasterium Sancti Hieronymi»
Decreto de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la obra de Federico Schmidtke «Die Einwanderung Israels in Kanaan»
Carta «Decessor noster», al R. P. Vladimiro Ledochowski, prepósito general de la Compañía de Jesús, uniendo el Pontificio Instituto Oriental con el Pontificio Instituto Bíblico, 14 de septiembre de 1922
Su Santidad Pío XI encomienda a la Compañía de Jesús el Pontificio Instituto Oriental, que había fundado en Roma su predecesor Benedicto XV, y lo une en un mismo edificio con el Pontificio Instituto Bíblico.
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Querido hijo: Salud y bendición apostólica.
Nuestro predecesor, de feliz memoria, Benedicto XV, como tú bien sabes, fundó en Roma un Instituto Pontificio para las cosas de Oriente, no sólo para que los sacerdotes latinos pudieran adquirir en estos estudios una formación conveniente y completa, sino también para que los orientales tuvieran como un propio domicilio de estudios superiores donde instruirse en las cuestiones que más de cerca atañen a la Iglesia oriental y poder seguir un curso ordinario en dichas materias. Plácenos aquí expresar los debidos elogios tanto a nuestro querido hijo el cardenal Nicolao Marini como al abad Ildefonso Schuster, O. S. B., beneméritos ambos de esta obra. Las dificultades de los tiempos obligaron en un principio a poner la sede del Instituto en el “Ospizio dei Convertendi”, edificio que, situado cerca del Vaticano, distaba demasiado de los distintos colegios de la ciudad y resultó poco apto para el fin que se perseguía. Viendo esto, ya el augusto fundador pensaba en trasladar el Instituto a otro lugar. Deseamos, pues, que sea llevado cuanto antes a efecto este propósito de nuestro predecesor, y, considerando que el Instituo Oriental y el Bíblico pueden muy bien ayudarse y completarse mutuamente, tanto más cuanto que algunas disciplinas les son comunes, queremos y decretamos que la sede de aquél sea trasladada a éste, que, afortunadamente, posee una casa muy a propósito en el centro de la ciudad; de tal manera, sin embargo, que ambos Institutos permanezcan distintos según sus propios fines. Deseamos, además, una ordenación tal de los estudios en este nuestro Ateneo, que todos los estudiosos de cualquier región tengan oportunidad de conocer profundamente las disciplinas que se relacionan con el Oriente.
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Y así, para realizar este propósito, por estas letras te elegimos, querido hijo, y te encomendamos el Instituto Oriental, de igual manera que nuestro predecesor Pío X, de feliz memoria, confió a los cuidados de la Compañía de Jesús el Instituto Bíblico. Habida cuenta de la devoción de vuestra familia religiosa hacia la Sede Apostólica, estamos seguro de que habéis de responder generosamente a nuestro deseo, y que lo habéis de realizar cuidadosamente, como acostumbráis. Cierto que este nuestro mandato os impone una nueva y pesada carga; pero confiamos plenamente que no han de faltar nunca los tesoros de la ciencia y de la fortaleza del Sacratísimo Corazón de Jesús a esos buenos religiosos que, como fuertes remeros a las órdenes del supremo piloto de la Iglesia y para la mayor gloria de Dios, aplican alegres el hombro al ímprobo peso.
En prenda de los dones celestiales y como testimonio de nuestra paternal benevolencia, impartimos de todo corazón la bendición apostólica a ti, querido hijo; a los profesores y alumnos y a todos los que de uno u otro modo favorecen a nuestro Instituto Bíblico y Oriental.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 14 de septiembre del año 1922, primero de nuestro pontificado.
Carta «Iam pluribus ab annis», de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, dando razón al superior de los sulpicianos de la condenación del «Manuel biblique», 22 de diciembre de 1923
El Santo Oficio condenó, por decreto de 12 de diciembre de 1923, las ediciones 12-15 del Nuevo Testamento y la 14 del Antiguo Testamento del Manuel biblique, publicado por Vigouroux et Bacuez y corregido últimamente por Brassac
El superior general de los sulpicianos había pedido a la Santa Sede en 1920 que examinara la obra entera y advirtiera lo que en ella debía corregirse antes de proceder a la nueva edición. A esta petición, totalmente desacostumbrada, accedió Benedicto XV, encomendando la tarea al Santo Oficio, el cual contesta con la presente carta. En ella se señalan los motivos que justifican la anterior condenación e inhabilitan el libro para servir de manual en los seminarios.
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Reverendísimo señor: Ya hace varios años que muchos se venían quejando de la obra que se titula Manuel biblique ou Cours d’Ecriture Sainte á l’usage des séminaires, compuesta por Vigouroux y Bacuez, sacerdotes de la Sociedad de San Sulpicio, pero después profundamente revisado por Brassac, miembro de la misma Sociedad. La misma Santa Sede ya había prestado atención al asunto cuando V. R. el año 1920 pidió humildemente al Sumo Pontífice que se examinara en Roma la obra entera y que se indicaran todas las cosas que acaso en ella hubiera que corregir para hacerlo en la nueva edición. A esta petición, aunque completamente desacostumbrada, el Sumo Pontífice Benedicto XV, de feliz memoria, accedió benignamente y encargó a esta Suprema Congregación el examen de los volúmenes.
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Del estudio hecho con la deliberación y diligencia suma que la gravedad del asunto requería, ha resultado claro que la obra adolece de muchos y graves defectos, que la invaden e inficionan, hasta el extremo de hacer imposible toda corrección. Porque, dejando aparte otros muchos errores, Brassac sostiene tales cosas acerca de la inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura, especialmente en las cosas históricas, donde distingue entre la substancia de la narración y sus detalles, y mantiene algunos principios sobre la autenticidad y la verdad histórica de muchos libros inspirados, que evidentemente contradicen a los decretos dogmáticos de los sagrados concilios Tridentino y Vaticano y a los demás documentos del magisterio eclesiástico, v. gr., las encíclicas de León XIII y Pío X, los decretos del Santo Oficio y de la Pontificia Comisión Bíblica, así como a toda la tradición católica.
