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lunes, 15 de octubre de 2012

Razones del Consentimiento de la Santisima Virgen

Más sobre el consentimiento de la Santísima Virgen en la unión de la naturaleza humana con el Hijo de Dios.—Razones por las cuales fué necesario este consentimiento; y cómo este consentimiento concurrió más ampliamente a hacer de Cristo, principio de nuestra vida espiritual, el "don" de María.

I. ¿Cuáles pueden ser las razones de esta divina economía? Grandes teólogos, como Suárez, se complacen en considerar en la embajada enviada por Dios para solicitar el consentimiento de la Virgen como una imagen y ejemplar de lo que pasa en nosotros, cuando Dios nos llama por su gracia a ser hijos suyos; digámoslo mejor: a concebir espiritualmente a Cristo en nuestras almas. "De igual modo que Dios, cuando se trata de personas llegadas al uso de la razón, no recibe ninguna en su amistad sin que ella misma consienta, así también, debiendo la Virgen Santísima, por este misterio, entrar en una unión soberanamente íntima con Dios, pertenecía a la suave disposición de la Providencia el requerir ante todo su libre consentimiento" (Suárez, de Myster. Cristi. Comment. in 3, p., q, 30, a. 1. "Quarta ratio").
Aquí, pues, como en toda la economía del orden sobrenatural, Dios ha querido tratar con honor y deferencia la obra de sus manos. Nada por fuerza, ni con violencia; todo por la dulzura y la persuasión: "Porque dispone de nosotros con gran reverencia" (
Sap., XII, 18).
Este proceder general que preside a las operaciones de la gracia debía brillar con el más radiante esplendor en la obra de gracia por excelencia, la concepción del autor mismo y del principio mismo de la gracia; y, por consiguiente, la Encarnación que hace del hombre el Unigénito del Padre, así como la justificación de donde procede el hijo adoptivo de Dios, pedía el concurso de dos voluntades: la de Dios y la humana.
De este paralelo entre la justificación del pecador y la encarnación del Verbo se sigue una conclusión muy digna de ser meditada. Es que el misterio de la Anunciación, comenzado en Nazareth, se continúa a toda hora y en todo lugar sobre la tierra, y se continuará hasta la consumación de los siglos, es decir, hasta que el cuerpo de Cristo haya alcanzado su plenitud final. En efecto; ¿no es Cristo concebido todas las veces que la gracia
entra en un corazón, transformando un hijo de ira, en hijo y amigo de Dios, siendo así que no es otra cosa el ser justificado que convertirse en miembro de Cristo y en Cristo mismo? Ahora bien; tratándose de adultos, ¿puede hacerse esta justificación sin vocación; es decir sin que Dios por el ministerio de sus ángeles invisibles y visibles, por los acontecimientos que dispone, por sus luces interiores, por sus inspiraciones secretas, ilumine y solicite su libre albedrío, para obtener el fíat que abrirá sus corazones a la formación de Cristo en ellos? Lo que acabamos de considerar sobre un misterio, podría fácilmente mostrarse en los otros; y no es una de las menores bellezas del Cristianismo esta armonía constante entre la Cabeza y los miembros entre Cristo y los cristianos.
Esta razón, sin duuda, es sólida y bella. Véase otra aún más grave y más fundamental. Supone como fundamento la verdad de que la asunción de nuestra carne por el Verbo es una especie de matrimonio contraído entre el Verbo y la naturaleza humana, matrimonio espiritual y misterioso del cual fué profética figura la primera pareja. Es lo que predicó más de una vez San Agustín: "El lecho nupcial del Esposo es el seno de la Virgen, puesto que en él se unieron el Esposo y la Esposa: el Esposo, es decir, el Verbo; la Esposa, es decir, la carne, porque escrito está: "Y serán dos en una carne..." A esta carne vendrá a añadirse la Iglesia, y será Cristo entero la cabeza y los miembros".
