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viernes, 11 de febrero de 2011

De las cosas que hizo San Vicente Ferrer en Tolosa


Dio tantas muestras de santidad y doctrina el padre San Vicente en la junta o congregación de Perpiñán, que por toda la Europa no se hablaba en otra cosa sino de su valor y bondad, que les parecía mayor de lo que yo sabría decir. En especial los tolosanos tenían una envidia santa a los pueblos que podían gozar de tal maestro y predicador. Era en aquella sazón arzobispo de Tolosa don fray Domingo de Torralba, hombre docto y religioso y muy celoso de la salvación de sus ovejas, y como tal procuró por todas las vías posibles traer esta fuente a su huerto para que regase aquellas plantas que tan deseosas estaban de la doctrina apostólica. Verdad es que la universidad de Tolosa era entonces muy célebre y muy frecuentada de graves doctores teólogos; mas no bastó esto para que el pueblo no pidiese con gran instancia al maestro Vicente. Estando, pues, él en el lugar de Castaneto, se fué allá al presidente de nuestra casa de Tolosa con otro padre a ofrecerle su convento y bienes, para él y para quien él quisiese, solamente les hiciese caridad de ir a donde con tanto deseo le esperaban. Entró el Santo en Tolosa el viernes antes de Ramos en el año 1416, por la tarde, donde fue recibido con muy grande solemnidad, cantando sus compañeros y discípulos la letanía, y se fue directamente a la iglesia mayor, donde arrodillado y hecha la reverencia debida al santo Sacramento, dijo una oración de nuestra Señora, y volviéndose para el pueblo les dio su santa bendición.
De allí, prosiguiendo sus discípulos la letanía, quiso ir al convento de su Orden. Pero fue tan grande el concurso de las gentes que con extraña devoción le esperaban a la salida de la iglesia para besarle las manos, que le hubieran de ahogar, si no le metieran en una casa que allí estaba e hicieran de presto un enmaderamiento cuadrado, dentro del cual fue a caballo con harto trabajo, porque la gente le quería alcanzar las manos para besárselas, y las hubo de levantar sobre su cabeza. Mas era tanta la devoción del pueblo, que arrojaban hacia él sus vestidos, sólo por alcanzar a tocarle la ropa. Llegando al convento le recibieron los frailes con extraña devoción, entendiendo que venía a su casa un verdadero hijo de Santo Domingo y siervo de Jesucristo.
Al otro día tuvo ya aparejado un cadalso, en el claustro grande del convento, para que pudiese ser oído de mucha gente, y allí dijo misa cantada. Y celebró seis días en presencia del arzobispo. Hallábanse presentes a todo esto los maestros de las escuelas, y aunque antes algunos de ellos no podían creer que fuese tan docto y tan grande predicador como el mundo decía, luego en el primer sermon conocieron que no era nada lo que se contaba en comparación con lo que sus ojos veían. Pero hubo entre ellos un maestro muy celebre, llamado fray Juan García, el cual, con intento de reprenderle, vino algunas veces al monasterio de Santo Tomás, para ver si hallaría algo de qué asir en sus sermones. Y un día, acabado el sermón, llegóse a él un otro maestro clérigo, y díjole: Padre maestro, ¿qué diremos de este predicador; Entonces él, movido por Dios y todo mudado, respondió: En verdad creo que no habla este hombre, sino el Espíritu Santo; ni creo que haya en el mundo persona que le pueda reprender. Porque a este hombre Dios le ha enviado y no otro; que a no ser ello asi no pudiera hacer tanto fruto ni poner en tan claros términos las cosas tan difíciles de la ciencia especulativa. De allí adelante este padre no se cansaba de alabar al santo predicador, y entre otras cosas decía de él que era como una fuente de sabiduría, y como en él tan particularmente moraba el Espíritu Santo, sus cosas más eran divinas y angélicas que humanas, y que era tan devoto y religioso en decir misa que si se perdiesen las ceremonias del altar él solo bastaba para hallarlas de nuevo. Con estos sermones del Santo fue tan grande la mudanza del pueblo, que parecía que ya venia el juicio final. Cerráronse las escuelas por todo el tiempo que el Santo estuvo en Tolosa, y todas las cortes y tribunales y audiencias dejaron de entender en causas y pleitos. Y los mercaderes y oficiales no abrían sus tiendas, para comprar o vender, porque ninguno se acordaba ya de las cosas de esta vida, sino de hacer penitencia. Iban las gentes por Tolosa llorando y dándose golpes a los pechos, y levantando los ojos al cielo decían a grandes voces: ¡Señor Dios nuestro, habed misericordia de nosotros! Cada noche se hacía una solemne procesión, a la cual acudía innumerable gente, y se disciplinaban en ella muchas personas, en tanto número, que se halló por cuenta que en la primera noche se disciplinaron más de cuatrocientos muchachos. Y tal día hubo que se hallaron entre los disciplinantes poco menos de cien doctores o bachilleres en teología o leyes, que haciendo pública penitencia se azotaban. Demás de esto iban las gentes por la mañana y por la tarde a tomar penitencia de los penitenciarios que el Santo traía en su compañía, y los frailes de todos los conventos de Tolosa estaban ocupados en oír las confesiones de los que se convertían a Dios. Hasta las mujeres públicas procuraron de hallarse en sus sermones, y lloraban oyéndole y, finalmente, después de verdaderamente convertidas, se salieron del lugar deshonesto y llevaron las llaves de él a los que tenían cargo de la ciudad, diciendo que ya no querían más entender en ofender a su Dios. Cuanto mayor penitencia se les daba aquellos días a las gentes, tanto más querían hacer, y cuanto mayores pecadores habían sido, tanto daban mayor ejemplo de pública penitencia. Por cierto que cada vez que leo esto en el proceso se me acuerda de la entrada de Jonás Profeta en la ciudad de Nínive, y de la penitencia que los ninivitas entonces hicieron.