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Por lo que se refiere especialmente a la inerrancia absoluta de la Sagrada Escritura, bastará recordar la doctrina de León XIII en la encíclica Providentissimus: De ninguna manera “se puede tolerar el método de aquellos... que piensan equivocadamente que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el motivo por el cual lo ha dicho. Porque todos e íntegros los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, con todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración la posibilidad de cualquier error, que ella por sí misma no sólo excluye todo error, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad Suma, no sea autor de ningún error. Esta es la antigua y constante creencia de la Iglesia, definida solemnemente por los concilios de Florencia y de Trento, confirmada por fin y más expresamente expuesta en el concilio Vaticano... Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, cual si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieron rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieron fielmente escribir y lo expresaron aptamente con verdad infalible; de otra manera El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura... Síguese que quienes piensen que en los lugares auténticos de los libros sagrados puede haber algo de falso, o destruyen el concepto católico de la inspiración divina o hacen al mismo Dios autor del error”.
La misma doctrina defendió contra los modernistas el Santo Oficio, condenando en el decreto Lamentabili la proposición 11: “La divina inspiración no se extiende a toda la Sagrada Escritura de manera que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes”.
Por último, en el decreto de la Pontificia Comisión Bíblica de 18 de junio de 1915 se dice que del dogma católico de la inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura se sigue que "todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia o insinúa deba ser tenido por afirmado, enunciado o insinuado por el Espíritu Santo”.
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Por otra parte, el Sr. Brassac emplea un método falso, cuando, prescindiendo demasiado de la exposición positiva de la doctrina católica íntegra, con apariencias de ánimo indiferente propone, de una parte, los argumentos que favorecen a la sentencia tradicional, y por otra exagera de intento las razones aducidas por el arte llamada crítica para probar con argumentos de orden interno las opiniones nuevas, sin decir ni una sola palabra sobre la ineficacia y debilidad de las mismas. Con ello menosprecia el aviso de León XIII: “Desgraciadamente, y con gran daño para la religión, se ha introducido un sistema que se adorna con el nombre respetable de “alta crítica” y según el cual el origen, la integridad y la autoridad de todo libro deben ser establecidos solamente atendiendo a lo que ellos llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que, cuando se trata de una cuestión histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, los testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser buscados y examinados con el máximo interés; las razones internas, por el contrario, la mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino a lo más como confirmación”. Y otra cosa prohíbe el Sumo Pontífice en la misma encíclica, a saber, que en las cuestiones de mera erudición “se emplee más tiempo y más esfuerzo que en el estudio de los libros santos, para evitar que un conocimiento demasiado extenso y profundo de tales asuntos lleve al espíritu de la juventud más turbación que ayuda”.
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El autor tiene no pocas interpretaciones que se oponen totalmente al sentido de la Iglesia. Cosa en verdad lamentable, habiendo decretado el concilio Tridentino “que nadie, apoyado en su propia prudencia, en materia de fe y de costumbres, que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana, retorciendo la Sagrada Escritura hacia sus propias opiniones, se atreva a interpretarlas contra el sentido que tuvo y tiene la santa madre Iglesia —a la cual compete juzgar sobre el verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras— o contra el común sentir de los Santos Padres, por más que tales interpretaciones no hubieran de ser nunca publicadas”. Y los Padres del concilio Vaticano declaran este decreto con estas palabras: “Mas como algunos interpreten mal lo que el santo sínodo Tridentino decretó saludablemente acerca de la interpretación de la Escritura divina para reprimir a los ingenios petulantes, Nosotros, al renovar aquel decreto, declaramos ser su mente que en las cosas de fe y costumbres que se refieren a la edificación de la doctrina cristiana ha de ser tenido por verdadero sentido de la Escritura aquel que tuvo y tiene la santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero mentido e interpretación de las Santas Escrituras, y, por lo tanto, que a nadie es lícito interpretar dicha Sagrada Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de los Padres”.
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Pero, en general, el autor, aunque no siempre abrace abiertamente las opiniones de l’école large, que propone cuidadosamente, se inclina, sin embargo, a ellas, y demasiadas veces emplea expresiones ambiguas y fórmulas capciosas que se pueden entender de las dos maneras, o en sentido ortodoxo o en sentido favorable a las opiniones de dicha école large, olvidando aquella regla áurea que Pío X mandó estrictamente observar a todos los que explican la Sagrada Escritura: “El profesor de Sagrada Escritura tendrá como cosa sagrada no apartarse jamás en lo más mínimo de la común doctrina y tradición de la Iglesia; empleará para su enseñanza los verdaderos adelantos de esta ciencia que el ingenio de los modernos haya dado a luz, pero hará caso omiso de los inventos temerarios de los innovadores; se ocupará de tratar solamente aquellas cuestiones cuya explicación contribuya a la inteligencia y defensa de las Escrituras; por último, ajustará su enseñanza a las normas llenas de prudencia que se contienen en las letras encíclicas Providentissimus”.
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Para nada tiene en cuenta —por no decir otra cosa— las decisiones de la Pontificia Comisión Bíblica, de las cuales dijo Pío X: “Declaramos y expresamente mandamos que todos estén obligados en conciencia a someterse a las sentencias del Pontificio Consejo de Asuntos Bíblicos hasta ahora publicados o que en adelante se publiquen, igual que a los decretos, pertenecientes a la doctrina y aprobados por el Pontífice, de las demás Sagradas Congregaciones”.
En lugar de observar religiosamente estos preceptos, el Sr. Brassac más bien enerva la fuerza de los argumentos que favorecen a la doctrina comúnmente admitida, mientras, por el contrario, insiste fuertemente en las dificultades, aducidas por los adversarios; a menudo pasa por alto los documentos del magisterio eclesiástico o pervierte su sentido en favor de sus propias opiniones; silencia o reduce al mínimo la índole preternatural o milagrosa de muchos hechos referidos por los hagiógrafos; no rara vez casi quita a los vaticinios mesiánicos toda fuerza probativa; en muchas cosas se aparta del recto trámite de la doctrina teológica; concede más de lo justo a los autores heterodoxos o a los escritores católicos imbuidos de teorías demasiado liberales, habiendo declarado León XIII indecoroso “que, ignorando o despreciando las excelentes obras que los nuestros nos dejaron en gran número, prefiera el intérprete los libros de los heterodoxos y busque en ellos, con gran peligro de la sana doctrina y muy frecuentemente en detrimento de la fe, la explicación de pasajes en los que los católicos vienen ejercitando su talento y multiplicando sus trabajos desde hace mucho tiempo, y con éxito”, y que no puede ser enseñado el sentido incorrupto de las Sagradas Letras por los que, “privados de la verdadera fe, no llegan hasta la médula de la Escritura, sino que únicamente roen su corteza”. Finalmente, no tiene casi nada que pueda favorecer la piedad, y así ha cambiado profundamente el espíritu que hacía excelente a la primitiva obra de Vigouroux.
