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87. Nociones generales.—88. Aviso en tiempo oportuno.—89. Los efectos del Sacramento, medida de la caridad.—90. Reiteración del Sacramento.— 91. El peligro de infección.—92. La muerte aparente.—93. La vida latente y el médico.—94. El médico y el sacerdote.
87. Nociones generales.
Ni tantas ni tan graves como las que hemos estudiado respecto de los Sacramentos precedentes, son las obligaciones que tiene el médico respecto del Sacramento de la Extremaunción. Las tiene, sin embargo, y muy importantes. Servirán de premisas las siguientes nociones generales. La Extremaunción es un Sacramento instituido por Cristo Nuestro Señor para conferir la salud del alma, o también la del cuerpo, al enfermo en peligro de muerte, mediante la unción del óleo bendito y la oración del sacerdote (Concilio Tridentino, sesión XIV. Ferreres: Derecho Sacramental y Penal, números 316 y sigs., y otros autores explicando el capítulo V de la Epístola de Santiago Apóstol). Además de conferir la gracia santificante común a todos los Sacramentos: a) confiere las gracias actuales que le son propias para reforzar y vigorizar el ánimo decaído, confirmándolo en su lucha final contra los enemigos de la salvación: b) remite los pecados aún no perdonados, cuando no se puede recibir el Sacramento de la Penitencia, ni se ha hecho acto de perfecta contrición, con tal que el dolor acompañe; c) quita las reliquias del pecado, como son no sólo las penas debidas, sino también las ansiedades del ánimo, enfermedades, flojedad en el bien obrar; d) devuelve a veces la salud del cuerpo, si a la salvación del alma conviene (Sasse, S. J.: De Sacramentis, Vol. II, págs. 265 y sigs. Friburgo, 1898. Ferreres: Compendium theologiae moralis, vol. II, núm. 829. Sobre la administración a los enfermos mentales, véase número 202, infra.). Es, pues, este Sacramento, como dice el Concilio Tridentino, «el complemento, no sólo de la penitencia, sino también de toda la vida cristiana, que debe ser penitencia constante". Penitencia y lucha. Por medio de los Sacramentos nos confiere el Divino Redentor la gracia que da vida sobrenatural al alma y la conserva; y sin cesar, en cuanto de ella depende, la está fortaleciendo en esa continua diaria lucha contra las concupiscencias y demás enemigos de la salvación. La infinita misericordia no podía dejar desamparada al alma en los momentos en que está más débil y más necesitada de auxilios para vencer en el último trance, y decisivo tal vez, en que está a las puertas de la Eternidad. Estos auxilios le vienen mediante el Sacramento de la Extremaunción.
88. El aviso en tiempo oportuno.
Para una conciencia católica bien formada ya se desprende de lo antedicho el deber del médico de avisar en tiempo oportuno a su cliente para que reciba este Sacramento. No se trata, ciertamente, de que prescriba y ordene que lo reciba. Aunque ése fuera un deber en la disciplina eclesiástica antigua —de ella nos hemos ocupado más arriba—, según la cual había obligación impuesta al médico de prescribir la confesión sacramental, no están en lo cierto Scotti-Massana (Cuestionario médico teológico, pág. 397. Traducción española. Barcelona, 1920) al hablar en este mismo sentido respecto del Sacramento de que tratamos. Si respecto del Sacramento de la Penitencia, según dijimos, el deber estricto del médico circunscríbese a hacer la advertencia del peligro, con mayor motivo es preciso, a lo más, extender a estos términos la obligación en este Sacramento. En efecto, condición precisa por ley divina de la institución es que el hombre esté constituido en peligro de muerte. No se requiere absoluta seguridad del peligro; pues para que el enfermo reciba el Sacramento lícita y válidamente, basta que con razón se presuma fundadamente que exista dicho peligro. Así interpretan comúnmente los autores el «infirmatur» del sagrado texto (Scotti-Massana, ob. cit., pág. 414. Sasse, ob. y lib. cit. Doctores Capellmann-Bergmann: Medicina pastoral, pág. 268. NOLD1N: Theologia moralis. De Sacramentis, núm. 444. Código de Derecho Canónico, can. 940). Requiérese, pues, enfermedad, y enfermedad grave, y tal que exista temor de peligro de muerte, aunque no sea inminente. Cuando este temor razonable existe, fundado en los primeros síntomas que lo autorizan, el enfermo es sujeto capaz de recibir este Sacramento y puede recibirle. A las mujeres que están de parto no se les debe, por tanto, administrar este Sacramento si los dolores son comunes y ordinarios, aunque sea el primer parto, o bien en otro parto anterior haya llegado a peligrar su vida, puesto que tal estado no constituye, de suyo, enfermedad peligrosa. Pero si el peligro existiera, y esto nadie mejor que el médico puede apreciarlo, sería procedente la administración del Sacramento; verbigracia: en caso de una hemorragia extraordinaria, una dilaceración interna, ataque de eclampsia, etc. Tampoco es lícito administrarlo antes de alguna operación arriesgada, a no ser que la enfermedad que lo exige suponga por sí misma peligro de muerte.
