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miércoles, 18 de junio de 2014

DOCUMENTOS BIBLICOS LEON XIII (1878-1903) (1)

     Carta encíclica «Etsi Nos», a los obispos de Italia, 15 de febrero de 1882
     León XIII sienta ya en esta encíclica a los obispos de Italia el principio apologético de que se deben emplear para refutar a los adversarios de la fe las mismas armas de que ellos se sirven, e impone, consiguientemente, la sabia norma pedagógica de procurar a los futuros sacerdotes en los seminarios una formación al día en las ciencias positivas relacionadas con la Sagrada Escritura.
     En la encíclica Providentissimus insistirá repetidamente sobre este punto b. 

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     Por esta causa, venerables hermanos, con razón los seminarios clericales exigen las más asiduas y máximas atenciones de vuestro ánimo, consejo y vigilancia. Por lo que afecta a las virtudes y costumbres, no se ocultan a vuestra sabiduría los preceptos y normas que necesita la edad juvenil de los clérigos. Y en las disciplinas más importantes, ya nuestras letras encíclicas Aeterni Patris indicaron el camino y el método mejor de los estudios. Mas, como en este gran movimiento intelectual se han descubierto sabia y útilmente muchas cosas que no conviene pasar por alto, visto sobre todo que los impíos acostumbran emplear como armas nuevas contra las verdades divinas todos los adelantos de nuestros días en estas materias, procurad, venerables hermanos, en la medida de vuestras fuerzas, que la juventud que se prepara para el sacerdocio no sólo esté cada día mejor instruida en ia investigación de la naturaleza, sino también perfectamente preparada en aquellas materias que guarden relación con la interpretación y autoridad de las Sagradas Letras.


Carta «Hierosolymae in coenobio«, al P. José Ma. Lagrange, 17 de septiembre de 1892

     León XIII bendice en esta carta lo que había de ser con el tiempo la prestigiosa Ecole Biblique et Archéologique Française de Jerusalén.
     En 1882, el P. Mateo Lecomte, O. P., adquiría en la Ciudad Santa el terreno para la fundación de un convento dominicano en honor de San Esteban, cuya finalidad era, según refería el mismo P. Lecomte a S. S. León XIII, atender al bien espiritual de los peregrinos franceses, ofreciéndoles hospedaje y ocasión de practicar unos días de retiro León XIII animó al P. Lecomte a establecer aneja al convento una Escuela Bíblica. Así lo testifica San Pío X en el breve Divino sane, de 10 de junio de 1904, con que erige en basílica menor el santuario de San Esteban: «Fue providencia de Dios que en nuestros tiempos se construyera por la Orden de Predicadores un convento en Jerusalén, en el cual, por la autoridad de nuestro predecesor León XIII, se estableció una Escuela pública de estudios bíblicos».
     La Escuela comenzó a funcionar el 15 de noviembre de 1890, organizándose, conforme a las Constituciones de la Orden, en Estudio General. El P. Lagrange fue su lector primarius. Se construyeron aulas para las clases y locales para la biblioteca y el museo.
     En 1892 aparece la Revue Biblique. La revista fue, por encargo de León XIII, órgano de la Pontificia Comisión Bíblica hasta la aparición en 1909 del órgano oficial de la Santa Sede, Acta Apostolicae Sedis.
     En 1900 comienza la publicación del comentario Etudes Bibliques, que habría de recoger los frutos más sazonados de los profesores de la Escuela. Aparte del comentario a cada uno de los libros sagrados, comprende una serie de interesantes monografías históricas, arqueológicas, geográficas y lingüísticas universalmente reconocidas.
     El espíritu que ha movido siempre a la Escuela quedaba patente en el 
programa que la Revue Biblique se fijaba en su primer número. Ha cultivado especialmente la arqueología, y precisamente con resultados halagüeños. En 1896, el P. Vincent descubría la famosa inscripción de Petra. En 1897, con la colaboración del P. Lagrange, el mismo P. Vincent publicaba en Revue Biblique la interpretación del mosaico de Mádaba, y el año siguiente continuaba, por encargo de la Academie Française des Inscriptions et Belles Lettres, la exploración de Petra. En 1899 hacían lo mismo con Gezer, y en 1904 con la región del Negueb. Recientemente el P. De Vaux ha dirigido la exploración del valle de Qumram, cuyos resultados, en parte publicados y en parte inéditos aún, constituyen el más sensacional hallazgo bíblico documental En los últimos años han comenzado la publicación de la que se conoce con el nombre de Sainte Bible de Jerusalén. Es una versión directa de la Biblia con pequeñas introducciones y notas de carácter divulgador. Colaboran numerosos escritnristas de lengua francesa. La alta dirección de la Escuela ha sabido imprimir un tono de seriedad y de puesta al día que hacen a la colección útilísima y estimable.
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     Tan pronto como tuvimos noticia de que en el convento de San Esteban, de la Orden de Predicadores, en Jerusalén, se había fundado una Escuela para el fomento de los estudios bíblicos, aprobamos con la mejor voluntad el propósito de su autor, el maestro general de dicha Orden, expresando nuestros votos por el feliz éxito de la empresa. Parecía estar exigiendo los honores de esta Escuela y ofrecer al mismo tiempo las mayores facilidades para explorar e ilustrar los monumentos de la antigüedad sagrada la ciudad que fue sede real del pueblo escogido por Dios y testigo y parte nobilísima de los más extraordinarios acontecimientos.
     Mas ahora tenemos la alegría de oír que dicha empresa ha comenzado a andar, bajo tu direción, querido hijo, y con la ayuda de tus colaboradores, con paso triunfal, tanto por la asistencia de hombres doctos, no sólo del orden sagrado ni sólo católicos, como por los buenos frutos ya obtenidos. No podía esperarse otra cosa, dada la índole especial de esa Escuela. Porque en ella, aparte de las muchísimas cosas que en esta clase de estudios se refieren al conocimiento teórico, se dispone asimismo de todo lo necesario para las prácticas: excursiones en común y ordenadamente a los alrededores y viajes por toda la región a los lugares más importantes. De ello ha reportado la ciencia biblica, como no se podía menos de creer, grandes provechos, y los espera mayores; y para que tales progresos sean del dominio público, con muy buen acuerdo habéis decidido —y habéis comenzado ya a realizarlo en París— editar una revista titulada Revue Biblique, solicitando la cooperación de cuantos sobresalen por su erudición en estas materias. Si vuestros propósitos y reálidades han obtenido los merecidos elogios unánimes de los hombres doctos a quienes preocupan estas disciplinas, no puede en manera alguna faltar la alabanza de quien, como Nos, estimando por muchas causas estos estudios como el que más, no dejamos pasar ninguna ocasión de suscitarlos y fomentarlos.
     En este empeño, pues, tan noble y útil, pero a la vez tan laborioso, ten ánimo, querido hijo, y que lo tengan los tuyos confiados en nuestra autoridad y aprobación; y recibid como prenda del divino auxilio la bendición apostólica que a cada uno de vosotros y a vuestros seguidores y alumnos impartimos amorosamente en el Señor.
     Dado en Roma, junto a San Pedro, a 17 de septiembre de 1892, año 15.° de nuestro pontificado.

León PP. XIII.



Encíclica "Providentissimus", 18 de noviembre de 1893
     Sobre la ocasión y el contenido de la encíclica dejamos dicho bastante en la Introducción a. Nos limitaremos a dar aquí, para facilitar su lectura, un esquema detallado de la misma.


PARTE I.—Utilidad multiforme de la Sagrada Escritura y estimación en que siempre la tuvo la
Iglesia.
     Dignidad excelsa: 
          de la Sagrada Escritura, de los estudios bíblicos (77)
     Intento del Papa:
               promover estos estudios, defender la Sagrada Escritura (78).
     Invita al estudio de las Escrituras (79), ya que Cristo (80) y los apóstoles (81) las emplearon frecuentemente; y son el mejor auxiliar de la ciencia teológica (82), y de la predicación (83), según el testimonio de los Santos Padres (84-85).
     Recuerda el interés de la Iglesia en dar a conocer las Escrituras (86), así como los esfuerzos de los escritores apostólicos y apologetas (87), de los PP. Orientales (88) y Occidentales (89), de los doctores de la Edad Media (90-91) y de la época escolástica (92), hasta los tiempos del Tridentino (93) y después (94-95)


PARTE II.—Ordenación actual de los estudios bíblicos.