Los días que predicó en Tolosa no hubo predicador que quisiese predicar, sino fue uno de quien adelante diremos, porque toda la gente se iba tras San Vicente y los mesmos predicadores y maestros se holgaban de tener lugar para oirle, y decían que después de los apostóles aquél era el predicador mayor que Dios había enviado a su Iglesia, según ellos creían. Pero siendo tan grande el concurso de las gentes que no se podían bien acomodar en el claustro sobredicho, rogóle el arzobispo al Santo, que se quisiese pasar a vivir con él a su palacio, y predicar en la plaza de San Esteban, donde podría caber más gente. Condescendió a los ruegos del arzobispo, por ser de su religión, y fuese a su palacio y predicó casi todos los demás días y cantó su misa en la plaza susodicha, a la cual acudían las gentes con tan gran devoción, que se levantaban a media noche con lumbres para tomar lugar, y cada uno traía en qué sentarse. Porque, aunque se diga vulgarmente que asi le oían de lejos como de cerca y era ello así ordinariamente, pero todo hombre quería estarle cerca, por verle bien y mirar a su placer cómo hacia las ceremonias de la misa, y cómo sanaba los enfermos que venían al cadalso, y, finalmente, para poderle besar las manos, luego que acababa el sermón e irse a su casa tomada su bendición. Hacen gran caso en el proceso los testigos, de algunas maravillas ordinarias que se notaron allí en Tolosa. Porque con ser tan grande el concurso, que ni quedaba ventana ni agujero, ni solar vacío, y estar las gentes de media noche abajo aguardándole, nunca se vio allí alguna riña ni cuestión; nunca se oyó palabra ni cosa deshonesta entre hombres y mujeres, porque cada uno pensaba o en lo que había oído el día pasado, o en disponerse para ejecutar lo que se le había de predicar, o en dolerse de sus pecados, como si aquella plaza fuera el valle de Josaphat. Y si por ventura antes que el Santo viniese se movía algún ruido por querer tomar lugar, los que venian tarde, luego en subir él en el tablado y hacer la menor señal del mundo, se sosegaban todos y cada uno se contentaba con el lugar que le cabia.
Predicaba por lo menos tres o cuatro horas, y si contamos la misa y el sanar enfermos y otras cosas que allí hacia, llegaba a cinco, y ni por eso los niños de teta que traían sus madres lloraban, ni la gente se cansaba de oírle; antes bien, cuando más predicaba más le querían oír, porque como era muy verdadero predicador del Evangelio, salían de su boca palabras de la vida y sabiduría eterna, Jesucristo, el cual dice de si mesmo: Qui edunt me adhuc esurient, et qui bibunt me, adhuc sitien. Los que me comieren no se enfadarán de Mí, ni los que me bebieren tampoco, sino que tendrán siempre gran deseo de continuar la comida tan sabrosa y el beber tan gustoso. Proveía también nuestro Señor por el ministerio de sus santos ángeles, que las casas de aquellos que allí estaban fuesen guardadas de todo desastre y trabajo. Así dice un testigo muy honrado en el proceso, que aquellos días que el Santo predicó en Tolosa se levantaban de buena mañana él y su mujer a oírle, y dejaban en la cama sus hijos que aún eran chiquitos, y cuando volvían del sermón a las once horas del día los hallaban sanos y alegres, sin que se hubiesen meneado ni llorado. Trujéronle a la casa del arzobispo un paralítico, que por tres años había estado en una camilla, y dándole él su bendición poco a poco sanó del todo. Un otro enfermo de dolor de costado se le presentó allí mesmo pidiéndole salud y súbitamente se la alcanzó de Dios.
