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miércoles, 29 de febrero de 2012

MARTIRIO DE LOS SANTOS MONTANO, LUCIO Y COMPAÑEROS BAJO VALERIANO

Las actas de los santos Montano y Lucio son, a juicio de Tillemont, "una pieza donde todo es digno de la gravedad cristiana, donde todo respira la ardiente caridad de los primeros siglos, donde se ve un retrato del espíritu, de las máximas y aun del estilo de San Cipriano".
El nombre mismo del gran obispo, que acababa de derramar su sangre por la fe, aparece varias veces en las actas de Montano y Lucio, y su espíritu, podemos afirmar corroborando el exacto juicio del historiador francés, las penetra por entero, y por ello son un documento de primer orden sobre la profunda huella que dejó en las almas aquel grande obispo africano. El martirio de este grupo de cristianos, clérigos y laicos, debió de seguir muy de cerca al suyo. Ejecutado San Cipriano el 14 de septiembre del 258, todavía no se le había elegido sucesor cuando el mártir Flaviano, último que fué ejecutado, designó, en cuanto en él estuvo, a Luciano por obispo de Cartago. En el intervalo, pues, del martirio de San Cipriano y la elección de su sucesor, Luciano, hay que poner la muerte de este glorioso escuadrón de mártires, tan próximos a él por el tiempo como por el espíritu.
Aparte esta influencia profunda de San Cipriano, que va desde la formación espiritual hasta los defectos de estilo retórico, hay que señalar también la de la Passio Perpetuae, que sale también a flor de tierra. Este famoso documento—dice un buen conocedor de la materia—quedó como el modelo de un grupo de acta martyrum latinas, en las que la elaboración literaria alcanza cierta importancia, hasta sobreponer un notable desenvolvimiento de forma al simple esquema del protocolo y admitir largamente los relatos y visiones habidos por los mártires durante su prisión".
Las actas se dividen en dos partes claramente distintas: una carta (I-XI) que se supone escrita en común por los mártires prisioneros a toda la comunidad cristiana, y el relato del martirio (XII-XXIII) hecho, a ruego del mártir Flaviano, por un redactor desconocido.
Este hubo de ser un testigo presencial de los hechos, y él afirma haber estrechado la mano del mártir Flaviano momentos antes de la ejecución. La carta a la comunidad de Cartago afirma Monceaux que se debe a este mismo mártir Flaviano, que debía de profesar la gramática o retórica. Otra autoridad en materia hagiográfica, Pió Franchi de'Cavalieri, supone que carta y relato son obra del mismo autor y aquélla sería una mera ficción literaria, que no afectaría, sin embargo, al fonda histórico de la narración. Otros han negado de plano la historicidad del documento entero. Nosotros preferimos mantener la opinión del venerable Ruinart, quien tenía estas actas "por enteramente fidedignas y tales que con razón se computan entre los más preciosos y sinceros monumentos de la sacra antigüedad"
Están, sin embargo, lejos de su modelo, la Passio Perpetuae, y lejos también del mismo San Cipriano, a quien más frecuentemente recuerdan. Lo mismo el mártir Flaviano, si es suya la carta a la comunidad, que el narrador del martirio están infestados de retórica y desconocen la primera y suprema ley del estilo, la claridad. Los pasajes de traducción imposible no son raros en estas actas, si bien el pensamiento se deja generalmente adivinar con suficiente seguridad. La verbosidad retórica resulta a veces tan insoportable, o poco menos, que en el diácono Poncio, por no citar al mismo San Cipriano, modelo de todos. Mas, en fin, estos defectos de forma bien pueden ser perdonados y olvidados en gracia a la sincera emoción que penetra todo este admirable relato. No serán estas actas una obra maestra; pero todavía pueden figurar entre las que nos dejan una impresión más profunda, signo seguro de que la retórica no ahogó por entero a la verdad.

Martirio de los santos Montano, Lucio y compañeros.
I. Os remitimos, hermanos amadísimos, la relación de nuestro combate por la fe, pues ninguna otra cosa incumbe hacer a los siervos de Dios y consagrados al servicio de su Cristo, sino pensar en la muchedumbre de sus hermanos. ¡Con qué fuerza, con qué razón, este amor y deber de caridad nos ha impelido a redactar esta carta, a fin de dejar a los hermanos por venir un fiel testimonio de la magnificencia de Dios y un recuerdo de nuestros trabajos sufridos por el Señor!