     Frente a los excesos racionalistas (96), que en nombre de la libertad científica cunden entre los católicos (97), urge oponer el oportuno remedio (98)
     a) Cuidadosa selección y preparación de los profesores de los seminarios y academias (99).
     b) Diligente enseñanza de la Introducción bíblica (100), y de la exegesis de cada libro (101) a base de la Vulgata, ilustrada con los textos originales (102).
     c) Recurso prudente y cauteloso a las ciencias auxiliares (103).
     d) Observancia en la exegesis teológica de las normas del Vaticano (104), que no son rémora, sino garantía de acierto y dejan mucho que hacer al exegeta (105).
     e) Necesidad de que el profesor posea conocimientos teológicos y patrísticos (106), ya que la autoridad de los Padres es suma cuando consienten en materia de fe (107), y sus explicaciones alegóricas, muy útiles (108); como lo es también la exegesis de los comentaristas posteriores, que muchos posponen indebidamente a los heterodoxos modernos (109).
     f) Necesidad de que la teología se nutra de la Escritura (110).
     g) Previa formación escolástica según la mente de Santo Tomás en los alumnos (111).



PARTE III.—Defensa de la Sagrada Escritura contra los errores modernos.
     El intérprete católico debe conocer las armas de los adversarios y saber manejarlas (113):
     a) Conocimiento de las lenguas orientales: estúdiense las lenguas bíblicas y las demás lenguas semitas (114).
     b) Crítica literaria: debe emplearla el católico; pero debe rechazar la hipercrítica que, despreciando los argumentos históricos, sólo atiende a las razones internas apriorísticas (115),
     c) Ciencias naturales: procure conocerlas el exegeta para refutar las objeciones que con ellas se hacen a la inerrancia bíblica (116); aunque, en realidad, por esta parte no hay problema, ya que el hagiógrafo no intentaba enseñar ciencias y, por lo tanto, habló unas veces poéticamente y otras a la manera vulgar, que suele limitarse a la descripción externa de los fenómenos, sin pronunciarse sobre la constitución interna de las cosas (117); ni hay por qué seguir en estas materias a los Santos Padres y exegetas posteriores, como tampoco se deben aceptar las conclusiones de la ciencia cuando ésta, traspasando sus límites, invade el campo de la filosofía (118)
     d) En materia histórica: es lamentable que se busquen afanosamente dificultades contra la inerrancia bíblica, concediendo ilógicamente a los documentos profanos antiguos la infalibilidad que se niega a la Biblia (119).
     Pueden las aparentes contradicciones o errores históricos proceder de fallos de los amanuenses en la transcripción o de la obscuridad del texto bíblico; pero no es lícito para resolverlos limitar la inspiración o la inerrancia a las cosas de fe y costumbres, mensurando esta última por la intención de Dios al inspirar, ya que deriva del hecho mismo de la inspiración, que haría a Dios autor de cualquier error que se encontrara en la Biblia (120).
     Así se desprende de la definición de inspiración que dio el concilio Vaticano; ni vale decir que Dios pudo permitir que el hagiógrafo errara, porque entonces no sería autor de toda la Sagrada Escritura (121).
     Así pensaron unánimemente los Padres (122), como lo demuestran sus afanes por resolver las dificultades (123).

CONCLUSION
     Termina el Papa invitando a los sabios seglares a que colaboren en la defensa de las Sagradas Letras (124-125), alabando la constitución de sociedades que ayuden económicamente a los investigadores (126) y recomendando: a todos, prudencia y moderación, en la seguridad de que no hay conflicto real posible entre la ciencia y la Biblia, sino que a veces provienen de la ligereza de algunos científicos o de la interpretación equivocada que se venía dando a algunos pasajes no dogmáticos de la Biblia (127); a los obispos, vigilancia (129), y a los fieles, observancia para el cumplimiento de las normas contenidas en la encíclica (130)


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     La providencia de Dios, que por un admirable designio de amor elevó en sus comienzos al género humano a la participación de la naturaleza divina y, sacándolo después del pecado y de la ruina original, lo restituyó a su primitiva dignidad, quiso darle además el precioso auxilio de abrirle por un medio sobrenatural los tesoros ocultos de su divinidad, de su sabiduría y de su misericordia. Pues aunque en la divina revelación se contengan también cosas que no son inaccesibles a la razón humana y que han sido reveladas al hombre “a fin de que todos puedan conocerlas fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error, no puede decirse por ello, sin embargo, que esta revelación sea necesaria de una manera absoluta, sino porque Dios en su infinita bondad ha destinado al hombre a su fin sobrenatural”. “Esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal”, se halla contenida tanto “en las tradiciones no escritas” como “en los libros escritos” llamados sagrados y canónicos porque, “escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y en tal concepto han sido dados a la Iglesia”. Eso es lo que la Iglesia no ha cesado de pensar ni de profesar públicamente respecto de los libros de uno y otro Testamento. Conocidos son los documentos antiguos e importantísimos en los cuales se afirma que Dios —que habló primeramente por los profetas, después por sí mismo y luego por los apóstoles— os ha dado también la Escritura que se llama canónica, y que no es otra cosa sino los oráculos y las palabras divinas, una carta otorgada por el Padre celestial al género humano, en peregrinación fuera de su patria, y transmitida por los autores sagrados. Siendo tan grande la excelencia y el valor de las Escrituras que, teniendo a Dios mismo por autor, contienen la indicación de sus más altos misterios, de sus designios y de sus obras, síguese de aquí que la parte de la teología que se ocupa en la conservación y en la interpretación de estos libros divinos es de suma importancia y de la más grande utilidad.
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     Y así Nos, de la misma manera que hemos procurado,  y no sin fruto, gracias a Dios, hacer progresar con frecuentes encíclicas y exhortaciones otras ciencias que nos parecían muy provechosas para el acrecentamiento de la gloria divina y de la salvación de los hombres, así también nos propusimos desde hace mucho tiempo excitar y recomendar este nobilísimo estudio de las Sagradas Letras y dirigirlo de una manera más conforme a las necesidades de los tiempos actuales. Nos mueve y en cierto modo nos impulsa la solicitud de nuestro cargo apostólico, no solamente a desear que esta preciosa fuente de la revelación católica esté abierta con la mayor seguridad y amplitud para la utilidad del pueblo cristiano, sino también a no tolerar que sea enturbiada en ninguna de sus partes, ya por aquellos a quienes mueve una audacia impía y que atacan abiertamente a la Sagrada Escritura, ya por los que suscitan a cada paso novedades engañosas e imprudentes.
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     No ignoramos ciertamente, venerables hermanos, que no pocos católicos sabios y de talento se dedican con ardor a defender los libros santos o a procurar un mayor conocimiento e inteligencia de los mismos. Pero, alabando a justo título sus trabajos y sus frutos, no podemos dejar de exhortar a los demás cuyo talento, ciencia y piedad prometen en esta obra excelentes resultados, a hacerse dignos del mismo elogio. Queremos ardientemente que sean muchos los que emprendan como conviene la defensa de las Sagradas Letras y se mantengan en ello con constancia; sobre todo, que aquellos que han sido llamados, por la gracia de Dios, a las órdenes sagradas, pongan de día en día mayor cuidado y diligencia en leer, meditar y explicar las Escrituras, pues nada hay más conforme a su estado.
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     Aparte de su importancia y de la reverencia debida a la palabra de Dios, el principal motivo que nos hace tan recomendable el estudio de la Sagrada Escritura son las múltiples ventajas que sabemos han de resultar de ello, según la promesa cierta del Espíritu Santo: Toda la Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y pronto a toda buena obra. Los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los apóstoles demuestran qué con este designio ha dado Dios a los hombres las Escrituras. Jesús mismo, en efecto, que “se ha conciliado la autoridad con los milagros y que ha merecido la fe por su autoridad y ha ganado a la multitud por la fe”, tenía costumbre de apelar a la Sagrada Escritura en testimonio de su divina misión. En ocasiones se sirve de los libros santos para declarar que es el enviado de Dios y Dios mismo; de ellos toma argumentos para instruir a sus discípulos y para apoyar su doctrina; defiende sus testimonios contra las calumnias de sus enemigos, los opone a los fariseos y saduceos en sus respuestas y los vuelve contra el mismo Satanás, que atrevidamente le solicitaba; los emplea aún al fin de su vida y, una vez resucitado, los explica a sus discípulos hasta que sube a la gloria de su Padre.
