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jueves, 25 de octubre de 2012

LA OSCURIDAD DE LOS MISTERIOS CRISTIANOS, INSOPORTABLE PARA LA CRITICA MENTALIDAD MODERNA

CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE 
 (1)

El refinado sentido crítico moderno exige perfecta racionalidad, claridad, posibilidad de analizar y de profundizar. La mente moderna quiere ver. La frase atribuida a Tertuliano: «Creo, porque es absurdo» podía agradar en su tiempo, pero constituye hoy un ultraje, a la racionalidad humana. 
 Ahora bien, ¿qué son los misterios cristianos enseñados por el catolicismo sino absurdos o, por lo menos, insuperablemente oscuros? ¿Cómo adherirse a una fe que obliga a creer en un Dios a la vez «uno» y «trino», en un Redentor a la vez «hombre» y «Dios», en un «pan eucarístico», que es Jesús, etc.? (C. G.—Roma.) 

La objeción puntualiza con mucha exactitud el problema crítico del misterio cristiano, como, entiéndase bien, lo enseña la Iglesia católica; porque, en cuanto a los protestantes, ellos han convertido, más o menos, los misterios—como, por ejemplo, el eucarístico—en un fácil simbolismo y los protestantes liberales han oscurecido incluso la divinidad de Jesús.
No puedo dejar de aplaudir la reivindicada exigencia de claridad de la crítica moderna contra las posturas desconsoladas y decadentes de cierto hermetismo de nuestros días o la incapacidad de analizar y distinguir de cierto confuso existencíalismo; aplaudir no sólo en nombre de la razón, sino aun en nombre de la fe, porque la crítica así entendida, en lugar de oponerse, es la más eficaz aliada de los misterios cristianos. Realmente, no es difícil demostrar que una mente verdaderamente clara y penetrante, capaz de distinguir y de inflexible rigor lógico, no puede dejar de gozar con la oscuridad del misterio y no sacar de él una sugestiva confirmación de la verdad del catolicismo: donde, sólo, los misterios se hallan plenamente.