Acabado el sermón, íbase a recoger a casa del arzobispo, y en la comida guardaba la mesma abstinencia que hiciera dentro del convento. Hacíase leer a la mesa la Sagrada Escritura, a la cual estaba muy atento. Estando comiendo un día llegó allí un mancebito que servia en el monasterio de Santo Tomás, el cual le presentó para él y sus compañeros de parte del superior de su convento dos frascos de vino. Edificóse tanto el mancebito de ver la parsimonia y modestia del Santo en el comer y beber que se le arrodilló a los pies pidiéndole su bendición. Y fue ella de tanta eficacia que luego le pareció que había recibido el Espíritu Santo y, mudado ya en otro, pidió el hábito de la Orden, y vino a ser maestro en teología y gran predicador de la gloria de este Santo después de su muerte. No solamente éste, mas otros muchos estudiantes de Tolosa hicieron lo mesmo y fueron pobladas diversas religiones de nuevas plantas y novicios. De los cuales algunos salieron muy señaladas personas en la Iglesia, y en particular uno vino a resplandecer con milagros, como se dirá adelante cuando viniere a propósito. Acabada la comida estábase retraído en casa del arzobispo, sin salir en público, sino era para predicar en algún monasterio de frailes o monjas, y algunas veces de secreto a solos los canónigos de la iglesia mayor. Porque todos los monasterios y religiones y personas eclesiásticas querían les predicase, no sólo por gozar de su doctrina, mas también por autorizar sus casas en los tiempos venideros y que pudiesen decir que en ellas había predicado San Vicente. Especialmente quedan muy bien autorizados con esto el convento del Carmen, el de las monjas Franciscas, el de Santo Tomar de Aquino. y la iglesia mayor de San Esteban, porque no solamente predicó allí como en el convento de los Padres Menores y Agustinos y en la iglesia o plaza de San Saturnino, sino que demás de esto hizo algunos particulares milagros. Digo particulares porque los milagros de sanar enfermos eran ordinarios y casi en todas partes los hacía.
Predicando en el claustro del Carmen se movió el aire y se anubló el cielo y comenzó a llover reciamente. Por donde el pueblo se alborotó y dejando ya algunos sus lugares se iban de allí. Entonces el Santo haciéndoles señal que se estuviesen quedos, les dijo: Asosegaos, buenas gentes (que así solía él llamar a los que le oían) y no temáis que esto que cae agua es y no saetas ni guijarros. Cuando más que Nuestro Señor Jesucristo lo remediará. Luego, levantando los ojos al cielo, oró a Dios eterno que cesase la lluvia. Obedeciendo, pues, los elementos a la voluntad de Dios y de su siervo, se volvió a esclarecer el cielo; y él prosiguió en su sermón. Lo mesmo le aconteció predicando en Santo Tomás de Aquino y en la plaza de San Esteban.
En el monasterio de las madres Franciscas quiso predicar a ellas solas y a algunos frailes de diversas religiones, y mandó salir fuera todos los seglares porque tenía intento de tratar de la poca observancia que tenían algunos religiosos o religiosas. Obedecieron al mandamiento del Santo todos los que no eran de alguna profesión, sino fue una mujer que mientras la otra gente salía se escondió en un lugar obscuro para oír el sermón. Y con ser verdad que el Santo estaba dentro de las rejas sentado en una silla al pie del altar, de donde no se podía ver el lugar donde se escondió la mujer, antes de pasar muy adelante en el sermón, le mandó que se saliese de allí y no porfiase en oír lo que no era menester. Esto lo atestigua en el proceso un padre provincial del Carmen que se halló allí presente. No he podido sacar en limpio si fue esta mujer aquélla con quien le aconteció a San Vicente un milagro que refiere el doctor Juan López de Salamanca. Dice, pues, él que en Francia mandó San Vicente salir del sermón a una mujer, y como ella no quisiese obedecer a su mandamiento, él se dejó de predicar y así fue ella echada de allí con alguna ignominia; de lo cual, como quedase muy resabiada, rogó a sus hijos que la vengasen. Tomando ellos las armas y juntando algunos amigos que les acompañasen, salieron al encuentro al Santo con intento de matarle o herirle, como mejor se les aderezase. Quiso Nuestro Señor que cuando quisieron ejecutar su malicia y echar mano, se les secasen los brazos, que no les causó pequeño pavor; y como diesen en la cuenta de su yerro, acudieron al mesmo Santo y rogáronle que les perdonase y con sus santas oraciones les volviese las fuerzas. El Santo les respondió con estas palabras: Decid a vuestra madre que se confiese de tres gravísimos pecados en que está envuelta, y luego vosotros cobraréis salud. Hizo la madre lo que le fue mandado y los hijos sanaron.
