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viernes, 25 de febrero de 2011

EL DRAMA ANGLICANO DEL CLERO CATOLICO POSTCONCILIAR (2)

OTROS REQUISITOS PARA LA VALIDEZ

Todo lo que se ha dicho hasta aquí se da por supuesto, tocando preguntar ahora qué es lo que se requiere para que un sacramento sea válido. La respuesta de la Iglesia se da en varios apartados. Debe haber un verdadero ministro —y donde el ministro sea un sacerdote, éste debe estar válidamente ordenado; el ministro debe tener la debida intención; debe haber debida “forma” y “materia”; el receptor debe ser apto para recibir el Sacramento. Si falta alguno de estos requisitos, el Sacramento no es efectivo. Cada uno de estos requisitos se considerará a continuación.

EL MINISTRO:

Para administrar el Bautismo válidamente no se requiere la ordenación especial. Cualquiera, incluso un pagano, puede bautizar, con tal que use la debida materia y pronuncie las palabras de la forma esencial con la intención de hacer lo que la Iglesia hace o lo que Cristo desea. Sin embargo, sólo un Obispo, un sacerdote, o en algún caso un diácono, puede administrar el Bautismo de manera solemne (En hospitales, las enfermeras bautizan a menudo a niños en peligro de muerte. Sin embargo, bautizar fuera del caso de necesidad es usurpar una función sacerdotal). En el Matrimonio las partes contrayentes son los ministros del Sacramento porque ellos hacen el contrato y el Sacramento es el contrato elevado por Cristo a la dignidad de Sacramento (Estrictamente hablando, el sacerdote es el testigo por parte de la Iglesia de este contractual Sacramento. Esto está además confirmado por el hecho de que en países o lugares donde un sacerdote no está disponible por largos períodos de tiempo, una pareja puede casarse, y cuando el sacerdote llegue, el matrimonio es “solemnizado”. Por otra parte, un matrimonio Protestante válido no se repite cuando las partes se hacen católicos). Todos los demás Sacramentos requieren un ministro ordenado por el que los Católicos entienden un sacerdote.

LA INTENCIÓN:

El ministro debe tener la debida intención. Es decir, debe tener la intención de hacer lo que quiere la Iglesia o Cristo (que es de hecho lo mismo). Se considera normalmente que la intención tiene dos aspectos: uno externo y otro interno. La intención externa la proporciona al ministro el rito que él use y se supone que él quiere hacer lo que el rito significa. La intención interna es otra cuestión y no puede nunca ser conocida con certeza, a no ser que él la exponga o la haga conocer. El ministro puede, al negar su intención interna, o al tener una intención interna que contradiga la del rito, evitar o impedir el efecto de un Sacramento. La Iglesia, reconociendo que ella no puede conocer la intención interna del ministro, la supone la misma que su intención externa (la intención que el rito tradicional proporciona mediante las verdaderas palabras), a menos que él mismo informe a la Iglesia de lo contrario (Hubo un Obispo en Sudamérica que estaba prejuiciado contra la ordenación del clero “nativo”. En su lecho de muerte él confesó que cuando ordenó al clero nativo ocultó siempre su intención. El sacerdote que oyó su confesión le negó la absolución a menos que le diera permiso para que este hecho fuera expuesto a las debidas autoridades. El permiso le fue concedido. Todo el clero nativo involucrado fue reordenado. Tales episodios son extremadamente raros en la historia de la Iglesia, y por obvias razones no se hacen normalmente públicos).

DEBIDA FORMA Y MATERIA:

Es bien sabido que la manera de administrar los Sacramentos fue confiada por Cristo a su Iglesia. Nosotros sabemos que Cristo especificó ciertos Sacramentos de manera precisa —in specie por usar el término teológico. Tal es el caso respecto al Bautismo y la Eucaristía.

Respecto a los otros Sacramentos, se sostuvo generalmente que Él sólo especificó su materia y su forma in genere —de una manera general, dejando a los Apóstoles el cuidado y el poder de determinarlos con más precisión. “Cristo determinó qué gracias especiales tenían que ser conferidas por medio de los ritos externos: en algunos Sacramentos (por ejemplo, el Bautismo, la Eucaristía) Él determinó detalladamente (in specie ) la materia y la forma: en otros Él la determinó sólo de manera general (in genere) lo que tenía que ser una ceremonia externa, por la que gracias especiales debían conferirse, dejando a los Apóstoles o a la Iglesia el poder para determinar lo que Él no determinó —por ejemplo, prescribir la materia y la forma de los Sacramentos de la Confirmación y de las Ordenes Sagradas”.

Ahora bien, la Iglesia determinó desde hace mucho tiempo los componentes esenciales de los Sacramentos —casi ciertamente del tiempo de los Apóstoles. Estos componentes esenciales forman parte de la Tradición y no pueden ser cambiados a voluntad — ni por ningún individuo, ni por ningún concilio y ni incluso por ningún Papa. Tal principio lo dejó bien claro León XIII en su Bula Apostolicæ Curæ :

“La Iglesia tiene prohibido cambiar, o incluso tocar, la materia o la forma de algún Sacramento. Ella sólo puede cambiar, abolir o introducir alguna parte en los ritos no-esenciales o ‘ceremonias’ para ser usada en la administración de los Sacramentos, tales como procesiones, oraciones o himnos, antes o después de que sean recitadas la palabras actuales de la forma…”

“Es bien sabido que no pertenece en absoluto a la Iglesia el derecho de innovar nada en la substancia de los Sacramentos” (Pío X, Ex quo nono).

Él (el Concilio de Trento) declara además que este poder ha estado siempre en la Iglesia, que en la administración de los Sacramentos, sin violar su substancia, ella puede determinar o c ambiar cualquier cosa que ella juzgue más conveniente para el beneficio de aquellos que los reciben…” (Sesión XXI, cap. 2, Concilio de Trento).

El quid del debate acerca de la “substancia” gira alrededor del tema del “significado”. Así, como veremos, en algunos Sacramentos, la forma usada varió durante siglos en las diferentes Iglesias (tradicionalmente reconocidas).

Pero con tal que el “significado” de la forma no fuera cambiado, las palabras empleadas substancialmente tenían el mismo significado que Cristo quiso. Tal es claramente la enseñanza de Santo Tomás:

“Está claro que, si es suprimida alguna parte substancial de la forma sacramental, se destruye el significado esencial de las palabras, y consiguientemente el Sacramento no es válido” (Summa III, q. 60, art. 8).

La terminología sacramental puede ser confusa. “La substancia de la forma” se refiere a las palabras que llevan su significado. “Las palabras esenciales de la forma” son las palabras de las que depende la substancia.

Los teólogos podrán argüir acerca de qué palabras son esenciales, pero todos concuerdan en la necesidad de mantener la integridad (es decir, la totalidad) de las formas recibidas (Una ilustración de esto es la frase Hoc est enim corpus meum (porque éste es mi cuerpo) de la Misa tradicional. La eliminación de la palabra “porque” no cambiaría el significado de la frase. De ahí que no conllevaría un cambio substancial. Se sigue, pues, que “porque” no es una palabra “esencial”. La “integridad” de la forma requiere con todo que sea usada, y el sacerdote peca gravemente si intencionadamente deja de usarla). Por otra parte, una forma puede contener las “palabras esenciales” pero ser invalidada por la adición de otras palabras que cambien el significado. Como declara el Missale Romanum, “si se añaden palabras que no alteran el significado, entonces el Sacramento es válido, pero el celebrante comete un pecado mortal al hacer tal adición” (De Defectibus).

EL RECEPTOR:

La previa recepción del Bautismo (por agua) es una condición esencial para la recepción de cualquier otro Sacramento. En los adultos, la recepción válida de cualquier Sacramento, aparte de la Eucaristía, requiere que uno tenga la intención de recibirlo.

Los Sacramentos imponen obligaciones y confieren gracia, y Cristo no quiere imponer obligaciones o conferir gracia sin el consentimiento del hombre. Hay ciertos impedimentos obvios para la recepción de los Sacramentos, como la norma de que la mujer no puede ser ordenada.

Finalmente, según la ley eclesiástica, una persona casada no puede recibir la ordenación (en la Iglesia Occidental), y un sacerdote que no ha sido laicalizado no puede entrar en el estado de Matrimonio. Hay para los hombres varios impedimentos a la ordenación sacerdotal, tales como la edad o la ceguera. Obviamente, alguien que sea ciego no puede decir Misa sin riesgo de derramar las especies consagradas.

La razón de por qué el Sacramento de la Eucaristía se exceptúa de estas normas es porque la Eucaristía existe siempre, y siempre permanece el Cuerpo de Cristo, sin tener en cuenta el estado del receptor.

En general, la atención por parte del receptor no es esencial. Pero obviamente la inatención es irrespetuosa respecto a lo sagrado, y una indulgencia intencionada en “distracciones” implicaría un pecado proporcional. Sin embargo en la Penitencia, ya que los actos del penitente —contricción, confesión y buena disposición para aceptar una penitencia en satisfacción— son necesarios para la eficacia del rito, es necesaria la atención.

Obviamente, el receptor de un Sacramento pecaría gravemente si no recibiera el Sacramento (Penitencia aparte) en estado de gracia, o pecaría proporcionalmente si lo recibiera de una manera no aprobada por la Iglesia.

Habiendo enumerado estos principios, nosotros trataremos algún otro Sacramento, con la excepción obvia del Santo Sacrificio de la Misa y de la Eucaristía que han sido incluidos en un libro anterior.

QUÉ HACER CUANDO HAY DUDAS ACERCA DE UN SACRAMENTO

La Iglesia, siendo una amante madre, desea y en verdad requiere que los fieles nunca estén en duda acerca de la validez de los Sacramentos. Para un sacerdote ofrecer sacramentos dudosos es claramente sacrílego y cuando esta duda es compartida por los fieles, ellos también son culpables de sacrilegio. Como el Padre Brey declara en su introducción al libro Questionning the Validity of the Masses using the new All-English Canon (La cuestión de la validez de las Misas que usan el nuevo canon inglés) de Patrick Henry Omlor:

“En la práctica, el verdadero planteamiento de las cuestiones o dudas acerca de la validez de una determinada manera de conferir un Sacramento —si esta cuestión se basa en un aparente defecto de la materia o la forma— necesitaría la estricta abstención del uso de la dudosa manera de realizar el acto sacramental, hasta que la duda sea resuelta. Al conferir los Sacramentos, todo sacerdote está obligado a seguir el medium certum —es decir, ‘el camino más seguro’” (Patrick Henry Omlor, Questionning the validity of the Masses using the New All-English Canon,Reno, Nevada, Athanasius 1969).

Similarmente, el Padre Henry Davis, S.J.:

“Al realizar los Sacramentos, como también en la Consagración en la Misa, nunca está permitido adoptar un probable camino de acción como válido y abandonar “el camino más seguro”. Esto fue explícitamente condenado por el Papa Inocencio XI (1670-1616). Hacerlo de este modo sería un grave pecado contra la religión, o sea, un acto de irreverencia hacia lo que Cristo Nuestro Señor instituyó. Sería un grave pecado contra la caridad, ya que el receptor estaría probablemente privado de las gracias y efectos del Sacramento. Sería un grave pecado contra la justicia, porque el receptor tiene derecho a un Sacramento válido” (Padre Henry Davis, S.J.. Moral and Pastoral Theology (Moral y Teología Pastoral) (Londres, Sheed and Ward. 1936) v. 2, p. 27).

LOS CAMBIOS POSTCONCILIARES EN LOS SACRAMENTOS

Es bien sabido que la Iglesia Post-conciliar cambió todos los Sacramentos. Mientras que los cambios en la Misa fueron tratados en un libro anterior, ellos serán brevemente revisados antes de proceder a considerar los cambios en los otros Sacramentos que también afectan al sacerdocio o dependen del sacerdocio para su realización.

