Vistas de página en total

viernes, 11 de febrero de 2011

EL HEROÍSMO

Cuántas veces habéis oído decir "que la vida del hombre sobre la tierra es una milicia". La vida sobre la tierra es una milicia, porque el hombre está compuesto de espíritu y de cuerpo y tiene dos campos de lucha y de combate: el uno de combate corporal sobre terreno material; el otro de combate espiritual, en el interior de su espíritu. Cada combate y cada campo tiene sus peligros, sus cimentaciones, sus virtudes, sus héroes y actos heroicos, sus triunfos heroicos y coronas.
Las luchas corporales son abiertas y evidentes; en el campo interior por el contrario, todo está oculto; batallas, victorias y coronas ocultas, sólo notadas por Dios y por El premiadas. El sólo nota los méritos que exaltan y ensalzan sobre los altares, a los héroes de la virtud.
Sobre los campos de batalla, en el cielo y en los mares, cuántos heroísmos resplandecen de esa fortaleza de ánimo que afronta peligros mortales. Manifiestos heroísmos de jóvenes soldados y de intrépidos capitanes, de legiones y cohortes, de sacerdotes que en medio del furor de la batalla confortan a los heridos y moribundos, de enfermeros y enfermeras que les atienden las enfermedades y las llagas, porque si toda guerra que se desencadena entre los pueblos, causa dolor e inunda a cualquier corazón amable en el cual la caridad de Cristo que abarca amigos y adversarios, vive y todo enciende e inflama, tampoco se puede negar, que estos fieros y cruentos torbellinos, con sus austeras obligaciones impuestas a los combatientes y a los no combatientes, suscitan horas y momentos de pruebas luminosas, en los cuales se revelan la grandeza, a veces insospechada, de tantas almas heroicas, que sacrifican todo, aun la vida, por el cumplimiento de esos deberes que les dicta su conciencia cristiana.
Pero estaría completamente equivocado, quien creyese que la grandeza de ánimo y el heroísmo, son virtudes reservadas, como flores extraordinarias, sólo a los campos cruentos, a los tiempos de guerra, de catástrofes, de persecuciones crueles, de revoluciones sociales y políticas. Al lado de estos heroísmos abiertos y visibles, a esta magnanimidad y a estos atrevimientos fúlgidos, brotan y crecen en el remanso, receso de valles y campos, en las calles y en las sombras de las ciudades, ocultos por la triste conformación de la vida cotidiana, muchos actos tan heroicos y silenciosos, procedentes de almas no menos grandes y fuertes, emuladores secretos de las más bellas aecciones expuestas a la admiración común.
¿No es heroico el hombre de negocios, el jefe de una gran industria, el cual viéndose reducido a la estrechez y casi en la ruina por adversidades imprevistas, siendo para él su única salvación, el recurrir a uno de esos expedientes que el mundo fácil excusa y absuelve, cuando lo corona el éxito, pero que la moral cristiana no admite, se concentra en sí mismo e interrogando a la propia conciencia no recibe una contestación de ella, sino de la fe del cristiano y rehusa un medio que le da la justicia, prefiriendo la ruina y la miseria a una ofensa a Dios y a su prójimo?
¿No es heroica la joven pobre, que se sacrifica para dar un pedazo de pan a la madre anciana y a sus hermanos huérfanos, con el escaso salario que recibe y rechaza cualquier condescendencia fácil, custodiando con fuerza su honor y su corazón, intrépida al rehusar el favor de un patrón inmoral, desdeñosa de las abundantes y mal adquiridas ganancias, que la sacarían sin embargo de la estrechez?
¿No es heroica la jovencita, mártir de su candor, la cual ofrece a Dios empurpurado con su propia sangre, el holocausto de su virtud virginal?
Estos son heroísmos de justicia, heroísmos de dignidad femenina cristiana, heroísmos dignos de los ángeles: heroísmos secretos que se adornan con los heroísmos de la fe. de la confianza en Dios, de la paciencia, de la caridad en los hospitales civiles y del campo, a lo largo de los senderos de los heraldos de Cristo, en las tierras de los infieles, en cualquier lugar donde la fortaleza de ánimo, se acopla con el amor de Dios y del prójimo.
Nada hay pues de sorprendente, que aun a la sombra de las paredes domésticas se oculte el heroísmo de la familia, y que la vida de los esposos cristianos tenga sus heroísmos escondidos; heroísmos extraordinarios en situaciones trágicamente duras e ignoradas del mundo; heroísmo diarios en la confusa sucesión de sacrificios que a cada hora se renuevan, heroísmos del padre, heroísmos de la madre, heroísmos de ambos (1).