II. Después de un tumulto del pueblo, a que dió ocasión la feroz carnicería llevada a cabo por el gobernador y la durísima persecución de los cristianos que se siguió al otro día, con pérfida violencia fuimos detenidos Lucio, Montano, Flaviano, Juliano, Victórico, Prímolo, Reno y Donaciano; éste, catecúmeno, quien, por cierto, bautizado en la cárcel, entregó inmediatamente su espíritu, caminando con paso acelerado, por camino sin mácula, del bautismo de agua a la corona del martirio. Un término semejante tuvo la consumación de Prímolo, pues también para él la confesión de la fe, habida pocos meses antes, hizo veces de bautismo.

III. Prendidos, pues, que fuimos y entregados a la guarda de las autoridades municipales, oímos a unos soldados anunciarnos la sentencia del gobernador, por la que amenazaba entregarnos, el día antes, a las llamas. Y la verdad es que, según más tarde averiguamos con absoluta certeza, pensó quemarnos vivos.
Mas el Señor, solo que puede librar a sus siervos del incendio y en cuya mano están las palabras y el corazón del rey, apartó de nosotros la furiosa crueldad del gobernador. Recibíanos lo que con incesantes súplicas y animados de entera fe habíamos pedido: el fuego que estaba ya casi encendido para aniquilamiento de nuestra carne, se apagó, y la llama que subía ya de los hornos ardientes, con celeste rocío, se amortiguó.
Para los creyentes, ninguna dificultad puede haber en admitir que los nuevos ejemplos puedan llegar a los antiguos, pues es el Señor quien lo promete por el Espíritu, y el que este hecho de gloria cumplió en los tres jóvenes de Babilonia, el mismo vencía también en nosotros.

IV. Entonces, frustrado su propósito, por oponerse a él el Señor, mandó el gobernador que fuéramos metidos en la cárcel. Allí nos condujeron los soldados, y no sentimos horror de la fea oscuridad de aquel lugar, pues al punto la cárcel tenebrosa brilló con los esplendores del espíritu, y contra las fealdades de la oscuridad y la ceguedad de aquella noche que nos cubría, la devoción de la fe, como un sol de mediodía, nos vistió de blanca luz. Y así bajamos al abismo mismo de los sufrimientos como si subiéramos al cielo.
Qué días pasamos allí, qué noches soportamos, no hay palabras que lo puedan explicar. No hay afirmación que no se quede corta en punto a tormentos de la cárcel y no hay posibilidad de incurrir en exageración cuando se habla de la atrocidad de aquel lugar. Mas donde la prueba es grande, allí se muestra mayor Aquel que la vence en nosotros, y no cabe hablar de lucha, sino, por la protección del Señor, de victoria. Y, en efecto, ligera cosa es para los siervos de Dios perder la vida, pues la muerte nada es, una vez que el Señor, mellando sus aguijones y domando sus ímpetus, triunfó de ella por el trofeo de la cruz. Pero, además, no hay por qué hablar de armas, sino cuando ha de armarse un soldado, ni el soldado se arma sino cuando va a entrar en combate. Y si nuestras coronas son un premio, es porque antes precedió el combate, y ya se sabe que no se da la palma sino tras alcanzada la victoria. Sin embargo, al cabo de unos días sentimos el alivio de la visita de nuestros hermanos y con ello el consuelo y alegría del día nos quitó todo el trabajo de la noche.

V. Entonces Reno, uno de nuestros compañeros, apenas conciliado el sueño, tuvo una visión, en que le parecía que uno por uno eran conducidos los presos ante el tribunal y que, en su marcha, les precedían sendas lámparas. Si la lámpara de uno no avanzaba, tampoco él seguía. Nos adelantamos también nosotros con nuestra lámpara, y en este punto se despertó. Cuando Reno nos refirió su sueño, nos alegramos por la confianza que nos inspiró de que andábamos con Cristo, que es lámpara de nuestros pies, y que es palabra, es decir, Palabra de Dios.

