La Iglesia no prohibe la cremación de los cadáveres porque ello sea en sí cosa mala, sino porque va contra la tradición del pueblo escogido, recibida luego por los cristianos, y por que los que la iniciaron eran enemigos de la fe que pretendían destruir la creencia en la inmortalidad y en la resurrección de la carne. Roma ha condenado la cremación en tres decretos: el primero fue expedido el 16 de mayo de 1886, y en él se prohibe a los católicos dar su nombre a sociedades que defienden esa práctica o mandar que sus cadáveres sean entregados a las llamas; el segundo (15 de diciembre de 1886) niega la sepultura eclesiástica a los católicos que tal hagan; el tercero, expedido el 27 de julio de 1892, manda a los sacerdotes que no les den los últimos sacramentos. Estos decretos del Santo Oficio condenan la cremación, no por ser cosa contraria a la ley natural o divina, sino por ser "una práctica pagana detestable, introducida por los hombres de fe dudosa" que pretenden con ella mermar la reverencia que los católicos tienen a los muertos. Los judíos acostumbraban dar sepultura a los muertos ya en la tierra, ya en los sepulcros de piedra (Gen. XV, 15; XXIII, 19). Miraban con horror la cremación (Amós II, 1), que era prescrita como castigo contra ciertos casos de escándalo e inmoralidad (Gen. XXVIII, 24) y contra los que en tiempo de guerra guardaban los despojos de las ciudades devastadas (Josúe VII, 15). La Iglesia adoptó la costumbre judía, y desde los primeros siglos condenó lo que Tertuliano llama "costumbre cruel y atroz de la cremación". Los padres basaban esta manera de sepultura en la doctrina de la resurrección de la carne y en el respeto que se debe al cuerpo, por ser templo del Espíritu Santo, en frase de San Pablo.
En los tiempos modernos, el primer atentado para restaurar la cremación lo dieron los neopaganos del Directorio francés del año quinto de aquella República. El proyecto no tuvo una acogida favorable, aunque era uno de los postulados del programa revolucionario contra la doctrina, ley y costumbre inmemorial de la Iglesia. Abogaba por la cremación "para destruir la superstición de la inmortalidad del alma y de la resurrección de la carne". Los que esto pedían ya habían manchado sus manos con sangre de sacerdotes, habían abolido la Misa y la festividad del domingo y habían inventado el culto peregrino a la diosa razón. Pero el mundo tuvo que esperar cerca de setenta y cinco años hasta que la incredulidad echase más raíces en Europa y se diese un segundo atentado, esta vez con más éxito. En 1872 se comenzaron a quemar los cadáveres en Padua, y en seguida los anticatólicos dieron comienzo a una serie de sociedades de amigos de la cremación, defendiéndola en libros y folletos sin cuento. El masón Ghisleri decía en su Almanaque: "Los católicos hacen muy bien en oponerse a la cremación; esta purificación de los muertos por el fuego tiende a sacudir en sus cimientos la ascendencia católica, que se basa en el terror con que ha rodeado la muerte". Otro masón, Gorini, decía así en su libro Purificación de los muertos: "Nuestra tarea no está terminada al reducir el cadáver a cenizas, nos proponemos también quemar y destruir la superstición". Luego propone vender las cenizas a los labradores, y añade: "El resultado sería que este material común volvería a reencarnarse parcialmente en los cuerpos en los que vivimos en Milán. Esta es la única resurrección de la carne que reconoce la ciencia". Frases como estas, que abundaban demasiado en la prensa italiana, hicieron que la Iglesia tomase cartas en el asunto y condenase en términos inequívocos la cremación.
Si se introdujera la cremación, perderían su significados las cruces y oraciones tan hermosas que la Iglesia reza por los difuntos.
En los tiempos modernos, el primer atentado para restaurar la cremación lo dieron los neopaganos del Directorio francés del año quinto de aquella República. El proyecto no tuvo una acogida favorable, aunque era uno de los postulados del programa revolucionario contra la doctrina, ley y costumbre inmemorial de la Iglesia. Abogaba por la cremación "para destruir la superstición de la inmortalidad del alma y de la resurrección de la carne". Los que esto pedían ya habían manchado sus manos con sangre de sacerdotes, habían abolido la Misa y la festividad del domingo y habían inventado el culto peregrino a la diosa razón. Pero el mundo tuvo que esperar cerca de setenta y cinco años hasta que la incredulidad echase más raíces en Europa y se diese un segundo atentado, esta vez con más éxito. En 1872 se comenzaron a quemar los cadáveres en Padua, y en seguida los anticatólicos dieron comienzo a una serie de sociedades de amigos de la cremación, defendiéndola en libros y folletos sin cuento. El masón Ghisleri decía en su Almanaque: "Los católicos hacen muy bien en oponerse a la cremación; esta purificación de los muertos por el fuego tiende a sacudir en sus cimientos la ascendencia católica, que se basa en el terror con que ha rodeado la muerte". Otro masón, Gorini, decía así en su libro Purificación de los muertos: "Nuestra tarea no está terminada al reducir el cadáver a cenizas, nos proponemos también quemar y destruir la superstición". Luego propone vender las cenizas a los labradores, y añade: "El resultado sería que este material común volvería a reencarnarse parcialmente en los cuerpos en los que vivimos en Milán. Esta es la única resurrección de la carne que reconoce la ciencia". Frases como estas, que abundaban demasiado en la prensa italiana, hicieron que la Iglesia tomase cartas en el asunto y condenase en términos inequívocos la cremación.
Si se introdujera la cremación, perderían su significados las cruces y oraciones tan hermosas que la Iglesia reza por los difuntos.
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