* * *
Como en los primeros siglos del Cristianismo, igual en los tiempos modernos, en los países del mundo donde las persecuciones religiosas, abiertas o disfrazadas pero no menos duras, los más humildes fieles pueden de un momento a otro, encontrarse ante la dramática necesidad de escoger entre su fe, que tienen el deber de conservar intacta y su libertad con los medios para sostener la vida. Pero también en las épocas normales en las condiciones ordinarias de la familia cristiana, sucede a veces que las almas se vean bruscamente puestas en la alternativa de violar un deber imprescindible o de exponer a sacrificios y riesgos dolorosos la salud, los bienes, la posición familiar y social, puestos ante la necesidad de ser y de mostrarse heroicos, si quieren permanecer fieles a sus obligaciones y conservar la gracia de Dios.
Cuando nuestros predecesores de venerada memoria, particularmente el Sumo Pontífice Pío XI en la carta Encíclica "Casti connubii", han reclamado y recordado las santas e ineludibles leyes de la vida matrimonial, ponderaban y se daban perfectamente cuenta, que en no pocos casos a los esposos cristianos se exige un verdadero heroísmo para observarlas inviolablemente. Ya se trate de respetar los fines del matrimonio querido por Dios, o de resistir a los incentivos ardientes de las pasiones y de las asechanzas que insinúan al corazón inquieto, que busque en otro lado lo que en su unión legítima no ha encontrado o que cree no haber encontrado tan completamente como lo había esperado; o que para no romper o relajar el vínculo de los espíritus y del amor sobrevenga la hora de saber perdonar, de olvidar un engaño, una ofensa, un robo, tal vez graves; ¡cuántos dramas íntimos se esconden, ocultando sus amarguras dentro de los velos de la vida diaria! ¡Cuántos heroicos sacrificios ocultos, cuántas embajadas del espíritu para convivir y mantenerse cristianamente constantes, en el puesto y en le deber!
Esta misma vida diaria cuánta fuerza de ánimo pide a veces: cuando cada mañana se ha de ir al mismo trabajo, tal vez rudo y fastidioso en su monotonía; cuántas veces hay que
el papa dijo soportar con una sonrisa en los labios, amablemente, alegremente, los defectos recíprocos, los nunca vencidos contrastes, las pequeñas divergencias de gustos, de costumbre, de ideas, no raras en la vida común, cuando, en medio de dificultades y de incidentes, a menudo inevitables no se debe turbar y aparentar calma y buen humor; cuando en un recibimiento frío tiene que saber callar, detener a tiempo un lamento, cambiar y dulcificar la palabra que al pronunciarla desahogaría los nervios irritados, pero que difundiría una nube opaca en la atmósfera de las paredes domésticas. Mil particularidades íntimas, mil momentos fugaces de la vida cotidiana, cada uno de los cuales es poca cosa, casi nada, pero cuya continuidad y cantidad acaban por hacerlos gravosos, y a los cuales están encadenados con el intercambio de sufrimientos, la paz y la alegría de un hogar.
No busquéis en otro lado la fuente de estos heroísmos. En las vicisitudes de la vida familiar, como en todas las circunstancias del vivir humano, el heroísmo tiene su raíz esencial en el sentimiento profundo y dominante del deber, con ese deber, con el cual es imposible transigir, que prevalece sobre todo. Sentimiento del deber, que para el cristiano es conciencia y reconocimiento del dominio soberano de Dios sobre nosotros, de su soberana autoridad, de su soberana bondad; sentimiento que enseña, cómo la voluntad de Dios claramente manifestada, no debe sufrir discusiones, sino aceptación y sumisión; sentimiento que nos hace comprender que esta voluntad divina es la voz de un infinito amor hacia nosotros; sentimiento, en una palabra, no de un deber abstracto, o de una ley prepotente e inexorable, hostil a la libertad humana del querer y del actuar, sino que responde y se inclina ante las exigencias de un amor, de una amistad infinitamente generosa, trascendente y dirigente, de las multiformes vicisitudes de la vida terrenal (2).
Pío XII

NOTAS:
1.- Discurso a los esposos, 13 de agosto de 1941.
2.- Discurso a los Esposos, 2 de agosto de 1941.

No hay comentarios: