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lunes, 30 de junio de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (11)

Capitulo Noveno 
(Segunda parte)
EL MAESTRO DE ARTES DE PARIS 
(Febrero 1528 a marzo 1535) 
     ¿El nuevo licenciado llegaría a tomar también el birrete de Maestro de Artes? Aquello era una cuestión de dinero. En la historia de la Universidad, en el capítulo de abusos, los gastos hechos o exigidos con ocasión de los grados se mencionan frecuentemente. Los reformadores, las asambleas de la Nación de Francia, los Consejos de la Facultad de Artes constatan, reprenden, prohíben u ordenan. La dureza de los bedeles, la ambición de los regentes, las turbulentas exigencias de los escolares rompían las barreras de los reglamentos; en manos ávidas se mantenían los regalos, los banquetes y los gastos acostumbrados, a un tipo ruinoso para los estudiantes pobres. Desde el bachillerato, Iñigo de Loyola había interrogado al profesor Peña para saber de él, qué conducta había de seguir, dada su firme voluntad de vivir como un pobre diablo (39). Peña debió decirle, que era difícil pedir una excepción para un estudiante que no era religioso. Porque en los términos del reglamento, los “martinetes” mismos tenían su cuota señalada; lo mejor sería pues seguir la manera común. Quizás Peña dio su consejo acompañado con algunas palabritas dichas al Procurador de la Nación de Francia; porque en estas materias, los procuradores tenían un poder discrecional previsto por los estatutos (40). A pesar de lo cual las propinas a los bedeles, los derechos de cancillería por las letras testimoniales, los regalos a los regentes, que lo habían preparado a los grados, la nota a pagar por los dos banquetes de la elección, y por el banquete de la licenciatura, vaciaron la bolsa de Iñigo de Loyola y le obligaron a pedir prestado. El 13 de junio de 1533, escribía a la generosa Inés Pascual: “en esta Cuaresma he tomado el grado de maestro (es el de la licenciatura de lo que habla) y por eso he gastado en cosas inevitables mas de lo que podía mi bolsa y exigía mi condición, de manera que me he quedado agotado. Será muy necesario que Dios Nuestro Señor venga en mi ayuda” (41). 
     El estudiante en la inopia no se contentó con lanzar este grito de socorro. Escribió a Ana de Rocaberti que en una carta le había hecho las más generosas ofertas, y encargó a Inés Pascual que viera lo que podía conseguir ella misma sin ser indiscreta entre las fieles bienhechoras de Barcelona: doña Isabel de Josa, doña Aldonza de Cardona y, principalmente, doña Jerónima Gralla. El no quería permanecer con deudas para el porvenir. (42)
     Tal penuria explica cómo Iñigo tuvo que esperar hasta después de Pascua de 1534 la toma del birrete doctoral. La obtención del cargo de maestro era una ceremonia más que un examen. Cierto día, pues, de la cuaresma de 1534, Iñigo revestido de su capa negra se dirigió en solemne cortejo a las escuelas de la Nación de Francia, calle de Fouare. Dió una especie de lección, que es el comienzo de las que la licenciatura le daría el derecho de hacer más tarde; luego, el maestro que había sido su patrono para la licenciatura, (43) Juan Peña probablemente, hizo una arenga; enseguida el bedel preguntó a todos los maestros presentes: “¿Os agrada que el licenciado Iñigo de Loyola reciba el birrete?” Dado el placet de la asamblea profesoral, Iñigo avanzó algunos pasos y su regente le cubrió con el bonete doctoral.
     Cuando Iñigo tomó este grado supremo de maestro, había ya comenzado sus estudios teológicos. Hubiera podido hacerlos en la Sorbona o en Navarra. Las dos casas tenían igual reputación. Los regulares tenían también sus escuelas, de las que las más famosas eran la de los Menores y la de los Dominicos. Por razones que no ha dicho y que debían ser el renombre del convento de la calle Saint Jacques, Iñigo escogió para maestros a los Hermanos Predicadores.
     El convento de la calle Saint Jacques, (44) se beneficiaba desde la Edad Media, de la gloriosa radiación de la Universidad de París. Dominicos de todos los países, y especialmente de España, iban a estudiar allí y tomar sus grados. Era en la Orden una casa de formación para sus futuros maestros de Teología. La agregación del convento a la congregación observante y reformada de Holanda, habíale añadido el renombre de la virtud al del saber.
     Se sabe perfectamente cómo a lo largo del siglo XV, las estrepitosas querellas entre nominalistas y realistas habían llenado de tumultos las escuelas y el Parlamento de París. Maltratados por momentos los nominalistas, acabaron por obtener derecho de ciudadanía para sus doctrinas, hasta el punto de imponerlas en algunos colegios (45).  Pero a principios del siglo XVI tuvo lugar una conversión intelectual, que hizo mucho ruido. El flamenco Pedro Crockaert, brillante discípulo de Juan Mayor en Montaigu y fogosísimo nominalista, tomó el hábito de Santo Domingo en el convento de Saint Jacques en 1503 y se convirtió en un tomista decidido. Durante diez años, de 1504 a 1514, sus lecciones atraían gran número de oyentes. Al morir dejó su cátedra a un discípulo más grande que él, el español Francisco de Vitoria. Cuando Vitoria, después de dos años de maestro, 1522 a 1524, partió para Salamanca, tuvo por sucesor a Fray Pedro de Nimega. Estos tres hombres en veinte años dieron a Saint Jacques de París una noble tradición. Sus libros en que comentaban la Suma de Santo Tomás en lugar de las Sentencias de Pedro Lombardo, dieron una nueva orientación a la enseñanza, la misma que Tomás de Vio acababa de darle.
     Seguramente no todos los dominicos de París tenían las mismas tendencias. Para no citar sino dos nombres entre los más conocidos de esta época, Amado Maigret y Guillermo Petit, estaban profundamente ligados al movimiento humanista, tan temido y combatido por los teólogos de la Sorbona. Unidos con Lefevre de Etaples, hubieran querido como él renovar no solamente el lenguaje, sino los métodos y las teorías de la antigua escolástica.