Despréndese de lo dicho que cuando el estado de un enferme inspira temor serio de que pueda acabar en la muerte, y se procede por el médico a hacer la advertencia de tal peligro, a los efectos de que se prevenga con la Penitencia y el Viático a un probable desenlace fatal, el médico ya no tiene en rigor otro deber distinto que cumplir respecto del Sacramento de la Extremaunción. El recibirlo o no es cosa personal del enfermo. El procurar que los reciba es acto de caridad que obliga más directamente que al médico a los familiares y a los directores de almas. Refiriéndonos concretamente al Sacramento de la Extremaunción, no es claro el deber estricto del enfermo, como regla general, de recibirlo (Noldin, ob. cit., núm. 447). Tienen, empero, obligación de procurar que lo reciban los que tienen un título de piedad u oficio respecto del enfermo, tales como los superiores, los párrocos, los padres, los cónyuges. Puede surgir un deber para el médico en este mismo sentido, si, recibidos los Sacramentos de Penitencia y Comunión, no se administra éste de que tratamos, por ser costumbre diferirlo a momentos de mayor peligro, o por no poderle ser administrado, o por repugnancia y temor del mismo enfermo que, no obstante, desea que le sea administrado más adelante. Pues es claro que el peligro inminente nadie mejor que el hombre entendido en la ciencia médica puede advertirlo. Surge entonces el deber de caridad de hacerlo saber así al enfermo o a sus allegados, sin esperar a que la enfermedad suspenda el uso de los sentidos, pero no es un deber grave. Si el que tiene el enfermo no lo es, no puede serlo el del médico (Noldin. ob. y lib. cit.).
89. Los efectos sacramentales y la caridad.
Con todo, gran mérito tendrá el médico que, sin pararse a tasar su obligación, la cumple al menos en defecto de otras personas más obligadas, y mucho más si éstas descansan en el propio médico, atendiendo a los efectos sacramentales, que son los que deben dar la medida de su caridad. Por ello, hemos dicho que no se debe esperar a que el enfermo esté privado del uso de los sentidos y de la razón. Es reprensible la costumbre contraria. Aunque se pueda y se deba administrar el Sacramento a los que en tal estado se encuentran, es indudable que el no molestar al enfermo es a costa de privarle de una mayor copia de fruto, en razón de la disposición personal consciente que hubiera tenido en estado de lucidez. Se le priva, además, de los auxilios de la gracia en momentos en que mayor es su necesidad cuanto la debilidad del alma es mayor para resistir a las penalidades de la enfermedad y a las influencias del enemigo perpetuo de las almas. Aún puede ser necesaria la recepción del Sacramento para quien, como llevamos dicho, no se halla dispuesto mediante la penitencia para bien morir. El que está constituido en ese estado —y harto frecuente es—, con el Sacramento de la Extremaunción puede obtener el perdón de sus culpas más fácilmente si conscientemente lo recibe. Esto, en cuanto al alma. Hay que tener en cuenta, además, la salud del cuerpo. Es, como antes hemos dicho, un efecto de la unción sacramental. Y no sólo como consecuencia de la confortación espiritual y equilibrio del alma, que redunda saludablemente en el cuerpo, sino como efecto propio, aunque secundario, y en cuanto tal subordinado y condicionado al bien del alma, que es el efecto primario del Sacramento; es decir, «si a la salud del alma conviene», usando la frase del Tridentino. Pero ese efecto en la salud corporal no se obra por modo de milagro, sino mediante una virtud sobrenatural que dispone y dirige las causas naturales y libres en orden a la salud del cuerpo. De aquí la responsabilidad en la demora de la Extremaunción para un tiempo en que la salud no puede ser un efecto de causas naturales y la gracia divina, sino de un verdadero milagro, al que Dios no se ha comprometido en la institución de este Sacramento (San Alfonso: Theologia moralis. t. II, lib. VI, trat. V, núm. 714. Prümmer: Manuale theologiae moralis. v. 3, núm. 576 y sigs. Doctor H. Bon, ob. cit., la Extremaunción. Código de Derecho Canónico, can. 940, 2).