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     Los apóstoles, de acuerdo con la palabra y las enseñanzas del Maestro, y aunque El mismo les concedió el don de hacer milagros, sacaron de los libros divinos un gran medio de acción para propagar por todas las naciones la sabiduría cristiana, vencer la obstinación de los judíos y sofocar las herejías nacientes. Este hecho resalta en todos sus discursos, y en primer término en los de San Pedro, los cuales tejieron en gran parte de textos del Antiguo Testamento el apoyo más firme de la Nueva Ley. Y lo mismo aparece en los Evangelios de San Mateo y San Juan y en las Epístolas llamadas católicas; y de manera clarísima en el testimonio de aquel que se gloriaba de haber estudiado la ley de Moisés y los Profetas “a los pies de Gamaliel” para poder decir después con confianza, provisto de armas espirituales: Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas para con Dios.
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     Que todos, pues, y muy especialmente los soldados de  la sagrada milicia, comprendan, por los ejemplos de Cristo y de los apóstoles, en cuánta estimación deben ser tenidas las Divinas Letras y con cuánto celo y con qué respeto les es preciso aproximarse a este arsenal. Porque aquellos que deben tratar, sea entre doctos o entre ignorantes, la doctrina de la verdad, en ninguna parte fuera de los libros santos encontrarán enseñanzas más numerosas y más completas sobre Dios, Bien sumo y perfectísimo, y sobre las obras que ponen de manifiesto su gloria y su amor. Acerca del Salvador del género humano, ningún texto tan fecundo y conmovedor como los que se encuentran en toda la Biblia, y por esto ha podido San Jerónimo afirmar con razón “que la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo”: en ellas se ve viva y palpitante su imagen, de la cual se difunde por manera maravillosa el alivio de los males, la exhortación a la virtud y la invitación al amor divino. Y en lo concerniente a la Iglesia, su institución, sus caracteres, su misión y sus dones recurren con tanta frecuencia en la Escritura y existen en su favor tantos y tan sólidos argumentos, que el mismo San Jerónimo ha podido decir con mucha razón: “Aquel que se apoya en los testimonios de los libros santos es el baluarte de la Iglesia”. Si lo que se busca es algo relacionado con la conformación y disciplina de la vida y de las costumbres, los hombres apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y excelentes recursos: prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes, a lo cual se añade, en nombre y con palabras del mismo Dios, la importantísima promesa de las recompensas y el anuncio de las penas para toda la eternidad.
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     Esta virtud propia y singular de las Escrituras, procedente del soplo divino del Espíritu Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le presta libertad apostólica en el hablar y le suministra una elocuencia vigorosa y convincente.
    El que lleva en su discurso el espíritu y la fuerza de la palabra divina no habla solamente con la lengua, sino con la virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia. Obran, pues, con torpeza e imprevisión los que hablan de la religión y anuncian los preceptos divinos sin invocar apenas otra autoridad que las de la ciencia y de la sabiduría humana apoyándose más en sus propios argumentos que en los argumentos divinos. Su discurso, aunque brillante, será necesariamente lánguido y frío, como privado que está del fuego de la palabra de Dios, y está muy lejos de la virtud que posee el lenguaje divino: Pues la palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos y llega hasta la división del alma y del espíritu. Aparte de esto, los mismos sabios deben convenir en que existe en las Sagradas Letras una elocuencia admirablemente variada, rica y más digna de los más grandes objetos; esto es lo que San Agustín ha comprendido y perfectamente probado y lo que confirma la experiencia de los mejores oradores sagrados, que han reconocido, con agradecimiento a Dios, que deben su fama a la asidua familiaridad y piadosa meditación de la Biblia.
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     Conociendo a fondo todas estas riquezas en la teoría y  en la práctica, los Santos Padres no cesaron de elogiar las Divinas Letras y los frutos que de ellas se pueden obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman a los libros santos “riquísimo tesoro de las doctrinas celestiales” y “eterno manantial de salvación”, y los comparan a fértiles praderas y a deliciosos jardines, en los que la grey del Señor encuentra una fuerza admirable y un maravilloso encanto. Aquí viene bien lo que decía San Jerónimo al clérigo Nepociano: “Lee a menudo las Divinas Escrituras; más aún, no se te caiga nunca de las manos la sagrada lectura; aprende lo que debes enseñar...; la predicación del presbítero debe estar sazonada con la lección de las Escrituras”; y concuerda la opinión de San Gregorio Magno, que ha descrito como nadie los deberes de los pastores de la Iglesia: “Es necesario —dice— que los que se dedican al ministerio de la predicación no se aparten del estudio de los libros santos”.
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     Y aquí nos place recordar este aviso de San Agustín: “No será en lo exterior un verdadero predicador de la palabra de Dios aquel que no la escucha en el interior de sí mismo”; y este consejo de San Gregorio a los predicadores sagrados: “que antes de llevar la palabra divina a los otros se examinen a sí mismos, no sea que, procurando las buenas acciones de los demás, se descuiden de sí propios”. Mas esto había ya sido advertido, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Cristo, que empezó a obrar y a enseñar, por la voz del Apóstol al dirigirse no solamente a Timoteo, sino a todo el orden de los eclesiásticos con este precepto: Vela con atención sobre ti y sobre la doctrina, insiste en estas cosas; pues obrando así, te salvarás a ti mismo y salvarás a tus oyentes.
     Y ciertamente, para la propia y ajena santificación, se encuentran preciosas ayudas en los libros santos, y abundan sobre todo en los Salmos; pero sólo para aquellos que presten a la divina palabra no solamente un espíritu dócil y atento, sino además una perfecta y piadosa disposición de la voluntad. Porque la condición de estos libros no es común, sino que, por haber sido dictados por el mismo Espíritu Santo, contienen verdades muy importantes, ocultas y difíciles de interpretar en muchos puntos; y por ello, para comprenderlos y explicarlos, tenemos siempre necesidad de la presencia de este mismo Espíritu; esto es, de su luz y de su gracia, que, como frecuentemente nos advierte la autoridad del divino salmista, deben ser imploradas por medio de la oración humilde y conservadas por la santidad de vida.
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     Y en esto aparece de un modo esplendoroso la previsión de la Iglesia, la cual, “para que este celestial tesoro de los libros sagrados, que el Espíritu Santo entregó a los hombres con soberana liberalidad, no fuera desatendido”, ha proveído en todo tiempo con las mejores instituciones y preceptos. Y así estableció no solamente que una gran parte de ellos fuera leída y meditada por todos sus ministros en el oficio diario de la sagrada salmodia, sino que fueran explicados e interpretados por hombres doctos en las catedrales, en los monasterios y en los conventos de regulares donde pudiera prosperar su estudio; y ordenó rigurosamente que los domingos y fiestas solemnes sean alimentados los fieles con las palabras saludables del Evangelio. Asimismo, a la prudencia y vigilancia de la Iglesia se debe aquella veneración a la Sagrada Escritura en todo tiempo floreciente y fecunda en frutos sutilísimos.
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     Para confirmar nuestros argumentos y nuestras exhortaciones, queremos recordar que todos los hombres notables por la santidad de su vida y por su conocimiento de las cosas divinas, desde los principios de la religión cristiana, han cultivado siempre con asiduidad el estudio de las Sagradas Letras. Vemos que los discípulos más inmediatos de los apóstoles, entre los que citaremos a Clemente de Roma, a Ignacio de Antioquía, a Policarpo, a todos los apologistas, especialmente Justino e Ireneo, para sus cartas y sus libros, destinados ora a la defensa, ora a la propagación de los dogmas divinos, sacaron de las Divinas Letras toda su fe, su fuerza y su piedad. En las escuelas catequéticas y teológicas que se fundaron en la jurisdicción de muchas sedes episcopales, y entre las que figuran como más célebres las de Alejandría y Antioquía, la enseñanza que en ellas se daba no consistía, por decirlo así, más que en la lectura, explicación y defensa de la palabra de Dios escrita. De estas aulas salieron la mayor parte de los Santos Padres y escritores, cuyos profundos estudios y notables obras se sucedieron durante tres siglos con tan grande abundancia, que este período fue llamado con razón la Edad de Oro de la exegesis bíblica.
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     Entre los orientales, el primer puesto corresponde a Orígenes, hombre admirable por la rápida concepción de su entendimiento y por la constancia en sus trabajos, en cuyos numerosos escritos y en la inmensa obra de sus Hexaplas puede decirse que se han inspirado casi todos sus sucesores. Entre los muchos que han extendido los límites de esta ciencia es preciso enumerar como los más eminentes: en Alejandría, a Clemente y a Cirilo; en Palestina, a Eusebio y al segundo Cirilo; en Capadocia, a Basilio el Grande y a los dos Gregorios, el Nacianceno y el de Nicea; y en Antioquía, a Juan Crisóstomo, en quien a una notable erudición se unió la más elevada elocuencia.