También los milagros que le acontecieron en la plaza de San Esteban fueron muv notables. Como el Viernes Santo de aquel año hubiese predicado tan sentida y vivamente de la Pasión de Nuestro Señor, por espacio de seis horas, que las gentes se habían casi desherró llorando, el Sábado Santo acudieron a la plaza como 10.000 personas. Y unos mancebos por no hallar otro lugar mejor se pusieren encima de una pared bien alta, la cual el Santo no podía ver porque caia tras el tablado, el cual por todas partes estaba entoldado con paños de oro y seda y no tenia descubierta sino la delantera. El uno de aquéllos andando él en el sermón se durmió y comenzaba ya con el sueño a moverse de tal manera que estaba para despeñarse. Entonces el Santo sin verlo, ni ser avisado de otra persona alouna, dijo estas palabras en voz bien alta: Digau en aquel dolent qui dorm sus la muralla, que s'esvelle. altrament tombara e fara son dany. Pongo estas palabras en valenciano, porque también en el proceso de canonización, con estar escrito en latín, se ponen de la misma forma: en castellano quiere decir: Decid aquel ruín que duerme junto al muro, que despierte, porque de otra manera caerá y hará su daño. Dichas estas palabras, fue despertados por los que estaban cerca a él, más de allí a poco volvió a dormirse. Pero la segunda vez el Santo diciendo: Aquell mesqui si's romp lo coll, será dupte de la sua anima, e valrría més que estiques en la sua casa. Car perrill es qui si tomba e mor, que sin dannat. Que es como si dijera: Aquel desdichado, si cae, podrá ser que se muera y condene, v mas le valdría haberse quedado en su casa. Por tanto, despertadle. En la mesma plaza se adurmió un otro mancebo, estando también en un lugar bien alto y peligroso, y cargándole más el sueño cabeceó de tal manera que ya se iba a caer de allí abajo. La gente viendo al ojo el desastre, no pudo dejar de alborotarse. Diole luego a San Vicente el alma de lo que sería, aunque no lo podia ver, y así hizo la señal de la cruz hacia donde vió que la gente miraba: y luego el mancebo sin despertar se detuvo y todos quedaron muy maravillados.
El día de la Resurrección predicó, en la mesma plaza, de las apariciones de Nuestro Señor a su Madre bendita y a sus discípulos, y de las cosas que en ellas hizo, y dijo: Después de comer, un insigne predicador de otro hábito quiso predicar (que no debiera) en su convento, y entrando en la materia de aquella solemnidad refirió las cosas que por la mañana habia predicado el maestro San Vicente sin nombrarle, y luego añadió: Todas estas cosas son apócrifas y sin fundamento alguno, como yo probaré. No había aún bien comenzado a proponer sus razones, cuando por justo castigo de Dios (que suele volver por la honra de sus siervos), se alteró grandemente y no pudo hablar cosa buena ni mala, sino que sus compañeros le hubieron de bajar del pulpito con harto trabajo; y de puro corrido y afrentado no osó parar en Tolosa. Con otro religioso de la mesma Orden que éste le avino otra cosa bien notable en la propia plaza: y fue que, predicando el Santo de la venida del anticristo y del fin del mundo, se atemorizó tanto el fraile que, casi saliendo de juicio, le dijo gritando: Oh, padre mío, ¿no está escrito que antes del juicio ha de ser destruida la ciudad de Babilonia? El Santo, viendo que no lo decía de malicia, le dijo mansamente que callase por entonces y después fuese a su aposento y él le daría muy cumplida respuesta, con la cual quedase bien satisfecho. El otro replicó: Ruégoos, padre mío, que no me hagáis estar suspenso, si no queréis que caiga en desesperación. Pues que así es, dijo el Santo, yo os digo que Babilonia quiere decir confusión y desorden de pecados. Y que harto bien conviene este nombre a París y a Rouen, pues en ellas se halla tan gran confusión y desorden. Veréis, pues, antes de mucho cuan destruidas y maltratadas serán estas dos ciudades. Maravilláronse todos grandemente de esta profecía atendiendo a la paz y prosperidad de que ellas entonces gozaban. Mas quiso Dios que antes de ser canonizado San Vicente se cumpliese lo que habia dicho. Quien quisiere ver los trabajos y hambre que padeció Roan con el cerco que le pusieron los ingleses lea el proceso en las hojas 102, y la historia de Roberto Gaguino, General de la Orden de los padres Trinitarios, en el libro IX de los Anales de Francia, y a Nicole de Gile, que como testigos de casa, que dicen, merecen ser creidos. También de los trabajos que pasó la insigne ciudad de París en el cerco y entrada, o saco de cierto conde, se hace mención en el sobredicho lugar del proceso de la canonización, y los mesmos autores franceses lo escriben cumplidamente.