Punto es éste que ya hemos tocado en la primera parte (
Lib. II, c. 3, t. 1, p. 185). Pero, como ha llegado el momento de tratarlo con más amplitud, no vacilamos en apoyarlo con nuevas autoridades. He aquí, primero, cómo el santo Pontífice Gregorio Magno ha desarrollado el mismo pensamiento en la interpretación que hizo de la parábola evangélica en que el Rey celebra las bodas de su Hijo: "es que Dios Padre celebró las bodas de Dios, su Unigénito, cuando lo unió a la naturaleza humana en las entrañas virginales de María; cuando quiso que, siendo Dios antes de todos los siglos, se hiciese hombre al fin de los siglos... Y, con más claridad y seguridad, se puede decir que el Rey celebró las bodas de su Hijo porque le dió por Esposa a la Iglesia, en el misterio de la Encarnación. Ahora bien, lo repito: el seno de María sirvió de lecho nupcial a este real Esposo. Por eso cantaba el Salmista (Psalm. XVIII, 6), que ha puesto su morada en el Sol, de donde, semejante al Esposo que sale de su tálamo, se lanzó como gigante para recorrer su camino" (San Greg. M„ Hom, 38 in Evang., n. 3. P. L., LXXVI, 1283).
En uno de los sermones sobre la Asunción de la Madre de Dios, atribuidos a San Ildefonso (
Algunos críticos han negado que sea el santo Doctor), se lee de María: "Esta es aquella alma dichosa por quien el Autor de la vida ha hecho su entrada en el mundo, por quien la maldición lanzada contra nuestros primeros padres ha sido levantada, por quien la bendición celestial ha venido al universo entero. Esta es aquella Virgen en cuyo seno toda la Iglesia ha sido desposada con el Verbo, y unida a Dios con una alienza eterna" (S. Hildefons.. in append. Serm. 2 de Assumpt. B. M. V., P. L. XCVI, 252).
Hallamos la misma doctrina en un piadosísimo y consolador panegírico de la Virgen Madre que, según ciertos manuscritos, sería obra de San Bernardo (
Ricardo de S. Lorenzo y el P. Théoph. Raymaud dicen que es obra de Ecberto. abad Ha Schonau, cuyos sermones contra los Cataros se contienen en la Biblioteca de los Padres (t. XII. ed. Colon)):
"Tu seno, ¡oh, Señora nuestra!, es honrado por el mundo entero como el sacratísimo templo del Dios viviente, porque en él comenzó la salud del género humano; en él, el Hijo de Dios se revistió de su hermosura; en él, adornado de blancas vestiduras y saltando de gozo, encontróse con su Esposa elegida, la Santa Iglesia, y dándole el beso de paz, tan largo tiempo esperado, formó, virgen, con ella virgen, los primeros lazos de la nupcial alianza, predestinada antes de los siglos. Entonces fue derribado aquel muro de enemistades que la desobediencia de nuestros primeros padres había levantado entre el cielo y la tierra... (
Ad B. V. Sermo panegyr., n. 3. P. L. CLXXX1V, 1011).
"Hoy. es decir, en la Anunciación, se ha cumplido la primera ofrenda por nuestra salud en seno de Nuestra Señora. Y esta ofrenda ha sido agradable a la Santísima Trinidad por la redención del mundo... En este día también fueron divinamente celebradas las bodas del Verbo con nuestra humanidad" (Gerson., serm. de Annunc. B. M. V. 2:1 consider. Opp. V, III. 1366).
 Es el mismo pensamiento que leemos en una devota oración a María del sabio Idiota, comentando estas palabras de Gabriel: El Señor es contigo: "íSí! —
le dice—, ¡oh Virgen Maria el Señor estuvo contigo en su concepción; porque entonces fué celebrado el matrimonio de la naturaleza divina y la naturaleza humana, y esto en vuestro mismo seno. El matrimonio en efecto, consiste en dos casos: el mutuo consentimiento y la unión natural. Hubo consentimiento cuando respondiste: "Hágase en mí según tu palabra" (Luc., I, 38): hubo unión natural cuando el Verbo se hizo carne" (Joan., I, 14). (Raymund. Jordán., Contemplat, de Virg., P. VII. Cont. 4. n. 2.)

