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jueves, 27 de septiembre de 2012

Dios en la Naturaleza

    El joven cristiano que vive de la fe no pierde nunca el pensamiento de Dios, y lo adora siempre, quemando en su honor, en el santuario de su alma, un invisible incienso.
     Joven, ve por todas partes, en la creación, su dulce o formidable imagen, porque el Creador ha dejado en todas las cosas su delicada o poderosa huella.
     Por El la brillante flor de nuestros jardines y la humilde flor de nuestros campos o de los bosques, o aun el ala irisada de la mariposa —también flor— recuerdan su Providencia, atenta a encantar nuestros ojos.
     Por El las vastas llanuras cubiertas de cosechas y los árboles cargados de frutos y las viñas doradas en las laderas de las colinas, cantan en su lenguaje su Inagotable munificencia.
     Por El el mar, alternativamente seductor o bravio, el mar bullicioso y elocuente, expresa su inconmensurable y terrible infinito.
     Por El las enormes montañas, con sus cimas blancas de nieve, con sus laderas negras de arboledas, proclaman su incomparable grandeza; el sol no es más que un reflejo de su luz eterna; las estrellas cantan su gloria, y el cielo entero, el azul sin fondo y sin límites, no son más que una página inmensa en que su dedo escribió su nombre con letras resplandecientes.
     Por El, en fin, todo lo que vive en las aguas, en la tierra o en los aires, nos habla de su infatigable actividad y de su divina Providencia.
     Asi, el joven cristiano marcha constantemente, por decirlo así, a la sombra de Dios, encontrándole bajo todas sus formas, presintiéndolo a través de todos los velos, saludándolo tras el resplandeciente caos de las cosas.
     Lo ve en el orden sublime de todo, en la unidad, en la variedad, en la belleza de los seres; por todas partes reconoce la huella del gran Obrero en sus obras, como se reconoce el águila por su envergadura y el paso del león en el desierto por la impresión de sus pies.
     De lo perecedero se eleva a lo inmutable y eterno, y adora a ese Dios vivo que en todo se revela, y toma la palabra por esa naturaleza muda y sin inteligencia y glorifica a su Autor, y entona en su honor el cántico entusiasta de los tres Niños hebreos o de San Francisco de Asís:
     — ¡Estrellas de los cielos, bendecid al Señor! Lluvia y rocío, vientos y tempestades, calor del verano, frío del invierno, montañas y colinas, hierbas, gérmenes, fuentes y manantiales, peces de las aguas, aves de los aires, obras de Dios, ¡bendecid al Señor!
     —Loado seas, mi Señor, por todas tus criaturas, especialmente por el hermano sol que hace el día y por él nos alumbras, y él bello y radiante en gran esplendor; de ti, oh Altísimo, lleva significación.
     —Loado seas, mi Señor por la hermana luna y las estrellas; en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.
     —Loado seas, mi Señor, por el hermano viento, y por el aire y nublado y sereno y todo tiempo, por los cuales a tus criaturas das sustento.
     —Loado seas, mi Señor por la hermana agua la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.
     —Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego por el cual alumbras la noche, y es hermoso y alegre por su vivo centelleo.
     —Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana madre tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos, matizadas flores y hierba.
     —Load y bendecid a mi Señor, y dadle gracias, y servirle siempre con gran humildad.

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