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jueves, 27 de septiembre de 2012

EL SER MAS INFELIZ

Una estudiante entabló un día con su maestra la siguiente conversación.
— Señorita, explíqueme o descífreme un misterio: ¿por qué en este mundo el hombre es el ser más infeliz?
—¿Qué quieres decir con esto, niña?
—Una verdad incontestable.
—    Diga si no: 

Si lanzo una piedra al aire, ésta vibra un instante, después, vencida la fuerza de resistencia, cae por tierra y parece que diga en su quietud: yo estoy tranquila.
La planta enraizando en la tierra, absorbe los jugos alimenticios de las entrañas de la misma, abre por decirlo así, las pequeñas boquitas de las hojas, respira la atmósfera y contenta de su follaje verde, canta al universo: yo soy feliz.
Los animales rehuyen instintivamente el dolor y también instintivamente buscan la satisfacción de sus necesidades que con facilidad la encuentran; comen, duermen y viven sin preocupación alguna, como queriéndonos decir a nosotros, sus amos: nosotros no conocemos las penas.
Nosotros somos los únicos seres que, entre esperanzas inciertas, buscamos la paz y la alegría sin alcanzarla por completo. ¿No es verdad todo esto?
En parte sí, contestó la maestra, en efecto muchos hombres son realmente infelices.
—¿Y por qué?
—Los motivos son muchos, pero pueden reducirse a uno principal: porque no todos los hombres rezan.
— Pero, ¿qué tiene que ver aquí la oración?
— Muchísimo y te lo demostraré:
La felicidad consiste en tender hacia el propio fin en el modo establecido por Dios.
"La piedra, la planta, el animal son felices porque obedecen, aunque inconscientemente, a las leyes de Dios que los gobierna.
"El hombre, en cambio, debe obedecer a estas leyes libre y voluntariamente, pero muchas veces no lo hace porque abusa de su libertad o porque cede a las lisonjas del enemigo. Entonces es infeliz. 
Un apólogo del Card. Maffi te hará el pensamiento más claro.
El refiere:
"Una hoja nació, creció, se extendió en la rama de un árbol que amorosamente la nutría y placenteramente la oía retozar alegre juntamente con sus compañeras cada vez que el sol, o la brisa las acariciaba".
Un día la molestó el céfiro, que en voz baja entre tierna y burlesca, le susurró: ¿Aún no estás cansada de pender prisionera en este viejo tronco? ¿Tú, tan hermosa, tan fragante tan tierna, tan lozana? Apártate de esta corteza grotesca y ennegrecida, llena de polvo. Záfate de ella y vente conmigo. Arráncate pronto y líbrate de las cadenas de la esclavitud, y yo te llevaré a los mejores jardines llenos de flores, a las riberas de los mejores ríos, a las más altas montañas cubiertas de blancura... Verás la felicidad que te espera la fiesta que te harán, los parabienes que a porfía todos te harán...
La hoja tembló y se encogió como negándose a seguir el consejo.
Y el céfiro se ausentó... Pero regresó por la tarde, al día siguiente le volvió a insistir. Para su desgracia, la pobre hoja seducida, escuchó la tentación y se cirnió suavemente en brazos (las ondulaciones) del céfiro.
Fue un instante.
Un tirón al pecíolo que se cortó y derramó una lágrima muy amarga. La hoja, a limbo extendido, libre y ebria de alegría revoloteaba como mariposa inquieta a merced del céfiro: éste, saturado, pronto se cansó y al acercarse la noche se aquietó.
La pobre hoja, sola, y sin ningún sostén, comenzó a precipitarse al abismo, hasta que fría, seca y casi sin vida se encontró entre la tierra.
Por la mañana, sintiendo que el céfiro comenzaba a soplar, pidió auxilio: Céfiro, llévame al país de las flores, a las riberas de los ríos, a los montes...
El céfiro pasó sin escucharla.
Por la noche y a la primera aurora la hoja repitió más lánguidamente su petición angustiosa.
Céfiro, llévame contigo.
Pero todo en vano.
El céfiro pasó insensiblemente, sordo a las súplicas, a los sollozos y a los estertores de la moribunda hoja que a los pocos minutos seca, arrugada y despreciada, cayó en el lodo y desapareció en la putrefacción.
Suerte semejante a la de la hoja —prosiguió la maestra—, tocó un día a nuestros primeros padres en el paraíso terrenal. Cedieron a las lisonjas de la serpiente tentadora, perdieron la felicidad para ellos mismos y para todos nosotros, sus descendientes, y atrajeron sobre todos muchísimos males: la pérdida de la gracia sobrenatural, la ignorancia, las enfermedades, la condena al trabajo y a la muerte, la inclinación al mal.
Pero, por fortuna para nosotros, pobres hijos de Adán, hay una tabla de salvación: la oración. Si sabemos rezar, en virtud de su promesa infalible, Dios, por los méritos del divino Redentor, vendrá en nuestro socorro; nos ayudará a aceptar pacientemente los dolores de la vida, nos los hará agradables y meritorios para el cielo.