Pero para que se realice esta nueva alianza del Verbo con la naturaleza humana hace falta primero el consentimiento de María. Esto es lo que predicaba San Ildefonso en uno de los sermones sobre la Asunción de la Virgen, posterior al que hemos citado más arriba: "No temas ser Madre, ¡oh, Virgen!, dice el Angel a María. Cree solamente, y concebirás; ama, y parirás... Y María, preñada ya de la simiente de la fe; María, concibiendo a Cristo en su espíritu antes de concebirlo en su cuerpo, respondió al Angel: He aquí la esclava del Señor... Y sin tardanza alguna, apenas expresa su asentimiento, el Esposo entra en su carne inmaculada; y Aquel a quien el mundo entero no puede contener penetra en el seno virginal, libremente abierto, a su llegada, por la fe" (S. Hildefons., Appends. Serm. 7 de Assumpt. B. M. V. P. L., XCVI, 269).
"Así —dice también Dionisio Cartujano—, en cuanto la Virgen dió el deseado consentimiento, se celebraron en su seno las bodas de la unión hipostática, quiero decir la unión de la naturaleza humana con el Verbo: porque, según el pensamiento del Bienaventurado Gregorio, el Padre hizo los desposorios de su Hijo cuando le asoció la naturaleza humana en el seno virginal de su Madre. Entonces fueron también celebradas las bodas del Esposo celestial con su Esposa especial la Madre Virgen de Cristo, convertida singularmente en Esposa suya por la concepción del Hijo de Dios"
.
Habráse podido notar en los textos precedentes que los Santos Padres hablan de una doble unión nupcial. Hay la unión del Verbo con la naturaleza humana; hay la unión de Cristo con su Iglesia. De estas dos uniones, la segunda, sobre todo, es la que se encuentra con más frecuencia en los escritos de nuestros Doctores, y de ella es también de la que habla especialmente San Pablo en el pasaje, tan conocido, de su Epístola a los de Efeso, sobre el matrimonio de la Ley Nueva: "Por esto también dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán dos en una sola carne. Este sacramento es grande, digo, en Cristo y en la Iglesia" (
Ephes., V, 31, sq. Se leerá con fruto sobre el matrimonio sagrado de Cristo con la Iglesia al P. Theoph. Raynaud, de Attributis Christi Dom.. S. 5, Chrístus sponsus, n. 817-839. Opp. t. II, p. 412, sqq.14).Pero esta segunda unión no es incompatible con la primera; y la prueba es que los Padres hablan de la una y de la otra en una misma serie de razonamientos. Aún más: una es complemento de la otra; si el Verbo de Dios unió consigo la naturaleza humana en la unidad de un mismo Cristo, es para que Cristo pudiese un día unirse con la Iglesia en la unidad de una misma persona mística y hacerse de ella, para siempre, una esposa nacida y purificada en su sangre divina.
Más adelante veremos cómo la Virgen Santísima intervino también en esta unión de Cristo y de la Iglesia. En este momento sólo tenemos que tratar de su oficio en el matrimonio del Verbo con nuestra naturaleza.
No hay necesidad de decir cuál es el lecho nupcial donde se obró el encuentro del Verbo con la carne y la consumación de su desposorio. Nada más frecuentemente repetido que esta expresión, en las obras de los Padres. Apenas hablan de la Encarnación, dan este título a María. Pero esto mismo no es otra cosa que recordar bajo una forma abreviada la unión del Verbo con la Humanidad, consumada en sus entrañas virginales.
Se ba podido también advertir en el texto sacado de Dionisio Cartujano, que por el bocho de la Encarnación, la Virgen Santísima ha sido hecha Esposa especial del Hijo de Dios, el Esposo celestial. Fácil es acumular textos y testimonios de nuestros Doctores afirmando ese privilegio de María.
Ahora bien; según los Santos Padres, esa multitud de nombres, lecho nupcial, madre, esposa, hija, esclava, lejos de ser censurable, o, por lo menos, inútil, es, por el contrario, necesaria para ayudarnos a concebir con nuestras limitadas ideas las perfecciones y las cualidades
diferentes de un mismo sujeto. Es lo que San Juan Crisostomo muestra elocuentemente hablando de Nuestro Señor y de la Iglesia (hom. de capto Eutropio, n. 6. P. G., LII, 402); y es también la razón que nos hace multiplicar los nombres de Dios (S. Thom., I p., q. 13, n. 4 cum parell.), aunque Dios es la unidad soberanamente simple.

