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viernes, 4 de noviembre de 2011

EXTRACTO DE LAS ACTAS DE LAS SESIONES Y CONGREGACIONES (V) CONCILIO LATINO AMERICANO 1899

EXEQUIAS SOLEMNES POR LOS OBISPOS DIFUNTOS
El martes 4 de julio de 1899, a las nueve y media de la mañana, el Concilio Plenario celebró solemnes funerales por las almas de todos los Obispos difuntos de la América Latina, con asistencias del Sr. Cardenal Vives. Cantó la Misa de requiem el Sr. Arzobispo de Montevideo, y pronunció la siguiente Oración Fúnebre el sr. Obispó de San Luis de Potosí (Don Ignacio de Montes de Oca):
Reverdezcan sus huesos allá
donde reposan, y dure para
siempre su nombre, y pase
a sus hijos con la gloria de
aquellos santos varones.
Ecle. XLVI, vers. 14-15.

Yo os confieso, Venerables Padres del Concilio latino-americano , que jamás he acudido con mayor presteza a una fúnebre ceremonia. Si Agustín, a pesar de su acendrado amor filial, juzgaba que las exequias de su santa madre no debían celebrarse con lamentos y lágrimas ¿cómo es posible que nosotros, al tejer las alabanzas de los gloriosos varones que fueron nuestros progenitores en Cristo, nos atrevamos a interrumpir su panegírico con gemidos y llanto? Antes bien, colocándonos en derredor de ese túmulo, en que sus huesos reverdecen, exclamemos con el Crisóstomo: ¿De qué manera os daremos las gracias, oh benditos Apóstoles, por tanto como trabajasteis en favor nuestro?
Verdaderamente, si San León Magno declara que los Principes de los Apóstoles fundaron esta alma Ciudad de un modo más perfecto que los que zanjaron los primeros cimientos de sus murallas, ¿qué diremos nosotros de aquellos santísimos obispos, quienes no sólo, siguiendo las huellas de San Pedro y San Pablo, establecieron nuestras Iglesias, sino también, a ejemplo de Rómulo, abrieron los fundamentos de nuestras ciudades? Enviados como corderos entre lobos a un mundo enteramente nuevo y jamás explorado, cambiaron por completo los lobos en corderos. Blandiendo, no la lanza del guerrero, sino la espada de dos filos de la palabra de Dios, congregaron innumerables naciones bajo el estandarte de la Cruz. Modelos de mansedumbre, dechados de invicta paciencia, entrelazando la oliva de la paz con el cayado pastoral, no por la fuerza de las armas sino con el poder de la predicación, hicieron pedazos los ídolos y transformaron los bosques en ciudades, los santuarios de crueles divinidades en templos del verdadero Dios, y las maldecidas aras, manchadas con sangre humana, en altares en que la bendita sangre de Jesucristo se derrama todos los dias en el mistico sacrificio. Más poderosos y afortunados que aquel Orfeo de Tracia quien (si no lleváis á mal que me refiera á una ficción mitológica entre tantas verdades históricas) ablandaba con su canto las rocas y las fieras y las selvas, ellos, de feroces y bárbaras tribus formaron una nación santa y un linaje escogido, y suavizando a guisa de cera corazones más duros que las peñas, levantaron con ellos la morada del Espíritu Santo.
Es justo, Venerables Padres, que el nombre de tan preclaros varones dure eternamente. Ya su gloria ha pasado a su progenie espiritual, y a los hijos de sus hijos, y a los que de ellos han nacido, y permanece inmarcesible. Si en el Perú y el Ecuador florecieron desde el principio azucenas de virginidad ; si los mares del Brasil y las colinas del Japón se han enrojecido con la sangre de mártires portugueses los unos, de mártires mejicanos las otras, se debe a la solicitud y predicación de nuestros antecesores. Todos ellos alcanzaron el dón del apostolado, y de apóstoles merecieron el nombre. Todos, desviviéndose por la grey a que con toda el alma se consagraban, en los hospitales y asilos, en los hospicios y conventos que fundaron, nos han dejado tales rastros de su caridad ardentísima, que no podrán borrarlos ni las edades más remotas. Muchos, con el cultivo de las letras ó la aplicación a las ciencias, aumentaron el brillo de la dignidad que en ellos resplandecía, y levantaron monumentos tan insignes de una munificencia verdaderamente regia, que ni el tiempo, que todo lo consume, ni las revoluciones, más destructoras que la guadaña del tiempo, han sido capaces de derribarlos. Algunos, juntandos la espada y el bastón con el báculo pastoral, en no reprensible consorcio, gobernaron sabiamente las Iglesias, y los Estados todavia con más acierto, gracias al prestigio que les añadía su doble carácter. Otros, en fin, defendiendo con valor los derechos de la Esposa de Jesucristo, unas veces triunfando, otras sucumbiendo bajo el acero ó las asechanzas de los impíos, legaron a las generaciones venideras la paz y la libertad, compradas aun a costa de la propia vida, sacrificada por sus ovejas.
Al aprestarme a cantar sus loores en vuestra nobilísima asamblea, os confieso que todo mi cuerpo se estremece; no porque me atreva a desconfiar de vuestra humanidad ó benevolencia, sino porque no me siento con fuerzas para una empresa de tamaña importancia. Hoy, por vez primera, desde que los héroes de España y Portugal conquistaron el Nuevo Mundo para la Iglesia y para la patria, hoy por vez primera los obispos todos de aquellas apartadas regiones, dándose fraternalmente las manos en la cumbre del Monte Vaticano, se proponen referir al mundo antiguo (sirviéndose de mi humilde palabra) cuántas y cuán grandes fueron las hazañas, cuántos y cuán grandes los sufrimientos durante casi cuatro siglos, de aquellos santísimos varones, todos de la raza latina, que el Espíritu Santo envió como obispos a apacentar tantos rebaños. Perdonadme, por tanto, Venerables Padres, si aterrorizado con la magnitud de tarea tan difícil, me detengo vacilante en los peldaños de esta cátedra. No obstante, pues así lo queréis, acometeré la colosal empresa, y me empeñaré en probar, hasta donde alcancen mis fuerzas, que nuestros predecesores, para cuyas almas imploramos ante el altar el eterno descanso, fueron en realidad, y con justicia son apellidados, apóstoles, sabios, doctores, mártires y hábiles gobernantes de Iglesias y de Estados.
I