Con la respuesta de San Vicente se dio por contento el fraile y se sosegó; pero hubo otros en Tolosa que no dejaren de darle un toque acerca de lo que había predicado de la venida del anticristo. Dijéronle que cómo se atrevía a decir que el anticristo vendría presto, y muy presto, pues veia que San Juan Evangelista había dicho lo mesmo, y con todo habían ya pasado poco menos de mil cuatrocientos años y no era aún venido. Bien pudiera el padre San Vicente responderles a la pregunta con el mandamiento que tenía de Dios, desde que salió de Avignón, pero no quiso decirles nada de aquello, sin aprovecharse primero del mesmo argumento que ellos traían, para que, como otro David, matase a Goliat con sus propias armas. Pues si San Juan (dijo él) siendo Evangelista y no pudiendo mentir ni errar en su Escritura dijo que el anticristo estaba ya a nuestras puertas, ¿qué yerro yo en decir lo mesmo, pues está por lo menos mil trescientos años más cerca de mis tiempos el anticristo que de los de San Juan? Pero creedme, hermanos, que no me fundo solamente en la autoridad de San Juan; porque si eso fuese, cualquier otro predicador católico y docto podría predicar lo mesmo, sino en particular revelación que Nuestro Señor y Maestro Jesucristo me tiene hecha.
Y pues la materia lo trae y cae ello de su peso, quiero volver aquí por la honra de San Vicente. Dicen algunos: ¿Qué revelación fue esa con que se escuda San Vicente, pues vemos que en este año 1575 han pasado ya más de ciento cincuenta años que él es muerto y aún no se suena nada del anticristo? A esto respondo de muchas maneras: la primera es que, así como dijo San Gregorio en los Diálogos animae videnti Creatorem, augusta est omnis creatura; al alma que ve al Creador, toda criatura le parece muy angosta, así también digo yo que al alma que Dios abre aun en esta vida los ojos, para que vea siquiera confusamente la eternidad de Dios, todo el tiempo, por largo que sea, le parece un momento. De aquí es que San Pablo, con haber sufrido tantas y tan largas tribulaciones, decia: Quod enim momentaneum est et leve tribulationis nostrae, aeternum gloriae pondus operatur in nobis. Estas tribulaciones momentáneas nos acarrean una gloria sin fin. ¿Qué es esto? No en verdad otro, sino que San Pablo tenía puestos los ojos en la eternidad de Dios, y todo nuestro tiempo le parecía momento: de la misma manera que al que mira de un monte muy alto, por grandes que sean los árboles que están al pie del monte le parecen como lentiscos. Pues, si San Vicente estaba arrebatado en la contemplación de la inmensidad divina, ¿qué maravilla es que dijese: Presto vendrá el anticristo, y muy presto? También es cosa muy natural que la boca se conforme con el entendimiento, y hable aquello que siente el juicio interior. Que por eso decimos ser la mentira contra ley natural, porque la naturaleza pide y quiere esta sujeción de la boca al entendimiento. Luego, como el predicador se llame boca de Dios en las Sagradas Escrituras, razón es que hable de las cosas conforme a lo que Dios (que es el supremo entendimiento e inteligencia) siente de ellas. Pues si a todo esto juntáremos
lo que dice de Dios el profeta David: Quoniam mille anni ante oculos tuos tanquam dies externa, quae praeteriit, Que mil años de nuestro tiempo son al parecer de Dios como el día de ayer, que ya pasó; conoceremos que, no obstante la distancia de algunos años entre San Vicente y el juicio final, pudo él decir muy bien que luego sería. Otrosí cada día lo experimentamos, que si un muchacho se cría en palacio sale buen cortesano y bien hablado; y, por el contrario, si se cría en aldeas y caseríos de labradores, cuando es grande habla como ellos. De aquí es que nosotros, los mundanos, a un poco de tiempo llamamos días y meses y años, y millares de años: porque nos criamos en esta aldea del mundo, que es peor que las de Sayago, y así hablamos toscamente y como en vascuence. Pero les santos, que (según San Pablo) tienen las almas y pensamientos puestos en los cielos y conversan con los santos de la corte de Dios, necesariamente les han de tomar la frase y modo de hablar y llamar a todo el tiempo poco, pues realmente es poco: y así le llaman allá, como consta de las divinas Escrituras. De aquí a un poco (dice Dios por un Profeta), moveré el cielo y la tierra, y vendrá el deseado de las gentes. Y no vino con muchos centenares de años. En el Apocalipsis también, quejándose (si así se puede decir) las almas de los santos mártires y pidiendo a Dios que vengase su sangre, les fue respondido que se aguardasen un poco de tiempo, hasta que todos los mártires hubiesen recibido martirio; que fue como decirles hasta la fin del mundo, hasta la cual habrá mártires.
