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viernes, 20 de junio de 2014

¿ERRORES DE LA INQUISICIÓN?

Cien problemas sobre cuestiones de fe
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     En la respuesta anterior sobre la Inquisición se excusan sus crueldades apelando a la época y recordando cuánto más hicieron los herejes con los católicos. Además, la culpa, se dijo allí, fue más de la autoridad civil que de la Iglesia.
     Nada de esto borra la grave mancha de la Iglesia que, de acuerdo con el Evangelio del amor, debiera haber reaccionado contra aquellas costumbres crueles (como otras veces se opuso a los gobiernos, aun a costa que de ello se siguiese, por ejemplo, la separación de Inglaterra) y, en cuanto a la propia defensa misma, imitando a Jesús, a los Apóstoles y a los mártires, que en lugar de reaccionar violentamente se dejaron matar.
     Distíngase —¡por caridad!— la Iglesia divina de la parte humana y reconózcase —sin anteojeras— y confiésese honradamente la culpa de ésta. Si no, hagamos como los comunistas, para quienes todo lo que ellos hacen está bien hecho. (A. M.—Turín.)

     Ilustre amigo A. M., haga el favor de volver a leer cortesmente la respuesta anterior, sin... anteojeras, y se dará cuenta de que, como usted, con razón, defiende que es obligatorio, yo no he excusado ilegítimamente nada precisamente. Tanto que al final he dicho: «Es inútil repetir con el poder civil... la Inquisición medieval... la Iglesia la quiso.»
     Por amor a la imparcialidad, era necesario solamente —contra algunas afirmaciones erróneas corrientes y la actitud de los pobres corderitos llevados al matadero, que gusta a los herejes adoptar—recordar las proporciones.
     La larga campaña difamatoria contra la Iglesia sobre este tema y las referentes historias novelescas extendidas por el público han ofuscado efectivamente la imparcialidad de juicio de muchos católicos; pero en sentido inverso al que usted supone.
     Aun más generalmente se nota en los católicos cultos, no rara vez, la tendencia —opuesta a la que lamentamos en los comunistas— de hacer concesiones con demasiada facilidad al adversario; lo cual, aun arrancando de una noble preocupación por ser leal, se transforma en una infundada autolesión.
      Diré, en especial, que en cuanto a la distinción entre elementos humano y divino de la Iglesia, que usted ha querido subrayar fuertemente, no vale la pena de insistir en ella, tan clara es la cosa; «Si bien el espíritu está pronto, mas la carne es flaca» (Mateo, XXVI, 41).
     Sin embargo, no debe entenderse a medias. Esa distinción vale propiamente para las debilidades personales, no para las órdenes públicas, aunque terrenas, de la Iglesia, las cuales, yendo siempre unidas —sin excluir la política— a los intereses religiosos, aun no siendo infalibles, gozan de una especial asistencia del Espíritu Santo. Incluso un Alejandro VI —personalmente indigno— dio muestras de notable prudencia en el gobernar, incluso en política.
     La inclinación a aprobar las iniciativas públicas de la Iglesia, aun no siendo infalibles, no es, pues, una conducta arbitraria y unilateral —con anteojeras— como la confianza en sí mismos de los comunistas, sino una conducta razonable y obligada en los creyentes. Los comunistas son inexcusables cuando creen a jefes animados del espíritu anti-evangélico de odio y opresión y del espíritu satánico de mentira, empleada como arma fundamental de penetración (como el colosal engaño de Stalin debería haber demostrado aun a los más ciegos). Los católicos, en cambio, tienen mucha razón en fiarse de la Iglesia de Cristo.
     Esta actitud de confianza hacia las disposiciones secundarias aún no estrictamente religiosas de la Iglesia, puede, en casos particulares, razonablemente ceder sólo ante claros argumentos en contra.
     Consiguientemente, no hay razón para que esa confianza no deba valer también en el tema de la Inquisición, prescindiendo, se entiende, de las responsabilidades de los tribunales locales, las cuales se incluyen en las deficiencias personales de cada cual.
     Para juzgarla con imparcialidad —como ya dije— es indispensable trasladarse a la situación y mentalidad de entonces. Teniéndose que intervenir, en el terreno jurídico práctico, para defender la unidad religiosa y el orden social de las tenebrosas fuerzas disgregadoras de la herejía, había necesariamente que poner en movimiento la máquina penal adecuada a la mentalidad y a la dureza de la época —aun con las dulcificaciones repetidamente recomendadas por Roma—, única capaz de refrenar con saludable temor. No se trataba, pues, de aprobar ningún desorden intrínseco, al que la Iglesia se habría opuesto indudablemente a toda costa, como siempre ha hecho e hizo, por ejemplo, con Enrique VIII de Inglaterra.
     ¿Por qué no intervino para ilustrar la legislación y el procedimiento relativo con el espíritu de dulzura del Evangelio? Para responder hay que encuadrar nuestro problema de mansedumbre con el de la dulcificación de todas las costumbres públicas, que sólo la lenta maduración de los siglos habría podido producir. La Iglesia presentó íntegros los principios desde el comienzo. Su penetración en las costumbres dependió, en cambio, de una multitud de circunstancias prácticas y de la lenta fructificación de la gracia en los corazones. Recuérdense las parábolas de la levadura y de la semilla de mostaza.
     La divina visión de la Iglesia no se confunde con una falsa visión milagrera. La rapidez de fermentación de la masa humana con la levadura de su enseñanza depende de la respuesta de los individuos.
     Además es inexacto ese recuerdo de los mártires, que, imitando a Jesús, en lugar de defenderse, se inmolaron. Se da la habitual confusión, tocada ya en anteriores respuestas, entre el espíritu interior de perdón y la acción jurídica exterior defensiva.
     Esta en determinados casos, puede ser no sólo lícita, sino estrictamente obligatoria.

BIBLIOGRAFIA
Bibliografía de la consulta 23. Para la sumisión a la Iglesia, consulta 17. Para el perdón, consulta 32.
Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE

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