LA MISA

El Novus Ordo Missæ o nueva misa fue promulgada el 3 de Abril de 1969, en la Fiesta de la Pascua Judía. El rito tradicional estaba dividido en dos partes, “la Misa de los Catecúmenos” y “la Misa de los Fieles”. El nuevo rito fue dividido también en dos partes, “la Liturgia de la Palabra” y “la Liturgia de la Eucaristía”. Este cambio fue en sí mismo significativo, ya que el término “Palabra”, que tradicionalmente se aplicaba a las Sagradas Especies -“la Palabra hecha carne”, era vinculada ahora a la lectura de la Escritura. De modo similar, la segunda parte del nuevo rito acentúa la “Eucaristía” — que significa “acción de gracias”, siendo en realidad el nuevo rito meramente un “sacrificio de alabanza y de acción de gracias”. Toda referencia a que sea un Sacrificio de inmolación “por los vivos y los muertos” o de “la representación incruenta del Sacrificio de la Cruz” ha sido eliminada. El resultado claro es un servicio que no es de ninguna manera ofensivo a los Protestantes —y de hecho, el Consistorio Superior de la Iglesia de Augsburgo Confesión de Alsacia y Lorena, principal autoridad Luterana, ha reconocido públicamente su complacencia en tomar parte en la “celebración eucarística católica” porque les permite “usar estas nuevas oraciones eucarísticas con las que ellos se sienten como en casa”. ¿Y por qué se sienten ellos como en casa con ellas? Porque ellas tienen “la ventaja de dar una interpretación diferente de la teología del Sacrificio” (De manera similar, muchos otros grupos Protestantes y Anglicanos usan el Novus Ordo Misæ o han puesto sus propios ritos en concordancia con él).

El resultado claro es entonces un rito que es, en el mejor de los casos, dudosamente Católico. Un más ajustado examen lleva a probar la sospecha de que es en realidad Protestante en su punto de vista. Considerar la definición inicialmente dada al rito por Pablo VI, quien es responsable de promulgarlo con la, al parecer, autoridad Apostólica:

“La Cena del Señor o Misa es la sagrada asamblea o congregación del pueblo de Dios reunida en conjunto, con un sacerdote presidiendo, para celebrar el memorial del Señor. Por esta razón la promesa de Cristo se aplica soberanamente a tal reunión local conjunta de la Iglesia: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 1, 20) (DOL) nº 1397) (DOL se refiere a los Documents on the Liturgy (Documentos sobre Liturgia), 1963-1979, publicados por The Liturgical Press, Collegeville, 1982. Este texto suministra traducciones oficiales de los innumerables documentos postconciliares relacionados con asuntos litúrgicos. Esta definición se halla basada en el párrafo 7 de la Instrucción General que acompaña al Novus Ordo Missæ, una instrucción que explica su significado y las rúbricas ligadas a ella).

La definición es extraordinaria porque declara que Cristo no esta más presente cuando se dice el Novus Ordo Missæ que lo está cuando yo reúno a mis hijos para rezar las oraciones de la noche. Por otra parte, cuando por el contrario en el rito tradicional está claro que sólo el sacerdote es quien celebra, la definición antedicha implica claramente que la función del sacerdote es sólo la de “presidir”, y que la supuesta realización del Sacramento es efectuada no por el Sacerdote, sino por el “pueblo de Dios”. Uno sólo tiene que partir de la frase preposicional “con un sacerdote presidiendo”, para ver que la acción es realizada por la “asamblea o congregación del pueblo de Dios reunido en conjunto”. Tan ofensiva fue esta definición que Pablo VI, vio necesario revisar brevemente su promulgación. Su nueva forma dice:

“En la Misa o Cena del Señor, el pueblo de Dios es llamado a reunirse, con un sacerdote presidiendo y actuando en la persona de Cristo, para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico. Por esta razón la promesa de Cristo se aplica soberanamente a tal reunión local conjunta de la Iglesia: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 1,20).

Al cambiar la definición Pablo VI fue cuidadoso en señalar que no existen diferencias doctrinales entre ésta y la anterior definición, y que “las enmiendas fueron solamente una cuestión de estilo”. El cambio de estilo es que el sacerdote que preside está ahora actuando en la persona de Cristo. No obstante, su función es todavía la de “presidir”; es todavía el “pueblo de Dios” quien es llamado a reunirse para celebrar el memorial del Señor; y el paralelo con la familia que reza por la noche se mantiene. Cierto que nosotros encontramos la expresión tradicional del sacerdote “actuando en la persona de Cristo”. Pero habría que recordar que un sacerdote puede actuar en la persona de Cristo en una variedad de sentidos más que como un sacerdote que sacrifica (lo que es esencial y tradicional comprender de la naturaleza del sacerdocio), como por ejemplo, cuando habla, exhorta, consuela o exorciza en el nombre del Señor (Una mayor adición fue hecha en la definición dicha en el párrafo 7 de la nueva Instrucción General. Después de la cita de S. Mateo, añadió: “Para la celebración de la Misa, que perpetúa el Sacrificio de la Cruz, Cristo está realmente presente en la asamblea reunida en su nombre; está presente en la persona del ministro, en su propia palabra, de hecho, substancial y permanentemente presente bajo los elementos eucarísticos”. Otra vez más, no hay nada en estas ambiguas frases que pueda realmente ofender a un Protestante. En ninguna parte se nos informa de que la celebración implicada es otra cosa que un memorial —y la misma palabra ‘memorial’, como la expresión ‘la Cena del Señor”, es otro término de la Reforma Protestante del siglo XVI para distinguir un servicio Protestante de la Misa Católica. Hay una notable semejanza entre esta nueva fraseología y la condenación de la declaración del pseudo-Sínodo Jansenista de Pistoia que declaraba: “Después de la consagración, Cristo está verdadera, real y substancialmente presente bajo las apariencias (del pan y del vino) y toda la substancia del pan y vino han cesado de existir, dejando sólo las apariencias”. Esta proposición fue condenada por la Bula Auctorum Fidei como “perniciosa que menoscaba la exposición de la Verdad Católica acerca del dogma de la Transubstanciación, y favorece a los herejes” (Denzinger, 1529). La razón por la que fue condenada es porque “ella omite enteramente hacer alguna mención de la transubstanciación o de la conversión de la entera substancia del pan en el Cuerpo, y de la entera substancia del vino en la Sangre, que el Concilio de Trento definió como artículo de fe…” Y finalmente, esta adición declara que Cristo está “realmente” presente, lo mismo en la asamblea como en el sacerdote y en sus palabras (de Cristo). No hay nada dentro de la nueva Instrucción General que nos sugiera que El está más presente en otra parte o “elemento” que lo está en la asamblea del pueblo).