     Los maestros de la calle de Saint Jacques, que hemos nombrado, al tomar a Tomas de Aquino por guía, unían a su escuela un pasado glorioso y un doctor que era un santo. Todo esto era de mucho agrado para Iñigo de Loyola. En medio de las corrientes diversas que seguían los espíritus en París, se dirigió como por instinto hacia aquella que llevaba las aguas de una lejana tradición. No nos ha dicho el nombre de sus profesores de Teología, pero fueron ciertamente los mismos que Bobadilla nombra en sus memorias, a saber (46): Mateo Ory y Juan Benoit, y quizás sea necesario añadir a Fray Tomás Lorenzo. Iñigo no aprovechó por mucho tiempo sus lecciones porque fue obligado a salir de París después de diez y ocho meses de estudios con los dominicos. Pero debe pensarse que la escuela de Saint Jacques fue la cuna de aquel afecto de preferencia por Santo Tomás, que el fundador de la Compañía de Jesús manifestará más tarde en el lugar de sus Constituciones, en que reglamenta los estudios de su Orden.
     Al cabo de siete años pasados en la Universidad de París, (1528 a 1535) Iñigo de Loyola poseía no ciertamente la vasta cultura de un Budé o de un Lefevre de Etaples, pero sí una seria iniciación en las disciplinas escolares de su tiempo. Tenemos acerca de la extensión de su saber, la declaración de un testigo que le conoció de cerca entonces: Diego Laínez. He aquí sus palabras textuales a las que nada hay que añadir porque en su brevedad y franqueza lo dicen todo: “Bien que él tuvo en el estudio muchos más impedimentos que los otros, sin embargo puso tan grande diligencia en ellos, que aprovechó coeteris paribus, tanto y más que sus contemporáneos, adquiriendo una notable medianía de conocimientos, como atestiguó por sus exámenes públicos y en sus discusiones con los escolares de su mismo curso.” (47)
     Extranjero en Francia, habiendo sufrido a causa de su celo mil tropiezos, este estudiante de cuarenta años bien cumplidos, guardó siempre de su paso por París un agradecido recuerdo. Ponía a la Universidad francesa por encima de las Universidades españolas. A su hermano Beltrán que quería enviar a su hijo menor Emiliano a estudiar en Salamanca, no vacilará en escribir en 1539: “si mi parecer tiene algún peso, yo te aconsejaré enviar a Emiliano a París porque allí aprovechará mucho más en pocos años que en muchos en otra Universidad; y además porque es un país en donde los estudiantes conservan mayor moralidad y virtud; y por mi parte con el deseo que tengo de su provecho me gustaría que tomara el camino de París; dile a su madre que en el caso en que Araoz no fuera por allá no faltarían personas de autoridad y buena vida que tuviesen mucho cuidado de Emiliano.” El consejo no fue seguido, pero no por eso era menos una conclusión autorizada de una experiencia, que no se extravió nunca. Nosotros ignoramos cuáles eran las ideas de Iñigo de Loyola acerca de París cuando llegó en febrero de 1528. Pero desde luego, dos hechos pudieron producir en él la más profunda impresión: una procesión solemne y un concilio.
     Sucedió que en la noche del lunes de Pentecostés (l° de junio de 1528) algunos malhechores sacrílegos rompieron la cabeza de una estatua de la Virgen que se levantaba en la calle de Rosales en el barrio de San Antonio. Francisco I se indignó y pidió que se hicieran manifestaciones solemnes de reparación. El nueve de junio tuvo lugar una procesión solemne de la Universidad. El once el Rey hizo otra con la Parroquia de San Pablo. El doce hubo procesión general de todas las parroquias, con todo el Clero, todos los Obispos presentes en París, el Cardenal de Lorena, el Parlamento, la Real Hacienda, la nobleza, los príncipes de la sangre y el Rey: cada uno llevaba en la mano un cirio de cera encendido. Las casas estaban empavesadas. Cuando el Rey llegó a la calle de Rosales, tomó en sus manos de las del Obispo de Lisieux, una hermosa estatua esmaltada, y con sus propias manos ayudado por el Prelado la colocó en el lugar en que estaba antes la mutilada estatua; mientras que el Clero cantaba la antífona Ave Regina Coelorum, el Rey de rodillas lloraba y oraba devotamente. Acabadas la antífona y las oraciones, depositó en el nicho su cirio y el del Cardenal de Lorena y cerró él mismo la verja que había de proteger a la estatua tan solemnemente inaugurada. Ante semejante espectáculo ¿cómo un hijo de Espuña, un peregrino de Nuestra Señora de Montserrat, no se habría sentido conmovido hasta lo más profundo de su alma? ¿Cómo este fervor de toda una capital en favor de las devociones tradicionales, no habría de infundir en su corazón, si hubiera sido necesario, la detestación de las cobardes complacencias de algunos humanistas, que consentían en abolir el culto de los santos?
     Mucho más aun que las manifestaciones brillantes de la calle de Rosales, el Concilio de Sens, (49) proclamó la fidelidad de la Iglesia Galicana a las antiguas creencias. Los cánones de la Asamblea de Obispos y Doctores presidida por Antonio Guiprat, Arzobispo de Sens y Canciller de Francia (tres de febrero de 1527 a septiembre de 1528) son un verdadero bosquejo de los cánones del Concilio de Trento. No es seguro que Iñigo de Loyola haya leído todos los impresos de polémica cambiados entre Beda y Erasmo, pero ciertamente leyó las actas del Concilio editadas por Colines en 1529 al cuidado de Clichtove, con un prefacio al Rey, una exhortación al lector y un sumario de verdades católicas opuestas a los errores de Lutero.