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Y estas cosas son tanto más graves cuanto que se trata de un “manual” que ha de andar en manos de tantos alumnos del santuario, por cuya formación la Iglesia debe velar con solicitud materna. Ella desea vivamente que los que constituyen la esperanza del altar conciban una reverencia y amor altísimos hacia la Sagrada Escritura, de tal manera que, ordenados sacerdotes y entrados en la viña del Señor, sepan por experiencia cuán útil sea toda la Escritura, divinamente inspirada, para instruir, argüir, corregir y enseñar en justicia a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y pertrechado para toda obra buena.
Por lo cual, los eminentísimos y reverendísimos señores cardenales inquisidores generales, juntamente conmigo, consideraron propio de su oficio publicar el decreto de condenación de dicha obra, dado en 12 de este mes, y a la vez prohibieron absolutamente que se impriman los demás volúmenes todavía no publicados de la décimoquinta edición del Manuel biblique.
Y nuestro Santísimo Papa Pío XI, después de aprobar y confirmar con su suprema autoridad todas estas cosas, me mandó comunicártelas.
Te deseo toda clase de bienes.
Roma, 22 de diciembre de 1923.—R. Card. Merry del Val.
(De la epístola «Suprema Sacra Congregatio», de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios, sobre el estudio de la Sagrada Escritura en los seminarios, 25 de enero de 1924)
Esta circular de la Sagrada Congregación a todos los obispos católicos repite, aunque más brevemente, las observaciones que tres años antes había dirigido a los obispos alemanes en la carta Vixdum haec Sacra Congregatio
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Los estudios de Sagrada Escritura deberán regirse por las mismas leyes que, especialmente en los últimos tiempos, establecieron los Sumos Pontífices: León XIII, Pío X y Benedicto XV.
Entre ellas nos place recordar alguna que otra de mayor peso y momento. Y en primer lugar, que para el cargo de profesores se elijan solamente los que, por una parte, posean una formación especial y recta en la ciencia de las Sagradas Escrituras, y por otra sean eminentes en doctrina sólida, tanto filosófica como teológica. Los maestros, así diligentemente escogidos, tendrán como cosa solemne y santa no separarse jamás, ni en lo más mínimo, de la común enseñanza y tradición de la Iglesia; estimarán debidamente las decisiones de la Pontificia Comisión Bíblica y las expondrán con la mayor diligencia; emplearán para su enseñanza los verdaderos adelantos que haya aportado la ciencia de los modernos, pero harán caso omiso de los inventos temerarios de los innovadores y rechazarán como insensata y falsa toda interpretación que ponga a los autores inspirados en contradicción entre sí o que sea opuesta a la enseñanza de la Iglesia.
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Por su parte, todos los alumnos y ministros de la Iglesia, teniendo a la vista el saludable aviso del piadosísimo autor de la Imitación de Cristo, que “toda la Sagrada Escritura debe ser leída con el espíritu con que fue escrita”, se acercarán siempre a las Sagradas Letras con sentimientos de reverencia y piedad, ya que la inteligencia de las mismas no les será abierta de manera saludable, como conviene, si no se alejan de la arrogancia de la ciencia terrena y excitan en su ánimo el deseo santo de la sabiduría que viene de arriba.
Si así lo hicieren, los alumnos de las ciencias sagradas no sólo sacarán del estudio de la Divina Escritura gran provecho para confirmar y defender el dogma católico, sino que adquirirán aquel sobreeminente conocimiento de Jesucristo, con el cual han de resultar perfectos administradores de la divina palabra pertrechados para toda obra buena.
Motu proprio «Bibliorum scientiam», sobre el valor de los grados y del diploma concedidos por el Pontificio Instituto Bíblico, 27 de abril de 1924
Concedida al Pontificio Instituto Bíblico la facultad de conferir grados académicos en Sagrada Escritura, Su Santidad Pío XI, con este motu proprio, pretende fomentar la asistencia a las clases de dicho Instituto. Para ello :
1. Concede a los grados académicos obtenidos ante la Pontificia Comisión Bíblica o el Pontificio Instituto Bíblico los mismos derechos y efectos canónicos que a los grados en teología o derecho canónico.
2. Exige para la carga de canónigo lectoral y para enseñar Sagrada Escritura en los seminarios o centros docentes de la Iglesia el grado de licenciado o de doctor en dicha Facultad, o, en su defecto, por lo menos el diploma de haber cursado en el Pontificio Instituto Bíblico los dos primeros años.
3. Exhorta a los superiores religiosos y a los señores obispos a enviar al Instituto los alumnos que consideren más aptos para dichos estudios, rogándoles que funden o hagan fundar becas para ello. Por su parte, el Papa funda dos becas, que administrará la Sagrada Congregación de Seminarios.
Hay posteriores aclaraciones sobre el primer punto a y sobre el segundo.
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Cuánto haya estimado siempre la Iglesia la ciencia bíblica, lo demuestran los escritos publicados para enseñar y defender la fe desde los comienzos de la religión cristiana hasta nuestros días. Y es que en los libros sagrados, una de las fuentes de la revelación cristiana junto con la enseñanza tradicional no escrita, se funda todo lo que sabemos de Dios, de Cristo Redentor de los hombres, de la constitución nativa de la Iglesia y de la disciplina de las costumbres.
Por lo cual, tanto más florecieron los estudios bíblicos cuanto más necesario fue o ilustrar la verdad o refutar los errores insidiosamente proferidos contra la divinidad de Cristo y contra la Iglesia; y, habiendo llegado los acatólicos y racionalistas en su temeridad y audacia hasta atacar la autoridad misma de la Escritura Santa y su inmunidad de error, ha sido necesario que los nuestros, pertrechados con gran abundancia de sana erudición, bajaran a la liza para defender el divino legado de la Sabiduría celestial contra las falacias de la falsa ciencia.