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   La Iglesia de Occidente no ostenta menores títulos de  gloria. Entre los numerosos doctores que se han distinguido en ella, ilustres son los nombres de Tertuliano y de Cipriano, de Hilario y de Ambrosio, de León y Gregorio Magnos; pero sobre todo los de Agustín y de Jerónimo: agudísimo el uno para descubrir el sentido de la palabra de Dios y riquísimo en sacar de ella partido para defender la verdad católica; el otro, por su conocimiento extraordinario de la Biblia y por sus magníficos trabajos sobre los libros santos, ha sido honrado por la Iglesia con el titulo de Doctor Máximo.
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     Desde esta época hasta el siglo XI, aunque esta clase  de estudios no fueron tan ardientes ni tan fructuosamente cultivados como en las épocas precedentes, florecieron bastantes gracias, sobre todo, al celo de los sacerdotes. Estos cuidaron de recoger las obras más provechosas que sus predecesores habían escrito y de propagarlas después de haberlas asimilado y aumentado de su propia cosecha, como hicieron sobre todo Isidoro de Sevilla, Beda y Alcuino; o bien de glosar los manuscritos sagrados, como Valfrido. Estrabón y Anselmo de Luán; o de proveer con procedimientos nuevos a la conservación de los mismos, como hicieron Pedro Damián y Lanfranco.
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     En el siglo XII, muchos emprendieron con gran éxito la explicación alegórica de la Sagrada. Escritura; en este género aventajó fácilmente a los demás San Bernardo, cuyos sermones no tienen otro sabor que el de las Divinas Letras.
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     Pero también se realizaron nuevos y abundantes progresos gracias al método de los escolásticos. Estos, aunque se dedicaron a investigar la verdadera lección de la versión latina, como lo demuestran los correctorios bíblicos que crearon, pusieron todavía más celo y más cuidado en la interpretación y en la explicación de los libros santos. Tan sabia y claramente como nunca hasta entonces distinguieron los diversos sentidos de las palabras sagradas; fijaron el valor de cada una en materia teológica; anotaron los diferentes capítulos y el argumento de cada una de las partes; investigaron las intenciones de los autores y explicaron la relación y conexión de las distintas frases entre sí; con lo cual todo el mundo ve cuánta luz ha sido llevada a puntos obscuros. Además, tanto sus libros de teología como sus comentarios a la Sagrada Escritura, manifiestan la abundancia de doctrina que de ella sacaron. A este título, Santo Tomás se llevó entre todos ellos la palma.
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     Pero desde que nuestro predecesor Clemente V mandó  instituir en el Ateneo de Roma y en las más célebres Universidades cátedras de literatura orientales, nuestros hombres empezaron a estudiar con más vigor sobre el texto original de la Biblia y sobre la versión latina. Renacida más tarde la cultura griega, y más aún por la invención de la imprenta, el cultivo de la Sagrada Escritura su extendió de un modo extraordinario. Es realmente asombroso en cuán breve espacio de tiempo los ejemplares de los sagrados libros, sobre todo de la Vulgata, multiplicados por la imprenta, llenaron el mundo; de tal modo eran venerados y estimados los divinos libros en la Iglesia.
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     Ni debe omitirse el recuerdo de aquel gran número de  hombres doctos, pertenecientes sobre todo a las órdenes religiosas, que desde el concilio de Viena hasta el de Trento trabajaron por la prosperidad de los estudios bíblicos: empleando nuevos métodos y aportando la cosecha de su vasta erudición y de su talento, no sólo acrecentaron las riquezas acumuladas por sus predecesores, sino que prepararon en cierto modo el camino para la gloria del siguiente siglo, en el que, a partir del concilio de Trento, pareció hasta cierto punto haber renacido la época gloriosa de los Padres de la Iglesia. Nadie, en efecto, ignora, y nos agrada recordar, que nuestros predecesores, desde Pio IV a Clemente VIII, prepararon las notables ediciones de las versiones antiguas Vulgata y Alejandrina; que, publicadas después por orden y bajo la autoridad de Sixto V y del mismo Clemente, son hoy día de uso general. Sabido es que en esta época fueron editadas, al mismo tiempo que otras versiones de la Biblia, las poliglotas de Amberes y de París, aptísimas para la investigación del sentido exacto, y que no hay un solo libro de los dos Testamentos que no encontrara entonces más de un intérprete; ni existe cuestión alguna relacionada con este asunto que no ejercitara con fruto el talento de muchos sabios, entre los que cierto número, sobre todo los que estudiaron más a los Santos Padres, adquirieron notable renombre. Ni a partir de esta época ha faltado el celo a nuestros exegetas, ya que hombres distinguidos han merecido bien de estos estudios, y contra los ataques del racionalismo, sacados de la filología y de las ciencias afines, han defendido la Sagrada Escritura sirviéndose de argumentos del mismo género.
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     Todos los que sin prevenciones examinen esta rápida reseña, nos concederán ciertamente que la Iglesia no ha perdonado recurso alguno para hacer llegar hasta sus hijos las fuentes saludables de la Divina Escritura; que siempre ha conservado este auxilio, para cúya guarda ha sido propuesta por Dios, y que lo ha reforzado con toda clase de estudios, de tal modo que no ha tenido jamás, ni tiene ahora, necesidad de estímulos por parte de los extraños.
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     El plan que nos hemos propuesto exige que comuniquemos con vosotros, venerables hermanos, lo que estimamos oportuno para la buena ordenación de estos estudios. Pero importa ante todo examinar qué clase de enemigos tenemos enfrente y en qué procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza.
     Como antiguamente hubo que habérselas con los que, apoyándose en su juicio particular y recurriendo a las divinas tradiciones y al magisterio de la Iglesia, afirmaban que la Escritura era la única fuente de revelación y el juez supremo de la fe; así ahora nuestros principales adversarios son los racionalistas, que, hijos y herederos, por decirlo así, de aquéllos y fundándose igualmente en su propia opinión, rechazan abiertamente aun aquellos restos de fe cristiana recibidos de sus padres. Ellos niegan, en efecto, toda divina revelación o inspiración; niegan la Sagrada Escritura; proclaman que todas estas cosas no son sino invenciones y artificios de los hombres; miran a los libros santos, no como el relato fiel de acontecimientos reales, sino como fábulas ineptas y falsas historias. A sus ojos no han existido profecías, sino predicciones forjadas después de haber ocurrido los hechos, o presentimientos explicables por causas naturales; para ellos no existen milagros verdaderamente dignos de este nombre, manifestaciones de la omnipotencia divina, sino hechos asombrosos, en ningún modo superiores a las fuerzas de la naturaleza, o bien ilusiones y mitos; los Evangelios y los escritos de los apóstoles han de ser atribuidos a otros autores.

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     Presentan este cúmulo de errores, con los que creen poder anonadar a la sacrosanta verdad de los libros divinos, como veredictos inapelables de una nueva ciencia libre; pero que tienen ellos mismos por tan inciertos, que con frecuencia varían y se contradicen en unas mismas cosas. Y mientras juzgan y hablan de una manera tan impía respecto de Dios, de Cristo, del Evangelio y del resto de las Escrituras, no faltan entre ellos quienes quisieran ser considerados como teólogos, como cristianos y como evangélicos, y que bajo un nombre honrosísimo ocultan la temeridad de un espíritu insolente. A estos tales se juntan, participando de sus ideas y ayudándolos, otros muchos de otras disciplinas, a quienes la misma intolerancia de las cosas reveladas impulsa del mismo modo a atacar a la Biblia. Nos no sabríamos deplorar demasiado la extensión y la violencia que de día en día adquieren estos ataques. Se dirigen contra hombres instruidos y serios que pueden defenderse sin gran dificultad; pero se ceban principalmente en la multitud de los ignorantes, como enemigos encarnizados de manera sistemática. Por medio de libros, de opúsculos y de periódicos propagan el veneno mortífero; lo insinúan en reuniones y discursos; todo lo han invadido, y poseen numerosas escuelas arrancadas a la tutela de la Iglesia, en las que depravan miserablemente, hasta por medio de sátiras y burlas chocarreras, las inteligencias aún tiernas y crédulas de los jóvenes, excitando en ellos el desprecio hacia la Sagrada Escritura.
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     En todo esto hay, venerables hermanos, hartos motivos para excitar y animar el celo común de los pastores, de tal modo que a esa ciencia nueva, a esa falsa ciencia, se oponga la doctrina antigua y verdadera que la Iglesia ha recibido de Cristo por medio de los apóstoles y surjan hábiles defensores de la Sagrada Escritura para este duro combate.