     Los decretos conciliarios señalaban el error a la atención de los católicos, tratando de detener sus progresos por la condenación de los escritos y de los hombres que los difundían. Proveían a esto las decisiones de la Sorbona y los decretos del Parlamento (50)El Parlamento ordenó el suplicio de Berquín (17 de abril de 1529), el proceso contra Saunier del Colegio de Reims (febrero 1530), y contra Marcial Masurier, principal del Colegio de Chenac (septiembre de 1530); cateos en las librerías en mayo de 1532; la prisión del Canónigo de Amiens Juan Morand (23 de septiembre de 1533). Las decisiones de la Sorbona (51) precedieron y aclararon las sentencias de los tribunales. Entre todos, Beda se distinguía por su vigilancia y actividad. Nombrado síndico, a pesar de sus resistencias, reelecto después de su voluntaria dimisión, tuvo una parte considerable no sólo en las determinaciones de la Sorbona contra Lutero, sino en los asuntos de Berquín, de Lefevre de Etaples, Caroli, Masurier, Juan Papillón y Erasmo. Cuando Iñigo de Loyola llegó a París, la actuación de Beda estaba en su fase más resonante. Puede decirse que era el portavoz de la Sorbona, inquieta y suspicaz.
     Con el grueso de los parisienses y de los escolares de su tiempo, Iñigo de Loyola siguió con interés los actos de esta doble judicatura. Los del Parlamento eran públicos; las conclusiones de la Sorbona no se sabe que se manifestaran al exterior. Si acaso, Iñigo pudo sorprender algunos secretos, por las alusiones de los maestros en sus cursos, o por las confidencias secretas de algunos doctores sus amigos: Jerónimo Frago, Alvarez de Moscoso, Santiago Barthelemi y Francisco el Picardo.
     Se puede estar seguro que él iba en las filas de las dos procesiones solemnes del 25 de mayo de 1530 y del 21 de enero de 1535 por las cuales la Corte y la ciudad quisieron reparar los ultrajes hechos a la Virgen de la Calle de Aubry el Carnicero, y las blasfemias fijadas en las calles contra la Eucaristía. Y no será él el que tomará la defensa del zapatero Laffite o del dominico Carne, condenados como escandalosos herejes. Maltratado muchas veces por los jueces de la fe bajo el pretexto de que tenía doctrinas inquietantes, sabía por experiencia que los teólogos pueden castigar inocentes, pero suscribía el principio de la reprensión legal de los errados, que dogmatizaban; a sus ojos la fe católica, con la gracia de Dios, era el bien supremo de las almas y de los pueblos. El partido del Evangelismo de Meaux y de los Erasmianos le era muy sospechoso. Él fue quien apartó con fuerza a Francisco Javier de aquellos hombres vacilantes y de sus doctrinas. Con toda la Sorbona consideraba como faltas de gobierno, las tergiversaciones del Rey y sus esfuerzos para salvar a los escritores comprometidos, y el riguroso destierro con que castigó el celo a veces excesivo del síndico Noel Beda.
     Pero en medio de estas batallas confusas en las que chocaban violentamente letrados y teólogos, no pensaba sacrificar la Teología a las Letras, ni las Letras a la Teología. Hacer mofa de la Edad Media, con el pretexto de magnificar las conquistas del Renacimiento, y despreciar las conquistas del Renacimiento por una obtusa veneración a la Edad Media, le parecían dos exageraciones tan contrarias a la razón como a la fe. Era demasiado humilde, y demasiado justo, para no respetar en el pasado aquello de que vivió y lo hizo grande; unía, en la Providencia de Aquel que desde lo alto gobierna su Iglesia, una confianza suficientemente absoluta, para rechazar los nuevos medios de defender y de ilustrar la creencia de sus abuelos. Frente a esta antinomia que se encarna en Beda de Picardía, y en Erasmo de Rotterdam, separa la realidad de las apariencias; traza una vía media, en la que el sincero amor de las Letras y del saber del Renacimiento, se une con la más celosa integridad en la doctrina.
     Tanta prudencia podría parecer una piadosa y gratuita conjetura, pero no es así. Todos los que han leído las Constituciones de la Compañía de Jesús, saben bien el lugar que el fundador da en ellas a las lenguas sagradas y al Humanismo. Todos los que han leído los Ejercicios Espirituales, saben que Iñigo de Loyola señala en ellos el acuerdo que debe de existir entre la Teología Escolástica y la Teología Positiva. Estos textos prueban la exactitud de miras de su autor. Entre los tímidos rutinarios y los presuntuosos novadores, guarda el equilibrio de la verdad; no por un relámpago de genio especulativo, porque no fue ni un letrado, ni un filósofo, ni un teólogo; sino por un don superior de gobierno, por un espíritu de conducta natural, en él iluminada desde Manresa, con sobrenatural claridad.
     Pero además, ¿no era un deseo de tradición y de progreso lo que comenzaron a inspirar en él las lecciones recibidas en Alcalá? ¿Y no puede decirse que Iñigo de Loyola prosiguió en París el laborioso ciclo de sus estudios universitarios, de acuerdo con las miras del gran Cardenal Jiménez de Cisneros?
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     En el espíritu de Iñigo de Loyola estaba firme la idea no solamente de llevar a cabo todos los estudios clericales, de modo que pudiese trabajar por la salvación de las almas, sino aun de agrupar en torno suyo algunas buenas voluntades semejantes a la suya. Desde los años de Alcalá (1526-1527) comenzó a poner en ejecución este proyecto. Cuando sus dificultades con la Inquisición obligaron a Iñigo a apartarse de la Universidad de Jiménez, persistía en su idea. Cáceres, Saá, Arteaga, Reynald se unieron otra vez en Salamanca a su maestro espiritual. El viaje de Iñigo a París relajó los lazos, sin romperlos; se comunicaban entre sí por cartas, y aun Iñigo trató de atraer a Calixto a París, procurándole por medio de doña Leonor de Mascareñas una beca del Rey de Portugal para Santa Bárbara. Provisto por la dama de dinero y de una mula, Calixto hizo el viaje de Portugal, pero renunció en París; hizo como tantos españoles de su tiempo un viaje a las Indias Occidentales (la Nueva España), volvió después a España, hizo un segundo viaje a las Indias y finalmente se instaló en Salamanca, en donde admiró a todos por su riqueza, cuando le habían conocido en otro tiempo, como a un pobre estudiante (52). 