Pensad en un exaltado, en un soñador, que se las da de profeta y lanza una nueva doctrina religiosa. La suerte le acompaña, los factores políticos le son favorables y el movimiento se consolida. Se ha fundado una nueva religión, miserable efecto de superstición, de ignorancia y de bajos intereses. Siendo parto de la pura fantasía humana, no podrá contener sino una doctrina en proporción con la finita mente humana y, por romántica y original que sea, comprensible por completo. Podrá haber en ella, es cierto, fábulas maravillosas, pero nada intrínsecamente incomprensible, nada que tenga la oscuridad del misterio.
Tenemos, por ejemplo, en la actual Jerusalén, la gran esplanada del antiguo templo de Salomón —destruido por Nabucodonosor, reconstruido después del destierro a Babilonia y luego nuevamente por Herodes el Grande y definitivamente destruido por los romanos el año 70—, que llega a ser después, por obra de la Media Luna, el «Augusto Santuario» al-Harem-al-Sharif— mahometano. Sobre la antigua piedra de los holocaustos se alza ahora la bellísima «Cúpula de la Roca», llamada impropiamente mezquita de Omar, construida para honrar aquella piedra donde la tradición musulmana pretende que Mahoma subió el cielo sobre un caballo alado. A distancia se perfilan graciosas arcadas, en el borde superior de las cuales Dios apoyará la balanza del bien y del mal en el juicio final, llamadas por eso «juicio». Al Este hay otro edificio con cúpula más pequeño, que recuerda el lugar donde llegaba la extremidad de una prodigiosa cadena colgada del cielo, que servía para distinguir a los veraces de los mentirosos, porque solo los primeros llegaban a asirla, mientras a los segundos inexorablemente se les escapaba de la mano. Evidentes fábulas todas ellas, pero sumamente comprensibles, y, por tanto, sin ser misterios.
Pero suponed ahora que en lugar de una cabeza febril y de una. rica fantasía, se trata verdaderamente de un enviado de Dios, de Jesús, que vino a revelar los íntimos secretos de Dios omnipotente e infinito, bien conocidos por Él por ser Él Dios mismo. Siendo infinita la divina Esencia y todo su modo de ser, será imposible que la comprenda intrínsecamente la mente humana finita, porque lo finito es desproporcionado con lo infinito y no puede, por tanto, intrínsecamente «penetrarlo» y «comprenderlo». Y esa es la inevitable oscuridad del misterio, esto es, la imposibilidad de llegar, con la sonda finita de la mente humana, al fondo de la profundidad infinita de la realidad divina.
El toparse, por tanto, con el misterio insuperable no sólo no constituye una desilusión en la investigación religiosa y una dificultad para abrazar la fe, sino que constituye asimismo una consoladora y fundamental confirmación de que se ha llegado a la verdad de Dios. La desilusión se debería demostrar en el caso contrario, esto es, si esas profundidades misteriosas no se encontrasen; como un explorador de las grandes profundidades marinas se desilusionaría al llegar rápidamente al fondo.
Es más, observando que, fuera del catolicismo, el verdadero misterio se esfuma más o menos; de ello siguese una consecuencia dilemática impresionante: o ninguna religión revelada es verdadera, o no puede serlo más que la religión católica.
El caso de los ortodoxos de Oriente es especial, y no debilita el dilema. A diferencia de los protestantes, tienen realmente un origen puramente cismático, esto es, de rebelión predominantemente disciplinar, que no les ha impedido conservar el tesoro de los principales misterios cristianos, tesoro, sin embargo, que al separarse históricamente empobreció su propia vitalidad expansiva.
¿Queréis objetar que la adhesión a lo que no se puede penetrar a fondo constituye siempre también una innegable y escocedora mortificación para la inteligencia humana, que desea claridad?
En cierto aspecto, así es. Y eso es lo que crea el mérito mayor del acto de fe y le confiere su inconfundible fisionomía. El tormento de buscar y descubrir a Dios no puede tener en la tierra su completa satisfacción. La tendrá en el cielo como premio sobrenatural, en la penetrante y beatificadora, aunque, sin embargo, humanamente limitada, visión del Paraíso. Pero en otros aspectos es una adhesión que, aun durante la vida terrenal, más que mortificar, exalta y anima la racionalidad humana. 
Racionalísima es, ante todo, la adhesión misma por los motivos lógicos que la justifican; constituidos por la demostrada divinidad y por la consiguiente infalibilidad del revelante Jesús.  
Confortadora es además la oscuridad del misterio por la susodicha confirmación de que nos hallamos verdaderamente ante las infinitas profundidades de Dios.  
Sublimador y ennoblecedor es  el fin el misterio mismo, por la divina realidad que aun veladamente revela, y que, siendo naturalmente inaccesible a la mente humana, es como un don de la misma sabiduría divina infinita. Como un gran maestro puede dar a los alumnos sin preparación la noticia privilegiada de un gran descubrimiento, sin podérselo explicar, eso ha hecho Dios al revelar a los hombres sus insondables secretos.
Nadie querrá, por otra parte, confundir la oscuridad con la contradicción y el absurdo. Este, para el que conserva su significado filosófico clásico —mucho más claro que el significado del lenguaje corriente o de las confusas expresiones existencialistas— se opone a las leyes lógicas, y es, por tanto, absolutamente imposible, como es imposible la existencia de un triángulo con cuatro lados.
La frase atribuida a Tertuliano es, probablemente, una deformación de ésta, que, en efecto, escribió a propósito, respectivamente, de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios: «No avergüenza, porque es vergonzoso...; es plenamente creíble, porque es inadecuado...; es cierto, porque es imposible» (El texto original es éste: «Natus est Dei Filius: non pudet quia pudendendum est; et mortuus est Dei Filius: prorsus credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit : certum est quia impossibile) (De carne Christi, cap. 5). 
El concepto, más o menos, es el mismo. Son expresiones hiperbólicas y paradójicas, acordes con el estilo del autor. Se llama «imposible» lo «inverosímil», como verdaderamente es inverosímil, o sea impensable, el Infinito y su omnipotencia a la mente humana finita, cuando no está iluminada por la revelación.
En rigor, con la razón humana no se puede pretender el ver directamente si hay o no hay absurdo en los misterios, porque para hacer esto sería preciso penetrar en lo íntimo de ellos, lo cual lo impide su trascendencia y oscuridad. Pero las admirables elaboraciones de la teología católica llegan magníficamente a demostrar que en las formulaciones dogmáticas, como se presentan a la mente humana, el absurdo no existe. Que de hecho, además, tras el velo de lo que podamos comprender no existe en absoluto el absurdo, queda racionalmente asegurado por la infalibilidad del divino Revelador; y un día, en la visión beatifica, al penetrar sobrenaturalmente —mediante la llamada «luz de gloria»—, la esencia íntima de Dios (No se entienda por el que no sea teólogo esta frase exacta del autor en el sentido de que el que se salva comprende la esencia divina La ve cara a cara, lo cual es de fe por la Constitución Benedictus Deus de Benedicto XII y el decreto de Unión del Concilio Florentino; pero también es de fe que no la comprende según declaración del IV Concillo de Letrán, capitulo Firmiter, y del Concilio Vaticano, Constitución Dei Filius, capítulo 1. Siendo simplicísima la sustancia divina, no puedo verse algo de ella y algo no verse, esto es, en parte sí y en parte no porque no tiene partes, sino que, como dice Santo Tomás (4 Sent., Dist. 49, q. 2, a. 3, ad. 3), «los santos verán en la patria toda la esencia divina, pero no totalmente», que es lo que sería comprenderla. (Nota del traductor.)), cada cual lo verá por sí. Es como quien considera el funcionamiento de un complicado mecanismo que se le ha garantizado, pero que está encerrado en un estuche inviolable; cuando al fin pueda abrir el estuche, podrá ver su perfección por si. 

BIBLIOGRAFIA **
A. Vacant: Études théologiques sur les constitutions du Concile du Vatican, París, 1895, II, arts. 120-7; 
F. Prat: Théologie de St. Paul, París, 1927, II, núm. L; 
M. Cordovani: Il rivelatore, Roma, 1927, págs. 131 y sigs.;
J. Lebreton: Histoire du dogme de la Trinité, París, 1928, I, páginas 441-2; 
A. Michel: Mystére, DThC., X, págs. 2.585-99; 
P. Fabbi: Il cristianesimo, rivelazione divina, Asís, 1946, págs. 102-106; 
J. M. Scheeben: Los misterios del cristianismo. Versión española por don Antonio Sancho, 3.a edición, Editorial Herder, Barcelona, 1960; 
R. Garrigou-Lagrange: De revelatione per Ecclesiam catholicam proposita, Roma, 1945.

** Las grandes Enciclopedias que más fácilmente se encuentran, y por tanto más citadas, se indicarán con las siguientes abreviaturas: 
Dictionnaire de Théologie Catholique, París, 1909-50: DThC.;  
Dictionnaire Apologetique de la Foi Catholique, París, 1925-28: DAFC.; 
Enciclopedia Cattolica, Ciudad del Vaticano, 1949-54: EC.

Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias, más allá de estar de acuerdo o no con el texto, me ha resultado muy interesante.