El sacerdote al decir el Novus Ordo ¿proporciona o realiza algún sacrificio diferente del de “la alabanza y acción de gracias” tal como los Protestantes creen que es propio del servicio del Domingo? En ninguna parte de la Instrucción General (o en el rito mismo) se dice claramente que tal cosa ocurra. Y, en realidad, como nosotros veremos, toda referencia al sacerdote realizando alguna función sacrificial (aparte de la alabanza y la acción de gracias) ha sido suprimida de los nuevos ritos de ordenación.

La consideración de los otros aspectos del nuevo rito —el Novus Ordo Missæ — tiende a confirmar su Protestante y no-sacrificial orientación. Considerar el hecho de que las Palabras de la Consagración no son llamadas ya “las Palabras de la Consagración”, sino sólo “las Palabras de Nuestro Señor”. Aún cuando el punto pueda parecer menor, plantea la cuestión de si ocurre de hecho alguna Consagración. Además estas palabras forman parte de la “Institución de la Narración” (una expresión completamente nueva para la Teología Católica). En ninguna parte se instruye al sacerdote para que diga las palabras de la Consagración “en la persona de Cristo”. Si se siguen las rúbricas de la Instrucción General (tal como presumiblemente se requiere la obediencia), ellas son simplemente dichas como parte de la historia de lo que ocurrió en la Ultima Cena. Ahora bien, la Iglesia Tradicional ha enseñado siempre que cuando las palabras se dicen como parte de una narración —como ocurre cuando uno lee el Evangelio— no ocurre la consagración. El sacerdote debe decir las palabras in persona Christi, como ocurriendo algo “aquí y ahora”, o las Sagradas Especies no se transforman. Realmente la nueva misa ha cambiado el “sacrificio de inmolación” en un mero “memorial”.

¿Y qué hay de las supuestas “Palabras de Nuestro Señor”? Digo “supuestas” porque estas palabras fueron también cambiadas significativamente por Pablo VI. Las palabras usadas por Nuestro Señor en la Ultima Cena son bien conocidas -ellas nos han sido transmitidas por la Tradición desde tiempo inmemorial. Estas palabras no son exactamente las mismas que las que se encuentran en las traducciones del Evangelio y no había en absoluto ninguna justificación para cambiarlas y ponerlas en concordancia con la Escritura (y aún menos para ponerlas en concordancia con el servicio Luterano). Debería recordarse que la verdadera Misa existió años antes de que la primera Escritura fuera puesta por escrito (y mucho antes de que Lutero se presentara en escena); se debe suponer que los Apóstoles se tomaron gran cuidado en usar las exactas palabras especificadas por Nuestro Señor en la “Ultima Cena” para la Consagración. (Los doce Apóstoles dijeron la Misa ligeramente de diferentes maneras, pero siempre conservadas estas palabras con gran cuidado —y hasta este día los 80 o más diferentes ritos tradicionales que han estado en uso en varias partes del mundo, conservan estas palabras con exactitud).

Pero no solamente hizo Pablo VI cambiar las palabras de Nuestro Señor usadas tradicionalmente en las fórmulas de la Consagración, él también las alteró de tal modo que ellas ya no se conformaran incluso con las que se encuentran en la Escritura. La Iglesia ha enseñado a través de las épocas que el Sacrificio de Cristo en la Cruz fue suficiente para salvar a todos los hombres, pero que por nuestra parte no salva de hecho a todos, sino sólo a los que cooperan con la gracia. Por eso es que la fórmula tradicional de la Consagración dice “por vosotros y por muchos” (Mientras que el latín multis es conservado en casi todas las traducciones, la aprobación de lo que específicamente depende de Pablo VI, la palabra multis ha sido traducida por “todos”).

No obstante, el nuevo rito traduce insistentemente esta frase como “por vosotros y por todos”, atacando de este modo los principios teológicos (y lógicos) que distinguen la “suficiencia” de la “eficiencia” y llegando a suponer como resultado del histórico Sacrificio de la Cruz, que todos los hombres se salvan. Tal cambio de significado en la fórmula consagratoria ataca la “substancia” del rito e incluso tomada aisladamente —aparte de los otros numerosos defectos indicados— lo vuelve ciertamente de dudosa validez.

Tales son entonces dos o tres de las condiciones en las que la Misa heredada de los Apóstoles ha sido alterada. El espacio no nos permite un más completo examen y el lector es remitido a los Problems with the New Mass (Los Problemas de la Nueva Misa) del autor, para una más detallada consideración. La intención primaria del presente libro no es tratar la Misa, sino más bien los otros Sacramentos —o sea, las Sagradas Ordenes y los Sacramentos que dependen de ellas.

SEGUNDA PARTE

EL RITO MODERNISTA DEL SACRAMENTO DEL ORDEN

UN ATAQUE A LA SUCESION APOSTOLICA

La Iglesia Católica sostiene que Cristo instituyó siete Sacramentos para nuestra santificación —los Sacramentos son signos o ritos exteriores que confieren gracias especiales interiores—. De estos, cinco —el sacrificio de la Misa, la Confirmación, la Absolución (Penitencia), la Extrema-Unción y el Orden Sagrado— requieren un sacerdote u obispo válidamente ordenado para su administración. Los protestantes aceptan el Bautismo y el Matrimonio pero niegan el Sacerdocio y los Sacramentos que de él dependen.

Es bien sabido que la Iglesia Postconciliar alteró todos los ritos sacramentales ( Los cambios en los otros Sacramentos son discutidos en una serie de artículos aparecidos en The Roman Catholic (Oyster Bay, N.Y.). No es necesario decir que la validez de todos ellos ha sido puesta en duda. Pero levantar dudas sobre la validez del Orden va al centro de la cuestión, ya que si no hay sacerdotes, hasta el mantenimiento de los ritos tradicionales resulta en vano). Tal acto no deja de tener sus riesgos, ya que cualquier cambio “substancial” —aquél que haga los ritos diferentes en principio a lo que Cristo instituyó— destruye su validez. Diciéndolo de otra manera, si los nuevos ritos son “hechos por el hombre”, ya no son capaces de conferir gracias especiales según la intención de Cristo. Si así fuera, si la Iglesia postconciliar hubiera destruido el sacerdocio, entonces ya no sería la Iglesia que Cristo estableció y de hecho no sería más que otra secta Protestante. Es mi intención en el presente ensayo examinar los cambios introducidos en el sacramento del Orden Sagrado.