Increíble parece, Venerables Padres, que no bien habían transcurrido treinta años desde el día inolvidable en que el marino genovés Cristóbal Colón, atravesando el Océano en tres barquillas (¿quién hoy día las llamará bajeles?), hizo brotar de las ondas un nuevo mundo, cuando Julio II envió ya dos obispos a las islas de Santo Domingo y Puerto Rico (en 1512). Pasaron apenas siete años, y (en 1519) por orden de León X arribaba las playas de Yucatán el varón santísimo Julián Garcés, quien, avanzando más allá de Tlaxcala, echaba los cimientos de una nueva ciudad, trazada por los Angeles mismos, de donde le vino el nombre de Angelópolis, con que la designaron los antiguos colonos. No menos celoso por la salvación de las almas Adriano VI (en 1522) dió un prelado a Cuba, a quien tan caro había de costar su hermosura; y Clemente VII (en 1527), sacando al seráfico varón Juan de Zumárraga del rincón de su convento franciscano, lo nombró primer Obispo de Méjico, y elevó a Rodrigo de Bastida (en 1530) a la silla de Venezuela. Paulo III, en su largo pontificado de quince años, no cesó de velar por las recién nacidas greyes; y en su reinado se erigieron las insignes sedes de Guatemala, de Lima y de Quito, y se envió para gobernarlas varones verdaderamente apostólicos. ¿Para qué insistir en más pormenores? Apenas entrado el mismo siglo XVI en la segunda mitad de su carrera, ya el Brasil y el remoto Chile tenian sus respectivos obispos, y se habian fundado y crecían otras muchas sedes de menor importancia, tanto en las islas como en toda la extensión del continente, ya no desconocido ni inexplorado.
¿Qué significa, Venerables Padres, esta maravillosa actividad de la Iglesia, que en ningún otro siglo ha sido ni puede ser mayor? No tengo dificultad en conceder que todo cede en alabanza de aquellos Sumos Pontífices, oriundos de las familias de los Médicis y los Farnesios, que uniendo a la piedad sacerdotal una munificencia verdaderamente regia, y un grande amor a las ciencias, a las letras y a las bellas artes, nada deseaban con más ardor, que extender hasta los últimos confines de la tierra el cristianismo y la civilización. Pero quizá sus nobilísimos esfuerzos habrían resultado vanos, si a la divina Bondad no pluguiera (son palabras textuales del referido Juan de Zumárraga) poner al frente de los reinos de España a tan famosos heroes, que no sólo arrojaron de su seno las huestes agarenas, sino que, prodigando su patrimonio y sus vidas, penetraron en remotísimas y desconocidas regiones, y desterrando el monstruo de la idolatría, plantaron en toda su extensión el Evangelio de vida, seguidos de numerosas huestes de cristianos, y enarbolando el estandarte de la Cruz, en todas partes triunfante. El verdadero afán de aquellos héroes fue hacer que todas las naciones profesaran la misma fe ortodoxa, y reducir el mundo entero al culto del único Dios verdadero. Con este objeto expusieron incontables bajeles a las tempestades del Océano. Con este fin gastaron mil veces los tesoros de sus reinos, sin esperanza del más insignificante lucro mundano. Imitadores de sus virtudes, también los reyes de Portugal tuvieron cuidado de que se nombraran obispos a varones verdaderamente apostólicos, en las Indias Orientales, en las colonias de la China y en las regiones occidentales del Brasil.
No os asombre, por tanto, Venerables Padres, que Pedro Hernández Sardinha en el mismo Brasil, y Rodrigo Bastida en Venezuela, y Martin de Calatayud en Colombia, y Jerónimo de Loaysa en el Perú, y García Díaz en el Ecuador, se hayan portado como verdaderos Apóstoles, y siguiendo las huellas de San Pablo hayan pasado la vida en trabajos y aflicciones, en constantes vigilias, en hambre y sed, en frecuentes ayunos, en el frío y la desnudez. Lo que digo de estos pocos Prelados, debe aplicarse a los fundadores de todas nuestras Iglesias, varones desinteresados, que abandonaban la patria y la paterna heredad, no en busca de torpe ganancia, sino con el noble fin de ganar almas para Cristo; no por conquistar soberbias naciones, sino para regar la Viña del Señor con su propia sangre, o por lo menos con sus apostólicos sudores.
Asi, pues, al elogiar a uno u otro, elogiamos igualmente a todos aquellos gloriosos varones; ensalzando a todos juntamente, ensalzamos á cada uno en particular. Con todo, no llevéis á mal que de algunos haga especial mención. Injusticia, y muy grande, seria el pasar en silencio tus gloriosos hechos, oh Juan de Zumárraga, padre y fundador del Arzobispado de Méjico. Ya me parece que te sigo por montes y por valles, por barrancos y colinas, buscando, sin hallarlo, el martirio; buscando y encontrando las ovejas perdidas. Te admiro por ser el primero que, a través del Océano, llevaste al Nuevo Mundo desde Sevilla las prensas y tipos, y el arte de imprimir. Doy gracias rendidas a la Virgen Madre de Dios, que te colmó de gracias singularísimas y a cuya voz echaste los primeros cimientos del celebérrimo Santuario de Guadalupe. Me asombra el recordar cuántos colegios, cuántas escuelas para enseñar a los indios las letras y las artes liberales, fundaste en brevísimo tiempo. Me horrorizo, por último, al referir con qué malicia, con cuánta ingratitud y con qué injusticia, te acusan falsamente los mentidos sabios de nuestros días, no sólo de haber destruido los idolos, sino de haber arrojado al fuego, impelido por no sé qué fanático furor, los monumentos de los aborigénes, sin perdonar valiosos manuscritos ni delicadas esculturas. ¡Y esto lo atribuyen a ti, que cultivaste y protegiste las letras; a ti, que tanto de españoles como de indios, fuiste verdadero padre y maestro!
¿Quién de vosotros, Venerables Padres, no conoce la bellísima vida del apostólico varón Bartolomé de las Casas, segundo Obispo de Chiapas ? Antes de ser elevado a la plenitud del sacerdocio, fue el primero que en el Nuevo Mundo tuvo la dicha de ofrecer el primer sacrificio de la Misa. Sublimado A la dignidad episcopal, se declaró patrono de los indios en la corte de los Reyes de España, y abogó su causa con tanto ardor y con tanta elocuencia, que ha alcanzado en todo el orbe eterno renombre.
Acaso os sea menos conocido el segundo Obispo de Michoacán, el varón venerable Vasco de Quiroga. Como Ambrosio a Milán, asi fue éste enviado a la Nueva España por el Rey, no en calidad de obispo, sino revestido con la toga de magistrado civil; y siguiendo también las huellas de Ambrosio, se portó, no como juez, sino como obispo, y obispo fue más tarde consagrado. Redujo a poblaciones las tribus errantes, humanizó sus costumbres y asignó a cada pueblo su arte u oficio, que hasta el dia conserva y ejerce. Administrando por todas partes los sacramentos, con sus propias manos, a los recién convertidos, contrajo la penosa enfermedad que los médicos denominan lepra vulgaris, y llevó hasta la muerte en el rostro angelical sus indelebles huellas, repugnantes a los ojos de los hombres, hermosas a los ojos de Dios.
Mucho quisiera hablaros, Venerables Padres, del tercer Prelado de Lima; pero no es licito elogiar en un discurso fúnebre a quien está inscrito en el catálogo de los bienaventurados. ¿Pero cómo, al disertar sobre nuestros santísimos predecesores, podría omitir a Santo Toribio, tipo y dechado de apostólicos varones? Algo, pues, diré, sea como fuere; no por cierto confundiéndolo con aquellos a quienes la Iglesia aún no juzga dignos de la solemne canonización, sino mostrándolo, lo mejor que pueda, como espejo de prelados, cuyos rayos y resplandores de tal suerte circundaron de luz a los que después florecieron, que los transformaron, si así puedo expresarme, en otros tantos Toribios.
La palabra infalible de Benedicto XIII, nos pinta gráficamente al santo Obispo convirtiendo la población de Lima, hasta entonces de costumbres torpemente corrompidas y manchada con mil supersticiones, en viña escogida, cargada de frutos de virtud y honestidad. Nos lo presenta recorriendo descalzo la diócesis y toda la provincia eclesiástica; celebrando sínodos provinciales y diocesanos; velando por los religiosos y las vírgenes consagradas a Dios; confirmando a más de 900.000 fieles, entre ellos (¡oh dicha inefable!) a Santa Rosa de Lima, y, por último, acometido de grave dolencia, en medio de los trabajos de la visita pastoral, y exhalando el último aliento en el ósculo del Señor.
¿No es cierto, Venerables Padres, que en este cuadro sublime reconocéis la efigie de todos y cada uno de vuestros predecesores? Habla tú de los tuyos, no indigno sucesor de Santo Toribio, benemérito Arzobispo de Lima. Ensalzad vosotros a los vuestros, brasileños pastores, y vosotros honor y gloria de las montañas del Ecuador y de la fértil Colombia, los que moráis en las márgenes del Plata y los que apacentáis vuestros rebaños al pie de los Andes. Por lo que a mi toca, hablaré de mi Nueva España; y para hacer mención de uno solo, diré cuatro palabras acerca de las apostólicas virtudes de Alonso de Haro y Peralta, que a fines del siglo XVIII gobernó con acierto la metrópoli mejicana, muchos años como Arzobispo, algún tiempo como Virrey. No una sola, sino diez y siete veces recorrió su vastísima diócesis desde el Atlántico hasta el Pacifico; ordenó con sus propias manos a 11.000 sacerdotes de uno y otro clero, y, lo que es en verdad asombroso, confirmó a 2.000.000 de fieles. Veis, por tanto, que en el largo espacio de doscientos sesenta años, el primitivo espíritu apostólico no había por cierto decaído, y la virtud y la gloria de los ilustres varones de los primeros tiempos habían pasado 4 los hijos de sus hijos.
Así, pues, no habían salido fallidas las esperanzas de Julián Garcés, primer Obispo de Puebla de los Angeles, quien escribiendo a Paulo III acerca de las nuevas greyes, exhorta al Sumo Pontífice, con cierta familiaridad filial, para que se apresure á imitar, a emular y a acompañar a Dios, cuando ve que Su Divina Majestad envía y casi empuja sus milicias apostólicas hacia les Indias. No habían sido vanas ilusiones las que lo movieron a dirigir al mismo Paulo III estas palabras, dignas de esculpirse en mármoles y bronces: «Quisiera que, ante todo, os persuadierais de ésto, Beatísimo Padre: desde que la verdad del Evangelio empezó a brillar en el mundo, inmediatamente después que los Apóstoles, nuestros guías y maestros, nos enseñaron el camino de la salvación, jamás ha habido tarea de mayor importancia en la Iglesia católica, que esta distribución de sus tesoros entre los indios». De igual manera Paulo III, en su respuesta al varón apostólico, obró con exquisita prudencia, allanando el camino, abriendo con paterno amor las puertas, y facilitando cuanto podía contribuir a la fundación de aquellas iglesias, que de un modo tan admirable le deparaba la divina Providencia.