     Cáceres que era de Segovia, no tardó mucho en tomar el camino de su ciudad natal; y allí arregló su vida de tal manera que pareció haber olvidado completamente su primer designio de pobreza y de apostolado. (53) Arteaga tomó el camino de los honores: llegó a ser Comendador y Obispo en América. Murió envenenado por la culpa de un criado que le cuidaba en una enfermedad y se equivocó de frasco dándole a beber agua de solimán, en lugar de agua pura. (54) Juan Reynald se hizo fraile en Salamanca, aun antes de que Ignacio hubiera salido de allí.
     Nadie, pues, quedó cerca de aquel que había soñado con agrupar algunos hombres resueltos a vivir a la apostólica; pero recomenzó en París sus ensayos de proselitismo. Cuando volvió de Flandes la primera vez, en 1528, se ocupó de dar los ejercicios espirituales a tres de sus compañeros cuya amistad había ganado y que se llamaban Peralta, Castro y Amador. Los ejercicios los transformaron, dieron a los pobres todos sus bienes, aun sus libros, se instalaron en el hospital y se les vio mendigar por las calles de puerta en puerta. Esto hizo gran ruido sobre todo entre la turba española de los estudiantes. En motín y armados los más resueltos se fueron al hospital de Saint Jacques de los Peregrinos para predicar a los convertidos de Iñigo y arrancarlos por fuerza de su nueva vida. La discusión terminó por una especie de pacto: ante todo Peralta, Castro y Amador debían terminar sus estudios y después seguirían sus propósitos si les parecía bien. (55) Peralta no sabemos dónde estudiaba; Castro lo hacía en la Sorbona, y Amador en Santa Bárbara. Diego de Govea, el principal de Santa Bárbara, había tomado muy a mal el incidente. Decía que Iñigo de Loyola había trastornado el juicio de Amador, y que era necesario que expiara su crimen recibiendo el infamante castigo que se llamaba “la sala”. (55) El delincuente condenado a este castigo debía presentarse en el refectorio de la comunidad, en presencia de todos sus camaradas y pasar, con el cuerpo desnudo hasta la cintura en medio de los maestros colocados en dos filas y armados de látigos restallantes. Advertido de lo que le esperaba, Iñigo de Loyola no dejó de ir al colegio según su costumbre. Y cuando ya iba a salir se le cerraron las puertas. Comprendió lo que iba a suceder y se fue a encontrar al principal y después de una larga conversación les vio ir juntos al refectorio. Diego de Govea colocó a Ignacio a su lado y cuando terminó la comida tomando la palabra hizo el elogio del estudiante incriminado, al que sin duda hizo prometer que moderaría su celo. (57)
     En medio de estos sucesos Iñigo recibió de Ruán una carta de súplica; era del indiscreto que en otro tiempo había gastado vergonzosamente los ducados que habían enviado a Iñigo de Barcelona, y le hacía saber en la carta que había caído enfermo cuando iba ya a tomar el navio para volver a España, pero que deseaba volver a ver a su bienhechor. Con la esperanza de ganar a Dios al infortunado, Iñigo resolvió hacer descalzo y en ayunas las veintiocho leguas de camino que le separaban de aquel hombre. Por un instante vaciló, pero una visita a la iglesia de Santo Domingo le volvió el aplomo. La mañana de su partida, mientras que se vestía, le volvió el miedo: ¿No era aquella una empresa temeraria y no tentaría a Dios con pretexto de celo? Con estos pensamientos, los brazos se le caían y tuvo gran trabajo para vestirse. Acabó, no obstante, sus preparativos y salió mucho antes de que comenzara el día. Llegó hasta Argenteueil, siempre combatiendo interiormente; pero después de haber atravesado esta aldea, mientras que trepaba por una colina, sus angustias comenzaron a disiparse por sí mismas; y sintió en su alma tan dulces consolaciones, un vigor espiritual tan grande y tal alegría, que no podía menos que lanzar exclamaciones de gozo mientras iba por el campo hablando con Dios. La tarde del primer día después de 14 leguas de camino se alojó con un mendigo en un hospital; el segundo día en una granja y el tercer día llegó a Ruán. Según su propósito, no había tomado desde su partida ningún alimento. Una vez que encontró al enfermo, lo cuidó, ló consoló, lo ayudó a embarcar y le proveyó de cartas de recomendación para sus compañeros dejados en Salamanca: Calixto, Saá, Diego Cáceres y Juan Arteaga. (58)
     A la vuelta de esta expedición caritativa Iñigo encontró a la Inquisición turbada a cuenta suya, con respecto a la aventura de los tres convertidos evangélicos. Como Peralta y Castro pertenecían a familias distinguidas, su conversión había hecho ruido más arriba del mundo de los estudiantes; y el inquisidor Mateo Ory, de la Orden de Santo Domingo, había mandado que se buscase a Iñigo. A la primera noticia que tuvo, fue Iñigo derecho a avistarse con el inquisidor. Las experiencias de Salamanca y de Alcalá le habían dado confianza en las explicaciones rápidas y leales. Declaró al Padre Mateo Ory, que estaba a su disposición para todas las investigaciones que quisiera; y que no pedía más que una cosa: la rapidez en las operaciones judiciarias de que pudiera ser objeto, porque quería comenzar de nuevo los cursos de Artes el día primero de octubre, y deseaba por ello que su proceso hubiera terminado para aquella fecha, a fin de que nada le distrajese de sus estudios. El inquisidor respondió a Iñigo que le habían acusado de algunos actos de proselitismo, pero la conversación no pasó de allí ni tuvo consecuencia alguna. (59)