Nosotros consideraremos primeramente el Orden Sagrado porque es el Sacramento por el cual los sacerdotes son ordenados, esto es, dotados del “poder” de decir Misa y administrar los demás sacramentos que pertenecen a su función. Se dice que imprime un “carácter sacramental” en los ordenados, que los provee de las gracias especiales necesarias para que cumplan ese alto ministerio y actúen “in persona Christi”.

Los sacerdotes son ordenados por los obispos, quienes son consagrados por otros obispos remontándose en una “cadena iniciática” a los Apóstoles, y de aquí que sea a través del “episcopado” que se efectúe la transmisión de la Sucesión Apostólica (La Sucesión Apostólica se distingue de la “Apostolicidad”. Los Obispos son los descendientes espirituales de los Apóstoles y de aquí que la Sucesión Apostólica se transmita a través de ellos. La Apostolicidad es, sin embargo, una de las cualidades de la verdadera Iglesia, no sólo porque ella conserva la Sucesión Apostólica, sino también porque ella enseña las mismas doctrinas y usa los mismos ritos que usaron los Apóstoles).

De esto se sigue que, si el rito de ordenación de los obispos fuera de alguna manera nulo o inválido por los cambios, entonces los sacerdotes ordenados por ellos ya no serían sacerdotes, y todos los demás sacramentos que dependen de este alto rango serían nulos e inválidos (La expresión “nulo e inválido” fue usada con respecto a las Ordenes Anglicanas por el Papa León XIII).

Con el objeto de colocar el tema bajo la consideración de una perspectiva apropiada será necesario definir el “Sacramento del Orden”, para determinar si el rito de consagración episcopal es un verdadero sacramento, para especificar qué se requiere para su validez; y entonces examinar el nuevo rito y ver si “significa la gracia” que debe producir, y si “produce la gracia” que debe significar.

EL SACRAMENTO DEL ORDEN

Surge una considerable perplejidad del hecho de que si bien el Sacramento del Orden es uno, es conferido por grados. En la Iglesia Occidental éste está dividido en siete grados: las “Ordenes Menores” de acólito, exorcista, lector y hostiario; y las tres “Ordenes Mayores” del subdiaconado, diaconado y sacerdocio. Casi de inmediato la confusión entra en escena, ya que algunos de los textos antiguos señalan seis, otros ocho y nueve. En la Iglesia Griega, cuyos ritos son considerados incuestionablemente válidos, el subdiaconado está en la categoría “menor”.

En todas las Iglesias que reconocen el Orden como un Sacramento (los Protestantes —categoría que incluye los Anglicanos— no lo reconocen) encontramos que tanto Diáconos como Sacerdotes son “ordenados” y que el “Episcopado” o “rango de Obispo” figura bajo la rúbrica de los sacerdotes; aquél es llamado de hecho el summum sacerdotium o “la plenitud del sacerdocio”, y es a través del Obispo que se transmite la Sucesión Apostólica. Altos rangos de la jerarquía eclesial como los de Arzobispo, Cardenal o Papa, no pertenecen al sacramento del orden y son considerados como grados puramente jurídicos y no sacramentales.

Así, cuando Papa es elegido, es instalado en su cargo con ceremonias apropiadas, pero no con un rito sacramental. Dicho de otro modo, sacramentalmente hablando, en la jerarquía de los poderes del Orden no existe rango más alto que el de Obispo. En cambio, en la de los poderes de jurisdicción, es el obispo de Roma, sucesor de Pedro en su sede, quien tiene la primacía sobre todos los demás.

Para completar se debe dejar sentado que:

Un ordenando (un individuo que está siendo ordenado) a cualquier orden, se hace automáticamente receptor de todas las gracias pertinentes a un orden anterior (Para emplear la palabra técnica, se dice entonces que el ordenando los recibe per saltum “por salto”). Así un individuo consagrado en el sacerdocio automáticamente recibe al mismo tiempo —si no las había recibido anteriormente— todo el poder y las gracias relativas a las órdenes anteriores (las de diácono, subdiácono, acólito, exorcista, lector y hostiario).

La Iglesia Postconciliar (al igual que los Protestantes), ha abolido las órdenes menores, pero en el caso en que su rito de ordenación sea válido, los sacerdotes recibirían entonces al mismo tiempo los poderes y las gracias de las órdenes inferiores abolidas. ¿Sería por ello lo mismo para los que recibieran el episcopado sin haber recibido previamente el sacerdocio? Sin embargo, cuando se trata de Obispos, casi todos los teólogos sostienen que los sujetos llamados al episcopado deben previamente haber recibido el sacerdocio, so pena de no recibir, por el rito episcopal, ni la gracia, ni el poder, ni el carácter sacerdotal.

No habiéndose pronunciado infaliblemente la Iglesia sobre esta cuestión y no habiendo sido condenada ninguna de las dos opiniones contrarias, esta cuestión sigue en suspenso —que el rito episcopal confiere automáticamente en el receptor el carácter del orden sacerdotal— (El Cardenal Gasparri en De Sacra Ordinatione (Sobre la Sagrada Ordenación) y Lennertz en su De Sacramento Ordinis (Sobre el Sacramento del Orden) sostienen que el receptor del Orden Episcopal recibe automáticamente —si no lo había recibido anteriormente— los poderes del sacerdocio. Es difícil ver por qué éste no sería el caso desde el momento que él recibe el summum Sacerdotium o la plenitud del sacerdocio. La cuestión es discutida en Anglican Orders and Defect of Intention (Las Ordenes Anglicanas y el Defecto de la Intención) de Francis Clark, S.J. (posteriormente laicizado), Longmans Green. Londres, 1956). Tan crítica es la Sucesión Apostólica que es práctica habitual de la Iglesia ordenar un obispo con otros tres obispos. La regla no es absoluta, para la validez sólo se requiere uno, y se pueden dar innumerables ejemplos en los que esta costumbre no fue tenida en cuenta. Es de interés que muchos teólogos tradicionales han cuestionado si la elevación de un Sacerdote al rango de Obispo es un acto sacramental o jurídico.