Ahora bien; según el sentir del Doctor Angélico, para que haya matrimonio o simples desposorios hace falta, para el valor del contrato, el consentimiento de las dos partes; tal es la ley de la Naturaleza. Y puesto que Dios se ha complacido en respetar tan constantemente, en el orden de la gracia, los intereses legítimos de la Naturaleza, debemos esperar que se dé aquí también lo que ratifica las alianzas comunes, esto es, el acuerdo de las voluntades. No hay dificultad de parte del Verbo: libremente se ha unido a nuestra carne".
S. Thom., 3. p., q. 30, n. 1. "Congruum fuit B. Virgini annuntiari quod esset Christum conceptura... Quarto at ostenderetur esse quoddam epirituale matrimonium inter Filium Dei et humanan naturam et ideo per annunciationem spectabatur consensus Virginis, loco totius humanae naturae." Los otros tres motivos sobre los cuales apoya el santo Doctor la conveniencia de la Anunciación, se refieren muy bien a nuestro asunto. Era el primero la necesidad que había de establecer un orden perfecto en la unión del Hijo de Dios con la virgen: ¿no debía Ella conocer y concebir primeramente por la fe al que iba a llevar en su carne? Era el segundo la ventaja de hacer de la Virgen Santísima el testigo más seguro de un misterio, del cual sería instruida por el mismo Dios. Era el tercero la gloria que le redundaría a esta Señora de una ofrenda generosa y pronta de todo su ser, de aquella funda atestiguada por su respuesta: "He aquí la esclava del Señor.").

Pero, ¿quién hablará por la naturaleza humana?
Cuéntase en el Génesis que el siervo enviado por Abraham al lugar de su nacimiento para buscar esposa a su hijo Isaac obtuvo la mano de Rebeca, hermana de Labán e hija de Batud. Estos, sin embargo, instados por Eliezer para que dejasen marchar cuanto antes a la desposada, procuraban diferir su partida. Por último, ante las reiteradas instancias del siervo de Abraham, se dijeron el uno al otro: "Llamemos a la joven y veamos cuál es su voluntad: Vocemus puellam, et quaeramus ipsius voluntatem" (
Gen., XXIV, 57).
Esto hicieron el día de la Anunciación las tres divinas Personas con Aquella de quien fué Rebeca una de las más graciosas figuras como Isaac lo fué de Cristo. En aquella hora, María representaba nuestra naturaleza, y era justo que la representara, pues no hubiera sido posible hallar en la familia humana un miembro más puro, más noble ni más digno de tratar en su nombre con Dios. Ciertamente la Humanidad sagrada de Jesús merecía ser concitada con preferencia a toda otra criatura; ¿no era en Ella donde debían realizarse esas bodas santas del Hijo de Dios y de nuestra naturaleza? Pero esta Humanidad no existe antes de la unión. La primera vez que abrió los ojos a la luz y el corazón al libre albedrío, ya no se pertenecía: la unión estaba consumada. No nos hemos equivocado: de cierto modo nació de Ella el consentimiento; con Ella se trató el gran negocio de nuestra salud. Pero esto mismo exigía el consentimiento de María, puesto que esta Humanidad del Salvador estaba en María como en su principio y formaba todavía parte de su substancia cuando el matrimonio se iba a efectuar.
Si, pues, hacía falta un consentimiento, era a esa jovencita, a esa Virgen de David, a quien había que pedírselo. Vocemus puellam et quaeramus voluntatem ejus (León XIII se apropió esta doctrina).
Así, pues, apenas pronunció el sí que el Hijo Eterno de Dios aguardaba, sin más tardar, en el momento mismo, vino el Verbo a Ella, y la unión hipostática, prenda, premisa y principio de una unión más universal con cada uno de los miembros de la Humanidad, se cumplió.