     Por lo demás, el apóstol estaba resuelto a guardar la mayor reserva posible. Si quería conservar a sus amigos conquistados ya por su celo, no pretendía más ganar a otros. Aquellas empresas le ponían en peligro de distraer el tiempo necesario para sus estudios. Apenas hubieron comenzado de nuevo éstos, cuando el estudiante de Filosofía se encontró, como otra vez en Barcelona, embargado por la importunidad de pensamientos santos. En lugar de seguir atentamente la lección del maestro, su espíritu se sentía absorto por el fervor y se perdía en la atención a las inspiraciones divinas que le venían en abundancia. Para curarse, Iñigo empleó el remedio que le había sido tan útil en Barcelona. Se fue a hablar con Juan Peña, su profesor, y le prometió ser muy asiduo y atento a todas sus lecciones, con la sola condición de tener con qué vivir en París. Apenas hizo esta promesa cedió la tentación, desapareció la importuna devoción y pudo proseguir en paz sus estudios. (60)
     A causa de su gran virtud, Iñigo se había hecho de amigos no sólo entre sus condiscípulos, sino entre los mismos maestros de la Universidad. Uno de ellos, Jerónimo Garcés, que se hacía llamar, no sabemos por qué, el doctor Fragus, se interesaba especialmente por aquel estudiante extraordinario. Siendo profesor de Sagrada Escritura en la Sorbona, aquel doctor español que llegó a morir canónigo de Pamplona, no tuvo nunca a Iñigo por alumno; pero había seguido con interés las desagradables vicisitudes a que le había llevado su celo apostólico. Admirado de la bonanza que siguió de repente a aquellas borrascas le manifestó un día su admiración por aquel cambio "Maestro, observó Iñigo, la razón en sencilla; es que ahora no hablo a nadie de cosas de Dios; pero terminado el curso volveré a encontrar las dificultades del pasado;” (61) y el acontecimiento debía justificar su previsión. La práctica de los Ejercicios Espirituales le había dado los volubles compañeros de la primera hora; y la misma práctica le dará a aquellos que constituirán con él, un día, la Compañía de Jesús.
     En aquella pieza de Santa Bárbara que compartía con Pedro Fabro y Francisco Javier, el estudiante de Filosofía sembró en el corazón de sus dos amigos la semilla de los santos deseos. Pedro fue más presto a recibirla, Francisco más rebelde. El saboyano tenía sus sueños sobre el porvenir: ¿qué sería él: médico, abogado, regente de un colegio, Doctor en Teología? Todo aquello le tentaba, pero lo rechazaba pronto. Tuvo días en que pensó seriamente en encerrarse en un monasterio: era esto como una evocación rápida de sus santas inspiraciones de niño, de aquella hora sagrada en que había hecho a Dios promesa de perpetua castidad. En medio de aquella incertiumbre, Pedro continuaba su vida de estudiante, pero las lecciones de Iñigo lo determinaron. Al comienzo del año de 1534, le hizo hacer los Ejercicios Espirituales. En el alma pura y generosa de Fabro, aquel mes de reflexión, de oración y de penitencia produjo efectos extraordinarios: era piadoso y se convirtió en un verdadero santo. (62)
     El navarro (63) tenía en su alma más fiebre de ambición y de orgullo. Nacido gentilhombre conservaba en medio de la escasez a que le reducía la pobreza de los suyos después de las guerras de Navarra, muchos ideales de grandeza. Aceptaba de Iñigo, que por lo demás era tan noble como él, dinero para sus necesidades, pero no tan fácilmente sus consejos. En 1531, después de la muerte de su madre, había procurado que constara por acto público su voluntad de tener las pruebas notariales de su nobleza. Tal vez soñaba con hacerse en su país, después de haber sido regente en el colegio de Beauvais, un profesor famoso. Quizás como su padre, si bien fue muy desgraciado en su carrera de consejero de los príncipes de Albret, quería ser un restaurador del reino de Navarra. Había entrado sin duda en el estado clerical; pero cuántos hombres de Iglesia estaban entonces en los más grandes cargos y negocios del Estado. En una palabra, aquel corazón generoso tenía una sed ardiente de gloria.

     Mezclado en Santa Bárbara con compañeros desvergonzados, que bajo la mirada de un maestro pervertido pasaban las noches en lugares de mala fama, había tenido a veces la debilidad de seguirlos, pero nunca participó en sus excesos. El horror de las enfermedades que roían a esas víctimas del vicio le había bastado durante dos años para sostener su pudor natural contra las solicitudes de los malos ejemplos. Las salpicaduras de aquellos escándalos, el espejismo de las glorias humanas en que se complacía su imaginación, le tenía más lejos que a Fabro de los austeros caminos del Evangelio. Pero llegó la hora, sin embargo, en que las palabras de Iñigo parecieron a aquel mundano menos absurdas. Como Fabro, hizo los ejercicios espirituales, con igual sinceridad e igual plenitud en la donación de sí mismo a Dios, pero aun antes de hacerlos ya hacía meses que estaba por entero conquistado para la vida evangélica (64).

     Diego Laínez y Alonso Salmerón habían venido de Alcalá a París. Eran jóvenes estudiosos y llenos de fe. Laínez había tomado ya en Alcalá el grado de Maestro de Artes el 26 de octubre de 1532; Salmerón había estudiado con fervor el griego y el hebreo; pudo en París al pie de las cátedras de los lectores reales, acrecentar aún el saber, que debía ayudarle más tarde a interpretar con tanta autoridad la Sagrada Escritura. En la Universidad de Alcalá los dos jóvenes habían oído hablar de Iñigo de Loyola y cuando llegaron a París, la Providencia permitió que en el mismo momento en que bajaban del caballo a la puerta de la hospedería, Iñigo fuese el primer hombre que encontraron. (65) Encontrar en París desde sus primeros pasos con quien hablar en castellano, debió de ser para los dos viajeros sumamente grato. Sus relaciones continuaron, y no fue necesario mucho tiempo para que Iñigo conquistara al castellano Laínez y al toledano Salmerón que siguieron de cerca a Pedro Fabro por el camino de los Ejercicios Espirituales. Laínez entró en él el primero con un ardor impetuoso; pasó en un absoluto ayuno los tres primeros días y los quince siguientes sólo se alimentó con pan y agua. Estos ejemplos de tan rigurosa penitencia y ardiente oración fueron para Salmerón un estímulo al que no resistió.