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Y si en esta palestra todos los alumnos de uno y otro clero, durante el curso de los estudios sagrados, deben ser profundamente instruidos y ejercitados, de una manera especial conviene que adquieran un conocimiento plenísimo e incorrupto de las cosas bíblicas los que por una peculiar inclinación de su ingenio parecen ser atraídos y destinados a enseñar esta disciplina en los seminarios y universidades o a escribir sobre ella; los cuales, si se apartaren, por poco la fe de muchos otros.
Habiendo nuestros próximos predecesores ponderado con ánimo providente y atento la importancia de este asunto, con la creación de la Comisión de Cardenales y del Instituto Bíblico, y con las cartas que repetidas veces dirigieron a todos los obispos del orbe católico para que promovieran los estudios bíblicos, entre otras cosas claramente establecieron que los maestros de esta disciplina habían de ser cauta y prudentemente seleccionados, y que los alumnos mejores que parecieran ser aptos para los estudios bíblicos debían ser animados y ayudados para conseguir los grados en esta disciplina, con que poder después encargarlos de la enseñanza de las Divinas Letras.
Estas exhortaciones y mandamientos de los sabios Pontífices han sido muy provechosos; mas para que produzcan, añadiendo Nos las prescripciones y estímulos que las condiciones de los, tiempos exigen, más abundantes y permanentes frutos, plácenos establecer con nuestra autoridad lo que sigue:
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I. Los grados académicos obtenidos ante la Comisión Bíblica o el Instituto Bíblico mediante examen, gozarán de los mismos derechos y efectos canónicos que los grados en sagrada teología o en derecho canónico conferidos por cualquier ateneo pontificio o instituto católico.
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II. El beneficio al cual vaya aneja la carga de explicarla Sagrada Escritura al pueblo, no se concederá a nadie que no haya obtenido, aparte de los demás requisitos, la licenciatura o doctorado en ciencias bíblicas.
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III. Igualmente no podrá ser profesor de esta disciplina de Sagrada Escritura en los seminarios sino el que, terminado el curso especial de dicha disciplina, haya conseguido legítimamente grados académicos ante la Comisión Bíblica o el Instituto Bíblico. Pero queremos que el título de bachiller otorgado por el Instituto Bíblico a los que en él hubieren cursado el primero y segundo año —oyendo las materias más importantes— sea suficiente tanto para enseñar Sagrada Escritura como, para conseguir el beneficio del cual se habla en el número II, salvo siempre el derecho de preferencia para los licenciados o doctores.
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IV. Los superiores generales de las Ordenes regulares y Congregaciones religiosas sepan ser nuestro deseo que aquellos de sus alumnos que en Roma o en otras partes siguen el curso de las sagradas disciplinas y se muestran idóneos para los estudios de Sagrada Escritura, si no todos, por lo menos algunos, terminado el estudio de la teología, sean enviados a frecuentar las clases del Pontificio Instituto Bíblico.
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V. Lo mismo tengan por bueno y santo los obispos del orbe católico, los cuales, además, harán una cosa que nos es gratísima, si destinan o procuran de la liberalidad de otros que destinen una cantidad anual para el mantenimiento de uno o varios sacerdotes de sus respectivas diócesis, al objeto de que asistan a las clases del Instituto y adquieran en él los grados académicos. A los que por este motivo enviaren a Roma los obispos, no faltará el oportuno hospedaje.
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VI. Para confirmar con nuestro ejemplo lo que en último lugar hemos rogado, donamos 200.000 liras, cuya renta anual se destinará al sostenimiento en Roma de dos sacerdotes a cargo de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades. A la cual asimismo encargamos la ejecución y prudente moderación de lo que en los cinco capítulos precedentes hemos decretado.
Entre tanto, pedimos a la divina Sabiduría que prosperen nuestros propósitos, a los cuales va unido el mayor bien de la religión.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 27 de abril de 1924, en el año tercero de nuestro pontificado.
Pio PP. XI.
Aclaración de la Pontificia Comisión Bíblica sobre el doctorado en teología que se requiere para obtener grados en Sagrada Escritura, 26 de febrero de 1927
Algunos documentos anteriores a exigen, para poderse graduar en Sagrada Escritura, ser previamente doctor en sagrada teología. La presente aclaración determina quiénes puede decirse que cumplen este requisito.
A partir de la bula Deus scientiarum Dominus, de 24 de mayo de 1931, se exige solamente la previa licencia en teología.
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Para salir al paso de algunas dudas que a menudo han surgido sobre la interpretación de los documentos pontificios en los cuales se exige el doctorado en teología a todos los que aspiren a los grados académicos en Sagrada Escritura, los eminentísimos cardenales encargados de los asuntos bíblicos han estimado oportuno hacer públicas las siguientes declaraciones:
Solamente podrán optar a los grados académicos en Sagrada Escritura:
1) Los que. acabado el bienio filosófico, hubieren cursado regularmente la teología en alguna universidad o ateneo aprobado por la Santa Sede, a tenor del canon 1365 o 589, y obtenido legalmente allí el doctorado en sagrada teología;
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2) o los que, habiendo realizado los estudios, conforme a las prescripciones del Derecho, en algún instituto que no tenga concedida por la Santa Sede la facultad de conferir el doctorado, hayan después continuado sus estudios teológicos, por lo menos durante dos años, en alguna universidad o ateneo aprobado por la Santa Sede y se hayan doctorado allí en sagrada teología;
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3) o los religiosos que, realizados los estudios conforme a las prescripciones del Derecho, hayan legítimamente obtenido en su propio Instituto el título que para ellos equivalga, por concesión de la Santa Sede a su Orden, al doctorado en sagrada teología.
Y el día 26 de febrero de 1927, en la audiencia benignamente concedida al infrascrito reverendísimo secretario consultor, Su Santidad Pío XI ratificó la anterior declaración y la mandó publicar.—Juan Bautista Frey, C. S. Sp., consultor secretario.
Motu proprio «Inde ab initio», nombrando al cardenal prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios miembro del Santo Oficio y de la Pontificia Comisión Bíblica, 24 de septiembre de 1927
Con objeto de facilitar al eminentísimo cardenal prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios la tarea de vigilar los libros que pueden ponerse en mano de los eclesiásticos estudiosos, el Papa lo nombre por el presente motu proprio miembro de los organismos que se ocupan en la censura de libros: el Santo Oficio y la Pontificia Comisión Bíblica.