La cuestión es importante porque: 1) implica que un simple sacerdote tiene la facultad (no el derecho) de ordenar (de nombrar nuevos sacerdotes), y porque: 2) si el rito episcopal no “imprime un carácter sacramental”, la cuestión de la validez difícilmente se puede plantear. Sin embargo, como la ordenación de Obispos tiene una “forma” y una “materia”, la gran mayoría de los teólogos sostiene que es de hecho un Sacramento —o mejor dicho que es la plenitud del Sacramento del Orden y confiere en el ordenado la totalidad de los poderes y funciones sacerdotales. León XIII enseña claramente que así es el caso. Remitiéndonos a él: “el episcopado, por institución de Cristo, pertenece con absoluta verdad al Sacramento del Orden y es el sacerdocio de más alto grado; es lo que los Santos Padres y nuestra propia liturgia llaman el sumo sacerdocio, la cúspide del sagrado ministerio” (Apostolicæ Curæ).

DISTINCIONES ENTRE SACERDOTE Y OBISPO

En el rito tradicional de Ordenación del sacerdote, el Obispo le instruye que su función es la de “ofrecer el sacrificio, bendecir, guiar, predicar y bautizar”. (En el rito postconciliar esta instrucción ha sido suprimida, y el sacerdote es consagrado para “celebrar” la liturgia que por supuesto es la del Novus Ordo Missæ) (Los que cuestionarían esta afirmación harían bien en leer la Instrucción Vaticana titulada Doctrina et exemplo sobre La Formación Litúrgica de los Futuros Sacerdotes (Documentos sobre Liturgia, nº 332, The Liturgical Press, Collegeville, Minnesota). Ellos descubrirán que a los seminaristas no se les enseña nada acerca de la naturaleza Sacrificial de su función o acerca de la Presencia Real). Tal instrucción no es exhaustiva, ya que no menciona nada acerca del poder de absolución —sólo intenta especificar las principales funciones del sacerdote. El poder de absolver está sin embargo claramente especificado en otras partes del rito tradicional. (Nuevamente, el rito postconciliar ha abolido la oración que especifica este poder).

Los Obispos sin embargo tienen ciertos poderes sobre los de los sacerdotes. Según el Concilio de Trento, “los Obispos, que han sucedido a los Apóstoles, pertenecen, a título principal, al orden jerárquico; como dice el mismo Apóstol (S. Pablo), ellos son instituidos por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios; ellos son superiores a los sacerdotes, y pueden conferir el Sacramento de la Confirmación, ordenar ministros de la Iglesia, y realizar muchas otras funciones que los de un orden inferior no tienen poder de ejecutar” (Denz. 960). Además, el séptimo canon del Sacramento del Orden declara:

“Si alguien dice que los Obispos no son superiores a los sacerdotes, o que no tienen el poder de confirmar y ordenar, o que tienen ese poder pero en común con los sacerdotes… sea anatema” (Denz. 967).

El Derecho Canónigo (1917) declara que “el ministro ordinario del Orden sagrado es un Obispo consagrado; el ministro extraordinario es aquél que, aunque sin carácter episcopal, ha recibido por ley o por una dispensa especial de la Santa Sede el poder para conferir algunas órdenes” (CIC 782 y 951). Ahora bien el término ministro “extraordinario” es importante, porque es comúnmente usado en relación al sacerdote que administra el Sacramento de la Confirmación; en la Iglesia Postconciliar es usado para describir a los laicos que distribuyen el pan y el vino. Y así parece necesario concluir que a un simple sacerdote se le pueden dar ciertos poderes mediante una dispensa Apostólica, o, en vista de que no incluye una ceremonia adicional, el derecho a ejercer ciertos poderes que normalmente no se consideran propios de su status. Se podría trazar un paralelo con el Sacramento del Bautismo el cual es normalmente administrado por un sacerdote, pero que bajo ciertas circunstancias puede ser administrado por cualquier católico.

¿Cómo podemos resolver estos “conflictos”? Una solución es considerar el derecho de conferir órdenes como algo jurídico. Pío XII dio permiso a los párrocos para ser ministros extraordinarios de la Confirmación, y no confirió este poder por medio de un rito sacramental, sino por medio de un mandato. Se podría sostener que por su ordenación todo sacerdote recibe el poder de confirmar y ordenar, pero no lo puede hacer in la autorización papal. Como dice el P. Bligh, “por su ordenación al sacerdocio no recibe ningún poder ya sea para confirmar u ordenar…” Él, es investido de un carácter indeleble de modo que “es una persona apta a la que la autoridad episcopal o Papal puede comunicar poderes cuando sea conveniente”.

En la suposición de que la materia sea jurisdiccional, pueden surgir varias cuestiones. Cristo Nuestro Señor ¿estableció él mismo la regla de que en circunstancias normales -o quizás en todas- sólo los obispos deben confirmar y ordenar? ¿Fue establecida esta regla por los Apóstoles en virtud de la autoridad que recibieron de Cristo? Más que la revelación ¿fue la regla Apostólica la que haría parte de la ley eclesiástica? Además, la necesidad para la dispensa papal puede ser concebida como proveniente tanto de una ley eclesiástica que restringe el uso válido del poder del sacerdote, como de una ley divina que requiere que un sacerdote que ejerce estos poderes debe recibir una autoridad especial o algún tipo de jurisdicción del Papa. El Concilio de Trento dejó deliberadamente abierta y sin decidir la respuesta a estas cuestiones. En su sexto canon sobre el Sacramento del Orden declara simplemente:

“Si alguno dice que en la Iglesia Católica no existe una jerarquía, instituida por ordenación divina y que consiste de Obispos, Sacerdotes y Diáconos, sea anatema”.

Antes de adoptar la expresión “por ordenación divina”, el Concilio consideró las expresiones “por institución divina” y “por una especial ordenación divina”, pero las rechazó porque no deseaba decidir la cuestión. La práctica de la Iglesia de los primeros tiempos sugiere que normalmente todos los sacramentos eran administrados o bien por el Obispo o bien por sacerdotes explícitamente delegados por los Obispos. Bligh cita a De Puniet diciendo que los sacerdotes en los tiempos apostólicos administraban las iglesias bajo la dirección de los Apóstoles y casi con seguridad gozaban de la totalidad de los poderes sacerdotales incluido el poder de ordenar. San Jerónimo enseñaba que el sacerdote en su ordenación, recibía el poder de ordenar, el cual fue de inmediato restringido eclesiásticamente. Aún en los tiempos medievales, después de que los Obispos ordenaban un sacerdote, los otros clérigos presentes colocaban sus manos sobre la cabeza del ordenando (la “materia” del rito) y repetían la oración consagratoria -actuando así como “concelebrantes”. En la práctica corriente tradicional los sacerdotes bendicen a los ordenandos colocando sus manos sobre sus cabezas, aunque sin repetir la forma consagratoria. El punto es importante ya que bajo tales circunstancias está claro que sólo el obispo es quien ordena. La Iglesia Postconciliar mantiene esta práctica.