     Otro español (66) del reino de León se unió a ellos. Cuando llegó a París estaba más provisto de saber, que de dinero. Había estudiado en Valladolid y en Alcalá la Filosofía y la Teología, y aun había sido en Valladolid regente de Lógica. Para aprender mejor las lenguas se dirigió a París, pero la Providencia puso a Iñigo de Loyola en su camino. El generoso mendigo lo socorrió con sus limosnas y el candor, la actividad, la inteligencia del recién llegado agradaron al reclutador de hombres apostólicos que era Iñigo; y así por el camino de los Ejercicios Espirituales, Nicolás de Bobadilla se unió a la pequeña sociedad que se iba formando.
     Simón Rodríguez de Azevedo (67) había venido a París en 1527, el año precedente, a petición del portugués Diego de Govea principal de Santa Bárbara. El Rey Juan III había fundado en aquel colegio parisiense cincuenta becas en favor de los estudiantes de su nación. Simón era uno de esos favorecidos por las becas reales, de las que eran la flor los sobrinos de Govea. Ignoramos en qué momento aquel joven portugués comenzó sus relaciones íntimas con Iñigo de Loyola, pero sabemos por él mismo, que fue poco después de Laínez y Salmerón cuando entró en los designios generosos que el antiguo héroe de Pamplona inspiraba a todos los que le trataban de cerca. (68)
     En fechas diversas al cabo de un retiro de treinta días hecho con admirable fervor, cada uno de aquellos seis jóvenes (69) se decidió a una misma resolución: consagrarse al servicio de Dios por el sacerdocio a fin de trabajar por la salvación de las almas. Muchos años hacía que aquel celo apostólico abrazaba el corazón de Iñigo. A su contacto la pura y viva llama se encendía en el corazón de sus discípulos. A ejemplo del Divino Rey soñaban con conquistas; querían establecer el reino de Dios más allá de las fronteras de su país natal; las misiones entre infieles no les espantaban y resolvieron ir primero que nada a Palestina. En 1534 aquellos proyectos se hicieron la materia de conversaciones, que eran una verdadera deliberación en común, procurando todos llamar a Dios, para que les iluminase, con la oración y la penitencia. La conclusión fue firme y se contiene en tres palabras: promesa de pobreza evangélica cuando terminaran sus estudios; promesa de castidad; promesa de ir a Jerusalem y de trabajar en la conversión de los infieles a menos que se suscitaran obstáculos que les impidiesen o embarcase en Venecia o vivir en Palestina; en cuyo caso irían a Roma para rogar al Soberano Pontífice que decidiese de sus destinos. En el corazón de todos ardía la misma llama generosa de abnegación y la misma piedad hacia la Santísima Virgen y decidieron unánimemente que la fiesta de la Asunción sería el día de su juramento sagrado; y pasaron aquella fiesta en las alturas de Montmartre (70).
     En aquel tiempo la Abadía Benedictina de San Pedro dominaba un amplio espacio de jardines que se extendían hasta la mitad de la colina. Las pendientes cercanas estaban desiertas como una campiña abandonada. Aquí y allá algunos molinos animaban el paisaje con sus torres redondas y sus grandes alas en cruz. En el punto que hoy forma el cruce de la calle Antoinette y la de los Mártires se levantaba una capilla conmemorativa del martirio de San Dionisio. La Cripta recordaba el sepulcro del primer obispo de París. Encima había estado edificada en el siglo XIV una alta iglesia. Fue en ese lugar donde se reunieron, en la mañana del quince de agosto de 1534, aquellos hombres de Dios. Pedro Fabro ya era sacerdote desde el 22 de julio, y celebró allí la Santa Misa. En el momento de la comunión, Iñigo de Loyola, Javier, Laínez, Salmerón, Rodríguez y Bobadilla pronunciaron el triple voto que fijaba provisionalmente su vida. Fabro les dió la comunión. ¡Con qué generosa alegría hicieron esta ofrenda! En el secreto de aquella capillita perdida, mientras que en lo bajo de la colina la ciudad dormía cansada aun de sus placeres, de sus negocios y de sus disputas, algo divino comenzaba, ignorado de todos, contemplado con benignidad por la Virgen y su Hijo. Los hombres que salieron de aquella capilla con el alma en fiesta, el rostro radiante, el corazón y los labios llenos del Evangelio, eran verdaderos reformadores de la Iglesia.
     Pasaron en oración y piadosas conversaciones todo aquel día. Al borde de una fuente en el declive que va hacia el llano de San Dionisio tomaron juntos su frugal alimento, sazonado con alegría celestial y caridad fraterna. (72) Desde los balcones del Paraíso los viejos monjes de Siria y de Egipto reconocerían a unos hermanos, en aquellos estudiantes, casi todos españoles, perdidos por algunas horas como solitarios en medio de la campiña parisiense. Mientras que acababa el día volvieron a la ruidosa ciudad y al barrio de las escuelas. En el corazón de todos el recuerdo de esta fiesta de María permanecerá vivo y dulce; ninguno de entre ellos traicionó las promesas hechas al pie de la tumba de los mártires y de entonces en adelante su vida cristiana y su vida intelectual tendrá ya una meta fija. Como dirá mas tarde Fabro, habían visto la luz del cielo “y el principio y fin." (73) No solamente sabían que venidos de Dios, debían volver a Dios, pero aun el camino que debían seguir para esta vuelta, estaba señalado recto delante de ellos: era, sin entrar por esto en una Orden religiosa, el camino de los consejos evangélicos.