II

No sólo se mostraron nuestros predecesores inflamados de celo por la salvación de las almas y ardiendo en fervor apostólico; en todas partes florecieron muchos obispos eminentes por sus letras, y célebres por el cultivo de las ciencias. Nadie ignora con qué vehemencia León XIII, autor y patrono de nuestro Concilio, con la palabra y con el ejemplo, inculca al clero principalmente, el estudio de las letras humanas. No domado por las dolencias corporales, ni oprimido por el cuidado de todas las iglesias, pulsa dulcemente la lira, y convida a cantar a sus predilectos. Recuerda con cierto deleite a San Dámaso, a los dos Leones y a otros que, aun en la cumbre del Sumo Pontificado, cultivaran las musas; y más de una vez menciona en sus augustas letras los colegios y escuelas, las bibliotecas é instituciones literarias, que, por orden de la Santa Sede, han fundado los obispos.
Asi lo comprueban los hechos en nuestros países. Erraría grandemente quien juzgara que tan sólo rudos soldados ó mercaderes sin letras vinieron en pos de los conquistadores españoles. En la Nueva España, a los treinta años de haberse construido la nueva ciudad de Méjico sobre las ruinas de la antigua, Carlos V estableció una Universidad. Otro tanto decretó Felipe II para Lima poco tiempo después; y Clemente VIII confirmó la erección de una y otra Academia. La Nueva Granada, luego el Ecuador, el Bajo Perú, el remotísimo Chile, las riberas del Amazonas, las Islas del Océano y las demás regiones, más ó menos pronto transformaron diversos conventos y colegios, en Universidades reales y pontificias.
Y no se crea que estas Academias, de Universidades llevaban sólo el nombre altisonante. En la época del Concilio III mejicano, la de Nueva España podía competir con la célebre de Salamanca; en ella florecían las letras griegas y latinas, y más de 8o varones distinguidos habían recibido el grado de doctor en diversas facultades. En el certamen poético que allí se celebró, en presencia de los Padres de dicho Concilio, habría podido verse a un insigne joven desbaratando sin dificultad las falanges de sus competidores y arrebatando para si todas las palmas y todas las coronas. No en vano los venerandos Prelados pudieron apellidarlo segundo Virgilio. La predicción no tardó en realizarse, pues llegó a ser el duodécimo Obispo de Puerto Rico, que supo apacentar su rebaño, no sólo con el alimento espiritual, sino con sus propios bienes y sus versos sonoros. Fue uno de los dos poetas épicos, dignos de tal nombre, de que España con justicia se envanece. Al són de la zampona delicada, cantó primero las selvas y los campos y el Siglo de Oro; celebró luego en verbos de mayor brío La grandeza mejicana, y, por último, no temió ensalzar hasta los cielos, en inmortal poema, las bélicas hazañas de Bernardo del Carpió. Fue Bernardo de Valbuena, honor y gloria del Episcopado de ambos mundos.
En el siglo subsiguiente floreció en las orillas del Pacifico Gaspar de Villaroel, peritísimo en Derecho canónico, a quien no sin razón tienen por suyo casi todas aquellas regiones. Nacido en la ciudad de Quito, fue Obispo en el reino de Chile y en el Alto y el Bajo Perú y en Lisboa y en Madrid dió a luz muchos volúmenes, que atestiguan la sabiduría de varón tan insigne. En el mismo Chile, hace pocos años, otro Obispo probó con sus obras, que no era indigno de la reputación de sus mayores. ¿Quién de vosotros, Venerables Padres, no ha leído las Instituciones Canónicas, con gran trabajo escritas por el preclaro obispo de la Serena, Justo Donoso?
Algunos también en esta alma Ciudad conocisteis personalmente, y aun tratasteis con intimidad, a Clemente Munguia, obispo y después arzobispo de Michoacán. Aunque la gratitud no me moviera a elogiar a tan gran Prelado, abriría mis labios por honra y decoro de nuestro gremio episcopal. Fue orador de una facundia maravillosa, que más de una vez compuso en un día tres sermones sobre el mismo tema. Publicó muchos volúmenes sobre Filosofía y Teología moral, de Derecho canónico y de Retórica. Amante a la par de la Iglesia y de la Patria, combatió en defensa de una y otra, tanto con oportunos libros, como con la espada de la palabra; y, por último, murió en el destierro, a que fue condenado por haber defendido la justicia y la verdad, si es que destierro puede llamarse la dulce permanencia en Roma, entre los sepulcros de los mártires.
Ojalá que pudiera presentaros los incontables volúmenes, ya de Jerónimo de Oré, nacido en el Perú y Obispo en Chile, ya del venerable Obispo de Puebla de los Angeles, Juan de Palafox, ya del brasileño Romualdo Antonio de Seixas, ya de otros muchos, escritos casi siempre en medio de penas, y de persecuciones, y de trabajos pastorales. Ojalá que pudiera referir los nombres de tantos patronos de las letras y de las artes, que, aunque no hayan escrito ellos mismos, favorecieron a muchos escritores, ya con subsidios pecuniarios, ya ofreciéndoles premios, ya impulsándolos con poderosos estímulos. Eminentes dignatarios de la familias religiosas de Francisco y de Agustín, del Orden de Predicadores y de la Compañía de Jesús, que en derredor de este túmulo os dignáis prestarme atento oído. Decid vosotros, cuántos de vuestros hermanos, que florecieron en el Nuevo Mundo, han hecho sudar los tórculos de Europa y América con sus eruditas lucubraciones. No me es permitido citarlos por sus nombres, porque el rito prescribe que únicamente se pronuncie el elogio de los obispos difuntos; pero toda la gloria que adquirieron en el cultivo de las letras humanas y de las buenas artes, redunda en honor de los prelados, que fundaron los monasterios, y se mostraron solicitos polla observancia religiosa, y amantes del adelanto científico. Ayudadme, os ruego, A pregonar sus virtudes.

