La Sagrada Biblia es un libro único: por ser obra de Dios, tesoro de un pueblo, pan de todas las almas y rey de todos los libros.
No es el libro más antiguo de la literatura universal; pero sí el más rico de influencias. Pasan los siglos y no envejece la juventud de sus páginas. Pasan los hombres y él sigue diciéndoles palabras de eternidad.
El Antiguo Testamento fue compuesto para una exigua comunidad de tribus. El Nuevo Testamento para una iglesia naciente. Hoy es un libro mundial.
Tal vez sea el libro más difícil. Existe lo que se llama el problema de la Biblia, que sólo la Iglesia Católica sabe resolver. Y es totalmente serio: no tolera la frivolidad ni la curiosidad malsana; no admite la divagación superficial.
Desnudamente bello, a fuerza de verdad y de simplicidad, encubre las venas profundas de la vida.
Atrae por el prodigio múltiple de su interés cultural, histórico o literario; pero lo achicaría y lo rebajaría quien sólo a tales visos lo mirase.
Porque la Biblia es, ante todo, palabra de Dios. Es mensaje divino y eterno. Su misión es la más alta: la revelación de los designios de Dios, la promulgación de su voluntad, la comunicación de sus torrentes de vida.
Es libro inspirado y sagrado. Hay que tratarlo con reverencia, como al cáliz de la consagración.
León XIII lo llamó “alma de la Teología”. Porque habla de Dios; y todo: hombres y cosas, lo mira a la luz de Dios.
Divino por su origen y por la continua y dominadora presencia de Dios en todas sus páginas, es profundamente humano. La Biblia ennoblece mi genealogía, la centra en los planes de la redención y la encamina hacia la ciudad permanente.
En sus páginas alienta la más bella exaltación de la vida humana. Porque allí la vemos procedente de Dios, desviada y azotada por el pecado, rescatada por el Salvador e injertada en una Iglesia que abraza el cielo y la tierra, el tiempo y la eternidad.
Leyendo la Biblia, yo sé de dónde vengo y hacia dónde voy; yo sé el porqué del trabajo, del dolor y de la muerte.
La Biblia es la educadora del hombre. No es un tratado sistemático de doctrinas religiosas o morales expuesto en formulación definitiva; pero sí es una doctrina total. Habla en estilo directo, real, conciso, muchas veces apasionante. Y tiene un mensaje para las necesidades de cada corazón.
Se ha dicho que es libro de todas las horas: la del sufrimiento, la del gozo, la del optimismo. Tan sólo el Salterio expresa toda la gama de los sentimientos humanos. ¡Cuántos han llorado y cantado al compás de los versículos de David!
Es libro de oración y de edificación.
En la Biblia está la norma y el modelo de todas las plegarias y también las fórmulas más conmovedoras, que saltan de los torrentes de la eternidad.
La Liturgia de la Iglesia alienta y habla por las plegarias de la Biblia, desde los salmos hasta el magníficat y hasta las siete palabras de Cristo en la cruz. La Misa y el oficio rezan a través de la Biblia. Las últimas palabras de toda la Biblia son una plegaria de invocación: Vera, Domine Jesu!
Libro de edificación, ha sido recomendado siempre por la Iglesia como la más sabrosa y nutritiva lectura espiritual. Y lo cierto es que quien se apacienta en sus páginas, halla después desabridos todos los libros dictados por la sabiduría del hombre, aunque éste sea santo. Tal es la experiencia de los místicos.
Todo libro de lectura espiritual debe, ante todo, darnos la presencia de Dios y acercarnos a su intimidad. Ninguno la da con tal sensación de majestad y de amor como este libro de la Biblia.
Su lectura pública y privada fue costumbre santa de la Iglesia primitiva. Y la exuberancia de la predicación, a veces tan al margen de la Escritura, brotó y medró en forma de sencillos comentarios homiléticos a los fragmentos de la Biblia leídos en las reuniones de los cristianos después de la participación en el banquete de la Eucaristía. Todo era allí Pan de Dios: la Hostia, la Biblia y la palabra del ministro de Jesús.
Entre las grandes consignas de la Iglesia en estos días figura la del retorno a la Biblia.
Ella debe recobrar entre los cristianos la primacía que le corresponde entre todos los libros como tesoro de formación espiritual, como pedagogía de Dios para los hombres. Siempre, claro está, bajo el magisterio de la Iglesia y a par con la Tradición, que ha llegado hasta nosotros al impulso del Espíritu.
Será necesario un método, un orden práctico para recorrer las sagradas páginas.
La Biblia contiene historia, poesía, doctrina y profecía: hechos, cánticos, consejos y vaticinios.
Se aconseja empezar su lectura por los Salmos, que colman con su polifonía la liturgia de la Iglesia. Vendrían después los profetas, por su valor de testimonio espiritual directo y porque sus autores se cuentan entre las almas más profundas, ardientes y líricas que han cruzado por la tierra. En sus vaticinios punza el alma el reproche, la amenaza, el anuncio, la promesa, la voz de la cólera y la voz de la consolación.
Seguirían los relatos históricos, llenos de las tremendas fragilidades del hombre y de las manifestaciones de la justicia y la misericordia del Señor.
En pos vendrían los poemas líricos, de belleza insuperable, y las colecciones didácticas, impregnadas de sabiduría vital y de experiencia humana.
Y siempre, y a lo largo de todas tus jornadas, podrías recurrir a las páginas del Nuevo Testamento, henchidas ya por la plenitud, que es Cristo.
Acércate, amigo, a la Biblia. Acércate a Ella con fe, con amor, con espíritu eclesiológico y litúrgico.
“Ella es el libro de la vida y el testimonio del Altísimo y el conocimiento de la Verdad.
Moisés entregó la ley en preceptos de justicia y la herencia para la casa de Jacob y las promesas para Israel.
Ella está llena de sabiduría como el Fisón y como el Tigris en los días de los frutos nuevos.
Hinche como el Eúfrates el entendimiento y crece como el Jordán en los días de la siega. Envía doctrina como luz y llega a punto como el Gehón en el día de la vendimia.
Su pensamiento es más vasto que el mar y sus consejos proceden del océano grande.”
(Eclesiástico, cap. 24, vers. 32 ss.)
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