II. Bossuet (3° Serm. pour la féte de l'Annonc., 1 p. San Juan Crisóstomo, o mejor dicho, un autor eclesiástico, cuya obra fué publicada entre las del santo Doctor. Hom. in Annunc. B. V. P. L., 794, 795), siguiendo a San Juan Crisóstomo, trae una tercera razón, que se refiere al designio formado por Dios de reparar el mundo por donde cabalmente se había perdido. Por un acto de su voluntad trajo la desgraciada Eva nuestra ruina; era menester, pues, que la Bienaventurada María cooperase del mismo modo, y desde el principio, a la obra de nuestra salud. Por esto el Señor le envía un Angel, encargado de participarle las proposiciones divinas y de requerir su consentimiento para los desposorios de la criatura con el Creador.
En efecto; por su libre elección, la primera mujer ofreció al primer padre de los hombres el fruto de muerte que lo perdió a él y a su descendencia. Si el desquite de Dios había de ser completo y perfecto, era menester que el fruto que devolviera la vida al mundo fuese también don voluntario de la nueva Eva. Hubiera podido ser, sin duda, aun cuando María no se hubiese prestado valuntaria y conscientemente a ser Madre del Salvador: bastaba, absolutamente hablando, que lo ofreciese más tarde a la hora del sacrificio. Pero entonces hubiera faltado algo a la relación entre la nueva y la antigua Eva. Porque mientras esta última tuvo su parte al principio mismo de la rebelión del Adán terrenal, y hasta se anticipó a esta rebelión y la preparó con su propia desobediencia, María no hubiera entrado en el acto de la reparación como ayuda consciente y compañera del hombre, sino tardíamente, cuando el misterio estaba ya en vías de ejecutarse. Jesucristo, desde el primer instante de su existencia, fué una víctima señalada para la inmolación. Su concepción fué la del Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Como fué en aquel momento mismo Dios en carne, así fué también el Reparador en el ejercicio actual de su ministerio de salud. Así, pues, la nueva Eva debía estar a su lado, participando desde entonces en este ministerio; y, ¿cómo lo hubiera compartido si todo se hubiese hecho independientemente de su libre voluntad?
Señalemos una última razón, expuesta por el Cardenal Francisco de Toledo en su comentario sobre San Lucas (
Tolet., in Luc. 1, Annot. 113).
Era necesario —escribe este autor— que María no sólo fuese la Madre de Dios, sino que también fuese digna de concebirle. Es verdad que, hasta el feliz día de la concepción del Verbo, María se había dispuesto con el ejercicio de todas las virtudes, o más bien, Dios mismo la había preparado con una inefable abundancia de gracias al honor que la esperaba, y por eso, apenas llegó, pudo el Angel saludarla llena de gracias y bendita entre todas las mujeres. Pero hacía falta, además, una preparación más actual e inmediata. Esto es lo que comprenden los fieles que van a recibir el Cuerpo del Salvador en la Sagrada Eucaristía. Por muy puros y llenos de caridad que estén, se reprocharían el acercarse a su Dios si no se hubieran purificado más y más de sus miserias y si no hubieran reavivado actualmente en su espíritu la luz de la fe, y en su corazón la llama del amor.
Ahora bien; esta preparación inmediata a la comunión más íntima con el Verbo de Dios, María no la hubiera tenido si el Angel no hubiese venido del cielo para anunciarle el misterio y preguntarle, en nombre de Dios, si consentía en que se operase en Ella. Imaginaos a un cristiano bautizado que no hubiera pensado: ¡quiera en que iban a darle el Cuerpo del Salvador, y a quien se hiciese comulgar antes de toda advertencia y sin saberlo: tal hubiera sido María, si el Verbo se hubiese encarnado en su seno independientemente del mensaje angélico y del asentimiento dado por Ella a la Encarnación.
No insistiremos sobre la excelencia de los actos con los cuales María, gracias a la economía divina de sabiduría y bondad que reina en el misterio de la Anunciación, pudo disponerse a recibir dignamente la visita permanente del Señor: sería repetir lo que ya hemos dicho en más de un lugar. Pero no podemos resignarnos a callar un pensamiento de San Bernardino de Sena. Después de haber protestado que no sabría expresar, ni aun balbuciendo, la inefable grandeza de las virtudes practicadas entonces por la Santísima Virgen, afirma que mereció en su consentimiento al menaje angélico una medida de gracia que fué, con relación a su estado anterior, lo que es en un simple fiel el el estado de una santidad perfecta con relación a la vida común de los cristianos.