III.

Había llegado a su triste fin el siglo XVIII, entre torrentes de sangre, y acababa de nacer el presente, bajo auspicios no menos infaustos. La Europa entera, devorada casi por completo por las llamas de la discordia, en aquellas regiones en que no imperaba la herejía, miraba con dolor altares derribados, tronos hechos pedazos, naciones destruidas. El Asia antiquísima permanecía míseramente sentada en las tinieblas y en las sombras del error, con excepción de las pocas islas y regiones sujetas al dominio de los Reyes de España y Portugal. Entretanto, toda nuestra América, sin conocer revoluciones, consagrada á Dios, obediente á la Iglesia, disfrutaba pacífica y tranquila los beneficios de la civilización.
No era ya aquel mundo ignorado de nuestros mayores, y manchado con atroces sacrificios humanos. De un mar a otro mar, y desde las fronteras del Norte hasta el extremo Sur, se alzaban pueblos y ciudades que, por el número de sus habitantes y la magnificencia de sus edificios, competían con las de España, de Francia y de Italia. En basílicas resplandecientes de oro y de plata, resonaban dulces himnos en loor del verdadero Dios. Insignes santuarios dedicados en todas partes a la Virgen Santísima, daban testimonio inequívoco de la piedad de los pueblos. Mil colegios, academias, escuelas, hospitales y conventos pregonaban la generosidad de los Pastores al par que de las ovejas. Caminos abiertos a todo costo a través de montañas, antes intransitables, atestiguaban la solicitud de los gobernantes (entre los cuales no pocos habían sido obispos) por el progreso y bienestar de sus subditos. Pero sobre todo, Cristo era vencedor, Cristo reinaba, Cristo tenía establecido su imperio. Cerradas las fronteras a la herejía, extinguida la idolatría casi por completo, apenas uno que otro se conocía, entre tantos millones como poblaban el vasto continente, que no profesara la religión cristiana y católica.
Pasados los primeros años del siglo, los arcanos designios de la Divina Providencia ordenaron que, como habia acaecido con los imperios de Alejandro, de los Romanos y de Carlo Magno, así también ahora el imperio transatlántico de España se dividiera en varias naciones; y las que se denominaban colonias, se constituyeron en otras tantas repúblicas. Mas no sucedió ahora lo que en semejantes casos suele acontecer; y el nacimiento de las hijas a una vida, nueva no produjo la muerte de la madre. Esta, por el contrario, se presentaba fuerte y robusta a los ojos del mundo estupefacto, cuando acababan de dejar la casa paterna nada menos que diez y seis hijas (¡oh fecundidad asombrosa!) todas ellas en edad madura y con bríos varoniles, y después que el Brasil (separado de España desde el reinado de Felipe IV, y de Portugal últimamente) se había agregado a sus hermanas emancipadas, La Santa Madre Iglesia no cesó de calentar a todas en su materno regazo; y mientras pudo, se esforzó por conducirlas a los celestes verjeles, y juntamente a la prosperidad terrenal.
Mas el ansia de libertad invadió también aquellos lejanos países, y, como suele suceder, la libertad trajo la licencia, y con ella vinieron (según la expresión de Lucano) guerras más que civiles. Allí también intentó la impiedad derribar los altares; y las huestes bien ordenadas de Satanás declararon la guerra a la Santa Iglesia, ya abiertamente, ya tendiéndole lazos arteros. Pero los atalayas de Israel ni dormitaban ni dormian; y los que habitualmente eran pacíficos hasta con los que aborrecían la paz, combatieron heroicamente por los derechos de la Iglesia y, cuando fue preciso, dieron la vida por sus ovejas.
Entre éstos no hay quien te dispute el primer puesto, Vital Goncalves de Oliveira, obispo y mártir de Olinda, honor del Brasil, gloria del Orden Seráfico, y, si me permitís añadirlo, mitad del alma mía. Paréceme que te estoy viendo hacer la primera entrada a tu Iglesia, por en medio de las turbas que con admiración te contemplaban, en la flor de la juventud, y ostentando tu gallardía, que hacían resaltar tus negros ojos y negra cabellera, y tu negra y larguísima barba de capuchino. Más sublime te presentas a mi memoria, descubriendo las madrigueras del enemigo, arrojando del templo las huestes de Satanás, arrostrando las iras del Emperador y, por último, cargado de cadenas y encerrado en la cárcel. ¡Oh santas cadenas! ¡Oh dichosos muros de la prisión! Cuando después de casi veinticinco años torna a mi mente el recuerdo de tamaño crimen, otra vez ruedan de mis ojos dulcísimas lágrimas, y poseído de admiración y arrebatado de santa envidia, quisiera besar, al menos como reliquias de un mártir, las cadenas que por mis pecados no fui digno de cargar. ¡Dichoso tú, en verdad, Antonio Macedo, obispo primero de Pará y luego arzobispo de San Salvador, varón docto y egregio, que mereciste compartirlas, y que serias el primero de los mártires del Brasil, si Vital de Olinda no fuese todavia mas grande!
No dejaré de mencionarte, oh manso entre los mansos, José Ignacio Checa, que te preciabas de ser descendiende de los Borjas y regias sabiamente el arzobispado de Quito. La fortuna parecía sonreirte. Unidos en estrecha alianza la Iglesia y el Estado, la República del Ecuador se gloriaba de ser el modelo de una nación cristiana. Mas ¡ay!, entre las flores se escondía la serpiente, y para destruir la Religión determinaron las huestes de Satanás echar por tierra las dos columnas de la República y del Templo. Revolcándose en su propia sangre, cayó el valeroso General-Presidente; y a ti, oh Padre y Pastor, cuando celebrabas los divinos oficios el mismo Viernes Santo, un veneno propinado ¡qué horror! en el cáliz de salvación, te arrebató de entre los vivos; y juntamente contigo, huyeron de tu patria la paz y la prosperidad. Levantaos, Venerables Padres, y regad con blancas flores deshojadas el sepulcro del mártir.
Bendecida será tu memoria, Manuel José Mosquera, arzobispo de Bogotá. Ni los vínculos de la sangre, ni la fuerza, ni el dolo, quebrantar pudieron ti: constancia y valor. Como valiente peleaste y como valiente sucumbiste. ¿Qué pudieran añadir nuestros labios a las egregias alabanzas, con que solemnemente te encomió Pío IX? Con los brazos abiertos te esperaba el gran Pontífice cuando fuiste desterrado, y según cuenta la tradición, pensaba hospedarte en su propio palacio del Quirinal, y sublimarte á los más altos honores ; pero no lo quiso el destino, y antes que llegaras á Roma, volaste á los celestiales alcázares desde las playas de Marsella.
No llevéis a mal, Venerables Padres, que también consagre un recuerdo a mis atletas mejicanos. No hubo un solo obispo que en la desigual contienda dejara demostrarse a la altura de su misión. Lázaro de la Garza, los dos Pedros, Espinosa y Loza, Carlos Colina y Pedro Barajas, ya desterrados, ya apedreados, lucharon cual gigantes en el cumplimíendo de sus arduos deberes; pero sobresale entre todos, como el ciprés entre los arbustos, Pelagio Antonio de Labastida, el primero en el estadio, y ojalá hubiera sido el último en la lucha. Alabemos a Silvestre Guevara, arzobispo de Venezuela, que tras largas batallas, sostenidas con adversa suerte, para sosegar la tormenta, saltó espontáneamente, cual otro Jonás, al mar embravecido. Honremos asimismo al arzobispo Valentín Valdivieso, quien en la República de Chile combatió primero con éxito dudoso, y por último obtuvo el triunfo. Veneremos la memoria del ilustre Prelado de Guatemala, Bernardo Pinol y Ancinena, desterrado a las islas del Golfo de Méjico, por haber defendido como bueno la verdad y la justicia. Comprendamos, por último, en un solo panegírico, a todos aquellos que, con el sacrificio de sí propios, alcanzaron para la Iglesia y sus sucesores paz y libertad.