VI. Después de aquella noche, pasábamos un día alegre, cuando he aquí que de pronto, el mismo día, súbitamente fuimos arrebatados para presentarnos ante el procurador que hacía las veces del difunto procónsul.
¡Oh día alegre y gloria de nuestras cadenas! ¡Oh atadura que nosotros hablamos deseado con toda nuestra alma! ¡Oh hierro, más honroso y más precioso que el oro óptimo! ¡Oh estridencia aquella del hierro, que rechinaba al ser arrastrado por encima de otros hierros!
Nuestro consuelo era hablar de la suerte que nos esperaba, y para que despacio gozáramos de este placer, los soldados, que no sabían dónde nos querría oír el presidente, nos condujeron, dando vueltas, de acá para allá, por todo el foro. Por fin nos llamó el procurador a su despacho oficial, pues todavía no había llegado la hora de nuestro martirio. De ahí que, derribado el diablo, volvimos victoriosos a la cárcel y fuimos reservados para nueva victoria.
Vencido, pues, el diablo en esta batalla, excogitó nuevas astucias, tratando de tentarnos por hambre y sed, y a fe que esta batalla suya la supo conducir fortísimamente durante muchos días; pues (y éste era, sin duda, el principal intento del enemigo) faltó en el régimen de la cárcel hasta el agua fría a la muchedumbre de enfermos.

VII. Mas este trabajo, esta escasez, este tiempo de necesidad, cosa fué permitida por Dios, pues el que quiso que fuéramos tentados, quiso que en la misma tentación tuviéramos, por medio de una visión, habla suya. Y fué asi que el presbítero Víctor, compañero nuestro de martirio, tuvo la visión siguiente, tras la que inmediatamente sufrió el martirio.
"Veía—nos contó él mismo—que entró aquí en la cárcel un niño, cuya cara brillaba con resplandor inexplicable, quien nos conducía por todas partes, buscando por dónde saliéramos; pero no logramos salir, por lo que me dijo:
Todavía os queda un poco de trabajo, pues por ahora se os impide la salida; pero tened confianza, porque yo estoy con vosotros.
Y añadió:
—Diles: "Tendréis más gloriosa corona." Y también: "El espíritu vuela a su Dios, y el alma, próxima al martirio, busca su propio asiento."
Víctor le preguntó al niño, a quien tenía por el Señor mismo, dóndo estaba el paraíso. Respondióle que fuera del mundo. "Muéstramelo", dijo Víctor.
Y el niño replicó:
—¿Y dónde estaría la fe?
Por humana flaqueza le dijo también Víctor:
—Yo no puedo cumplir lo que me encargas; dame una señal, para decírsela a ellos.
Respondióle el Señor y le dijo:
Diles la señal de Jacob.
Cosa de alegría es, hermanos amadísimos, que podamos ser equiparados a los patriarcas, si no en la justicia, por lo menos en los trabajos. Mas Aquel que dijo: Invócame en el día de la tribulación y yo te libraré y tú me glorificarás (Ps. 49, 15), para gloria suya, después de las súplicas que le dirigimos, se acordó de nosotros, habiéndonos de antemano anunciado el regalo de su misericordia.

VIII. Sobre lo mismo tuvo una visión nuestra hermana Cuartilosia, presa con nosotros, mujer cuyo marido e hijo hacía tres días que habían padecido el martirio, y ella misma siguió rápidamente a su familia. Expúsonos su visión con las siguientes palabras:
"Vi, nos dijo, a mi hijo, que había sufrido el martirio, venir aquí a la cárcel, y, sentándose sobre el brocal del pozo, me dijo: "Dios ha visto vuestra tribulación y trabajo."
Después de él entró un joven de maravillosa grandeza, con sendas copas en las manos, llenas de leche, y dijo:
—Tened buen ánimo, pues Dios se ha acordado de vosotros.
Y de las copas que traía dió a beber a todos, sin que las copas menguasen. Y, de pronto, fué retirada la piedra que cerraba por medio la ventana, y ésta, clara sin el tapón de la piedra, dejó ver la libre cara del cielo. Y el joven puso allí las copas, una a la derecha y otra a la izquierda, y dijo:
—Ya estáis hartos y, sin embargo, aun sobra y todavía se os dará otra tercera copa.
Y desapareció."