     Más tarde cuando Ignacio de Loyola habrá sido levantado en los altares y que el grupo apostólico en que había soñado en París se había convertido, según las palabras de Bossuet, en la célebre Compañía de Jesús, se acordarán de la fecha del 15 de agosto de 1534. Bajo Luis XIII la iglesia del Sanctorum Martyrium será reedificada con mayores proporciones. Encim del altar mayor de la cripta, se colocará un cuadro representando a Fabro en el altar mientras que Ignacio y sus compañeros, de rodillas, se aprestan a leer la fórmula de su voto. En la alta iglesia la Capilla más cercana al tabernáculo, a la derecha, será dedicada a San Ignacio, y en una gran placa de cobre los transeúntes podrán leer:
Societas Jesu
quae Sanctum Ignatium Loyolam 
Patrem agnoscit, Lutetiam matrem.
Hic nata est.
     Y la inscripción no es mentirosa a condición de que se la entienda. En 1534, el cuerpo religioso que se llamará la Compañía de Jesús no existía sino en germen informe, pero el espíritu de los Ejercicios que animará y organizará este cuerpo, está ya vivo y dotado de todas sus potencias. En este sentido es verdad el decir que la Orden de los Jesuitas nació en Montmartre.
     De una vida común los peregrinos de Montmartre tendrían desde entonces algunos elementos muy sencillos que, a decir verdad, los ligaban ya desde hacía tiempo: meditación y examen de conciencia cotidianos, confesión y comunión semanarias, entrevistas y reuniones frecuentes, ya en la morada de uno, ya en la de otro. La diversidad de sus estudios, la pobreza de sus recursos, la incertidumbre de sus designios, no les permitían más. Tenían sin embargo, como cosa entendida que durante su estancia en París renovarían todos los años, el 15 de agosto, su voto de 1534, y así lo hicieron en 1535, y Claudio Jayo, conquistado por su compatriota Fabro, se unió a la pequeña agrupación, y el 15 de agosto de 1536, el picardo Pascasio Groet y Juan Coduri del Delfinado se les añadieron también. (74)
     En esta época Ignacio de Loyola no estaba en París. Pero su recuerdo, sus Ejercicios Espirituales, sus recomendaciones y su voto tenían fuertemente unidos entre sí, a todos estos jóvenes. Pedro Fabro, como hermano mayor, continuaba comunicándoles el espíritu ignaciano que nadie poseyó jamás con mayor plenitud. Era sacerdote, había acabado sus estudios de Teología, tenía todas las facilidades y toda la autoridad necesarias para gobernar a sus compañeros. Estos seguían sus cursos y pasaban sus exámenes con la pasión de los más fervientes letrados. Todos serán Maestros de Artes y todos conquistarán entonces o más tarde sus grados en Teología; pero por viva que sea su sed de saber, más aún existe en su corazón viva y ardiente la sed de ganar almas para Dios. Frente al protestantismo, que acoge a los desertores de la Iglesia, y del paganismo, que detiene aún en la noche a tantas almas ignorantes de Cristo, quieren ser apóstoles, y la ciencia que adquieren no es para ellos sino un medio para autorizar su celo.
     En la misma hora en que la política rival de Francisco I y de Carlos V divide a Europa y pone en apreturas a los Papas, aquellos franceses, aquellos saboyanos y estos españoles se quieren como si fuesen hermanos; San Pablo diría que no son sino uno en Jesucristo. Jesucristo es verdaderamente el centro de sus pensamientos y de sus amores. Aquellos estudiantes del Renacimiento Parisiense viven sumergidos en la atmósfera del Cenáculo y de la Iglesia primitiva: el Espíritu Santo los posee y los gobierna. Día vendrá en que podrán predicar el Evangelio, ahora lo viven.
*
*       *
     En cuanto a Iñigo de Loyola, su salud se quebrantó mucho en la primavera de 1535. Desde los días de extremada penitencia de Manresa, los dolores de estómago se habían hecho en él un mal crónico. En París había subordinado sus austeridades al trabajo escolar, pero sin renunciar por completo a la mortificación. Los santos no conocen las abstenciones que serían cobardías. En una palabra, por causas diversas sin duda, el estudiante cuadragenario se encontró reducido a una especie de agotamiento. Los sufrimientos del estómago duraban horas en estado agudo; y a veces los acompañaba una fiebre intensa. Los médicos consultados sugirieron muchos remedios, pero ninguno producía efecto y acabaron por aconsejar una cura del aire natal. Se decidió que Iñigo hiciera el viaje a España, y cedió al parecer de los médicos y más aún a las instancias de sus amigos; por lo demás podría aprovechar aquellas circunstancias para arrreglar algunas cuestiones de patrimonio de las que sus compañeros y él querían desembarazarse para siempre. Los arreglos se hicieron pronto. El fin de sus estudios sería en 1338 para los compañeros de Iñigo; el 21 de enero, fiesta de la conversión de San Pablo todos saldrían para Venecia, y él por su lado, después de haber arreglado sus propios negocios y los de los compañeros, en Azpeitia, en Almazán, en Toledo y en Javier, iría directamente a Venecia para encontrarlos. (75)
     Mientras que todo estaba listo ya para la separación, Iñigo supo que había sido denunciado al inquisidor y que le amenazaba otro proceso. Fue a encontrar al Padre Mateo Ory para explicarse con él, y el inquisidor declaró que en efecto tenía una acusación sin importancia; pero añadió que le gustaría mucho ver los Ejercicios Espirituales de los que le habían hablado. Iñigo no tenía por qué ocultar su instrumento de conquista. Remitió al Padre Ory el manuscrito y éste lo recorrió y lo alabó mucho, manifestando el deseo de tener una copia. Iñigo se la envió; después de lo cual se tomó la libertad de insistir ante el inquisidor rogándole prosiguiera el proceso hasta la sentencia final. El juez se excusaba diciendo que aquello era superfluo, pero Iñigo permaneció en su idea. Cierto día se presentó en casa del inquisidor acompañado de testigos y de un notario público; y cuando salió del convento de los dominicos de la calle de Saint Jacques, llevaba en el bolsillo un testimonio en buena y debida forma, que garantizaba tanto su fe, como sus costumbres (76).