90. Reiteración del Sacramento.
Otro motivo de intervención médica es la reiteración del Sacramento. No puede administrarse más que una vez en la misma enfermedad durante el mismo peligro. Pero puede volverse a administrar cuando el enfermo convalece del primer peligro y cae en otro nuevo (Concilio Tridentino, sesión XIV, cap. III. Ritual Romano, Del Sacramento de la Extremaunción. Código de Derecho Canónico, can. 940, 2). ¿Quién sino el médico podrá en la mayoría de los casos determinar si se trata del mismo o de nuevo peligro? En una nueva peligrosa enfermedad, que sobreviene después de pasado el peligro de la anterior, es evidente que procede administrar otra vez la Extremaunción. Pero la nueva enfermedad requiere un diagnóstico que sólo el medico puede hacer. Mucho más difícil resulta, aun para el mismo médico, el precisar si el enfermo cierta o probablemente convaleció de un estado peligroso y recayó en otro distinto dentro de la misma enfermedad, como en la tisis y la hidropesía suele acontecer. Como en esos casos puédese reiterar el Sacramento, la prudencia aconseja que se oiga al médico. Más bien que para el profesional de la Medicina, que puede conocer la naturaleza de las enfermedades, dan para los profanos los autores moralistas normas en los casos de duda, a saber: se supone que perdura el mismo peligro si la mejoría sólo ha durado breve tiempo; verbigracia: cuatro o cinco días; por el contrario, se presupone que aquél ha cesado si el enfermo experimenta mejoría por un lapso notable de tiempo; verbigracia: un mes. No debe, empero, producir inquietud la dificultad acaso invencible en adquirir certeza. Pues en la duda, la resolución debe ser favorable a la administración reiterada del Sacramento (Benedicto XIV: De Sínodo, lib. VIII, cap. VIII. San Alfonso de Ligorio, obra cit., núm. 715. Noldin, ob. cit., núm. 448. Genicot; Theologia moralis. vol. II, número 423).
91. El peligro de infección.
Cuestión de índole higiénica, interesante para médicos y sacerdotes, es la referente al modo de ungir con el santo óleo en tiempo de peste o en enfermedad contagiosa. La ley eclesiástica admite que, en caso de necesidad, se haga la unción mediante algún instrumento; verbigracia: un pincelito metálico o de madera (Can. 947, 4). No se puede, pues, dudar de la licitud. Pero ¿es útil ese recurso? Dice el P. Ferreres:
«Necesidad grave puede haberla en tiempo de peste o cuando el enfermo está atacado de alguna otra enfermedad contagiosa, en el cual tiempo puede emplearse, para las unciones, un pincelito, etc., el cual debe procurarse que cada vez sea nuevo, para no infectar el óleo; o, si es el mismo, debe ponerse en el extremo un poquito de algodón en rama, que se cambia en cada unción. El mismo vaso en que se lleva el santo óleo a tales enfermos debe ser diferente del destinado a otros enfermos no contagiosos, para evitar a éstos todo peligro de infección» (Ferreres: Derecho Sacramental y Penal, núm. 340, III: Theologia moralis. vol. II, núm. 836).
Oigamos ahora a Capellmann. Dice del uso del pincelito o instrumento similar:
«La precaución es inútil, por ser siempre levísimo el peligro de contagio, pues aun en las enfermedades que se transmiten por mero contacto, ya el mismo óleo es un impedimento. Lo que sí podría ocurrir es que tocando el óleo varias veces con el dedo, aquél se inficionase. Mas para evitar esto basta humedecer en el óleo un pequeño mechón de seda, de modo que sirva como de instrumento para practicar todas las unciones sin introducirlo de nuevo en el óleo. Así se evitará también toda causa de contagio. Además, en todas las partes que se han de olear puede escogerse algún punto que esté libre o casi libre de llagas, pústulas, etc. En muchas enfermedades el peligro de contagio no está en el inmediato contacto de los enfermos, sino en los objetos que le rodean y en el aire del aposento..., y en tal caso de nada servirá evitar el contacto. Otra razón que nos mueve a disuadir el uso del pincel es el escándalo. Los circunstantes se admirarán y escandalizarán de seguro, no sin motivo, al ver que el pastor de almas es tan miedoso y tímido, cuando con el mismo peligro el médico toca y coge al enfermo una y otra vez, sin ningún reparo» (Doctores Capellmann-Bergmann: Medicina pastoral, pág. 265).