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Desde el comienzo de nuestro pontificado consideramos casi lo más importante de nuestro cargo promover la recta y cada día más sólida y abundante formación de los clérigos, removiendo todos los obstáculos que de alguna manera parecían oponerse. De este nuestro afán y solicitud participa cuidadosa y diligentemente la Sagrada Congregación encargada de regir los seminarios y universidades católicas. Y así, en el cumplimiento de la misión que le es propia y peculiar, atiende y cuida no sólo de que se elijan los profesores más sabios y aptos para enseñar rectamente y con provecho las disciplinas que se les encomienden, sino también de que en los libros que se ponen en manos de los estudiosos se diga todo lo útil y conveniente y nada se contenga que pueda producir el más leve daño a las mentes de los jóvenes. Mas, en esta selección de profesores y de libros, dicha Sagrada Congregación no podría interponer su autoridad, aconsejando o mandando, si no conociera, por lo menos, los más importantes comentarios y volúmenes que sobre las Sagradas Letras y sobre las ciencias sagradas publican los nuestros y los extraños. Y a nadie se le oculta que también corresponde a esta Congregación apartar de nuestras escuelas y ateneos a los maestros y libros menos aptos que parezcan separarse de la sana doctrina.
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Siendo, a tenor del canon 247, § 4°, del Código de Derecho Canónico, incumbencia de la Suprema Congregación del Santo Oficio “no sólo examinar diligentemente y, si fuera oportuno, prohibir los libros que le fueren denunciados..., sino también averiguar, por el procedimiento que estime más oportuno, los escritos de cualquier género que se editen y deban ser condenados”, y como quiera que sobre los escritos bíblicos que se publican vigila también la Pontificia Comisión de Padres Cardenales para los Estudios Bíblicos, instituida por nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII, es evidente que para el cardenal prefecto de quien antes hicimos mención habrá de constituir una grande ayuda en el cumplimiento de su misión formar parte de dicha Suprema Congregación y de la Comisión Bíblica, ya que esto le proporcionará un mayor y más seguro conocimiento de los hombres y de las cosas en esta gran palestra de la formación eclesiástica.
Así, pues, motu proprio y con nuestro conocimiento cierto y madura deliberación, queremos y decretamos que el cardenal prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios, en la actualidad y perpetuamente en adelante, sea por derecho y oficio contado entre los Padres de la Suprema Congregación del Santo Oficio y de la Pontificia Comisión Bíblica.
Y lo que establecemos por estas letras declaramos rato y firme a perpetuidad, no obstante cualquier cosa en contrario.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 24 de septiembre de 1927, en el año sexto de nuestro pontificado.
Pío PP. XI.
(De la constitución apostólica «Deus scientiarum Dominus», sobre la nueva ordenación de las Universidades y Facultades eclesiásticas, 24 de mayo de 1931)
La presente constitución significa un notable avance en la ordenación de las Universidades y Facultades eclesiásticas. En los estudios bíblicos, que habían sido ordenados recientemente por la Pontificia Comisión Bíblica al conceder al Pontificio Instituto Bíblico la facultad de conferir grados, se introducen muy pocas modificaciones. La más notable es que en adelante, para obtener grados en Sagrada Escritura, bastará con ser licenciado en sagrada teología, mientras que hasta el presente se exigía el doctorado.
Se mantiene el derecho de la Comisión Bíblica a dar grados en Sagrada Escritura y se confirma el valor del doctorado bíblico, que sigue equiparándose al de teología, pero ya no se menciona el de derecho canónico, de que se hablaba en documentos anteriores.
Título I.—Normas generales
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Articulo 1. Se consideran Universidades o Facultados de estudios eclesiásticos las que son instituidas por la autoridad de la Santa Sede para enseñar y cultivar las disciplinas sagradas o las que con éstas se relacionan, con derecho a conferir grados académicos.
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Art. 3 § 2. Bajo el nombre de Universidades o Facultades se comprenden también los siguientes Institutos erigidos en Roma por la Santa Sede:
El Pontificio Instituto Biblico...
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Art. 10 § 8. El doctorado en materia bíblica obtenido ante la Pontificia Comisión Bíblica o ante el Pontificio Instituto Bíblico concede a los clérigos los mismos derechos y efectos canónicos que el doctorado en teología.
Título II.—De las personas y del régimen
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Art. 25. Para ser admitido a obtener los grados académicos en una Universidad o Facultad, el candidato deberá presentar, aparte de lo preceptuado en el artículo 24, testimonios auténticos por los que conste:
2.° b) Para el Pontificio Instituto Bíblico: que es licenciado en sagrada teología.
Título III. Del método en los estudios
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Art. 29. b) En el Pontificio Instituto Bíblico las disciplinas que de una u otra forma contribuyan a ilustrar la Sagrada Escritura se darán de manera que se defienda la autoridad tanto humana como divina de las Sagradas Letras y se indague y exponga según la mente de la Iglesia el sentido de la palabra divinamente inspirada.
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Art. 31. El curso completo constará:
d) En el Pontificio Instituto Bíblico, de tres años.
Título IV.—De la colación de grados académicos
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Art. 36 § 2. La Pontificia Comisión Bíblica, a tenor de las letras apostólicas del Papa Pío X Scripturae Sanctae, de 23 de febrero de 1904, puede conferir la licenciatura y doctorado en Sagrada Escritura, aunque ateniéndose, en la medida en que le afecte, a lo prescrito en los artículos 24, 25 1.°, 2.° b), 26, 38, 39, 40, 43 d), 44, 45 d), 46, 52.
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Art. 41. El bachillerato no puede ser concedido:
d) En materia bíblica, antes de acabar el primer año.
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Art. 43. La licencia no puede ser conferida:
d) En materia bíblica, antes de acabar el segundo año.
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Art. 45. El doctorado no puede ser conferido:
d) En materia bíblica, antes de haber pasado dos años después de la licencia.
Constitución apostólica «Inter praecipuas», erigiendo en abadía el monasterio de San Jerónimo de los benedictinos dedicados a la revisión de la Vulgata, 15 de junio de 1933
Se trata de un nuevo paso en orden a la independencia y eficacia de la Comisión para la revisión de la Vulgata. Los monjes benedictinos que se ocupen en esta obra constituirán una abadía, filial de la claravalense de San Mauricio y San Mauro, de la Congregación de San Pedro de Solesmes. La nueva abadía se nutrirá exclusivamente de monjes profesos preparados expresamente para ello en Claraval, a cuyo abad se reserva en adelante la presentación de candidatos para la abadía de San Jerónimo, que antes, en virtud del «motu proprio» Consilium a decessore nostro, de 23 de noviembre de 1914, correspondía al abad primado de las Congregaciones benedictinas federadas. Los monjes de la nueva abadía seguirán perteneciendo a la de Claraval, para la que podrán ser reclamados previa consulta con la Santa Sede, y en la elección de cuyo abad siguen teniendo voto.