     Tomada esta precaución salió para España montado en un caballejo que sus compañeros le compraron. Debió de ser por los alrededores del 25 de marzo, probablemente el día 30, o sea al tercer día de Pascua.

NOTAS
39.- González de Cámara, n. 84).
40.- Du Boulai, Hist. de l'Univ. de París. V, 824.
41.- Ep. el Inst. I, 91-92.
42.- Ibid. I, 92.
43.- El registro de la Rectoría no señala para los incipientes de 1534 el nombre de los patronos escogidos por los candidatos.
44.- Mortier, O. P. Hist. abregée de L’Ordre de S. Dominique en France, París, Mame 1920, 190, 198-199, 202; A. Renaudet, op. cit. 464, 469, 594, 617, 659, 693.
45.- Du Boulai, op. cit. V.
46.- Mon. Bobadillae, 614.- Bobadilla nos cuenta también que oyó las lecciones del maestro Pierre de Cornibus, hermano menor, non satis laudatum apud theologos. Ignacio tuvo ciertamente relaciones amigables con este doctor; le llama también su maestro en una carta a Diego Govea, 23 de sep. de 1538. Es verdad que en la misma carta, da el mismo título a Jacques Barthélémy y Francisco el Picardo, sacerdotes seculares, de los que difícilmente se puede pensar que fueran sus maestros.
47.- Scrip. S. Ign. I, 139.
48.- Ep. et Instr. I, 149.
49.- Maní, XXXI, 1150-1201. Ver Nota 11 (Apéndices).
50.- En San Francisco Xavier, su pais... I, 270-290, el P. Cros nos da un resumen de rrtoj decretos según el orden cronológico. Ha utilizado los Reg. des Arch. Nat. Co.f*cil X, 1526-1539; Plaidoiries X, 4872-4905, etc.
51.-A. Qerval, op. cit. I, 267, 273-279, 354-380, 385, 390, 400-408.
52.- González de Cámara, n. 80.
53.- Id., n. 80.
54.- Id., n. 80.
55.- Id.. n. 77.
56.- Id., n. 78.
57.- Rivadeneyra, Vida, 1. II, c. 3. et Scrip. S. Ign. I, 303, donde el mismo Rivadeneyra ratifica haber oído contar este hecho en París en 1542.
58.- Gonzalez de Cámara, n. 79.
59.- Id. n. 81.
60.- id. n. 82.
61.- Id. n. 82.
62.- Mon. Fabri, Memor. n. 9, 14. Pedro Fabro nadó en Villaret de la diócesis de Ginebra, de una familia de campesinos, hacia Pascua de 1506; fue alumno por nueve años en el Colegio de la Roche; llegado a París en sep. de 1525, licenciado en Artes en Pascua de 1530, recibió las Sagradas Ordenes en París el 28 de febrero, el 4 de abril y el 4 de mayo; celebró su primera Misa el 22 de julio de 1534, graduado como Maestro de Artes después de Pascua de 1536.
63.- L. Cros, op. cit. I, 100, 124-137: Francisco de Jasso, nació en el Castillo de Javier, diócesis de Pamplona, educado en Sangüesa, llegó a París en octubre de 1525, licenciado en Artes el 15 de marzo de 1530, Maestro de Filosofía en el Colegio de Beauvais en 1534, graduado después de Pascuas en 1536..
64.- Astráin, I, 73. Diego Laínez, nacido en Almazán en 1512, de una familia de comerciantes, educado en Soria y en Sigiienza; graduado Maestro de Artes en Alcalá el 26 de octubre de 1532; llegó a París en 1533. Alonso Salmerón, nació en Toledo, de padres pobres, el 2 de sep. de 1515, condiscípulo de Laínez en Alcalá, pasó con él a París en 1533, graduado Maestro de Artes en Pascua de 1536.
65.- Polanco, Cronicón, I, 49.
66.- Mon. Bobadillae, Polanco, I, 49.—Nicolás Bobadilla, nació hacia 1509 seguramente en la diócesis de Palencia, de padres pobres; educado en Valladolid, graduado Maestro de Artes en Alcalá, alumno de Teología en Valladolid, profesor de Lógica en esta Universidad, llegó a París en 1534; graduado Maestro de Artes en Pascua de 1536, bajo la presidencia de Francisco Javier.
67.- Nacido en Vosuela, diócesis de Viseu, de familia noble; educado en Lisboa por el deán de la Capilla Real Diego Ortiz Villegas; bolsista de Santa Bárbara en 1527, licenciado en Artes el 14 de marzo de 1536; Maestro de Artes, después de Pascua de 1536.
68.- Rodríguez, Comentario, 155; Polanco Cronicón I, 49-50; Francisco Rodriguez Historia da Companhia de Jesús na Asistencia de Portugal, I, vol. I, 41-46.
69.- En 1534 Fabro tenía 28 años; Javier, 27; Bobadilla, 25; Rodríguez, 24; Laínez, 22; Salmerón, 19.
70.- Rodríguez, Comentario, 457-458; Fabro, Mem. n. 14, 15; Polanco I, Mi. Ver Nota 13 (Apéndice).
71.- Rodríguez, Comentario, 459; Fabro, n. 15; Polanco, I, 50; Cámara, n. 58
72.—Rodríguez, 459-460.
73.—Fabro, n. 103 y también carta del 12 de mayo 1541 en Mon. Fabri, 104.
74.—Rodríguez, 460; l abro, n. 15; Polanco, I, 49-50; Laínez en Scrip. S, Ign. I, 111-112.
75.- González de Cámara, n. 84, 85, 86; Rodríguez, Fabro, n. 16; Laínez en Script. S. Ign. I, 112.
76.-González de Cámara, n. 86; Scrip. S. Ign. II, 3. Ver Nota 15 (Apéndices),
P. Pablo Dudon S. J.
SABN IGNACIO DE LOYOLA

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