IX. Al siguiente día de esta visión estábamos esperando la hora en que se nos había de servir, no digamos la comida, sino la penuria y necesidad carcelaria, pues no se nos había procurado alimento alguno y ya llevábamos dos días en ayunas.
Mas de pronto, como llega a los sedientos la bebida, a los hambrientos el manjar y el martirio a los que otra cosa no anhelan, así el Señor, por nuestro carísimo Luciano, nos procuró alivio en nuestros trabajos. Luciano, en efecto, rompiendo por el durísimo obstáculo de las cadenas, como si fuera él quien nos traía las dos copas, nos administró a todos, por obra del subdiácono Hercumiano y del catecúmeno Jenaro, el alimento indeficiente.
Este auxilio alivió sobremanera a los débiles y enfermos, y a los que las incomodidades de la cárcel y la falta de agua había hecho caer en grave postración los libró de todo malestar. Por tan gloriosas obras, todos dimos rendidas gracias a Dios.

X. Es venido el momento, hermanos amadísimos, de deciros algo del mutuo amor que debemos tenernos. No tratamos de instruiros, sino sencillamente de avisaros que, pues todos hemos formado una sola alma, así ante el Señor vivimos y oramos todos juntos. Hay que mantener la concordia de la caridad, hay que atarse fuertemente los lazos del amor. Entonces se derriba al diablo, entonces se alcanza del Señor cuanto se le pide, pues Él mismo lo promete, diciendo: Si dos de vosotros se avienen sobre la tierra, cualquier cosa que pidieren a mi Padre se les concederá (Mt. XVIII, 19). Y no de otra manera podremos recibir la vida eterna y reinar con Cristo, sino haciendo lo que manda hacer el mismo que prometió la vida y el reino. En fin, que quienes mantengan la paz con sus hermanos han de alcanzar la herencia de Dios, el Señor mismo lo anuncia en su enseñanza, diciendo: Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt. V, 9). Exponiendo este pasaje, dice el Apóstol: Somos hijos de Dios. Ahora bien: si hijos, también herederos, cierto, de Dios y coherederos de Cristo, a condición de que con til padezcamos, a fin de ser también con Él glorificados (Rom. VIII, 17). Si no puede ser heredero sino el hijo, y no es hijo sino el pacífico, claro está que no podrá alcanzar la herencia de Dios el que rompe la paz de Dios. Y no os decimos esto sin aviso del cielo, ni os lo sugerimos sin manifestación divina.

XI. Y, en efecto, había tenido Montano ciertas palabras con Juliano a causa de aquella mujer, excomulgada, que se deslizó a nuestra comunión, y tras la reprensión que le dirigió quedó entre ellos alguna frialdad de discordia. Así las cosas, tuvo Montano aquella misma noche la siguiente visión:
"Me pareció—nos dijo—que habían venido a nosotros centuriones. Condujéronnos por un camino largo y llegamos a un campo inmenso, en que nos salieron al encuentro Cipriano y Leucio. Luego, llegamos a un lugar blanco, y también nuestros vestidos se volvieron blancos, y nuestra carne se cambió en blancura superior a la de nuestros blancos vestidos. Y quedó tan traslúcida nuestra carne, que los ojos penetraban hasta lo recóndito del corazón. Mirando yo entonces dentro de mi propio pecho, vi allí algunas manchas; y en este punto de la visión me desperté. Encontróme luego con Luciano y le conté mi visión, y al fin le dije:
¿Sabes que estas manchas mías se deben a no habernos inmediatamente reconciliado con Juliano?—Y en esto me desperté."
Por lo tanto, hermanos amadísimos, mantengamos la concordia, la paz y la unanimidad con todas nuestras fuerzas. Tratemos de imitar en esta vida lo que hemos de ser en el cielo. Si nos halagan los premios prometidos a los justos, si nos espanta el castigo predicho a los malvados, si deseamos estar y reinar con Cristo, hagamos aquellas cosas que conducen a Cristo y a su reino. Os deseamos gocéis de buena salud.