EL OBISPO ¿ES ORDENADO O CONSAGRADO?

La cuestión tal como se formula es ilegítima, ya que Pío XII usa ambos términos indistintamente en su Sacramentum Ordinis. La verdadera cuestión es si la elevación de un Sacerdote al Episcopado es un acto sacramental (Para Sto. Tomás de Aquino, “el poder que recibe el obispo en su consagración no tiene naturaleza de carácter, y esto es lo que hace que el episcopado no sea un orden, si se entiende por esta palabra un sacramento. Pero el poder episcopal no es simplemente un poder de jurisdicción, es también un poder de orden” (Supl. q. XL, a. 5), que imprime un carácter, o un acto puramente jurídico. Según la Catholic Encyclopedia (1908), “la mayoría de los antiguos escolásticos compartían la opinión de que el episcopado no es un sacramento. Ahora bien, aunque esta opinión tiene buenos defensores aún hoy día, por ejemplo el cardenal Billot (“De Sacramentis”), la gran mayoría de los teólogos sostienen como cierto que el episcopado (que tiene una forma y una materia) es un sacramento”. Decimos que él es la plena realización del sacramento del Orden. Cualquiera sea la respuesta dada a esta cuestión, dos puntos son seguros:

1) el Concilio de Trento define que los Obispos pertenecen a una jerarquía divinamente instituida, que son superiores a los sacerdotes, y que tienen el poder de Confirmar y Ordenar que les pertenece en sentido propio” (ses. XXIII, c.IV, can. 6 y 7).

2) León XIII, como se dijo antes, enseña claramente en su Carta Apostolicæ Curæ que “está fuera de duda y se deduce de la institución misma de Cristo que el episcopado forma en verdad parte del Sacramento del Orden y que es el sacerdocio de más alto grado; es además lo que insinúan el lenguaje habitual de los santos Padres y los términos utilizados en nuestra propia liturgia donde es llamado sacerdocio supremo, y cima del ministerio sagrado. Pío XII, al definir la materia y la forma que deben ser utilizadas en el rito, enseña implícitamente que es un acto sacramental.

Esta es la postura tomada en este artículo. Cuando la cuestión de saber si un simple sacerdote recibe el poder (no el derecho) de ordenar queda abierta, nos parece absolutamente cierto que la tradición del episcopado es un acto sacramental. En efecto, aunque el poder de ordenar sea un poder menor que el de ofrecer el santo sacrificio de la Misa, se puede sostener con certeza, incluso en la hipótesis de que el sacerdote poseyera, en verdad, él poder de ordenar, que unas gracias especiales son necesarias a un obispo para que cumpla debidamente sus funciones y que estas gracias le son transmitidas por medio de un acto sacramental y no puramente jurídico. Por este acto el obispo recibe lo que se llama el summum sacerdotium o la plenitud del sacerdocio. Por lo demás, se debe destacar que en la ordenación de sacerdotes, sin tener en cuenta la práctica de los primeros tiempos, tanto en la práctica tradicional como en la postconciliar, es únicamente el Obispo el que dice la forma al imponer la materia. ¿Quién no comprende cuán esencial es, para la validez de las órdenes que confiere un obispo, asegurarse previamente de la validez de la ordenación de este último?

UN SIMPLE SACERDOTE ¿PODRIA EN CIERTAS CIRCUNSTANCIAS CONFERIR VALIDAMENTE EL DIACONADO Y EL SACERDOCIO?

En su estudio sobre la historia del sacramento del Orden el padre Bligh declara: “A juzgar por la práctica de la Iglesia, existe bastante certeza de que un simple sacerdote puede, en ciertas circunstancias (ahora no del todo raras), administrar válidamente la Confirmación, y es muy probable que con la autorización Papal pueda también válidamente conferir el diaconado y el sacerdocio. En efecto, el Decreto para los Armenios, emitido por el Concilio de Florencia en 1439, dice del Obispo que es el ministro ordinario de Confirmación y el ministro ordinario del Orden -lo que parecería implicar (Esta interpretación podría parecer forzada. Al hablar del ministro ordinario del Orden, el Concilio de Florencia ¿estaba hablando del Orden en todos sus grados o solamente de las Ordenes Menores? Siempre se ha admitido que estas últimas pueden ser conferidas válidamente por un simple sacerdote provisto de una dispensa pontificia.) que en circunstancias extraordinarias el ministro de ambos sacramentos puede ser un simple sacerdote. Desde el decreto Spiritus Sancti Munera del 14 Sep. 1946, es ley común en la Iglesia Latina que todos los párrocos pueden conferir el sacramento de la Confirmación a sus feligreses en peligro de muerte. Y existen cuatro Bulas Papales del siglo XV que dan el poder a los Abades, que no son Obispos sino simples sacerdotes, para ordenar a sus subordinados a las Ordenes Sagradas; dos de ellas en forma explícita dan poder para ordenar incluso al sacerdocio”. Algunos han sostenido que tales ordenaciones fueron inválidas porque los Papas actuaron “bajo compulsión”, pero el hecho es que, al menos respecto al Diaconado, estos poderes fueron ejercidos durante siglos sin objeción Papal. En la Griega el sacerdote es el ministro ordinario de la Confirmación y el Obispo es el ministro ordinario del Orden (Es de interés que durante el presente siglo, 12 sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa Rusa, no queriendo estar bajo los Obispos aprobados por el Estado (KGB), se reunieron todos y ordenaron un sacerdote).