Jovencita, la respuesta de la maestra te habrá convencido, ciertamente, de la necesidad de la oración.
Pero —podrás preguntar— ¿cuándo hay que rezar?
— El Evangelio dice: ''siempre" (Lc. XVIII,1)
¿Habrá que estar siempre absortos en Dios, como el monje de la leyenda, que estuvo cien años absorto ante el canto del pajarillo de la gloria?
No propiamente así, sino de manera semejante.
Se puede rezar siempre, aun atendiendo a los propios deberes, también el trabajo hecho en gracia de Dios y por su amor, es oración. Pero es deber también de todos, hacer oración propiamente dicha, hacerla a menudo y especialmente cuando se siente necesidad de Dios.
Observa a la alondra: este pájaro vive en los campos, pasa gran parte del día en los surcos de la tierra, de donde saca su alimento. Pero de tanto en tanto se levanta hacia el cielo y entona su canto lleno de alegría, ya vigorizada nuevamente.
Así debemos hacer nosotros: cada tanto hacer a un lado nuestras ocupaciones ordinarias para elevarnos a Dios con la oración y renovar nuestro espíritu.
Esta es una necesidad natural. En efecto, cuántas veces la inteligencia reclama algunos instantes de reflexión; la voluntad tiene necesidad de ser reanimada, alentada, reforzada; el corazón siente la necesidad de reposar en Dios.
Se trata entonces de argumentos exclusivamente interiores y personales que deben ser tratados directamente con Dios, libres de todas las preocupaciones y de todo control profano.
Cuando sientas esta necesidad, considérala como invitación de Dios a hablar con El. Entonces recógete en ti misma, habla libremente con tu Señor. Una vez hecho esto volverás a tus ocupaciones con mejores disposiciones y nuevas energías.
En estos casos, cualquier lugar es bueno para la oración, porque Dios está presente en todas partes y, si lo amas sinceramente, está también en tu alma.
Pero tú sabes que hay un lugar reservado para la oración: la Iglesia o el templo. Allí Jesús está presente sacramentalmente, dispuesto a recibirte no sólo el domingo, durante la misa obligatoria, sino todos los días, todos los momentos.
Por eso cuando las ocupaciones te lo permitan, reserva al menos los momentos más preciosos del día, los de la mañana, para una comunicación con Jesús eucarístico.
Si te es posible asiste devotamente a la renovación del Sacrificio de la cruz, acércate a la Sagrada Comunión con el alma pura, reza por ti, por tus seres queridos, por los que sufren, por los gobernantes, por los misioneros, por Iglesia, por las almas del Purgatorio y por todos los hombres. Dedica unos minutos a la meditación de las verdades más útiles para tu alma.
Volverás a tu casa renovada y mejorada.
Te pasará a ti lo que a la cera expuesta a los rayos del sol que poco a poco se hace nás blanca y más limpia. Así tu alma, bajo la acción del Sol. eterno, se embellecerá, se purificará y será más agradable a El.

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