Dejando a un lado la cuestión del escándalo, que pertenece por entero al moralista, y pasando por alto la comparación establecida entre el sacerdote, que tiene a mano una precaución, y el médico, para quien el contacto del enfermo es elemento indispensable, por regla general, para un acertado diagnóstico, queda como punto discutible si el contacto del dedo del sacerdote, mojado en óleo, con el cuerpo afecto de enfermedad pestilente o contagiosa, constituye un peligro para el sacerdote administrante. Reconoce Capellmann que el peligro existe por parte del mismo óleo contenido en el vaso, si en cada una de las unciones se ha de tocar con el dedo que ya ha ungido partes afectadas. No nos atrevemos siquiera a insinuar una contradicción, pues si el óleo es susceptible de infección, ¿no podrá serlo en la mano del sacerdote? Pero lo que no admite duda es que la práctica recomendada por el P. Ferreres no ha entrado en la Teología moral sin previo dictamen de los peritos en la ciencia médica.
92. La muerte aparente.
Finalmente, la intervención médica, auxiliar del ministerio sacerdotal, no termina en el momento en que se cree ordinariamente que la muerte se produce. La existencia, pues, de un período más o menos largo de vida latente entre el momento indicado y aquel en que en realidad la muerte, esto es, la separación del alma y del cuerpo, tiene lugar, está hoy generalmente admitida (P. Ferreres: La muerte real y la muerte aparente, núms. 62 y sigs. (edición de 1930). El ilustre médico Pablo Zacchías, que, como es sabido, escribió a principios del siglo XVII, en su obra Quaestiones medico-legales, lib. IV, tít. I, q. 11, núms. 30 y siguientes, dice: 1) Existen enfermedades y accidentes que determinan un estado en el que los afectados «pueden ser tenidos completamente como muertos»; y cuenta entre aquéllas la apoplejía, el síncope y la estrangulación de útero; a la primera asemeja la epilepsia, las asfixias por el agua, por ahorcamiento, por gas carbónico y otros vapores; las sofocaciones por embriaguez, por el rayo, por golpes en el cerebro, por caídas de alto, por aspiración de mercurio, arsénico y otros medicamentos, así como por peste. «Algunos de los que fueron afectados de alguno de esos modos y fueron sofocados, alguna vez, después de dos o tres días, volvieron a la vida» 2) No es posible que uno de esos así afectados, que están privados de sentido y movimiento, sin pulso y respiración, vivan realmente sin ésta, porque «la privación de respiración es la misma muerte». «Algunos —dice— ... dijeron que en aquéllos existe solamente la transpiración.» La opinión suya la expresa así: «Con respecto a nosotros, y a lo que nos dicen los sentidos, puede vivir un hombre sin sentido, sin movimiento, aun sin pulso y respiración, de modo que apenas, y ni aun apenas, se le pueda distinguir de quien está realmente muerto.» 3) El tiempo que puede durar la vida en esos casos, a lo más, es de tres días, monos en el sincope, que no puede pasar de veinticuatro horas, en razón de la opresión grande a que el corazón es sometido).
Diversos hechos comprobados han puesto de manifiesto esta verdad. La razón fisiológica los explica; pues, aunque cesen las grandes funciones esenciales al sostenimiento de la vida, o sea la respiración y la circulación de la sangre, pueden persistir de un modo latente e imperceptible las propiedades funcionales de los tejidos y de los elementos orgánicos (Doctor Laborde: Bulletin de la Académie de Médecine, pág. 64 (París. 1900), citado por Ferreres, ob. cit., núm. 65. Antonelu: Medicina pastoralis. vol. II. números 994 y sigs.).