Conviene señalarlo, para dar a simples sacerdotes el poder de conferir de forma extraordinaria el sacramento de la Confirmación, Pío XII no utilizó ningún rito sacramental; se contentó con un acto jurídico, con un simple decreto. Esto prueba incontestablemente que el ordenando, en el momento en que recibe el carácter sacerdotal que le da la aptitud permanente para hacer las cosas santas (sacerdos, el que da lo sagrado), recibe el poder de confirmar a los bautizados; pero este poder inmediatamente depende del derecho que posee la Iglesia sobre todos los sacramentos, y el simple sacerdote no puede servirse de él tanto como la Iglesia, porque su jefe, el Papa, no lo habilita para administrarlo válidamente fuera de él. ¿No se podría decir otro tanto del sacramento del Orden? Antes de responder a esta cuestión, tenemos que informar lo que el cardenal Journet decía a este respecto en su ensayo de teología especulativa sobre la jerarquía apostólica (L’Eglise du Verbe incarné, t. 1, p. 144 sg.):

“El Concilio de Trento definió que los obispos tienen el poder de confirmar y ordenar que no les es común con los sacerdotes. En efecto, el poder de los obispos es ordinario, no relativo y siempre independiente, el de los sacerdotes es extraordinario y siempre dependiente. Nos ha parecido que esta diferencia, que lleva al ejercicio del poder del Orden, no es solamente de derecho eclesiástico, sino de derecho divino. Un simple sacerdote posee, pues, en estado dependiente, el poder físico, el poder radical, de conferir ciertas órdenes. ¿Qué órdenes? Sin ninguna duda las Ordenes Menores y el subdiaconado. ¿Es necesario añadir el diaconado? ¿Incluso el sacerdocio? Si se responde no, se ahonda más la diferencia entre sacerdotes y obispos; es solamente en el ejercicio, pero no en la naturaleza de sus poderes de Orden.

Si se responde sí, la diferencia entre sacerdotes y obispos en la línea del Orden, siendo de derecho divino, será solamente en el ejercicio de sus poderes de Orden”.

Después de haber resumido la evolución de los teólogos en esta cuestión, el cardenal declara:

“En nuestros días se asiste a un cambio y se ve a teólogos cada vez más numerosos pensar, no ciertamente que un diácono pueda conferir el diaconado, sino que un sacerdote podría, con una delegación del soberano pontífice, conferir el sacerdocio. ¿Qué es lo que justifica este cambio? Es, ante todo, por la publicación de tres importantes documentos pontificios: la bula de Bonifacio IX del 1º de Febrero de 1400, la de Martín V del 16 de Noviembre de 1421 y la de Inocencio VIII del 9 de Abril de 1489, que concedían a unos abades de monasterios, que eran simples sacerdotes, el poder de dar a sus monjes “todas las órdenes comprendidas las órdenes mayores, omnes etiam sacros ordines”.

El cardenal recuerda entonces las diversas interpretaciones que los teólogos dan a estos documentos y expone las conclusiones de H. Lenners, a las que se adhiere:

“Nosotros conocemos ahora dos bulas, una de Bonifacio IX, otra de Martín V, confiriendo a un simple sacerdote el poder de ordenar diáconos y sacerdotes y una tercera bula, la de Inocencio VIII, confiriendo el poder de ordenar diáconos. Sobre la autenticidad de las dos primeras bulas, no existe ninguna duda. Mas tampoco la bula de Inocencio VIII puede ser hoy seriamente puesta en duda, y es cierto que los abades cistercienses han usado durante siglos el privilegio que se les concedió. Por otra parte, los términos de estas bulas son claros: se trata de una colación de las órdenes.

Tres Papas han autorizado de este modo a un simple sacerdote conferir, sea el diaconado, sea el diaconado y el sacerdocio. Parece por consiguiente que es preciso concluir que un sacerdote, mediante una delegación del soberano pontífice, puede ser ministro de estas órdenes.

No se podría pretender que estos tres Papas erraron en una materia tan grave como la del ministro del sacramento del Orden. Mientras la Bula de Inocencio VIII, cuya autenticidad no aparecía por lo demás claramente, era la única conocida por los teólogos, se comprende que vacilaran en reconocer al soberano pontífice el derecho de conceder a un simple sacerdote tal privilegio. Nosotros tenemos hoy día que tres Papas lo han hecho: es porque ellos podían en verdad hacerlo…

En resumen: los soberanos pontífices han concedido este privilegio a simples sacerdotes. Podían pues concederlo. Luego un simple sacerdote puede, mediante una delegación del soberano pontífice, ser ministro de las órdenes del diaconado y del sacerdocio”

El cardenal Journet precisa:

“Nosotros profesamos así al mismo tiempo: 1º que un sacerdote delegado por el soberano pontífice puede conferir el sacerdocio; 2º que, sin embargo, la diferencia entre obispos y sacerdotes es de derecho divino… El poder de confirmar y de ordenar a simples sacerdotes es de por sí extraordinario y ‘dependiente’ en cuanto a la validez; el Papa al delegarla no cambia su naturaleza. El poder de confirmar y de ordenar obispos es de por sí ordinario y no ‘dependiente’; esto basta para declarar con el Concilio de Trento que los obispos tienen un poder que no les es común con los sacerdotes. Y esta diferencia puede ser, como lo piensa el código de derecho canónigo, de institución divina”.

En conclusión, a la cuestión que habíamos planteado parece que se puede responder afirmativamente y hacer, al respecto del sacramento del Orden, el mismo reconocimiento que ha sido hecho más arriba para el sacramento de la Confirmación.

En el momento de su ordenación, el sacerdote recibe efectivamente la aptitud para transmitir su poder sacerdotal, pero este poder es de inmediato dependiente (Este poder es dependiente no por alguna decisión eclesiástica sino por derecho divino; de modo que el Papa es el único que puede delegarlo. Sólo El puede hacerlo, porque, como Vicario de Cristo, es el único en poseer, además de la plenitud del poder del Orden, que es la plenitud de los poderes dados por este sacramento a todo obispo, la plenitud del poder de Ordenar, es decir, la plenitud del poder de santificación. Siendo este poder propio del Papa, fuera de él nadie puede concederlo. Nunca y por ninguna razón su autorización no puede dejar de suponerse. De ningún modo el principio Ecclesia supplet podría ser invocado).

Cristo que lo ha hecho dependiente, puede, por su Vicario, el Papa, delegarlo de modo que, por este acto jurídico, un simple sacerdote se encuentra habilitado para transmitir válidamente el Orden sacerdotal.

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