XII. Hasta aquí escribieron todos desde la cárcel, de común acuerdo. Mas como era menester completar el relato de todo lo sucedido a los bienaventurados mártires, pues aun en lo escrito por ellos su modestia les hizo ser demasiado breves, y, por otra parte, el mismo Flaviano me dió personalmente el encargo de añadir lo que faltaba a su carta, he tenido necesidad de proseguir la narración.
Pasados largos meses en la cárcel, sufriendo sus penalidades y consumidos de hambre y de sed, por fin, tras larga espera, reciben orden de ser presentados ante el tribunal y trasladarse al pretorio o palacio del presidente.
Todos confesaron la fe con voz gloriosa; mas como los amigos de Flaviano, con perverso amor, le reclamaran por negar que fuera diácono, como él confesaba, se dictó sentencia contra los demás, es decir, Lucio, Montano, Juliano y Victórico, y se hizo volver a Flaviano a la cárcel. Tenía éste, sin duda, motivo de dolor por el hecho de verse separado de tan buena compañía; sin embargo, movido por la fe y devoción que había animado su vida, creía que sucedía lo que Dios quería, y su culto de la sabiduría templaba la pena de su soledad. Decía él: "Si el corazón del rey está en la mano de Dios, ¿qué motivo hay de entristecerse o por qué irritarse contra un hombre que habla lo que se le manda?" Mas luego hablaremos de Flaviano más ampliamente.

XIII. Entre tanto, eran conducidos los demás al lugar del suplicio. Un gran concurso de gentiles y de todos los hermanos les acompañaba. Éstos, según la piedad y fe que de las enseñanzas de Cipriano aprendieran, habían otras veces tributado este obsequio a otros testigos de Dios; pero ahora se reunieron con mayor devoción y más crecido número.
Allí era de ver a los mártires de Cristo, atestiguando por la alegría de su rostro la felicidad de su gloria, de suerte que, aun callando, provocaban a los demás a la imitación de sus ejemplos de valor. Mas tampoco faltó abundancia de palabra, pues cada uno con sus exhortaciones fortalecieron al pueblo. Lucio, a quien, aparte su ingénita flaqueza y su recatada modestia, habían quebrantado una grave enfermedad y todo el trabajo de la cárcel, se adelantó solo con unos cuantos compañeros, por miedo de que, sofocado por la enorme muchedumbre, se viera privado de verter su sangre por la fe. Y, sin embargo, ni aun éste calló, sino que instruyó como pudo a sus compañeros. Como le dijeran los hermanos: "Acuérdate de nosotros", contestó él: "Vosotros tenéis que acordaros de mí".
¡Qué humildad del mártir, no presumir de su gloria ni en el momento mismo de su martirio! Juliano también, y Victórico, inculcada una y otra vez la paz a los hermanos y encomendándoles todos los clérigos, mayormente los que sufrían el hambre de la cárcel, llegan con gozo y sin muestra de pavor ninguno al lugar del martirio.

XIV. En cuanto a Montano, tan robusto de cuerpo como de espíritu, ya antes del martirio se había hecho famoso por su libertad en decir constante y firmemente lo que la verdad pidiera, sin miramiento alguno a personas; mas creciéndose con la proximidad del martirio, con profética voz gritaba: "El que sacrificare a otros dioses, fuera del Señor solo, será exterminado." Y esto lo repetía a menudo, metiendo en el alma e inculcando a todos no ser lícito abandonar a Dios para pasarse a los simulacros y obras fabricadas por mano de hombre.
Contundía también la soberbia y dura contumacia de los herejes, conjurándoles a que, siquiera por la abundancia de mártires, entendieran dónde estaba la verdadera Iglesia, a la que tenían el deber de volver. Lo mismo hacía con la precipitada prisa de los lapsos. La negociación de su paz la remitía a la plena penitencia y a la sentencia de Cristo. A los que se mantenían enteros en la fe los exhortaba a la guarda de su integridad:
"Estad firmes, hermanos, y militad con constancia—les decía—. Tenéis ejemplos, y no ha de ser más parte la pérdida de la fe de los caídos, para vuestra ruina, que nuestra constancia y paciencia para edificación de vuestra corona."
También a las vírgenes las avisaba una a una a que defendieran su santidad, y a todos en general enseñaba que veneraran a sus superiores espirituales, y a éstos les inculcaba la concordia de la paz, recordándoles que nada hay comparable a la unánime voluntad de los superiores de la Iglesia. Si los dirigentes del pueblo se mantenían en paz, entonces sí que se sentiría el pueblo mismo movido al seguimiento de sus sacerdotes y animado a guardar el vínculo del amor.
Imitar a Cristo por obra y palabra, eso era sufrir el verdadero martirio y dar la prueba máxima de fe. ¡Oh ejemplo grande para el creyente!