IV

Hallándonos congregados en concilio, Venerables Padres, es justo recordar los concilios anteriores, y hacer mención, cuando menos, de algunos de los prelados que a ellos concurrieron. Es bien sabido que entre todos los sínodos del orbe, los de Toledo, en la vieja España, han sido quizá los más célebres, pues no sólo promulgaron cánones para el gobierno de las Iglesias, sino también sapientísimas leyes, que sostuvieran el reino godo, todavía en su infancia. Otro tanto me atrevería a decir de los concilios celebrados en el siglo XVI, tanto en Méjico como en el Perú. Testigos sois, Venerables Padres, de que no pocos de nuestros decretos, acomodados a las necesidades actuales, y de nuevo corroborados con nuestra autoridad, concuerdan al pie de la letra con los que promulgaron Santo Toribio y los demás Padres del tercer Concilio de Lima. Igualmente, el tercer Sínodo mejicano, celebrado casi al mismo tiempo bajo la presidencia del esclarecido varón Pedro Moya de Contreras, goza de grande autoridad aun en nuestros días, como ninguno ignora. Lamenta la Iglesia que las vicisitudes de los tiempos, y en especial las revoluciones del siglo pasado, impidieran que los decretos de los Concilios IV limano y IV mejicano, llegaran basta la Santa Sede para su revisión y corrección. Y no sin motivo, pues sacados últimamente del polvo de los archivos, se ha visto que están llenos de prudencia y sabiduría, que hacen patente la adhesión de nuestros predecesores á la Cátedra de San Pedro, y contienen muchas cosas que habrian sido útiles en extremo para el gobierno de las diócesis, si se hubieran publicado oportunamente y con facultad apostólica.
Grandes fueron, en verdad, ante Dios y los hombres, todos los Padres que concurrieron al Sinodo IV mejicano. El Hospicio, verdaderamente regio, que construyó Antonio Alcade en Guadalajara, eleva hasta las estrellas la fama de tan esclarecido varón. Sobre Francisco Fabián y Fuero, y los otros obispos, nada puedo decir por la premura del tiempo; pero acerca del Presidente del Concilio IV de Méjico, parece conveniente que algo se diga en particular, puesto que él es
el único de todos los prelados de la América Latina, que de hecho ha sido condecorado con la dignidad cardenalicia; y falleció en esta alma Ciudad, grandemente estimado de dos Sumos Pontífices, y habiendo sido decidido protector de las letras y de las artes. Nacido en la vieja España, era ya doctor de Salamanca y Obispo de Palencia, Francisco Antonio de Lorenzana, cuando se le mandó atravesar el Océano, y empezó a gobernar, en 1766, la Iglesia metropolitana de Méjico. Increíble parece que, en el breve espacio de cinco años, llevara a cabo tantas y tan grandes empresas para la gloria del Señor. Restauró la disciplina religiosa, restableció los estudios conforme a la escuela del Doctor Angélico, fundó academias, dos veces emprendió la visita de la diócesis, construyó a sus expensas y dotó una Casa de expósitos, hizo imprimir a su costa la Historia de Hernán Cortes, las Actas y Decretos de los tres primeros concilios mejicanos y otros libros; y, por último, convocó y llevó a feliz término el Concilio IV. Terminado apenas el Sinodo, fue preconizado por Clemente XIV Arzobispo de Toledo, y llamado por el Sumo Pontífice Pió VI al Sacro Colegio de Cardenales. En Toledo construyó, entre otros edificios, un manicomio, un hospicio y unos cuarteles, y publicó la Colección de Concilios Españoles, las Obras de San Martin de León y San Isidoro de Sevilla, y otros muchos libros sobre la liturgia mozárabe. Siguió a Pio VI en el destierro, socorriéndolo con sus propios recursos: a él se debió principalmente que se reuniera en Venecia el cónclave en que fue creado Papa Pío VII; y, por fin, cargado de años y de méritos, aquí en Roma descansó en el Señor.
Perdonad, Venerables Padres, que me haya detenido algo más de lo acostumbrado al tratar de un Prelado tan grande. Ya os hablé de José Ignacio Checa, a quien se deben los Concilios de Quito. Réstame hacer mención del Concilio de Bogotá y del preclaro arzobispo Vicente Arbeláez; pero por lo que toca a sus decretos, mucho se ha hablado de ellos en nuestras congregaciones, y por cierto con grandes elogios. Tampoco debo añadir una sola palabra acerca de los recientes Concilios provinciales reunidos en la República mejicana y en Bolivia, ni de los Sínodos diocesanos celebrados en Santiago de Chile, San Pablo, Córdoba, Goyaz, Fortaleza y otras ciudades, porque me vería obligado a alabar a algunos de nuestros Hermanos que aún viven. Veis, pues, que los prelados de nuestras comarcas, desde el principio hasta los tiempos actuales, han sido no sólo Pastores, sino legisladores. Los anales del Nuevo Mundo enumeran también trece prelados que, en la sola Nueva España, desempeñaron el alto cargo de Virreyes ó lugartenientes de los emperadores; muchos también en el Perú y en otras partes fueron elevados a idénticas dignidades
Me habéis oído decir que Francisco Antonio de Lorenzana ha sido el único de todos nuestros prelados, que se habia visto condecorado de hecho con el capelo cardenalicio. Otro también fue llamado a ocupar un puesto en el Sacro Colegio, merced a la bondad del Sumo Pontífice Pío IX, a quien vino tal pensamiento durante su destierro en Gaeta. Mas ¡ay! arrebatado por la muerte, ni siquiera pudo saber que había sido destinado a tan alta dignidad; y las letras pontificias que anunciaban tan plausible noticia, se leyeron cuando estaba aún caliente el cadáver del venerable Prelado. Fue su nombre Juan Cayetano Portugal, obispo de Michoacán.
Termino, Venerables Padres, termino ya; no porque no quede entre nuestros predecesores quien sea digno de elogio, sino porque temo abusar demasiado de vuestra paciencia. Cuanto hasta ahora he manifestado, con todo el ahinco de que soy capaz, y lo que vosotros mismos, mejor que yo, sabéis acerca de nuestros antecesores, basta y sobra para indicarnos la conducta que debemos observar en las actuales circunstancias. El siglo que en breve habrá expirado, desde su principio hasta su fin, ha visto a las naciones de raza latina, en las cuatro partes del mundo, sufrir en los campos de batalla espantosos desastres. Pero como de Roma cantó el poeta, la Religión católica sigue dando a la raza latina, el prestigio y el poderio que ya no le prestan la fuerza de las armas. ¿Podremos alimentar la esperanza de que, a la vuelta de algunos años, la misma Religión nos restituya el vigor de nuestros abuelos, y otra vez confiera a nuestra estirpe la hegemonía de hace cuatro siglos? A Vuestras Señorías Ilustrisimas, Venerables Padres, toca llevar a cabo tan difícil empresa; a aquellos sobre todo en quienes brilla aún la flor de la primera juventud. La sangre de don Rodrigo de Toledo, de Santo Toribio de Lima, del venerable Juan de Zumárraga y de Vital de Olinda hierve en vuestros pechos. ¡Qué! ¿No podréis vosotros renovar hoy dia sus gloriosas hazañas en pro de la Religión y de la Patria?
¡Ea, pues, Venerables Padres! Traed los Santos Evangelios, formulada las bases de perdurable alianza, y sobre las cenizas de nuestros predecesores prometed, con solemne juramento, que emularéis sus apostólicos trabajos, su afición a las letras y su amor a la patria, para que su nombre dure eternamente, viviendo en los hijos de los hijos la gloria de aquellos santos varones. Que el enemigo de las almas no logre romper las santas cadenas que hoy remachamos, al darnos las manos en derredor de este túmulo; y mientras para los difuntos imploramos en el incruento sacrificio el descanso y la paz, perseveremos unidos hasta la muerte en tierno abrazo de paz, los que aún peregrinamos en la tierra.
¡Oh Dios omnipotente, Juez de vivos y muertos y Príncipe de los Pastores! Dígnate confirmar lo que en nosotros has obrado. Quédate a nuestro lado, oh buen Jesús, porque al caer la tarde en el cielo de nuestra vida, más suspiramos por tu compañía, más y más necesitamos de tus dulces lecciones.
¡Virgen concebida sin mancha, que con tu manto tachonado de estrellas cobijas toda nuestra América latina! Tú, que en los montes de Méjico y de Bolivia has querido ser venerada bajo la advocación de Guadalupe, y tienes insignes santuarios, lo mismo en las márgenes del Plata que en las alturas del Ecuador, no ceses de presentar ante el trono de tu Hijo el incienso de nuestras oraciones. Aplaca su justo rigor, y haz que conceda el eterno descanso a las almas de nuestros predecesores Amén.

