CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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EL GIGANTE DE ACERO CON LOS PIES DE BARRO
Basándome en el dogma cristiano sobre la revelación de Jesús, la historicidad de ésta debe ser un hecho de «absoluta» evidencia como absoluta debe ser la adhesión al dogma. Esa historicidad, en cambio, no supera el grado de «certeza moral» de los testimonios de la revelación misma: certeza que puede admitir la duda prudente. Todo el edificio del dogma revelado se resiente, por tanto, de esa duda. (C. R.—Salerno.)
El gigante de la certeza dogmática se apoyaría, pues, en los frágiles pies de la legitima duda histórica. Sería precisamente ¡una gigantesca... debilidad!
Pero ¿qué entiende por certeza, amigo salernitano?
La certeza histórica, al tener necesariamente que quedarse en el plano de las pruebas testificales, es indudablemente de naturaleza diversa de la certeza metafísica o matemática o física; pero esto no quita que sea completa. No le puedo conceder, por tanto, que admita la duda prudente. La existencia de Napoleón, por ejemplo, entra en ése grado de certeza —se llama también moral para distinguirla de las otras—. ¿Duda usted de ella?
El hecho de que el testimonio de la tradición cristiana y de los Evangelios esté más discutido que la historia de Napoleón depende de los candentes valores morales que toca, no a una menor seguridad. Es preciso notar realmente que la prueba histórica de la divinidad de Cristo —que es la base de todo— no depende de elementos secundarios, y, según los adversarios, discutibles, de la tradición y de los Evangelios, sino del grueso de su testimonio que la crítica moderna verdaderamente imparcial considera seguro; así es, por ejemplo, como resulta absolutamente puesta fuera de duda la resurrección de Jesús.
El Evangelio además tiene una admirable confirmación interna de su veracidad, que en vano se busca en la historia de Napoleón o de cualquier otro héroe. Es su inconfundible manera sin adornos y fría de narrar los hechos, .sin ningún gesto engrandecedor del gran protagonista y de sus seguidores, incluso destacando las vergonzosas debilidades de éstos, y aun ciertas aparentes debilidades de Jesús, como, por ejemplo, la agonía del Huerto. Hay además el hecho de haberse divulgado sin hallar quien lo desmintiese en la época y en el ambiente de los más despiadados enemigos de Cristo, que habrían tenido el mayor interés en negar su relato.
La tradición, por otra parte, tiene la admirable corroboración del martirio de todos sus principales testigos. Los cuales, nótese, no aceptaron la muerte puramente como seguidores de la idea —lo cual sería en parte comprensible en el fanatismo de un movimiento—, sino como testigos directos de los hechos: «Lo que oímos, lo que vimos con nuestros ojos, y contemplamos, y palparon nuestras manos,..; esto que vimos y oímos, es lo os anunciamos" (1 Juan I, 1-3)
No falta, por lo demás, asimismo un indirecto, aunque no necesario, aval metafísico de esa certeza histórica, que constituye otra originalidad del testimonio cristiano.
Se funda en la certeza previa de la existencia de Dios y de la divina bondad y providencia. Metafísicamente, por tanto, repugna a la perfección y bondad de Dios que, aun pudiéndolo impedir, haya permitido semejante —por hipótesis desesperada supuesto— error histórico moralmente invencible de toda la Humanidad, que falsifica las esenciales relaciones del hombre con Él.
El gigante de acero tiene, pues, también los pies de acero, y de un temple inquebrantable.
BIBLIOGRAFIA
P. Geny: Espéces de certitudes, DAFC., I, págs. 498-502.
Acerca de los Evangelios:
F. Fabri: II cristianesimo, rivelazione divina, Asís, 1946, cap. VIII (las fuentes históricas de la vida de Jesús).
P. C. Landucci: Esiste Dio?, Asís, 1951, págs. 177-8, 182 y 196-7; Madrid, 1953, páginas 228-9, 234-5 y 254-5;
J. M. Braun: Gesú, storia e critica, Florencia, 1950.
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