San Bernard. Sen., Serm de festiv. S. M. V. Serm. 8 de Consensu. V. a. 1, c. 2, Opp. t. IV, p. 106. Un texto citado con frecuencia por los autores como de San Ireneo podia servir aquí de tema para muy bellas consideraciones. Helo aquí: "Quid est quod un sensu Mariae non perficitur mysterium Incarnationis? Quia nempe vult illam Deus esse principium omnium bonorum." Desgraciadamente, este párrafo no se encuentra en el Iugar indicado (Adv. Haeres., lib. III, c. 32), ni en otro alguno de la misma obra.
III. El Angel del Señor dijo a los pastores de Belén: "Os anuncio una nueva que será para todo el pueblo causa de grande alegría: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo, Señor, en la ciudad de David" (Luc., II, 10 y 11).
Es el mismo a quien el profeta Isaías contemplaba en una visión misteriosa, y exclamaba: "Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado" (
Isa.. IX, 6; col. Matth.. I, 19).
Y, por temor de que nos equivoquemos, este Niño, este Hijo, nos es presentado con los mismos caracteres en el Evangelio y en la profecía: en los dos consta que es un Rey, y que está sentado en el trono de David, y que su reino no tendrá fin (
Isa., IX, 7: Luc„ I, 32 y 33).
Y, ¿quién nos ha dado este Niño, este Hijo, Salvador nuestro? Dios Padre, sin duda, de quien está escrito: "Tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado su Hijo Unigénito" (
Joan., III. 16).
Pero al lado de Dios Padre, el primer Dador, vemos a la Dadora, y de Ella podemos también decir con verdad: "Tanto ha amado María al mundo, que le ha dado su Hijo Unigénito".
¡Sí!, verdaderamente lo ha dado, porque, una vez más lo repetimos, por su consentimiento fué formado de su carne y en su carne para sernos Jesús, es decir, Salvador. Si Ella puede decir de Sí misma, como la Sabiduría Eterna: "He salido de la boca del Altísimo, primogénita antes de toda criatura", puede añadir, con más razón todavía: "Yo, yo misma he hecho levantarse en el cielo la luz indefectible; ese Sol que, salido de Oriente, ilumina a todo hombre que viene a este mundo (E
ccli., XXIV, 5, 6; Is., XLI; Joan., I, 9); y lo he hecho por amor y por el amor". Don del Padre es Jesucristo, y don de María, porque es el fruto bendito de la libérrima voluntad de ambos.
"Dios — leemos en el Apóstol—; Dios, que no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado por nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con El todas las cosas? (
Rom., VIII, 32).
Después de lo que hemos considerado en las páginas antecedentes tenemos derecho para tomar esas palabras y aplicarlas a la Virgen María. ¡Sí! Ella, como el Padre, no sólo ha dado por nosotros a su Hijo en la Encarnación, sino que lo ha entregado, porque lo aceptó, y, por consiguiente, lo dió para lo que era y debía ser: nuestro Salvador, nuestro Sacerdote y nuestra víctima. Así lo daba el Padre, así Jesucristo se ofreció a Sí mismo en el primer instante. "El Hijo de Dios, entrando en el mundo, dijo: No has querido hostia, ni oblación, pero me has formado un cuerpo... Entonces he dicho: Heme aquí; vengo a cumplir tu voluntad, según está escrito de mí en el principio del Libro" (
Hebr., X, 5, sqq.); es decir, para ser el Cordero cuya sangre derramada purifica los pecados del mundo. Por su mismo peso, la Encarnación va derecha a la Pasión. María lo sabe de ciencia cierta, y la aceptación que hace de ser Madre del Verbo Encarnado se confunde con la de dar al mundo a Dios crucificado.
