Delante de Dios y de los hombres
El divino Maestro había de predicarnos este mandato:
«Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.»
Él mismo había comenzado a darnos el ejemplo desde la casita de Nazaret: allí crecía en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y delante de los hombres, como lo nota expresamente el Evangelista.
Delante de Dios, todas mis obras buenas están patentes; Él ve hasta lo más oculto de los corazones: de este pobre corazón mío, que muchas veces no sabe ni él mismo lo que tiene dentro de sí, que ni siquiera alcanza a ver siempre claro cuáles son sus intenciones.
Para Dios, mi Padre, todo está patente, abierto; para Él no hay rincones ocultos, ni intenciones desconocidas, ni apariencias con que yo pueda engañarle; delante de Él avanzo o retrocedo, crezco o disminuyo, estoy en pie o caído, soy luz o tinieblas.
Pero no me basta que Dios vea mis intenciones puras y rectas, o conozca mis obras aun las más secretas.
Él mismo quiere que mis obras buenas aparezcan también delante de los hombres.
No, ciertamente, para satisfacción de mi vanidad, ni para esperar las alabanzas humanas o pedir la gratitud, ni para gloriarme de mi virtud o para ponderar mi sacrificio.
Todo eso sería soberbia loca, vanidad de niño.
Todo eso sería cambiar tesoros preciosos por juguetes de barro.
Si mis obras buenas han de aparecer ante los hombres —y el divino Maestro quiere que aparezcan—, es únicamente para que por ellas al verlas, mis hermanos glorifiquen a Dios, mi Padre, el dador de todo bien, del cual desciende todo don perfecto.
No para que me alaben a mí. Ni para que me atribuyan a mí el bien obrar.
Mis obras deben ser luz: deben alumbrar.
Mas, ¿cómo unir, Señor, esas obras que deben resplandecer y alumbrar con la humildad, que es obligación de mi estado?
«Si tu ojo fuere sencillo —me responde el Maestro—, todo tu cuerpo será lúcido.»
Si mi intención fuere recta, nada tengo que temer.
Y mi intención es recta, es pura, cuando en mis obras busco sólo a Dios, busco su gloria, su agrado. Y no me busco a mí, ni busco las alabanzas de los hombres.
Si el escandaloso merece que le aten una piedra al cuello y le arrojen en lo profundo del mar, por el inmenso daño que causa a las almas, el que obra bien y con su ejemplo atrae las almas a Dios, merecerá un gran premio.
Dios es más pronto y generoso para premiar que para castigar.
Y ¿cuál será ese premio?
Mis obras buenas son ante los hombres el testimonio que doy de mi fe, de mi adhesión a Dios, de mi amor a Él. Son una confesión de Dios delante de los hombres.
Dios me confesará a mí delante del mundo.
«Levántate, siervo bueno y fiel; porque fuiste fiel en lo poco, Yo te constituiré sobre lo mucho.»
Ese será mi premio: premio inmenso, premio eterno, que ya nada ni nadie me podrá quitar.
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO
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