OCTAVA SESIÓN SOLEMNE.

El miércoles 5 de Julio de 1899, a las nueve y media de la mañana, se reunieron en el Aula Conciliar los Rmos Padres, con los Consultores, notarios y demás, bajo la presidencia de honor del Emo Sr. Cardenal D. Serafín Cretoni, nombrado al efecto por Su Santidad el Papa León XIII. Celebró la Misa de Spiritu Sancto el Sr. Arzobispo de Buenos Aires. En seguida el Sr. Arzobispo de Montevideo, Presidente como los días anteriores, subió al altar, y habiéndose observado lo prescrito por el Ceremonial, y pronunciado el Exira omnes, se leyeron, publicaron, aprobaron y confirmaron los decretos de los títulos VIII, IX, X, XI, XII y XIII. Antes de terminar, el Emo Sr. Cardenal dió desde el trono la bendición solemne.

VIGÉSIMA SÉPTIMA CONGREGACIÓN GENERAL.
El jueves 6 de Julio de 1899, a las nueve de la mañana, se reunieron en el Aula Conciliar los Rmos Padres, con los Consultores y notarios, bajo la presidencia de honor del Sr. Cardenal Vives, y la efectiva del Sr. Arzobispo de San Sebastián de Río de Janeiro, Delegado Apostólico para este día. Se trató de todo el título XIV De rebus sacris, y del capítulo Io del título XV De Iudiciis Ecclesiasticis, que con algunas adiciones y modificaciones quedaron aprobados.

VIGÉSIMA OCTAVA CONGREGACION GENERAL.
El viernes 7 de Julio de 1899, a las nueve de la mañana, se reunieron en el Aula Conciliar los Rmos Padres, con los Consultores y notarios, bajo la presidencia de honor del Sr. Cardenal Vives, y la efectiva del Sr. Arzobispo de S. Sebastián de Río de Janeiro, Delegado Apostólico para este día. Se pusieron a discusión los capítulos 2°, 3° y 4° del título XV De ludiciis ecclesiasticis y el titulo XVI y último De promulgatione et executione decretorum Concilii, y con algunas modificaciones y adiciones fueron aprobados. Y con la presente quedaron, bajo tan buenos auspicios, terminadas las discusiones de los decretos del Concilio, en las cuales reinó siempre una armonía altamente satisfactoria y unánime, con aplauso universal y gracias rendidas al Todopoderoso.

VIGESIMA NONA CONGREGACIÓN GENERAL.
El sábado 8 de Julio de 1899, a las nueve de la mañana, se reunieron en el Aula Conciliar los Rmos Padres, con los Consultores y notarios, bajo la presidencia de honor del Sr. Cardenal Vives, y la efectiva del Sr. Arzobispo de S. Sebastián de Río de Janeiro, Delegado Apostólico para este día. Se trató de los postulados, y habiendo discutido bien el asunto, suplicaron al Emo Sr. Cardenal Vives que, conociendo, como conoce, a fondo, las aspiraciones y postulados del Concilio Plenario, se digne poner éstos en debida forma y, a nombre de todo el Concilio, los presente a la Santa Sede. Quedó también aprobada la redacción de la Carta Sinodal, que, firmada por todos los Rmos Padres, ha de dirigirse a los fieles de la América Latina. Habiéndose leido el proyecto de las Aclamaciones, quisieron los Padres que en ella se hiciera especial mención del Cardenal Vives, conforme a la minuta que fue aprobada por unanimidad. Se leyó el Documento Pontificio, confiriendo a los Arzobispos de la América Latina la facultad de conceder ochenta días de indulgencia. Por último, se propuso que se dirija a Su Santidad el Papa León XIII una humilde suplica, manifestando el deseo de que, con motivo del Concilio Plenario y para perpetuar la memoria del mismo, se dé mayor decoro y estabilidad al Colegio Pío Latino Americano, dotándolo más generosamente, y dejándolo bajo la perpetua dirección de la Compañia de Jesús, y la tutela especial de la S. Sede y de los Obispos de la América Latina.
1 Su Santidad se dignó en su clemencia decretar, que en lo futuro, los Emos Sres Cardenales, tanto en sus títulos como en sus diócesis, puedan conceder doscientos, los Arzobispos cien, y los Obispos cincuenta, días de indiligencia.
Roma, Secretaría de la S. Congregación de las Indulgencias y Sagradas Reliquias, a 28 de Agosto de 1903. — A. Cardenal Tripepi, Prefecto.