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     Nuestro primer cuidado, por lo tanto, debe ser éste: que en los seminarios y en las universidades se enseñen las Divinas Letras punto por punto, como lo piden la misma importancia de esta ciencia y las necesidades de la época actual. Por esta razón, nada debéis cuidar tanto como la prudente elección de los profesores; para este cometido importa efectivamente nombrar, no a personas vulgares, sino a los que se recomienden por un grande amor y una larga práctica de la Biblia, por una verdadera cultura científica y, en una palabra, por hallarse a la altura de su misión.
     No exige menos cuidado la tarea de procurar quienes después ocupen el puesto de éstos. Será conveniente que, allí donde haya facilidad para ello, se escoja, entre los alumnos mejores que hayan cursado de manera satisfactoria los estudios teológicos, algunos que se dediquen por completo a los libros divinos con la posibilidad de cursar en algún tiempo estudios superiores. Cuando los profesores hayan sido elegidos y formados de este modo, ya pueden emprender con confianza la tarea que se les encomienda; y para que mejor la lleven y obtengan los resultados que son de esperar, queremos darles algunas instrucciones más detalladas.
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     Al comienzo de los estudios deben atender al grado de inteligencia de los discípulos para formar y cultivar en ellos un criterio apto al mismo tiempo para defender los libros divinos y para captar su sentido. Tal es el objeto del tratado de la introducción bíblica, que suministra al discípulo recursos para demostrar la integridad y autoridad de la Biblia, para buscar y descubrir su verdadero sentido y para atacar de frente a las interpretaciones sofísticas, extirpándolas en su raíz. Apenas hay necesidad de indicar cuán importante es discutir estos puntos desde el principio, con orden, científicamente y recurriendo a la teología; pues todo el restante estudio de la Escritura se apoya en estas bases y se ilumina con estos resplandores.
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     El profesor debe aplicarse con gran cuidado a dar a conocer a fondo la parte más fecunda de esta ciencia, que concierne a la interpretación, y para que sus oyentes sepan de qué modo podrán utilizar las riquezas de la palabra divina en beneficio de la religión y de la piedad. Comprendemos ciertamente que ni la extensión de la materia ni el tiempo de que se dispone permiten recorrer en las aulas todas las Escrituras. Pero, toda vez que es necesario poseer un método seguro para dirigir con fruto su interpretación, un maestro prudente deberá evitar al mismo tiempo el defecto de los que hacen gustar de prisa algo de todos los libros, y el defecto de aquellos otros que se detienen en una parte determinada más de la cuenta. Si en la mayor parte de las escuelas no se puede conseguir, como en las academias superiores, que este o aquel libro sea explicado de una manera continua y extensa, cuando menos se ha de procurar que los pasajes escogidos para la interpretación sean estudiados de un modo suficiente y completo; los discípulos, atraídos e instruidos por este módulo de explicación, podrán luego releer y gustar el resto de la Biblia durante toda su vida.
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     El profesor, fiel a las prescripciones de aquellos que nos  precedieron, deberá emplear para esto la versión vulgata, la cual el concilio Tridentino decretó que había de ser tenida “como auténtica en las lecturas públicas, en las discusiones, en las predicaciones y en las explicaciones”; y la recomienda también la práctica cotidiana de la Iglesia. No queremos decir, sin embargo, que no se hayan de tener en cuenta las demás versiones que alabó y empleó la antigüedad cristiana, y sobre todo los textos primitivos. Pues si en lo que se refiere a los principales puntos el pensamiento del hebreo y del griego está suficientemente claro en las palabras de la Vulgata, no obstante, si algún pasaje resulta ambiguo o menos claro en ella, “el recurso a la lengua precedente” será, siguiendo el consejo de San Agustín, útilísimo. Claro es que será preciso proceder con mucha circunspección en esta tarea; pues el oficio “del comentador es exponer, no lo que él mismo piensa, sino lo que pensaba el autor cuyo texto explica”.
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     Después de establecida por todos los medios, cuando sea preciso, la verdadera lección, habrá llegado el momento de escudriñar y explicar su sentido. Nuestro primer consejo acerca de este punto es que se observen las normas que están en uso respecto de la interpretación, con tanto más cuidado cuanto el ataque de nuestros adversarios es sobre este particular más vivo. Por eso, al cuidado de valorar las palabras en sí mismas, la significación de su contexto, los lugares paralelos, etc., debe unirse también la ilustración de la erudición conveniente; con cautela, sin embargo, para no emplear más tiempo ni más esfuerzo en estas cuestiones que en el estudio de los libros santos y para evitar que un conocimiento demasiado extenso y profundo de tales cosas lleve al espíritu de la juventud más turbación que ayuda.
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     De aquí se pasará con seguridad al uso de la Sagrada Escritura en materia teológica. Conviene hacer notar a este respecto que a las otras causas de dificultad que se presentan para entender cualquier libro de autores antiguos, se añaden algunas particularidades en los libros sagrados. En sus palabras, por obra del Espíritu Santo, se ocultan gran número de verdades que sobrepujan en mucho la fuerza y la penetración de la razón humana, como son los divinos misterios y otras muchas cosas que con ellos se relacionan: su sentido es a veces más amplio y más recóndito de lo que parece expresar la letra e indican las reglas de la hermenéutica; además, su sentido literal oculta en sí mismo otros significados que sirven unas veces para ilustrar los dogmas y otras para inculcar preceptos de vida; por lo cual no puede negarse que los libros sagrados se hallan envueltos en cierta obscuridad religiosa, de manera que nadie puede sin guía penetrar en ellos. Dios lo ha querido así (ésta es la opinión de los Santos Padres) para que los hombres los estudien con más atención y cuidado, para que las verdades más penosamente adquiridas penetren más profundamente en su corazón y para que ellos comprendan sobre todo que Dios ha dado a la Iglesia las Escrituras a fin de que la tengan por guía y maestra en la lectura e interpretación de sus palabras. Ya San Ireneo enseñó que, allí donde Dios ha puesto sus carismas, debe buscarse la verdad, y que aquellos en quienes reside la sucesión de los apóstoles explican las Escrituras sin ningún peligro de error: ésta es su doctrina y la doctrina de los demás Santos Padres, que adoptó el concilio Vaticano cuando, renovando el decreto tridentino sobre la interpretación de la palabra divina escrita, declaró ser la mente de éste que “en las cosas de fe y costumbres que se refieren a la edificación de la doctrina cristiana ha de ser tenido por verdadero sentido de la Escritura Sagrada aquel que tuvo y tiene la santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Santas Escrituras; y, por lo tanto, que a nadie es lícito interpretar dicha Sagrada Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de los Padres”.
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      Por esta ley, llena de prudencia, la Iglesia no detiene ni  coarta las investigaciones de la ciencia bíblica, sino más bien las mantiene al abrigo de todo error y contribuye poderosamente a su verdadero progreso. Queda abierto al doctor un vasto campo en el que con paso seguro pueda ejercitar su celo de intérprete de manera notable y con provecho para la Iglesia. Porque en aquellos pasajes de la Sagrada Escritura que todavía esperan una explicación cierta y bien definida, puede acontecer, por benévolo designio de la providencia de Dios, que con este estudio preparatorio llegue a madurar; y, en los puntos ya definidos, el doctor privado puede también desempeñar un papel útil, si los explica con más claridad a la muchedumbre de los fieles o más científicamente a los doctos, o si los defiende con energía contra los adversarios de la fe. El intérprete católico debe, pues, mirar como un deber importantísimo y sagrado explicar en el sentido declarado los textos de la Escritura cuya significación haya sido declarada auténticamente, sea por los autores sagrados, a quienes lee ha guiado la inspiración del Espíritu Santo —como sucede en muchos pasajes del Nuevo Testamento—; sea por la Iglesia, asistida también por el mismo Espíritu Santo “en juicio solemne o por su magisterio universal y ordinario”; y llevar al convencimiento de que esta interpretación es la única que, conforme a las leyes de una sana hermenéutica, puede aceptarse. En los demás puntos deberá seguir la analogía de la fe y tomar como norma suprema la doctrina católica tal como está decidida por la autoridad de la Iglesia; porque, siendo el mismo Dios el autor de los libros santos y de la doctrina que la Iglesia tiene en depósito, no puede suceder que proceda de una legítima interpretación de aquéllos un sentido que discrepe en alguna manera de ésta. De donde resulta que se debe rechazar como insensata y falsa toda explicación que ponga a los autores sagrados en contradicción entre sí o que sea opuesta aja enseñanza de la Iglesia.