Por consiguiente, Ella también, desde aquel primer instante, nos ha dado todo con El, es decir, la remisión de nuestros crímenes y la vida sobrenatural que brota del pesebre y de la cruz. Así Ella es, con toda verdad, la Madre de los redimidos y de los vivientes con vida divina; y nada exageró San Bernardino de Sena cuando dijo: "La Virgen, por su consentimiento en la Encarnación del Hijo de Dios, ha deseado entrañablemente, viscerosissime, y procurado la salud de los elegidos todos; por el mismo consentimiento se dedicó singularísimamente a la liberación espiritual de todos los hombres, de suerte que desde aquel momento los llevaba en su seno como una verdadera madre a sus hijos".San Bernard. Sen., Serm. 6 de Consensu, a. 2, c. 2. Opp., t. IV, p. 106, sqq. 
San Pedro Crisólogo, en un sermón que nos dejó sobre la Anunciación de la Virgen Mana, explica de un modo asombroso todas las liradas que nos ha valido el consentimiento dado por Ella al mensaje angélico.   
Ecce hereditas Dominii, filii merces vintris." S. Petr., Chysol., serm. 140. P. L., 577. ¿No es esto como decimos que María, por su consentimiento, de donde salen tantos bienes, ha venido a ser la Madre de los redimidos? ¿Acaso no lo había afirmado San Ambrosio, bastantes siglos antes, cuando escribía 1a frase tan llena de sentido, en su enérgica concisión: "Sola erat (María), quando supervenit eam Spiritus Sanctus, et virtus Altissimi obumbravit eam. Sola erat et operata est mundi salutem, et conceptit redemptionem universorum ?" Ep. 49, ad Sabinam, n. 2. P. L., XVI, 1154.
¡Sí!, ya los llevaba virtualmente con Jesús en su seno virginal, puesto que llevaba a Aquel de quien serían los miembros y la virtud de donde debían nacer y tomar crecimiento.
He aquí, resumido en una hermosa página del sabio Apologista Hettinger, todo lo que debemos al consentimiento de la Santísima Virgen. Puédese juzgar, por lo que precede, cuán verdadera es esta página: "María —dice San Ireneo— ha sido para todo el género humano la causa de la salud. Ahora bien; el principio, la razón y el origen de su mediación fue, ante todo, su fe (es decir, en otros términos, el asentimiento que encarnaba esta misma fe). Bienaventurada eres, porque has creído... Por su fe a la embajada del Angel —nos dicen los Padres— recobró lo que la incredulidad de Eva había perdido; Ella, pues, devolvió la vida a los que la primera mujer había dado en otro tiempo la muerte.
"Con fe dócil y sencilla pronunció esta gran palabra: Fiat mihi secundum verbum tuum. Y así como el primer fiat había hecho salir de la nada al mundo visible, de igual modo éste dió nacimiento a un nuevo mundo: el de la Redención; porque la obra de la Encarnación, decretada desde la Eternidad y esperada hacía tantos siglos, no se cumplió hasta que la Virgen dió su consentimiento.
"Ese fiat cierra el mundo antiguo y abre el nuevo; es el cumplimiento de todas las profecías, el centro de los tiempos, la primera luz de la estrella de la mañana anunciando la salida del Sol de justicia; tanto cuanto podía depender esto de un querer humano, este fiat reanudaba ese lazo admirable y misterioso, destinado a juntar el cielo y la tierra, Dios y la Humanidad; en fin, señala el instante para siempre memorable en que resonó en el cielo y en todos los mundos de los espíritus la palabra que decía: El El Verbo se ha hecho carne".Hettinger, Apología del Cristianismo, t. III. "Los Dogmas del Cristian.", c. 9, pp. 568 y sigs. (Bar-le-Duc, 1870). Notemos con Hettinger estas palabras del protestante Dietlein: "Si Ella no hubiera sacrificado su voluntad, como verdadera esclava del Señor, para recibir como fruto de sus entrañas al Hijo de la promesa, no habría para nosotros ni salud, ni gracia." Dietlein, Evang, Ave María, p. 8 {Halle, 1863).¿Basta todo lo dicho para reducir a la nada las miserables objeciones que se nos oponían al principio de este libro, y para probar con cuánto derecho encierra la maternidad divina la maternidad espiritual de María?
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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