Demás de esto es de saber: que hay dos géneros de sentencias de Dios, las unas se llaman definitivas, con las cuales determinadamente y sin condición ninguna, quiere que sea una cosa; y por una de éstas dijo San Juan en el Apocalipsis; Factum est, que es como si dijera: Ya es hecho, acabóse, no hay hablar más en ello. Hay otras sentencias, que porque son más amenazas que sentencias, se llaman conminatorias, con las cuales dice que hará algún castigo; no porque de hecho le quiera hacer, sino porque le haría, y hará, si el hombre no Se enmienda. Pero si se convierte el pecador, dejará de ejecutar sus amenazas, pues no las hizo sino para que se convirtiese: Novit Dominus mutare sententiam (dice San Ambrosio) si tu noveris emmendare delictum. Si tú supieres enmendar tus culpas, también sabrá Dios disimular con sus amenazas: como lo hizo con el rey Ezequías, que por cierto respeto tenia algo desabrido a Dios (según nuestro modo de hablar) y por eso mandó a Elias profeta, que le denunciase la muerte; y porque lloró un poco, luego por el mesmo profeta le alargó la vida por quince años. Y lo mismo advierten los sagrados doctores acerca de la predicación de Jonas profeta. Conforme a esto podemos decir (y así fué ello), que la sentencia que promulgó San Vicente no era definitiva ni de proceso cerrado, sino conminatoria e interlocutoria, o de lite pendiente, que dicen. Y porque muchos hicieren penitencia aquellos días, ha querido Dios alzar un poco la mano y alargar el pleito. Pero, según andan ya los negocios y se desmandan los hombres a pecar, no digo más, sino que plegué a Dios que antes de muy muchos años no se cumpla lo del Evangelio, que durmiendo las vírgenes vino el esposo, y que se cerró la puerta de la misericordia para que nunca más se abriese para ellas. Otras muchas cosas pudiera decir a este propósito, pero bastan las dichas, y volvamos a la historia; con tal que primero advirtamos al lector que si quiere no errar en esto del juicio final, lea atentamente la Epístola 80 de San Agustín, que es a Esiquia.
Estaba tan contento el buen arzobispo de Tolosa de la grande mudanza que en sus subditos veía, que considerando la edad del maestro San Vicente, la cual era ya de setenta y tantos años y la flaqueza de su persona, le persuadió que quisiese comer carne para que pudiese mejor llevar la carga y trabajo de la predicación. Mas el Santo, que de muchos dias atrás tenia conocido que predicaba con las fuerzas que Dios le daba, no quiso disminuir nada de su penitencia ordinaria. Maravíllanse mucho el arzobispo y sus clérigos de verle comer siempre después de medio día y pescado, y que no cenaba jamás, sino los domingos y algún dia de gran calor, que comía a la noche una lechuga. Acecháronle también de noche, y hallaron que dormía a veces en tierra, a veces encima de una tabla, y que por almohada se ponía una piedra, o cuando mucho la Biblia. Sin eso se levantaba a media noche y rezaba sus maitines y horas y otras devociones, arrodillado, y después de esto se disciplinaba, él que apenas sabía pecar. Lo restante del tiempo ocupaba en leer la Biblia y otros libros santos.
Tengo cierto para mí, que aunque en todo tiempo y lugar se preció San Vicente de ser y parecer muy observante y amigo de la austeridad de su Orden, como se ha visto por todo lo pasado, particularmente lo procuró en Tolosa, por saber que en aquella mesma ciudad fundó el primer convento de su religión el glorioso padre Santo Domingo; y se acordaba San Vicente cuántas noches había pasado su Padre allí de claro, sin dormir, despedazando sus carnes con una cadena, y rogando a Dios con muchas lágrimas y sospiros por los religiosos que había de haber en su Orden. Y cuántas veces ayunó a pan y agua, y cuántos sermones habia hecho por aquellas plazas y calles el mismo patriarca para convertir los herejes, que en tiempo de Inocencio papa III se habían levantado, como se halla en la historia del mesmo Papa. También le debia de mover mucho ver que en aquella ciudad estaba enterrado el cuerpo de su particular y amado Patrón Santo Tomás de Aquino, cuya sagrada doctrina desde su mocedad había él profesado. Estos dos ejemplos tan vivos, lo tenian en aquella ciudad muy contento, demás del aprovechamiento de las almas de los tolosanos. Mas, con todo esto, viendo que no le habia Dios enviado sólo a aquella tierra, determinó irse a predicar a otras partes, particularmente por condescender con los ruegos de la vizcondesa de Caramano, la cual a la fama de su predicación era venida a Tolosa, y le pidió por singular beneficio, que se musiese llegar a Caramana, y a las demás tierras de su vizcondado, como en efecto fue allá y predicó tres días en un cadalso que le tenia aparejado la vizcondesa con muchos paños de brocado y de seda, en una grande plaza. Allí sanó muchos enfermos con su bendición, y para muchos años introdujo las procesiones y disciplinas acostumbradas.