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     El maestro de Sagrada Escritura debe también merecer este elogio: que posee a fondo toda la teología y que conoce perfectamente los comentarios de los Santos Padres, de los doctores y de los mejores intérpretes. Tal es la doctrina de San Jerónimo y de San Agustín, quien se queja, con razón, en estos términos: “Si toda ciencia, por poco importante que sea y fácil de adquirir, pide ser enseñada por un doctor o maestro, ¡qué cosa más orgullosamente temeraria que no querer aprender de sus intérpretes los libros de los divinos misterios!”. Igualmente pensaron otros Santos Padres y lo confirmaron con su ejemplo “al procurar la inteligencia de las Divinas Escrituras no por su propia presunción, sino según los escritos y la autoridad de sus predecesores, que sabían haber recibido, por sucesión de los apóstoles, las reglas para su interpretación”.
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     La autoridad de los Santos Padres, que después de los apóstoles “hicieron crecer a la Iglesia con sus esfuerzos de jardineros, constructores, pastores y nutricios”, es suprema cuando explican unánimemente un texto bíblico como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres; pues de su conformidad resulta claramente, según la doctrina católica, que dicha explicación ha sido recibida por tradición de los apóstoles. La opinión de estos mismos Padres es también muy estimable cuando tratan de estas cosas como doctores privados; pues no solamente su ciencia de la doctrina revelada y su conocimiento de muchas cosas de gran utili-dad para interpretar los libros apostólicos los recomiendan, sino que Dios mismo ha prodigado los auxilios abundantes de sus luces a estos hombres notabilísimos por la santidad de su vida y por su celo por la verdad. Que el intérprete sepa, por lo tanto, que debe seguir sus pasos con respeto v aprovecharse de sus trabajos mediante una elección inteligente.
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    No es preciso, sin embargo, creer que tiene cerrado el camino para no ir más lejos en sus pesquisas y en sus explicaciones cuando un motivo razonable exista para ello, con tal que siga religiosamente el sabio precepto dado por San Agustín: “No apartarse en nada del sentido literal y obvio, como no tenga alguna razón que le impida ajustarse a él o que haga necesario abandonarlo”; regla que debe observarse con tanta más firmeza cuanto existe un mayor peligro de engañarse en medio de tanto deseo de novedades y de tal libertad de opiniones. Procure asimismo no descuidar lo que los Santos Padres entendieron en sentido alegórico o parecido, sobre todo cuando este significado derive del sentido literal y se apoye en gran número de autoridades. La Iglesia ha recibido de los apóstoles este método de interpretación y lo ha aprobado con su ejemplo, como se ve en la liturgia; no que los Santos Padres hayan pretendido demostrar con ello propiamente los dogmas de la fe, sino que sabían por experiencia que este método era bueno para alimentar la virtud y la piedad.
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     La autoridad de los demás intérpretes católicos es, en verdad, menor; pero, toda vez que los estudios bíblicos han hecho en la Iglesia continuos progresos, es preciso dar el honor que les corresponde a los comentarios de estos doctores, de los cuales se pueden tomar muchos argumentos para rechazar los ataques y esclarecer los puntos difíciles. Pero lo que no conviene en modo alguno es que, ignorando o despreciando las excelentes obras que los nuestros nos dejaron en gran número, prefiera el intérprete los libros de los heterodoxos y busque en ellos, con gran peligro de la sana doctrina y muy frecuentemente con detrimento de la fe, la explicación de pasajes en los que los católicos vienen ejercitando su talento y multiplicando sus esfuerzos desde hace mucho tiempo y con éxito. Pues aunque, en efecto, los estudios de los heterodoxos, prudentemente utilizados, puedan a veces ayudar al intérprete católico, importa, no obstante, a éste recordar que, según numerosos testimonios de nuestros mayores, el sentido incorrupto de las Sagradas Letras no se encuentra fuera de la Iglesia y no puede ser enseñado por los que, privados de la verdad de la fe, no llegan hasta la medula de las Escrituras, sino que únicamente roen su corteza.
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     Es muy de desear y necesario que el uso de la Divina  Escritura influya en toda la teología y sea como su alma; tal ha sido en todos los tiempos la doctrina y la práctica de todos los Padres y de los teólogos más notables. Ellos se esforzaban por establecer y afirmar sobre los libros santos las verdades que son objeto de la fe y las que de éste se derivan; y de los libros sagrados y de la tradición divina se sirvieron para refutar las novedades inventadas por los herejes y para encontrar la razón de ser, la explicación y la relación que existe entre los dogmas católicos. Nada tiene esto de sorprendente para el que reflexione sobre el lugar tan importante que corresponde a los libros divinos entre las fuentes de la revelación, hasta el punto de que sin su estudio y uso diario no podría la teología ser tratada con el honor y dignidad que le son propios. Porque, aunque deban los jóvenes ejercitarse en las universidades y seminarios de manera que adquieran la inteligencia y la ciencia de los dogmas deduciendo de los artículos de la fe unas verdades de otras, según las reglas de una filosofía experimentada y sólida, no obstante, el teólogo profundo e instruido no puede descuidar la demostración de los dogmas basada en la autoridad de la Biblia. “Porque la teología no toma sus argumentos de las demás ciencias, sino inmediatamente de Dios por la revelación. Por lo tanto, nada recibe de esas ciencias como si le fueran superiores, sino que las emplea como a sus inferiores y seguidoras”. Este método de enseñanza de la ciencia sagrada está indicado y recomendado por el príncipe de los teólogos, Santo Tomás de Aquino, el cual, además, como perfecto conocedor de este peculiar carácter de la teología cristiana, enseña de qué manera el teólogo puede defender estos principios si alguien los ataca: “Argumentando, si el adversario concede algunas de las verdades que tenemos por revelación; y en este sentido disputamos contra los herejes aduciendo las autoridades de la Escritura o empleando un artículo de la fe contra los que niegan otro. Por el contrario, si el adversario no cree en nada revelado, no nos queda recurso para probar los artículos de la fe con razones, sino sólo para deshacer las que él proponga contra la fe”.
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     Hay que poner, por lo tanto, especial cuidado en que los jóvenes acometan los estudios bíblicos convenientemente instruidos y pertrechados, para que no defrauden nuestras legítimas esperanzas ni, lo que sería más grave, sucumban incautamente ante el error, engañados por las falacias de los racionalistas y por el fantasma de una erudición superficial. Estarán perfectamente preparadas si, con arreglo al método que Nos mismo les hemos enseñado y prescrito, cultivan religiosamente y con profundidad el estudio de la filosofía y de la teología bajo la dirección del mismo Santo Tomás. De este modo procederán con paso firme y harán grandes progresos en las ciencias bíblicas como en la parto de la teología llamada positiva.
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     Haber demostrado, explicado y aclarado la verdad de 1a doctrina católica mediante la interpretación legítima y diligente de los libros sagrados, es mucho ciertamente; resta, sin embargo, otro punto que fijar y tan importante como laborioso: el de afirmar con la mayor solidez la autoridad íntegra de los mismos. Lo cual no podrá conseguirse plena y enteramente sino por el magisterio vivo y propio de la Iglesia, que “por sí misma y a causa de su admirable difusión, de su eminente santidad, de su fecundidad inagotable en toda suerte de bienes, de su unidad católica, de su estabilidad invencible, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y una prueba irrefragable de su divina misión”. Pero toda vez que este divino e infalible magisterio de la Iglesia descansa también en la autoridad de la Sagrada Escritura, es preciso afirmar y reivindicar la fe, cuando menos, en la Biblia, por cuyos libros, como testimonios fidedignos de la antigüedad, serán puestas de manifiesto y debidamente establecidas la divinidad y la misión de Jesucristo, la institución de la jerarquía de la Iglesia y la primacía conferida a Pedro y a sus sucesores.
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     A este fin será muy conveniente que se multipliquen los sacerdotes preparados, dispuestos a combatir en este campo por la fe y a rechazar los ataques del enemigo, revestidos de la armadura de Dios, que recomienda el Apóstol, y entrenados en las nuevas armas y en la nueva estrategia de sus adversarios. Es lo que hermosamente incluye San Juan Crisóstomo entre los deberes del sacerdote: “Es preciso —dice— emplear un gran celo a fin de que la palabra de Dios habite con abundancia en nosotros; no debemos, pues, estar preparados para un solo género de combate, porque no todos usan las mismas armas ni tratan de acometernos de igual manera. Es, por lo tanto, necesario que quien ha de medirse con todos, conozca las armas y los procedimientos de todos y sepa ser a la vez arquero y hondero, tribuno y jefe de cohorte, general y soldado, infante y caballero, apto para luchar en el mar y para derribar murallas; porque, si no conoce todos los medios de combatir, el diablo sabe, introduciendo a sus raptores por un solo punto en el caso de que uno solo quedare sin defensa, arrebatar las ovejas”. Más arriba hemos mencionado las astucias de los enemigos y los múltiples medios que emplean en el ataque. Indiquemos ahora los procedimientos que deben utilizarse para la defensa.