XV. Cuando ya el verdugo estaba para descargar el golpe y la espada estaba levantada sobre su cuello, extendiendo el mártir las manos al cielo, con clara voz, que pudo ser oída no sólo por todo el pueblo cristiano, sino que llegó a los oídos mismos de los gentiles, hizo una breve oración suplicando a Dios que Flaviano, que por voto del pueblo se había quedado atrás en la comitiva del martirio, los siguiera a los tres días. Y para dejar fe de su súplica, rasgó en dos partes el pañuelo con que había de taparse los ojos, y mandó que guardaran una para que, pasados dos días, se cubriera Flaviano con ella los suyos. Y aun llegó a ordenar que se
le reservara lugar en el cementerio, a fin de no separarse ni aun en la sepultura. Y ante nuestros ojos se ha cumplido lo que el Señor prometió en su Evangelio, a saber: que quien con entera fe pidiere, recibirá cuanto pida. Efectivamente, después de tres días, según la petición de Montano, Flaviano, presentado también ante el tribunal, acabó por el martirio su gloria. Sin embargo, como, según arriba dije, él mismo mandó que añadiéramos, por las mentadas causas, la tardanza de dos días, hay que hacer por necesidad mayor lo que ya de toda razón, aun sin ser mandado, había de hacerse.

XVI. Después de aquellos votos, después de aquellas voces con que una amistad enemiga se había levantado, como si tratara de salvarle, Flaviano volvió a la cárcel; pero su valor seguía robusto, su alma invicta y su fe plena. El contemplar cómo sólo él quedaba, no debilitó ni una fibra de su vigor; y si es cierto que ello pudiera haber movido a otro, la fe de Flaviano, que con entera devoción se había adelantado al martirio inminente, pisaba los impedimentos que de momento se le oponían a conseguirlo.
Estaba pegada a su lado su madre incomparable, la que, aparte su fe, por la que se mostraba estirpe de los patriarcas, en lo que demostró ser hija de Abrahán fué en el deseo de que su hijo fuera sacrificado y en el glorioso dolor de ver que de pronto se difería su martirio.
¡Oh madre piadosa por su religioso fervor! ¡Oh madre digna de contarse entre los antiguos ejemplos! ¡Oh nueva madre de los Macabeos! Porque lo de monos es el número de los hijos, comoquiera que también ésta consagró al Señor todos sus afectos en esta única prenda suya. Mas él, alabando el ánimo de su madre, para que no sintiera la dilación de su martirio:
—Sabes-—le decía—, madre, a quien con razón llamo carísima, cómo siempre fué mi intento, caso de llegar a confesar la fe, gozar de mi testimonio y verme frecuentemente encadenado y que muchas veces se difiriera mi ejecución. Si, pues, sucede lo que yo he deseado, antes hay motivos de alegrarse que de entristecerse.

XVII. Llegados a la puerta de la cárcel, pareció que se abría con mucha más dificultad y más despacio que de ordinario, a pesar de que ayudaron a la operación los encargados de las verjas de la prisión, como si la afianzara algún espíritu que se oponía a la entrada del mártir, atestiguando así ser cosa indigna que volviera a mancharse con las inmundicias de la cárcel un hombre a quien se le tenía ya preparada una morada celeste. Sin embargo, como Dios tenía causas dignas para diferir la corona del mártir, la cárcel, bien a pesar suyo, admitió al hombre del cielo y de Dios.
¡Cuál sería aquellos días el estado de alma del mártir; qué esperanza y confianza le animaba! Pues, por una parte, el ánimo del mártir de Dios se lo prometía todo de la petición de sus compañeros, y, por otra, él mismo, de suyo, tenía por inminente su martirio.
Diré lo que yo siento. Aquel día tercero no era esperado como día de sufrimiento, sino de resurrección. En fin, la muchedumbre de paganos que habían oído a Montano hacer su súplica, estaba en gran expectación.

XVIII. Al tercer día recibió Flaviano orden de presentarse ante el tribunal, y apenas se corrió la voz, confluyó una gran muchedumbre, tanto de incrédulos como de quienes habían perdido la fe, para hacer prueba de la del mártir. Salió, en fin, de la cárcel el testigo de Dios, a la que ya no había de volver a entrar. La alegría de los hermanos era general; pero él se alegraba más que todos, pues sentía la certeza de que tanto su propia fe como la petición de los que le habían precedido en el martirio, había de arrancar, siquiera a la fuerza, la sentencia del juez, por más que protestara el pueblo. De ahí que a los hermanos que le salían al encuentro y deseaban saludarle les prometía con absoluta seguridad que había de darles la paz en el campo Fusciano. ¡Oh gran confianza! ¡Oh fe verdadera! Entrando luego en el pretorio, estaba a pie firme, con admiración de todos, en el lugar de los guardias, esperando ser llamado al tribunal.