Algunos días antes de partirse de Tolosa, quiso visitar a sus hermanos del convento de Santo Tomás. Y dijo que el día de San Pedro Mártir les iría a predicar, por ser Santo de la misma religión. Acudió después de media noche al convento mucha gente para tomar lugar, y como el sacristán se descuidase de abrir las puertas, fue tanta la multitud que se recogió en la plaza y las voces que daban, que después él temblaba de abrir las puertas temiéndose que al entrar no le atropellasen con el ímpetu. Pero él se supo guardar muy bien y cayó la mala suerte sobre una noble señora que quería tomar lugar, la cual cayó en tierra, y por bien presto que quisieron remediarla por ver que daba gritos que se moría, pasaron primero sobre ella más de cien personas, por donde fue necesario hacer parar las gentes con grande trabajo y meterla en la iglesia, porque estaba medio muerta. Pasado el tropel de la gente, entró el postrero de todos su marido con algunos criados y viéndola tan mal parada, le rogó que se quisiese volver a casa, pues tema hartos que la acompañasen. Pero ella respondió con grande fe: No me iré, cierto, de esta casa, sin oír primero la misa y sermón del hombre Santo. Entráronla, pues, como pudieren en el claustro grande, donde el Santo debía predicar; y acabado el sermón se halló de él todo sana y alegre, como si tal por ella no hubiera pasado, y se fué a su casa muy contenta.
De manera que lo que tanto se encarece en el proceso de la canonización que ningún desastre ni tristeza aconteció aquellos días que el Santo estuvo en Tolosa a los que le iban a oír, se ha de entender: porque, o no acontecían, o presto y bastantemente se remediaban luego. Porque los santos ángeles que iban en aquella compañía, enviados por Dios, a todos cabos acudían al tiempo del menester. Pasada la fiesta de Santa Cruz de mayo, después de tantas maravillas se quiso ir el Santo a donde nuestro Señor, le guiaba; y cuando se fue no sólo le acompañó el devoto pueblo hasta el lugar que llaman el Portelio, mas también muchos estudiantes, dejando la universidad, se fueron tras él; teniendo por cierto que en su compañía aprovecharían mucho en virtud y buenas costumbres, y en lo que toca a las letras no perderían nada. Porque allí en Tolosa había dado grandes muestras de su saber y doctrina; tanto que don Bernardo de Inofio, regente de la Universidad de Tolosa, que después fué obispo de Basaterse, se dejó decir que el maestro Vicente le había declarado muchos secretos del Derecho Canónico, los cuales hasta entonces ignoraba. Otro dijo, que por más doctores que había leído acerca de la materia de Praedestinatione, nunca la había de entender (cuanto en esta vida se permite) hasta que la predicó el maestro Vicente. Pero lo que más parece que le acreditó, fue que en el cadalso donde predicaba, le solían poner hombres curiosos algunas cédulas, en las cuales le pedían que les predicase de algunas particulares materias que ellos deseaban saber. Y al otro día, sin nombrar las cédulas, andando el sermón, sabía traer tan a propósito el agua a su molino, que dicen que venía a tratar de aquellas materias y los dejaba muy satisfechos.
Con esta compañía de estudiantes y personas devotas se fue a predicar y a hacer maravillas y milagros por otros lugares de la comarca, porque todos se aprovechasen de su doctrina. Mas antes que contemos esto, será bien que no se nos pasen por alto algunas cosas bien de notar, pertenecientes a la compañía que vino con él a Tolosa. En un sermón que hizo, encomendó a los de aquella ciudad que quisiesen hospedar en su casa a los que venían en su compañía, cada cual conforme su posibilidad y devoción. Y entre otros que se determinaron de hacer esta buena obra, que no fueron pocos, hubo tres honrados clérigos que, haciendo entre si una bolsa común, quisieron mantener a cuatro de ellos. Pues, queriéndose ya partir de la ciudad San Vicente, dijo un criado de la casa a uno de los clérigos: Señor, ya no queda vino en la bota. El clérigo respondió, que gracias a Dios, pues había durado por todo el tiempo que aquellos devotos hombres habían estado en su casa. Con todo, uno de ellos quiso probarlo, y vio que había vino; y después sacaron de allí mucho tiempo, sin que les faltase, con ser verdad que al principio juzgaron que casi no quedaba nada.