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     Uno de ellos es, en primer término, el estudio de las antiguas lenguas orientales y, al mismo tiempo, el de la ciencia que se llama crítica. Siendo estos dos conocimientos en el día de hoy muy apreciados y estimados, el clero que los posea con más o menos profundidad, según el país en que se encuentre y los hombres con quienes esté en relación, podrá mejor mantener su dignidad y cumplir con los deberes de su cargo, ya que debe hacerse todo para todos y estar siempre pronto a satisfacer a todo aquel que te pida La razón de su esperanza. Es, pues, necesario a los profesores de Sagrada Escritura, y conviene a los teólogos, conocer las lenguas en las que los libros canónicos fueron originariamente escritos por los autores sagrados; seria también excelente que los seminaristas cultivasen dichas lenguas, sobre todo aquellos que aspiran a los grados académicos en teología. Debe también procurarse que en todas las academias, como ya se ha hecho laudablemente en muchas, se establezcan cátedras donde se enseñen también las demás lenguas antiguas, sobre todo las semíticas, y las materias relacionadas con ellas, con vistas, sobre todo, a los jóvenes que se preparan para profesores de Sagradas Letras.
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     Importa también, por la misma razón, que los susodichos profesores de Sagrada Escritura se instruyan y ejerciten más en la ciencia de la verdadera crítica; porque, desgraciadamente, y con gran daño para la religión, se ha introducido un sistema que se adorna con el nombre respetable de “alta crítica”, y según el cual el origen, la integridad y la autoridad de todo libro deben ser establecidos solamente atendiendo a lo que ellos llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que, cuando se trata de una cuestión histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, ios testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser buscados y examinados con el máximo interés; las razones internas, por el contrario, la mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a lo más, como confirmación. De otro modo, surgirán graves inconvenientes: los enemigos de la religión atacarán la autenticidad de los libros sagrados con más confianza de abrir brecha; este género de "alta crítica” que preconizan, conducirá en definitiva a que cada uno en la interpretación se atenga a sus gustos y a sus prejuicios; de este modo la luz que se busca en las Escrituras no se hará, y ninguna ventaja reportará la ciencia; antes bien se pondrá de manifiesto esa nota característica del error que consiste en la diversidad y disentimiento de las opiniones, como lo están demostrando los corifeos de esta nueva ciencia; y como la mayor parte están imbuidos en las máximas de una vana filosofía y del racionalismo, no temerán descartar de los sagrados libros las profecías, los milagros y todos los demás hechos que traspasen el orden natural.
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     Hay que luchar en segundo lugar contra aquellos que, abusando de sus conocimientos de las ciencias físicas, siguen paso a paso a los autores sagrados para echarles en cara su ignorancia en estas cosas y desacreditar así las mismas Escrituras. Como quiera que estos ataques se fundan en cosas que entran por los sentidos, son peligrosísimos cuando se esparcen en la multitud, sobre todo entre la juventud dedicada a las letras; la cual, una vez que haya perdido sobre algún punto el respeto a la revelación divina, no tardará en abandonar la fe en todo lo demás. Porque es demasiado evidente que así como las ciencias naturales, con tal de que sean convenientemente enseñadas., son aptas para manifestar la gloria del Artífice supremo, impresa en las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del alma los principios de una sana filosofía y de corromper las costumbres cuando se infiltran con dañadas intenciones en las jóvenes inteligencias. Por eso, el conocimiento de las cosas naturales será una ayuda eficaz para el que enseña la Sagrada Escritura; gracias a él podrá más fácilmente descubrir y refutar los sofismas de esta clase dirigidos contra los libros sagrados.
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     No habrá ningún desacuerdo real entre el teólogo y el físico mientras ambos se mantengan en sus límites, cuidando, según la frase de San Agustín, “de no afirmar nada al azar y de no dar por conocido lo desconocido”. Sobre cómo ha de portarse el teólogo si, a pesar de esto, surgiere discrepancia, hay una regla sumariamente indicada por el mismo Doctor: “Todo lo que en materia de sucesos naturales pueden demostrarnos con razones verdaderas, probémosles que no es contrario a nuestras Escrituras; mas lo que saquen de sus libros contrario a nuestras Sagradas Letras, es decir, a la fe católica, demostrémosles, en lo posible o, por lo menos, creamos firmemente que es falsísimo”. Para penetrarnos bien de la justicia de esta regla, se ha de considerar en primer lugar que los escritores sagrados, o mejor el Espíritu Santo, que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas cosas (la íntima naturaleza o constitución de las cosas que se ven), puesto que en nada les habían de servir para su salvación; y así, más que intentar en sentido propio la exploración de la naturaleza, describen y tratan a veces las mismas cosas, o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy rige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos. Y como en la manera vulgar de expresarnos suele ante todo destacar lo que cae bajo los sentidos, de igual modo el escritor sagrado —y ya lo advirtió el Doctor Angélico— “se guía por lo que aparece sensiblemente”, que es lo que el mismo Dios, al hablar a los hombres, quiso hacer a la manera humana para ser entendido por ellos.
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     Pero de que sea preciso defender vigorosamente la Santa Escritura no se sigue que sea necesario mantener igualmente todas las opiniones que cada uno de los Padres o de los intérpretes posteriores han sostenido al explicar estas mismas Escrituras; los cuales, al exponer los pasajes que tratan de cosas físicas, tal vez no han juzgado siempre según la verdad, hasta el punto de emitir ciertos principios que hoy no pueden ser aprobados. Por lo cual es preciso descubrir con cuidado en sus explicaciones aquello que dan como concerniente a la fe o como ligado con ella y aquello que afirman con consentimiento unánime; porque, “en las cosas que no son de necesidad de fe, los santos han podido tener pareceres diferentes, lo mismo que nosotros”, según dice Santo Tomás. El cual, en otro pasaje, dice con la mayor prudencia: “Por lo que concierne a las opiniones que los filósofos han profesado comúnmente y que no son contrarias a nuestra fe, me parece más seguro no afirmarlas como dogmas, aunque algunas veces se introduzcan bajo el nombre de filósofos, ni rechazarlas como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de despreciar nuestra doctrina”. Pues, aunque el intérprete debe demostrar que las verdades que los estudiosos de las ciencias físicas dan como ciertas y apoyadas en firmes argumentos no contradicen a la Escritura bien explicada, no debe olvidar, sin embargo, que algunas de estas verdades, dadas también como ciertas, han sido luego puestas en duda y rechazadas. Que si los escritores que tratan de los hechos físicos, traspasado los linderos de su ciencia, invaden con opiniones nocivas el campo de la filosofía, el intérprete teólogo deje a cargo de los filósofos el cuidado de refutarlas.
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     Esto mismo habrá de aplicarse después a las ciencias similares, especialmente a la historia. Es de sentir, en efecto, que muchos hombres que estudian a fondo los monumentos de la antigüedad, las costumbres y las instituciones de los pueblos, investigan y publican con grandes esfuerzos los correspondientes documentos, pero frecuentemente con objeto de encontrar errores en los libros santos para debilitar y quebrantar completamente su autoridad. Algunos obran así con demasiada hostilidad y sin bastante equilibrio, ya que se fían de los libros profanos y de los documentos del pasado como si no pudiese existir ninguna sospecha de error respecto a ellos, mientras niegan, por lo menos, igual fe a los libros de la Escritura ante la más leve sospecha de error y sin pararse siquiera a discutirla.
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     Puede ocurrir que en la transcripción de los códices se les escaparan a los copistas algunas erratas; lo cual debe estudiarse con cuidado y no admitirse fácilmente sino en los lugares que con todo rigor haya sido demostrado; también puede suceder que el sentido verdadero de algunas frases continúe dudoso; para determinarlo, las reglas de la interpretación serán de gran auxilio; pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error. Ni se debe tolerar el proceder de los que tratan de evadir estas dificultades concediendo que la divina inspiración se limita a las cosas de fe y costumbres y nada más, porque piensan equivocadamente que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho. En efecto, los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error.
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     Tal es la antigua y constante creencia de la Iglesia, definida solemnemente por los concilios de Florencia y de Trento, confirmada por fin y más expresamente declarada en el concilio Vaticano, que dio este decreto absoluto: “Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros, con todas sus partes, como se describen en el decreto del mismo concilio (Tridentino) y se contienen en la antigua versión latina Vulgata, deben ser recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor”. Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no seria el autor de toda la Sagrada Escritura.