XIX. Allí estuvimos también nosotros, a su lado, pegados con él, de suerte que nuestras manos se enlazaban con las suyas, tributando honor al mártir y haciendo compañía al amigo. Allí, sus condiscípulos trataban también de persuadirle, entre lágrimas, que dejara aquella arrogancia y sacrificara de momento, pues le quedaba libertad para hacer luego lo que quisiera. ¿A qué temer más aquella muerte segunda, que es incierta, que no la presente? Así hablaban los gentiles, que añadian ser locura extrema amar más los males de la muerte que no el vivir. El mártir les dió las gracias, pues le aconsejaban por sentimiento de amistad, conforme a lo que ellos entendían; sin embargo, no les disimuló la verdad locante a la fe y a la divinidad. Y así les decía ser mejor, en primer lugar, por lo que a la integridad de la libertad se refería, morir que no adorar las piedras; y luego, que hay un sumo Dios que por propio imperio lo hizo todo y es, por ende, el solo a quien se debe dar culto. Añadíales también otro punto que los gentiles sienten más dificultad en creer, por más que se avengan con nosotros tocante a la divinidad, a saber: que nosotros seguimos viviendo, por más que se nos quite la vida, y que no somos vencidos por la muerte, sino que la vencemos. En fin, que si ellos querían llegar al conocimiento de la verdad, debían hacerse también cristianos.

XX. Rechazados y convictos por estas razones, ya que nada pudieron alcanzar por camino de persuasión, se volvieron a una más cruel misericordia, pues estaban ciertos de que, siquiera por tormentos, le obligarían a deponer la resolución de su voluntad. Llególe, en fin, el momento de acercarse al tribunal, y preguntóle el presidente por qué mentía, haciéndose diácono, si no lo era; a lo que Flaviano respondió que no mentía.
Entonces un centurión afirmó que se le había expedido a él un informe oficial en que se afirmaba que mentía. Respondió Flaviano:
—Pero ¿acaso lo verosímil es que yo mienta y que diga la verdad el que expidió ese falso informe?
El pueblo protestó a gritos, y decía: "¡Mientes!"
Preguntóle nuevamente el presidente si efectivamente mentía. A lo que respondió el mártir:
—¿Qué interés puedo yo tener en mentir?
Exasperado con esto, el pueblo pidió con reiterados clamores que se le sometiera a la tortura. Mas el Señor, que había probado ya la fidelidad de su siervo en las penalidades de la cárcel, no consintió que el cuerpo de su mártir ya probado fuera tocado ni por la más leve rasgadura de tormento. Y, en efecto, inmediatamente movió el corazón del rey a dar la sentencia, y, consumada la carrera y acabado el combate, coronó a su testigo que fué fiel hasta la muerte.