NOVENA Y ÚLTIMA SESIÓN SOLEMNE.

El Domingo 9 Julio de 1899, a las nueve y media de la mañana, se reunieron en el Aula Conciliar los Rmos Padres, con los Consultores, notarios y demás, bajo la presidencia de honor del Emo Sr. Cardenal D. Antonio Agliardi. Celebró la Misa solemne el Illmo Sr. Arzobispo de Lima, Delegado Apostólico para este último día. Habiéndose observado lo prescrito en el Ceremonial, y pronunciado el Extra omnes, se publicaron, aprobaron y promulgaron solemnemente los decretos de los títulos XIV y XV y del XVI y último. Dió la solemne bendición desde el trono el Sr. Cardenal Agliardi, y habiéndose retirado, entró el Sr. Cardenal Vives, quien, cediendo a las instancias de los Padres, les dirigió el discurso final, celebrando con palabras altamente lisonjeras, la admirable y constante concordia de los mismos, su ciencia sacerdotal, su sabiduría pastoral, su celo exquisito, su vivísima fe, y la ardiente caridad episcopal de que estuvieron animados y dieron tan brillantes pruebas durante todo el Concilio. Añadió mil frases oportunas para el buen resultado, la observancia y eficacia de los decretos del Concilio Plenario, y con animadas protestas de respetuosa amistad, dió aliento a los Rmos Padres, para que, poniendo su esperanza en el S. Corazón de Jesús y en la protección de la Virgen Immaculada, lleven a cabo con valor, y apoyados siempre en los decretos conciliares por ellos mismos promulgados, la empresa gloriosa empezada el dia de la Santísima Trinidad, y terminada en este día, consagrado a los Prodigios de la Santísima Virgen. Por último, el Sr. Arzobispo de Lima (D. Manuel Tovar) pronunció la siguiente oración gratulatoria, suspendiéndose en seguida la sesión.

Eminentísimo Señor, Venerables Padres:
Ya toca a su término este Concilio Plenario de la América Latina, empezado bajo faustos y felices auspicios , a saber, cuando el Sumo Pontífice consagraba el Mundo entero al Corazón Sacratísimo de Jesucristo. Faustísimo fue, en verdad, su principio, bajo la poderosísima protección de la Santísima é Inmaculada Virgen María, de San José y de todos los Santos Patronos de la América Latina. Alcanzó de veras esta protección, y la alcanzó abundantísimamente y hoy con toda felicidad se concluye el Concilio.
Regocijémonos de corazón por haber llevado a cabo una empresa, que contribuirá de seguro a la mayor gloria de Dios y a la salvación de las almas de una parte tan importante del Rebaño de Jesucristo, confiada a nuestros cuidados pastorales.
Para alcanzar de Dios esta insigne gracia, al terminar la jornada en que hemos caminado juntos, con admirabile armonia de sentimientos, justo es ante todo, rendir gracias a Dios Omnipotente, único a quien debemos cuanto hemos llevado a cabo para su gloria, como de buena gana lo confesamos. Demos, pues, gracias a Dios Nuestro Señor, y démoslas de todo corazón, por medio de Jesucristo, a nombre de todos los que hemos trabajado en una obra tan meritoria y tan santa.
Nuestra Fe y nuestro amor filial exigen igualmente que levantemos los ojos, las almas y los corazones, al Monte Vaticano. Saludemos con toda reverencia al gloriosísimo Pontífice León XIII, sapientísimo inspirador y munificentísimo Patrono de este Concilio Plenario. Fielmente hemos seguido la senda de salvación que él nos trazara, al redactar los decretos; más fielmente la seguiremos al ponerlos en práctica, en cuanto podamos, y al ejecutarlos. El Señor conserve la salud y la vida, todavía por largos años, al Padre común de los fieles, que con sus escritos y sus obras, ha dado tanta gloria a la Iglesia universal, tanto brillo a la Sede Apostólica.
A Vos, Eminentisimo Señor, en quien se reconcentran nuestras miradas y nuestros afectos, se dirigen también nuestras voluntades, con la debida reverencia y la mayor consideración; a Vos, que con suma sabiduria, virtud admirable y maravillosa dulzura, nos habéis guiado en los difíciles negocios que nos ha tocado tratar: jamás, en ningún tiempo, se borrará la memoria de las arduas labores que hemos llevado a cabo bajo vuestros auspicios. Grabadas en nuestros pechos están vuestras virtudes, y nos enseñan a maravilla la fe y la constancia, con que hemos de trabajar por la gloria de Dios y la salvación de los almas.
En cuanto a vosotros, insignes Arzobispos y Obispos, no me siento con fuerzas para encomiaros como es debido, por los constantes trabajos y los cuidados incesantes que, a fuer de fidelísimos Pastores, habéis soportado en pro de vuestros rebaños. Ha sido tal la armonía en los pareceres, la sabiduría en los juicios, la rectitud en las aspiraciones, que os ha distinguido en vuestras gravísimas tareas, que nos da derecho a esperar que será grande el provecho para vuestras respectivas diócesis.
A vosotros también, preclaros Consultores, notarios y oficiales del Concilio, os damos las gracias por la constancia y habilidad, con que cooperasteis a los trabajos de los Padres. Nunca se desmintió vuestro empeño en las tareas conciliares, y, en los puntos dudosos, de no poco sirvió vuestra ciencia y vuestra doctrina.
Réstame tan sólo pedir con fervor a Dios Todopoderoso, a su Bendita Madre la Inmaculada Virgen Maria, a San José, castísimo esposo de la Virgen Madre, a Santo Toribio y a los demás Santos Patronos de la América Latina, que la empresa que hemos llevado a cabo, para provecho da la misma América, y bajo su amparo y los auspicios del Sr. Cardenal aquí presente, con nuestros trabajos y la benevolencia de todos vosotros, sea coronada con un éxito fausto, conforme a nuestros deseos y esperanzas.
Para las seis de la tarde se fijó la continuación y conclusión de la Sesión y del Concilio Plenario, para cuya presidencia de honor fue nombrado por S. S. el Papa León XIII, el Emo Señor Cardenal D. Angel di Pietro, asistiendo también en lugar de honor el Sr. Cardenal Vives. El Presidente efectivo fue el Sr. Arzobispo de Lima; y así sucedió por singular disposición de la Providencia, que el dignísimo sucesor de Santo Toribio, que con razón fue proclamado en estas sesiones conciliares, Maestro y Patrono de los Concilios de la América Latina y de todos a sus miembros, celebrase como Presidente efectivo el término feliz del Concilio Plenario. Todo se llevó a cabo conforme al Ceremonial, excepto el Extra onmes, que no se pronunció por la multitud de clero y de fieles que habrían tenido que ser despedidos. Después de la procesión y de las aclamaciones que abajo se ponen, los Rmos Padres se dieron mutua mente y recibieron el ósculo de paz, empezando con los Señores Cardenales di Pietro y Vives. En seguida el Sr. Cardenal di Pietro dió la bendición solemne desde el trono, y se promulgó la Indulgencia Plenaria concedida por Su Santidad. Por último, se cantó el Recedamus in pace, y se disolvió la augusta Asamblea.