Ahora bien: en ese lapso de tiempo, el hombre puede tener las disposiciones necesarias para recibir el Sacramento de la Extremaunción (y el de la Penitencia, y en su caso el del Bautismo). ¿Cómo negar y en qué se podría fundar la negación de posibilidad de que el hombre conciba dolor de sus pecados en ese estado, en el que las facultades del alma son capaces de función? De ahí que la ley eclesiástica (can. 941) diga así: «Cuando se duda si el enfermo ha llegado al uso de la razón, si está verdaderamente en peligro de muerte, o si ha muerto, este Sacramento adminístrese bajo condición". Así como el médico echa mano de todos los recursos de la ciencia y procura salvar al enfermo de la mejor manera posible, la Iglesia, con mayor motivo, usa de cualquier probabilidad, aunque tenue, en favor de sus hijos para la salvación de sus almas.
Dedúcese de lo dicho una doble consecuencia para el médico: una, referente a la vida tal vez latente del presunto muerto; otra, acerca de la eficacia de su intervención en orden a los Sacramentos.
93. La vida latente y el médico.
En cuanto a la vida latente, corresponde a su misión, en primer lugar, combatir aquellas prácticas que puedan precipitar su extinción. Las escenas de dolor que en torno al supuesto cadáver se suelen desarrollar, aumentan sin duda, en el caso de vida latente, con gravamen y peligro, el estado afectivo del sujeto. También es censurable el depositar apresuradamente el cadáver fuera de la cama, en sitio donde el enfriamiento pueda acelerar la muerte real.
«No repruebo —dice Capellmann (Medicina pastoral, pág. -161. Traducción española, edición de 1913)— que se le cierren los ojos; pero si he de manifestar que es un absurdo, del cual pueden seguirse fatales consecuencias, el cerrar la boca de los que acaban de morir con un pañuelo atado fuertemente a la cabeza. Nunca debe olvidarse que puede ocurrir que la muerte sea aparente, y con semejante costumbre se impide la respiración del que acaso volvería a la vida.»
Por la misma razón, dice que debe velarse el cadáver durante las primeras veinticuatro horas «hasta que se presenten las señales manifiestas de muerte.» Así debe ser, en efecto. Cuanto contribuya a prolongar el estado de vida latente, aumenta las débiles posibilidades de que esa vida se reactive y las probabilidades de que la gracia de Dios descienda sobre el alma mediante los auxilios espirituales. «En todas las defunciones —dice el doctor Thomasin (Citado por Antonelli, ob. cit., núm. 1.022)— es preciso considerar las primeras doce horas como una continuación de la enfermedad.»
Aún más, como un capítulo de la Deontología médica, debe ser tenido el deber de «tratar al cadáver para volverlo a la vida, como a un viviente para devolverle la salud» (Doctor Laborde. citado por Ferreres. op. cit., núm. 150). Varios procedimientos se han inventado y ensayado a dicho noble fin. Ninguno de cuantos parecen fallecer de accidentes repentinos debería ser enterrado sin haber sido sometido a alguno o varios, cuantos se pueda, de los procedimientos aprobados por los doctos (tracciones rítmicas de la lengua, tracciones rítmicas de los brazos, respiración artificial, masaje del corazón, inyecciones de adrenalina, etc.). «Nuestra obligación —decía el doctor Blanc (citado por Ferreres)— es no desamparar al paciente al parecer exánime por muerte súbita, sino luchar, luchar a brazo partido y sin cansarnos por una y más horas contra este sopor que puede no ser de muerte.»