XXI. A partir de este momento, rebosando de gozo por la mayor certeza de su martirio, cuya sentencia había oído, se expansionaba en alegre conversación. Y ése fué el momento de mandarme que escribiera yo todo esto y uniera a las suyas mis palabras. Quiso también que se añadieran unas visiones suyas, parte de las cuales había tenido en la espera de los dos días.
"Cuando sólo nuestro obispo—dijo—había aún padecido el martirio, tuve una visión, en que me parecía preguntar yo al mismo Cipriano si era muy doloroso el golpe del martirio. Como se ve, mártir futuro, quería informarme del sufrimiento del martirio. Cipriano me respondió:
—Nuestra carne no sufre cuando el alma está en el cielo. El cuerpo no siente para "nada el golpe del martirio si el alma se ha entregado enteramente a Dios."
¡Oh palabra de un mártir que exhorta a otro mártir! Le dice que no hay dolor en el golpe del martirio, para que, pues había de sufrir la muerte, se animara con más fortaleza,, desde el momento que no tenía que temer ni el leve dolor del golpe del martirio.
"Luego—continuó contándonos—, como hubieran ya sufrido los otros, en una visión, durante la noche, me sentía triste porque me había quedado, por decirlo así, atrás de mis compañeros. Entonces se me apareció cierto hombre, que me dijo:
—¿Por qué estás triste?
Díjele yo la causa de mi tristeza, y añadió:
—¿Estás triste? Dos veces has sido confesor, y a la tercera serás mártir."
Y lo que se le manifestó, se cumplió. Y, en efecto, habiendo confesado la fe por vez primera en el despacho del gobernador, y luego públicamente, por reclamarlo el pueblo, se mandó recluirle nuevamente, y quedó atrás, conforme a la visión, de sus compañeros; pero presentado ante el tribunal después de las dos confesiones dichas, a la tercera acabó el martirio.
"Además—nos dijo—, cuando habían ya sido coronados Suceso y Paulo y demás compañeros de ellos, y yo me hallaba convaleciente de una enfermedad, vi venir a mi casa al obispo Suceso, con rostro y vestido refulgentes de claridad, a quien apenas era posible reconocer por su cara, pues los ojos de carne no podían resistir el angélico resplandor. Habiéndole, en fin, con dificultad reconocido, me dijo:
—He venido a anunciarte que tienes que sufrir el martirio.
Y apenas lo hubo dicho, se presentaron dos soldados para conducirme. Y me llevaron a un lugar donde se había reunido una muchedumbre de hermanos. Venido a la presencia del gobernador, se me dió orden de presentarme ante el tribunal. Y de pronto, en medio del pueblo, apareció mi madre diciendo: "¡Gloria, gloria, porque nadie ha sufrido como él martirio!"
Y a la verdad que nadie lo sufrió como él. Pues, para no hablar de las otras penalidades de la cárcel, basta citar su singular abstinencia, que llegó a privarse del escasísimo alimento que se les daba de la miseria del fisco, entregándolo a los demás. ¡ En tanto tenía Flaviano fatigarse con muchos y legítimos ayunos, a trueque de alimentar a costa suya a los otros!

XXII. Pues vengamos ya a contar cómo fué conducido al suplicio solo, cómo así, cómo con tanto honor, cómo acompañado de tantos sacerdotes, ordenadas todas sus disciplinas, mereció marchar a la manera de un general al frente de su ejército. De este modo, la misma pompa toda del camino daba a entender que había de reinar con Dios un mártir que, por lo demás, ya reinaba por su espíritu y por su alma.
Mas ni del cielo faltó testimonio, pues cayó una lluvia mansa, pero intensa, que trajo muchos provechos: primero, para reprimir la pertinaz curiosidad de los gentiles; luego, para dar lugar a las íntimas efusiones y que ningún profano testigo presenciara los misterios de nuestra legitima paz; y en fin, cosa que salió de boca del mismo Flaviano, la lluvia caia para que, a ejemplo de la Pasión del Señor, el agua se juntara a la sangre.

XXIII. Así, después que hubo confirmado a todos los hermanos y dado a cada uno la paz, salió de un establo que estaba próximo al campo Fusciano, y allí, subiéndose a un lugar elevado y muy propio para dirigir la palabra, haciendo con la mano señal de silencio, dijo lo siguiente:
—Tendréis, hermanos amadísimos, paz con nosotros, si conociereis la paz de la Iglesia y guardareis la unidad de la caridad. Y no penséis que es poco lo que os digo, cuando el mismo Señor nuestro, Jesucristo, próximo a su Pasión, éstas fueron las últimas palabras que dijo: Éste es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo os he amado (lo. XIII, 14).
Por fin, añadió lo que fué como su testamento, firmado con la fe de sus últimas palabras: la recomendación plenísima del presbítero Luciano, a quien, en cuanto del mártir estuvo, le destinó para el episcopado. Y no sin razón. Pues, efectivamente, cuando su espíritu se acercaba ya al cielo y a Cristo, no hubo de serle difícil tener noticia de ello.
Luego, terminado su discurso, bajó al lugar de la ejecución, se vendó los ojos con la parte del pañuelo que Montano le había reservado dos días antes, y fijando en el suelo sus rodillas, como si se pusiera en oración, orando consumó su martirio.
¡Oh enseñanzas gloriosas de los mártires! ¡Oh hechos preclaros de los testigos de Dios, que con razón se han escrito para memoria de los venideros, a fin de que, a la manera como de las Escrituras antiguas tomamos ejemplos cuando nos enteramos de ellas, así de las nuevas podamos aprender algo!

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