ACLAMACIONES
Cantadas, al terminar el Concilio, por el Sr. Obispo de Cuernavaca, a que respondieron en coro todos los Padres.
V. Gracias, oh Dios, gracias sean dadas a Ti, Trinidad una y verdadera, Deidad una y suma, Unidad santa y una.
R. A Ti, Dios Padre Ingénito, a Tí, Hijo Unigénito, a Tí, Espíritu Santo Paráclito; santa e individua Trinidad, de todo corazón confesamos, alabamos y bendecimos, a Tí, gloria por todos los siglos: a Ti, gracias eternas: confirma, oh Dios, lo que has obrado en nosotros.
V. Sean dadas alabanzas al Corazón divino, por quien nos vino la salvación; gloria y honor por todos los siglos.
R. ¡Oh Corazón sagrado de Jesús, delicia de los celestiales moradores, firme esperanza de los mortales! Tuyos somos, tuyos queremos ser, sálvanos a nosotros y a nuestros pueblos; escóndenos en el recinto de tu amor. Suave eres oh Señor, y tu misericordia es eterna.
V. A la Santísima Virgen María, preservada de la mancha original, amantísima y poderosa Patrona de nuestra América Latina, tribútense loor eterno y veneración sin fin.
R. Inmaculada Madre nuestra, benignísima Madre nuestra, dulcísima y augusta Reina nuestra: llenos de gratitud pregonamos tus misericordias. Bajo tu amparo nos acogemos, oh Señora, cuya dulzura enajena los corazones. Tú arrebataste nuestro corazón y los corazones de nuestros pueblos, tú afianzaste, amplificaste y confirmaste las primicias de nuestra fe, con tu benigna presencia y suavísima protección, en Guadalupe y en otros monumentos de tu amor maternal, por todos nuestros países. Oh Señora nuestra, oh Madre nuestra, cuyo pie virginal quebrantó la cabeza de la serpiente: libra a nuestros pueblos de las emponzoñadas flechas de los impíos y de los herejes; tú que fuiste nutriz y educadora de nuestros pueblos en la Fe de tu Hijo querido, sé también nuestra tutora, defensora y baluarte. Tuyos somos, guárdanos.
V. Al Santísimo José, esposo castísimo de la Madre de Dios, que fue siempre el Protector muy amado de nuestra raza, dense loor y veneración.
R. Custodio de las Vírgenes, a quien celebran gozosas las legiones Angélicas, cuyos loores cantan los coros de los cristianos, intercede por nosotros, recibe nuestros corazones, para consagrarlos, darlos y entregarlos en donación perpetua al Corazón dulcísimo de tu Inmaculada Esposa.
V. A Santo Toribio, a quien reverenciamos como modelo y honor esplendente de los Obispos y Concilios de la América Latina, tribútese perpetua veneración.
R. Prelado santísimo; intercede por nosotros, para que nuestras tareas conciliares produzcan frutos sempiternos.
V. A todos los Bienaventurados que, con glorioso martirio, trabajos apostólicos y heroicas virtudes, han ilustrado la América Latina, tributemos alabanza y gloria perenne.
R. Santo Protomártir, Felipe de Jesús; Bienaventurados mártires del Brasil y de Méjico, Santos Predicadores Apostólicos, Bienaventurados Confesores, precioso par de Azucenas de nuestro vergel, Rosa de Lima y Mariana de Jesús, rogad por nosotros, rogad por nuestras patrias, para que atadas con cadenas de paz y de amor, se vean libres de todo mal.
V. A Nuestro Santísimo Padre el Papa León XIII, Vicario de Cristo en la tierra, Cabeza de la Iglesia universal, Maestro infalible, Patrono vigilante de la América Latina, generoso Amplificador de nuestra jerarquía episcopal, autor providentísimo del Concilio Plenario, gracias infinitas y eterna memoria.
R. Que el Señor lo conserve y vivifique, y le dé plena felicidad en la tierra y no lo deje caer en poder de sus enemigos. Viva mil años en perfecta senectud; triunfe gloriosamente de sus enemigos; regocíjelo la vuelta de las ovejas descarriadas al verdadero redil de Jesucristo; goce de eterna bienandanza.
V. Al augusto Senado de Cardenales de la Santa Iglesia Romana, que añadió nuevo lustre al Concilio Plenario, enviándole a insignes Purpurados de su seno, como Presidentes de honor, eterna memoria.
R. Gracias infinitas, vida imperturbable, eterna ventura.
V. Al Eminentísimo Señor Cardenal Vives demos rendidas gracias, por la predilección singular que ha mostrado a la América Latina, con su constante trabajo y dirección, en los tareas del Concilio Plenario.
R. Llene el Señor de celestiales favores al Principe Eminentísimo, y le conceda largos años de vida y salud.
V. A los Ilustrísimos Señores Arzobispos Delegados Apostólicos y Presidentes infatigables del Concilio Plenario, eterna memoria.
R. Gracias sin cuento: paz y ventura: largos años de vida: gozo indeficiente.
V. A todos y cada uno de los Reverendísimos Padres, cuya maravillosa concordia, ardiente celo y fervor de caridad pastoral, admira Roma entera, eterna remembranza.
R. Mil y mil bendiciones; gracias abundantes; muchos años de vida; próspero viaje de regreso; memoria imperecedera; gloria en los cielos.
V. A los Ilustrisimos Señores Arzobispos y Obispos ausentes, enviemos el ósculo de paz, cariñosas memorias, dones sempiternos,
R. El Señor bendiga a los Prelados ausentes y conserve sus preciosas vidas, para que al regreso de sus Hermanos sea universal el regocijo, siempre santa su vida, eterna su alegría.
V. A todos los Arzobispos y Obispos de nuestra América Latina que han pasado a mejor vida, eterno descanso, bienaventuranza sempiterna.
R. Eterna paz, luz perpetua, gloria indeficiente.
V. A los infatigables Maestros de ceremonias de Su Santidad, muchas gracias, recompensa en el cielo.
R. El Señor sea su embeleso y hallen en la gloria eterna su premio.
V. A los Reverendísimos Consultores, sabios y prudentes colaboradores de los Padres del Concilio, gracias mil y mil, eterna recompensa.
R. El Señor alegre sus corazones con la abundancia de sus gracias y la remuneración sempiterna.
V. A todos los Oficiales del Concilio y a los Padres de la Compañía de Jesús que están al frente del Colegio Pío Latino Americano, gracias rendidas, larga vida y salud, plena recompensa en el cielo.
R. El Señor los premie y los glorifique por todos los siglos de los siglos.
V. A los Supremos Magistrados de nuestras Repúblicas, paz imperturbable, felicidad completa, prosperidad indeficiente.
R. Salva, oh Señor, nuestras Repúblicas, a sus Supremos Magistrados, y todas nuestras naciones. Haz también, oh Señor, que formen una sola entidad, por la unidad de fe, por el amor ¿la patria, y la aspiración a la gloria y defensa de nuestra raza común, de toda nuestra América Latina. Oh Maria Inmaculada. Patrona y Baluarte nuestro: protégenos, sálvanos, une nuestras naciones, en el amor común a nuestra conservación, unidad e integridad, y en la solemne profesión de nuestra fe católica y Apostólica. Amén, Amén. Así sea, Asi sea.

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