Con estas y otras cosas, y con el gran ejemplo que los de su compañía daban, estaban muy edificados los de Tolosa, y se holgaban de ver tan buena y santa gente como aquella; porque eran a una mano todos muy ejemplares y enemigos de toda liviandad y pecado. Y se encarece mucho en el proceso que jamás persona de aquéllas causó el menor escándalo del mundo. Y tengo para mí, que los traía San Vicente en su compañía, para que, recibiéndolos en sus casas los ciudadanos, se acostumbrasen a entender en obras de caridad y ganasen aquel mérito; y también para que sus compañeros fueran dechado de vida cristiana, y le ayudasen a ganar almas para Dios. Porque si vemos que un General de una religión claustral, si quiere introducir la observancia como debe, no se contenta con visitar personalmente los conventos de su Orden; sino que procura de poner en ellos algunos oficiales celosos de la honra de Dios, que miren si se guarda lo que El guarda y le den aviso de ello; y allende de esto, con su buen ejemplo muevan a los demás frailes a que acepten la nueva observancia: ¿no era razón que San Vicente hiciese lo mesmo? Y cuando llegaba a algún pueblo nuevamente a predicar y reformar la claustralidad y disolución que el demonio había introducido entre los cristianos, llevase en su compañía esta buena gente, para que, repartiéndola por las casas de los oyentes con su buen ejemplo les enseñasen cómo habían de guardar al pie de la letra las leyes y ordenanzas que San Vicente promulgaba; y si no lo querían hacer, le diesen a él cuenta de lo que pasaba. No tengo duda, sino que no hiciera San Vicente tanto fruto como hizo si se fuera solo, y no llevara consigo esta compañía tan religiosa que le ayudase. Así que de los que venían con él, los varones se asentaban en casa de hombres honrados, y las mujeres por las casas de otras señoras sin sospecha. Con ser esto así y atestiguarlo en el proceso muchos religiosos dignos de fe, no faltó en Tolosa quien fuese a la mano a San Vicente por ello, diciéndole que por qué traía en su compañía mujeres. A lo cual respondió el Santo que verdaderamente él no las mandaba venir, ni se holgaba que viniesen con su gente, ni tenía cuidado ninguno de ellas, cuanto a lo temporal; pero que ellas por su devoción se iban tras la gente que le acompañaba y que él no podía estorbarles el camino ni mandarlas echar a palos, que dicen; pues nuestro Redentor Jesucristo no desechó a las que le seguían desde Galilea a Jerusalén. Razón fuera que con esta respuesta se sesegaran aquellos notarios y pesquisidores de vidas ajenas. Mas para ataparles del todo las bocas, y quitar las ocasiones de murmuración, mandando llamar a las mujeres, les rogó muy encarecidamente que se quisiesen quedar allí en Tolosa y dejarle ir solo; prometiéndoles que Dios les pagaría la buena obra que en esto harían. Bien debieron sentir ellas el haberse de privar de oírle para siempre; mas, como estaban bien adoctrinadas en la obediencia, bajaron con humildad sus cabezas y quedáronse en Tolosa recogidas juntamente en una devota casa, que por contemplación del Maestro Vicente les dieron los señores capitulares de Tolosa, a donde sirviendo a su Criador, y poniendo por obra lo que habían oído al Santo, acabaron sus días loablemente.
Con estas y otras cosas dejó muy reformada a Tolosa, en tanto que, acostumbrando ellos ir cada año a ciertas fiestas con muchos juegos y juglares y máscaras, fueron allá con una cruz disciplinándose crudamente; porque se temían que si no se enmendaban de sus vanidades por las predicaciones del Maestro Vicente, no podían escapar de algún terrible castigo. Decían vulgarmente: este hombre es venido a esta tierra para nuestra salvación, o para nuestra condenación. Para que nos salvemos si hiciéremos lo que nos dice, y nos condenemos si nos descuidáramos de obedecerle; porque hasta aquí podíamos decir que no teníamos quién nos enseñase tan bien lo que somos obligados a hacer, y ya no podremos decirlo. As¡ fué tanta la devoción que le tomaron, que después de su ida se quedaron los tolosanos con algunas reliquias suyas, y no quisieron deshacer el cadalso en que había predicado, antes le besaban y tocaban como a cosa de Dios.
R.P. Fray Justiniano Antist O.P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
B.A.C.

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