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     Tal ha sido siempre el sentir de los Santos Padres. “Y así —dice San Agustín—, puesto que éstos han escrito lo que el Espíritu Santo les ha mostrado y les ha dicho, no debe decirse que no lo ha escrito El mismo, ya que, como miembros, han ejecutado lo que la cabeza les dictaba”. Y San Gregorio Magno dice: “Es inútil preguntar quién ha escrito esto, puesto que se cree firmemente que el autor del libro es el Espíritu Santo; ha escrito, en efecto, el que dictó lo que se había de escribir; ha escrito quien ha inspirado la obra”. Síguese que quienes piensen que en los lugares auténticos de los libros sagrados puede haber algo de falso, o destruyen el concepto católico de inspiración divina, o hacen al mismo Dios autor del error.
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     Y de tal manera estaban todos los Padres y Doctores persuadidos de que las Divinas Letras, tales cuales salieron de manos de los hagiógrafos, eran inmunes de todo error, que por ello se esforzaron, no menos sutil que religiosamente, en componer entre sí y conciliar los no pocos pasajes que presentan contradicciones o desemejanzas (y que son casi los mismos que hoy son presentados en nombre de la nueva ciencia); unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y en cada una de sus partes, procedían por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios, hablando por los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad. Valga por todos lo que el mismo Agustín escribe a Jerónimo: “Yo confieso a vuestra caridad que he aprendido a dispensar a solos los libros de la Escritura que se llaman canónicos la reverencia y el honor de creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido cometer un error al escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me pareciere contrario a la verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es defectuoso, o que el traductor no entendió exactamente el texto, o que no lo he entendido yo”.
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     Pero luchar plena y perfectamente con el empleo de tan importantes ciencias para establecer la santidad de la Biblia, es algo superior a lo que de la sola erudición de los intérpretes y de los teólogos se puede esperar. Es de desear, por lo tanto, que se propongan el mismo objeto y se esfuercen por lograrlo todos los católicos que hayan adquirido alguna autoridad en las ciencias profanas. El prestigio de estos ingenios, si nunca hasta el presente, tampoco hoy falta a la Iglesia, gracias a Dios, y ojalá vaya en aumento para ayuda de la fe. Consideramos de la mayor importancia que la verdad encuentre más numerosos y sólidos defensores que adversarios, pues no hay cosa que tanto pueda persuadir al vulgo a aceptar la verdad como el ver a hombres distinguidos en alguna ciencia profesarla abiertamente. Incluso la envidia de los detractores se desvanecerá fácilmente, o al menos no se atreverán ya a afirmar con tanta petulancia que la fe es enemiga de la ciencia, cuando vean a hombres doctos rendir el mayor honor y la máxima reverencia a la fe.
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     Puesto que tanto provecho pueden prestar a la religión aquellos a quienes la Providencia concedió, junto con la gracia de profesar la fe católica, el feliz don del talento, es preciso que, en medio de esta lucha violenta de los estudios que se refieren en alguna manera a las Escrituras, cada uno de ellos elija la disciplina apropiada y, sobresaliendo en ella, se aplique a rechazar victoriosamente los dardos que la ciencia impía dirige contra aquéllas.
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Aquí nos es grato tributar las merecidas alabanzas a la conducta de algunos católicos, quienes, a fin de que los sabios puedan entregarse con toda abundancia de medios a estos estudios y hacerlos progresar formando asociaciones, gustan de contribuir generosamente con recursos económicos. Excelente manera de emplear su dinero y muy apropiada a las necesidades de los tiempos. En efecto, cuanto menos socorros pueden los católicos esperar del Estado para sus estudios, más conviene que la liberalidad privada se muestre pronta y abundante; de modo que aquellos a quienes Dios ha dado riquezas, las consagren a conservar el tesoro de la verdad revelada.
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     Mas, para que tales trabajos aprovechen verdaderamente a las ciencias bíblicas, los hombres doctos deben apoyarse en los principios que dejamos indicados más arriba; sostengan con firmeza que un mismo Dios es el creador y gobernador de todas las cosas y el autor de las Escrituras, y que, por lo tanto, nada puede deducirse de la naturaleza de las cosas ni de los monumentos de la historia que contradiga realmente a las Escrituras. Y si tal pareciese, ha de demostrarse lo contrario, bien sometiendo al juicio prudente de teólogos y exegetas cuál sea el sentido verdadero o verosímil del lugar de la Escritura que se objeta, bien examinando con mayor diligencia la fuerza de los argumentos que se aducen en contra. Ni hay que darse por vencidos si aun entonces queda alguna apariencia en contrario, porque, no pudiendo en manera alguna la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar equivocada o la interpretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria; si ni lo uno ni lo otro apareciese claro, suspendamos el juicio de momento. Muchas acusaciones de todo género se han venido lanzando contra la Escritura durante largo tiempo y con tesón, que hoy están completamente desautorizadas como vanas; y no pocas interpretaciones se han dado en otro tiempo acerca de algunos lugares de la Escritura —que no pertenecían ciertamente a la fe ni a las costumbres— en los que después una más diligente investigación ha aconsejado rectificar. El tiempo borra las opiniones humanas, mas “la verdad se robustece y permanece para siempre”. Por esta razón, como nadie puede lisonjearse de comprender rectamente toda la Escritura, a propósito de la cual San Agustín decía de sí mismo que ignoraba más que sabía, cuando alguno encuentre en ella algo demasiado difícil para poderlo explicar, tenga la cautela y prudencia del mismo Doctor: “Vale más sentirse prisionero de signos desconocidos, pero útiles, que enredar la cerviz, al tratar de interpretarlos inútilmente, en las coyundas del error, cuando se creía haberla sacado del yugo de la servidumbre”.
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     Si los hombres que se dedican a estos estudios auxiliares siguen rigurosa y reverentemente nuestros consejos y nuestras órdenes; si escribiendo y enseñando dirigen los frutos de sus esfuerzos a combatir a los enemigos de la verdad y a precaver de los peligros de la fe a la juventud, entonces será cuando puedan gloriarse de servir dignamente el interés de las Sagradas Letras y de suministrar a la religión católica un apoyo tal como la Iglesia tiene derecho a esperar de la piedad y de la ciencia de sus hijos.
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     Esto es, venerables hermanos, lo que acerca de los estudios de Sagrada Escritura hemos creído oportuno advertir y mandar en esta ocasión movidos por Dios. A vosotros corresponde ahora procurar que se guarde y se cumpla con la escrupulosidad debida; de suerte que se manifieste más y más el reconocimiento debido a Dios por haber comunicado al género humano las palabras de su sabiduría y redunde todo ello en la abundancia de frutos tan deseados, especialmente en orden a la formación de la juventud levítica, que es nuestro constante desvelo y la esperanza de la Iglesia. Procurad con vuestra autoridad y vuestras exhortaciones que en los seminarios y centros de estudio sometidos a vuestra jurisdicción se dé a estos estudios el vigor y la prestancia que les corresponden. Que se lleven a cabo en todo bajo las directrices de la Iglesia según los saludables documentos y ejemplos de los Santos Padres y conforme al método laudable de nuestros mayores, y que de tal manera progresen con el correr de los tiempos, que sean defensa y ornamento de la verdad católica, dada por Dios para la eterna salvación de los pueblos.
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     Exhortamos, por último, paternalmente a todos los alumnos y ministros de la Iglesia a que se acerquen siempre con mayor afecto de reverencia y piedad a las Sagradas Letras, ya que la inteligencia de las mismas no les será abierta de manera saludable, como conviene, si no se alejan de la arrogancia de la ciencia terrena y excitan en su ánimo el deseo santo de la sabiduría que viene de arriba. Una vez introducidos en esta disciplina e ilustrados y fortalecidos por ella, estarán en las mejores condiciones para descubrir y evitar los engaños de la ciencia humana y para percibir y referir al orden sobrenatural sus frutos sólidos; caldeado así el ánimo, tenderá con más vehemencia a la consecución del premio de la virtud y del amor divino: Bienaventurados los que investigan sus testimonios y le buscan de todo corazón.
     Animados con la esperanza del divino auxilio y confiando en vuestro celo pastoral, en prenda de los celestiales dones y en testimonio de nuestra especial benevolencia os damos amorosamente en el Señor, a vosotros todos y a todo el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados, la bendición apostólica.
     Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de noviembre de 1893, año 16 de nuestro pontificado.
León PP. XIII.

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