El Papa encarga la ejecución de esta su voluntad al abad primado de la Orden de San Benito, Dom Fidel de Stotzinger.
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Entre los principales méritos de la ínclita Orden de San Benito siempre se ha contado la erudición y doctrina de las Sagradas Letras; mérito que ya reconocieron nuestros predecesores, de feliz memoria, Pío X y Benedicto XV al querer encomendar a dicha Orden el oficio de enmendar la edición Vulgata de la Biblia, constituyendo al efecto una peculiar Comisión. Y Nos también, siguiendo con agrado desde el principio los estudios y trabajos de dicha Comisión, hemos comprobado plenamente el cuidado y diligencia con que ella, después de investigar con diligencia todas las cosas, ha editado los dos primeros volúmenes y preparado la próxima edición de otros dos.
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Mas, para añadir nuevos estímulos a la obra felizmente comenzada y ofrecer particular testimonio de nuestra benevolencia a la Orden de San Benito, hemos decidido erigir el monasterio de San Jerónimo en Roma, para que en el una familia de monjes, observando la disciplina religiosa y ocupándose en las divinas alabanzas con el magnifico esplendor litúrgico acostumbrado en la Orden, pueda llevar a cabo el encargo de la nueva edición de la Vulgata.
Por todo lo cual erigimos, con nuestra apostólica autoridad, el monasterio de San Jerónimo en Roma y ordenamos que a él se traslade la Comisión de la Vulgata, y lo elevamos a abadía inmediatamente sujeta al dominio y potestad de la Sede Apostólica, de tal manera que siga procurando la edición de la Vulgata y pueda llevar a cabo otros estudios que en adelante a Nos o a nuestros sucesores pluguiere encomendarle.
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Y para que la nueva abadía, como antes la Pontificia Comisión a la cual se entrega, conserve la naturaleza de un instituto dedicado al cultivo de las ciencias, queremos que esté siempre formada de monjes profesos; y para que no falten nunca, la unimos como filial a la abadía claravalense de San Mauricio y San Mauro, de la Congregación de San Pedro de Solesmes, cuyo celo regular y estado floreciente tenemos averiguados. En consecuencia, venimos en establecer y establecemos lo que sigue:
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I. La abadía claravalense separará temporalmente de su seno algunos religiosos para formar la familia de San Jerónimo, cuyos monjes de coro, mientras las circunstancias lo permitan, podrán ser hasta cuarenta; y será oficio del abad de Claraval, según su celo para con la Iglesia de Cristo, preparar en adelante los monjes que han de ser enviados a la abadía filial según la necesidad lo exija, y que habrán de ser escogidos entre los más aptos para el cultivo de la ciencia sagrada. Por su parte, los monjes que constituyan el convento de San Jerónimo seguirán perteneciendo, como antes, a la abadía de Claraval y tendrán voto en la elección del abad de este monasterio. El abad de Claraval, siempre que le pareciere oportuno, podrá reclamarlos de nuevo, no sin comunicarlo previamente a la Sede Apostólica.
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II. Presidirá el monasterio de San Jerónimo un abad elegido por el Sumo Pontífice, previa propuesta por parte del abad de Claraval del monje que parezca el mas idóneo para dirigir las estudios y llevar la disciplina. El abad de San Jerónimo tendrá respecto a sus monjes, mientras en él permanezcan, jurisdicción ordinaria, y empleará como auxiliares en el gobierno de los mismos un prior, un subprior y otros cargos ordinarios designados por él, así como algunos consejeros, que elegirá en parte él y en parte el convento. Mientras ejerza el cargo, el abad de San Jerónimo dejará de pertenecer a su primitiva Congregación, pero a su muerte gozará de los sufragios y oraciones de la Congregación, y él a su vez los ofrecerá por los religiosos difuntos de la misma.
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III. El abad de Claraval será por derecho el visitador apostólico del monasterio de San Jerónimo, al cual visitará todos los años con otro visitador designado por el Sumo Pontífice. El gozará del perpetuo derecho de inspeccionar y aprobar la administración de los bienes, una parte de los cuales —los necesarios para la vida—administrará por si mismo, mientras que la otra —la que mira a la utilidad de los estudios— estará a cargo del abad de San Jerónimo.
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IV. Por último, la abadía de San Jerónimo seguirá las constituciones y costumbres de la vida monástica que rigen en la Congregación de San Pedro de Solesmes, de donde trae su origen la misma abadía claravalense de San Mauricio y San Mauro, salvo los cambios que exige la inmediata sujeción a la Santa Sede y lo que más arriba queda establecido, así como las demás cosas que próximamente se definirán en un peculiar estatuto para la finalidad propia de este monasterio.
Encargamos la ejecución de todas estas cosas al querido hijo Fidel de Stotzinger, abad primado de la Orden de San Benito, al cual concedemos para ello las necesarias y oportunas facultades, tanto en orden a dirimir todas las dificultades que pudieran de cualquier manera surgir en el acto de la ejecución, como subdelegar al efecto de que se trata en cualquier varón constituido en dignidad u oficio eclesiástico; y le imponemos la obligación de levantar acta de la ejecución en forma auténtica, para que se conserve cuidadosamente en el archivo de la nueva abadía.
Queremos, además, que a las copias de estas letras aun impresas, firmadas por mano de algún notario público y autorizadas con el sello de alguien constituido en dignidad u oficio eclesiástico, se dé la misma fe que se prestaría a estas letras si fueran presentadas o mostradas. Finalmente, lo que establecemos, decretamos, ordenamos y mandamos por esta nuestra constitución, queremos y mandamos con nuestra autoridad que permanezca ratificado y firme, no obstante ninguna cosa en contrario, ni siquiera las dignas de especial mención.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el año del Señor 1933, a 15 de junio, en la fiesta del Santísimo Corpus Christi, año duodécimo de nuestro pontificado.—Fr. Tomá.s Pío. O. P.; cardenal Boggiant, canciller de la R. S. Iglesia; Humberto Benigot, protonotario apostólico, y Domingo Spolverint, protonotario apostólico.
Respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la falsa interpretación de dos textos, 1 de julio de 1933
Se trata de la interpretación positiva de dos textos bíblicos.
En el primer caso, la Comisión prohíbe a los católicos interpretar los versículos 10 y 11 del salmo XV, como si el autor sagrado no hubiera hablado en ellos de la resurrección de Cristo. Es por lo tanto, obligatorio admitir que el hagiógrafo en aquellas palabras habló de ésta. Pero pudo hacerlo en sentido literal, en sentido típico o en sentido pleno. En esto cabe discusión —y, en efecto, hay discrepancias— entre los autores católicos.
El segundo caso afecta a dos textos paralelos de Mt. XVI, 26 y Lc. IX, 25, en los que la Comisión obliga a admitir que Cristo hablaba en sentido literal de la salvación del alma y no sólo de la vida temporal.
El tenor de este decreto —tan distinto de los anteriores en la forma— y el contenido directamente exegético del mismo han hecho pensar a muchos que se trata en él de una interpretación auténtica con distinto valor doctrinal que el resto de las respuestas de la Pontificia Comisión Bíblica.
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A las siguientes dudas propuestas, la Pontificia Comisión Bíblica resolvió responder lo siguiente:
I. Si es lícito al católico, sobre todo vista la interpretación auténtica del Príncipe de los Apóstoles (Act. II, 24-33; XIII, 35-37), entender las palabras del salmo XV, 10-11: No dejarás a mi alma en el infierno, ni permitirás que tu santo vea la corrupción. Me has enseñado los caminos de la vida, como si el autor sagrado no hubiera hablado de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Resp. Negativamente.
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II. Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se leen en San Mateo XVI, 26: ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si sufre, en cambio, detrimento de su alma?; e igualmente en San Lucas IX, 25: ¿Qué aprovecha el hombre si gana el mundo entero, pero se pierde a sí mismo y sufre detrimento en sí?, no se refieran en sentido literal a la salvación del alma, sino sólo a la vida temporal del hombre, no obstante el tenor de las palabras y su contexto, así como la unánime interpretación católica.
Resp. Negativamente.
Y el 1 de julio de 1933, en la audiencia benignamente concedida al infrascrito reverendísimo consultor secretario, Su Santidad Pío XI ratificó las anteriores respuestas y mandó publicarlas. —Juan Bautista Frky, C. S. Sp., consultor secretario.
Motu proprio «Monasterium Sancti Hieronymi», concediendo a la abadía de San Jerónimo poderse federar con las Congregaciones benedictinas, y a su abad voz y voto para la elección de abad primado, 25 de enero de 1934
El Papa resuelve afirmativamente la cuestión de si podía formar parte de la Confederación de Congregaciones benedictinas, con voz y voto en la elección de abad primado, la abadía de San Jerónimo para la revisión de la Vulgata, creada por la constitución apostólica Inter praecipuas, de 15 de junio de 1933 a, y que, según la misma constitución, no era ni dependía de ninguna Congregación benedictina, sino que estaba inmediatamente sometida a la Santa Sede.
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El monasterio de San Jerónimo en Roma, a tenor de nuestra constitución apostólica Inter praecipuas, de 15 de junio de 1933, es una abadía inmediatamente sometida a la Santa Sede. Y surge la duda de si esta abadía participa de aquella Confederación fraterna que formaron las Congregaciones benedictinas a tenor de las letras apostólicas Summum semper, de 12 de junio de 1893. Porque, estando entonces todas las abadías sujetas a alguna congregación, aquellas letras hablaban de congregaciones, pero no de las abadías que no estuvieran agregadas a ellas. Por lo cual, para quitar toda duda, motu proprio y con conocimiento cierto establecemos y decretamos lo que sigue:
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1. La abadía de San Jerónimo en Roma pertenece a la Confederación fraterna de benedictinos con los mismos derechos y deberes que las demás abadías confederadas.
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2. El abad de San Jerónimo, como los demás abades de régimen, tiene derecho a tomar parte en las reuniones de abades confederados y voto en la elección de abad primado.
595
Por otra parte, para mostrar a la mencionada abadía de San Jerónimo el mismo favor y gracia que a los demás monasterios, le concedemos también los privilegios de que gozan casi todas las abadías benedictinas, es a saber, los privilegios que vulgarmente se llaman “casinienses”, así como también los privilegios de las Congregaciones Cluniacense, de los Santos Vitón e Hydulfo y de San Mauro, que fueron concedidas a las abadías de la Congregación de Solesmes. No obstante cualquier cosa en contrario.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 25 de enero de 1934, en el año duodécimo de nuestro pontificado.
Pío PP. XI.
Decreto de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la obra de Federico Schmidtke «Die Einwanderung Israels in Kanaan», 27 de febrero de 1934
La Pontificia Comisión Bíblica reprueba y prohíbe la entrada en las escuelas católicas de la obra mencionada, indicando sus errores y recordando cuál debe ser, según los documentos eclesiásticos, la actitud del exegeta católico ante las enseñanzas del Magisterio.
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Habiendo sido preguntado a esta Pontificia Comisión Bíblica qué se debe pensar de la obra titulada Die Einwanderung Israels in Kanaan, editada en Vratislavia el año 1933 por el R. D. Federico Schmidtke, ha resuelto responder:
El R. D. Federico Schmidtke. profesor extraordinario de Antiguo Testamento en la Facultad Teológica de la Universidad de Vratislavia, en el volumen de que arriba se hace mención:
al hablar del Pentateuco, sigue las opiniones de la crítica racionalista, haciendo caso omiso del decreto de la Pontificia Comisión Bíblica de 27 de junio de 1906;
por otra parte, en la historia del Antiguo Testamento, sin tener en cuenta el decreto de la misma Pontificia Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905, establece cierto género literario de tradiciones populares que relatan cosas falsas mezcladas con las verdaderas; en contra de clarísimos testimonios de los libros sagrados, afirma, entre otras cosas, que las narraciones acerca de los patriarcas, por lo menos en gran parte, no contienen la historia de individuos particulares, sino de tribus; que Jacob no es el hijo de Isaac, sino que representa a una tribu aramaica; y que no entró en Egipto todo el pueblo israelítico, sino solamente una parte, sobre todo la tribu de José;
al hablar del Pentateuco, sigue las opiniones de la crítica racionalista, haciendo caso omiso del decreto de la Pontificia Comisión Bíblica de 27 de junio de 1906;
por otra parte, en la historia del Antiguo Testamento, sin tener en cuenta el decreto de la misma Pontificia Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905, establece cierto género literario de tradiciones populares que relatan cosas falsas mezcladas con las verdaderas; en contra de clarísimos testimonios de los libros sagrados, afirma, entre otras cosas, que las narraciones acerca de los patriarcas, por lo menos en gran parte, no contienen la historia de individuos particulares, sino de tribus; que Jacob no es el hijo de Isaac, sino que representa a una tribu aramaica; y que no entró en Egipto todo el pueblo israelítico, sino solamente una parte, sobre todo la tribu de José;
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igualmente, violentando el sagrado texto, explica muchos milagros del Antiguo Testamento como hechos meramente naturales.