94. El médico y el sacerdote.
No para aquí la relación entre el médico y el sacerdote. Puede informar sobre estos dos importantes puntos, que determinan la conducta del sacerdote: a) señales que haya podido descubrir de vida latente; b) pruebas de que la muerte es real (Antonelli, ob. cit., núms. 947 y sigs. Este autor aduce diversas pruebas de muerte aparente: a) La auscultación auricular, continuada y repetida durante unos cinco minutos, b) Fricciones sobre la piel con paños ásperos, que pueden producir enrojecimiento, señal de vida, c) Estímulos de la sensibilidad mediante objetos muy calientes sobre la piel (vaso de agua, gotas de cera liquida, una llama, un hierro candente), pues las ampollas que puedan producirse son indicio de circulación de la sangre. d) Ligadura de un dedo; el color violáceo antes de quitar aquélla y la linea blanquecina que quede después son indicio de lo mismo, e) Si puesto un vidrio frío o espejo ante la boca se empaña, aunque ligeramente, de un vapor sutil, indica muerte aparente. f) Excitantes, verbigracia, alcohol, amoniaco, vinagre, éter, etc., a las narices; tabaco, agua fría, para excitar los ojos o los oídos. Estas señales no requieren de conocimientos médicos. Son vulgares. De su conjunto puede resultar una prueba moral de la muerte efectiva. Otras pruebas exigen mayores conocimientos). En el primero de los casos, la administración la Extremaunción no debe ser condicionada a la vida: «Si vives", etc., porque se supone existente. En el segundo caso, no se debe administrar el Sacramento. Claro es que, siendo tan dudosas las señales de muerte real que los autores, después de someterlas a un examen minucioso, no encuentran otra indubitable más que la putrefacción, y con muchas probabilidades la rigidez cadavérica examinada atentamente por un médico experimentado —pues la rigidez antes de la muerte invade a los atacados de espasmo, asfixia, tétanos, etc.— (Dr. Icard: La mort réele, pág. 25, citado por Ferreres, op. cit., núm. 95, Dr. Capellman, pág. 355. Ya en la antigüedad se había observado que las señales de muerte eran poco seguras. El gran médicolegalista Zacchías dice: «Puede causar admiración aquello que, según refiere Celso (lib. II, Cap. IV, de su Medicina), enseñó Demócrito; es, a saber, que ni siquiera son bastante ciertas las señales de la muerte que por tales habían tenido los médicos. Ahora bien: si las señales de la muerte del hombre son de suyo dudosas puede engañarnos algunas veces y hacernos creer vivo al que está muerto, y muerto al que aun vive... Por ello, los médicos, con Galeno, recurren a ciertas experiencias para conocer si el hombre en verdad está muerto o aun conserva una centella de vida.» Como señales inciertas propone, para conocer si existe respiración, el uso del espejo o de unos hilos finísimos de algodón ante la boca, y para averiguar la circulación de la sangre y el movimiento, el que se ponga un vaso de agua sobre el pecho del enfermo. Más segura señal de muerte es la aparición de la espuma en la boca y la palidez o el color verdoso en el rostro. Y más segura aún es la muerte si, empleados recursos para hacer estornudar al enfermo, no se ha conseguido, según Valles (Philo lib. III, cap. XII) y otros. La rigidez cadavérica no es del todo clara señal. Concede valor, en cambio, al hecho de que los ojos parezcan como empañados por un velo. Pero el signo infalible es la presencia de síntomas de putrefacción. Como se ve, no se ha adelantado mucho en el descubrimiento de señales de muerte real, las que el citado Zacchías anhelaba ya en su tiempo), resultará difícil para el mismo médico certificar con absoluta certeza de la muerte real hasta que los sintomas de la descomposición se presenten. En la duda, pues, no debe abstenerse el ministro de Dios de administrar condicionalmente el Sacramento de que tratamos.
Las reglas generales a que el sacerdote debe atenerse son las siguientes: a) en las muertes producidas por accidentes repentinos (ahogados, ahorcados, heridos por rayo o descarga eléctrica; víctimas de ataques de apoplejía, epilepsia, histeria, hemorragia, intoxicación, cólera, peste, etc.), es probable que la vida latente dura hasta que se presenta la putrefacción; b) en los que mueren de enfermedad larga, dura, por lo menos, media hora; c) más que en éstos y menos que en los primeros, dura en aquellos que, sufriendo una enfermedad larga, les sobreviene un accidente repentino que les acelera la muerte más de lo que la naturaleza de la enfermedad pedía (Ferreres, op. cit. Antonelli, ob. cit. Noldin: De Sacramentis. Sinodales del Obispado de Sigüenza, const. 333). Pero muy oportunamente hace notar el P. Ferreres:
«Que los períodos antes señalados valen para los casos en que un médico perito, observando y auscultando atentamente, da testimonio de haber cesado todas las manifestaciones vitales perceptibles; mas si, como suele suceder, el que da testimonio del fallecimiento es persona imperita, o no se han practicado las observaciones auscultativas, tracciones, etc., dichos periodos hay que extenderlos mucho más, porque la probabilidad de error, al juzgar tales fallecimientos, es muy grande.»
Dr. Luis Alonso Muñoyerro
MORAL MEDICA EN LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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