El autor, por lo tanto, niega, por lo menos implícitamente, el dogma de la inspiración e inerrancia bíblicas; hace totalmente caso omiso de las normas de hermenéutica católica, y contradice a la doctrina católica, clarísimamente propuesta en las letras encíclicas Providentissimus Deus, de León XIII, y Spiritus Paraclitus, de Benedicto XV.
Por todo lo cual, la mencionada obra merece una reprobación absoluta y debe ser retirada de las escuelas católicas.
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La Pontificia Comisión Bíblica aprovecha esta ocasión para avisar a los intérpretes católicos que se sometan con la reverencia debida a la constitución dogmática del concilio Vaticano que renueva el decreto del sacrosanto concilio Tridentino, en el cual se estableció solemnemente “que en las cosas de fe y costumbres que se refieren a la edificación de la doctrina cristiana se ha de tener por verdadero sentido de la Sagrada Escritura el que tuvo y tiene la santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Santas Escrituras; y que, por lo tanto, a nadie es lícito interpretar la Sagrada Escritura contra dicho sentido o contra el consentimiento unánime de los Santos Padres”.
600
Recuerda asimismo a todos los fieles lo que sobre la autoridad de los decretos de la Pontificia Comisión Bíblica dio Pío X, de santa memoria, en su “motu proprio” Praestantia Scripturae Sacrae, de 18 de noviembre de 1907: “que todos están obligados a someterse a las decisiones de la Pontificia Comisión Bíblica —tanto las publicadas hasta ahora como las que en adelante se editen—, lo mismo que a los decretos de otras Sagradas Congregaciones relativos a la doctrina y aprobados por el Pontífice; y que no pueden evitar la nota de desobediencia y temeridad, ni, por lo tanto, estar exentos de culpa grave, cuantos de palabra o por escrito impugnen tales decisiones, y esto aparte del escándalo a que den lugar y de las demás ofensas a Dios en que puedan incurrir al hablar temeraria y erróneamente en estas materias”.
Y el 27 de febrero de 1934, en la audiencia benignamente concedida al infrascrito consultor secretario, Su Santidad Pío XI ratificó la anterior respuesta y aviso y mandó publicarlos. —Juan Bautista Frey, C. S. Sp., consultor secretario.
Decreto de la Pontificia Comisión Bíblica sobre el uso de las versiones de Sagrada Escritura en las iglesias, 30 de abril de 1934
La presente cuestión es puramente disciplinar y litúrgica. Si en las iglesias se lee alguna vez públicamente el evangelio o epístola de la misa en lengua vulgar, debe hacerse por una versión hecha sobre la Vulgata latina, que es el texto oficial de la liturgia.
Nada se dice en contra del uso extralitúrgico de versiones hechas directamente sobre los textos originales.
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Propuesta por el Excmo. Sr. Obispo de Hertogenbosch, en nombre de los demás obispos de la provincia eclesiástica holandesa, la siguiente duda:
Si se puede permitir que en las iglesias se lean al público las perícopes litúrgicas de las epístolas y evangelios según versiones hechas no “de la antigua edición latina Vulgata”, sino de los textos primitivos griegos o hebreos, la Pontificia Comisión Bíblica decretó responder así: Negativamente; sino que a los fieles públicamente se les debe leer una versión de la Sagrada Escritura que haya sido hecha del texto aprobado por la Iglesia para la sagrada liturgia.
Y el día 30 de abril de 1934, en la audiencia benignamente concedida al infrascrito consultor secretario. Su Santidad Pío XI ratificó la anterior respuesta y mandó publicarla. —Juan Bautista Frey, C. S. Sp., consultor secretario.
Decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial concediendo al abad de San Jerónimo el privilegio de sentarse en las capillas papales después de los abades generales, 27 de mayo de 1934
Como una prueba más de la estima y aprecio de Su Santidad Pío XI hacia la abadía benedictina de San Jerónimo, por él erigida en virtud de la constitución apostólica Inter praecipuas, de 15 de junio de 1933, para la empresa de la revisión de la Vulgata a, el presente decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial concede a su abad el privilegio de sentarse en las capillas papales a continuación de los abades generales.
603
Nuestro Santísimo Padre Pío, por la divina Providencia Papa XI, después de bien pensada la oportunidad del asunto, para mostrar la peculiar benevolencia de la Sede Apostólica hacia la abadía de San Jerónimo, recientemente fundada en Roma por su autoridad y munificencia, de tal modo que no sólo esté inmediatamente sujeta a esta Santa Sede, sino que con vínculo singularísimo le quede ligada, como quiera que, aparte de la corrección de la Vulgata, deba siempre estar dispuesta a llevar a cabo otros estudios, he decretado que se conceda al abad de dicha abadía de San Jerónimo el privilegio de sentarse en las capillas papales detrás de los abades generales.
Por lo cual, en virtud del presente decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial, establece que el abad que eventualmente presida él monasterio de San Jerónimo, y él solo, pueda asistir a las capillas papales con arreglo a las normas y costumbres que para tales reuniones suelen guardarse.
No obstante nada en contrario.
Dado en Roma, desde los Palacios de la Sagrada Congregación Ceremonial, a 27 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad del año 1934.—I. Card. Granito Pignatelli de Belmonte, obispo de Ostia y Albano, prefecto; B. Nardone, secretario.
Documentos Biblicos
DOCTRINA PONTIFICIA
B.A.C.
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