La espiritualidad de nuestra coyuntura histórica presenta —a Dios gracias— un carácter descolladamente teológico.
Contra lo rutinario, lo superficial y lo sentimental, en la vivencia de la piedad, se desea y se busca una vida interior que estribe en el dogma y a él regrese por los caminos del amor.
Así se explica el gusto, cada vez más difundido, por los estudios y las lecturas de ascética y mística, la preferencia que las almas selectas otorgan a los libros más densos de doctrina y el ansia con que se busca en sus fuentes primeras el pensamiento de los Padres de la Iglesia y de los más altos maestros de la teología.
"Porque ésta —nos recuerda el Padre Olazarán, S. J.— es un conjunto de tratados eslabonados entre sí y repletos de profundas verdades, capaces de convertirse en alma de una espiritualidad viviente".
Guiada por el Espíritu, la Iglesia no sabe de modas. Si durante épocas predomina el influjo espiritual de determinados dogmas o la piedad de los fieles transita de preferencia por determinados caminos, ello se debe al soplo del Espíritu, que es el Director espiritual de la Iglesia y la va socorriendo, iluminando e impeliendo según designios superiores.
Hoy, la piedad teológica va a nutrirse con el meollo de la espiritualidad cristiana: la Santísima Trinidad, el Misterio de Cristo, María, la Iglesia, la gracia, los sacramentos...
Entre almas cultivadas hay propensión a vivir intensamente del jugo de tales misterios. Se nutren —diría San Jerónimo— con tuétano de león. Y es un consuelo ver la piedad tan bien apuntalada y dirigida.
"Núcleo de la vida cristiana —escribe el Padre Olazarán— es el Misterio Trinitario. Todo se hace por y para el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Particularmente el justo ha recibido en sí el misterio de la gracia, semilla divina y participación de la vida trinitaria. Por la gracia santificante se siente hijo adoptivo de Dios y templo de la Santísima Trinidad, que en él mora atraída por el vínculo de la caridad; y por las gracias transeúntes sabe que es sujeto constantemente movido desde lo alto en virtud de las ilustraciones e inspiraciones del Espíritu Santo, que reclama amorosamente fidelidad y docilidad a su dirección. Así también, esta cooperación a las llamadas del Señor en materias difíciles de ascética o de moral, o en el monótono ejercicio del deber cotidiano, pierde mucho de su natural rudeza, por considerarlo no tanto como trabajo penoso y prolongado sino como ímpetu de un corazón de hijo que sólo aspira a servir filialmente a su Padre, dador de tan preciosos dones".
El misterio fundamental del cristiano es el misterio de la Augusta Trinidad.
Después de habernos hablado Dios muchas veces y de muchos modos por el ministerio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, el Verbo, figura de su substancia y esplendor de su gloria (Hebr. I, 3), venido a la tierra para predicar a los hombres el reino de Dios y manifestarles el secreto de la vida trinitaria.
Los profetas que precedieron a Cristo insistieron, según su gracia y su misión, en ciertos atributos de Dios. Isaías pregonó su grandeza y majestad, Jeremías su justicia, Oseas su amor misericordioso. Moisés se elevó a la verdad sublime que más se aproxima al misterio del Ser inefable: Yo soy el que soy.
Pero vino el Hijo de Dios y nos habló del Padre, y del Hijo, igual al Padre, con el que es una misma cosa, y de Dios Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo.
El Evangelio inaugura una era nueva, esencialmente trinitaria, un pueblo, un culto, un sacerdocio, una realidad nueva que con San Ambrosio podría llamarse "el reino de la Trinidad", regnum Trinitatis.
La enseñanza de los apóstoles, prolongación de las palabras de Cristo, se sitúa bajo las luces de este dogma fundamental.
San Pedro, en su carta primera, empieza esclareciendo el sentido profundamente trinitario de toda la economía de la salvación. Los cristianos, dice, han sido elegidos según la presciencia de Dios Padre, santificados por el Espíritu para obedecer a Jesucristo que los ha purificado con su sangre.
En las cartas de San Pablo abundan y destellan gloriosamente los textos y pasajes reveladores del sentido trinitario de toda su portentosa construcción doctrinal.
Pero ninguno de los evangelistas nos ha hablado como San Juan del misterio de la Trinidad, ya sea al transmitirnos las confidencias de su Maestro, ya al exponernos su propia concepción religiosa o ya, finalmente, al revelarnos la filiación eterna de Jesús, que ilumina el sentido de nuestra propia filiación divina.
Es San Juan quien ha conservado aquellas palabras sencillas y sublimes con que Jesús reduce nuestra vida espiritual a la permanente intimidad con Dios. "Si alguno me ama, guardará mis palabras y mi Padre le amará y vendremos a El y en El fijaremos nuestra mansión." Esta inhabitación de la Trinidad en el alma constituye la esencia de la vida interior.
El misterio de la Trinidad subyace en el fondo de toda la poderosa y armoniosa construcción doctrinal de los Padres y Doctores de la Iglesia.
Así lo documenta el P. Philipon, O. P., en reciente disertación publicada en Revue Thomiste, y que en parte resumimos para beneficio de nuestros lectores.
San Gregorio Nacianceno fue un doctor excepcionalmente trinitario. En sus escritos y discursos todo proclama la Trinidad. Su alma vivía este misterio con profundidad y lo comunicaba con amor inflamado. Algún día, ansioso de soledad contemplativa, se despidió de su pueblo, exhortándolo a permanecer firme en la fe. Entonces, del medio de la muchedumbre rompió un grito: "¡Padre, si tú nos dejas, te llevas contigo a la Trinidad." Y San Gregorio, conmovido, difirió su viaje al desierto.
El fue defensor, predicador y poeta de la Beatísima Trinidad. El fue el que la llamó "la primera Virgen". Y en uno de sus poemas nos muestra cómo la Sabiduría Eterna viene a encarnarse en medio de los hombres para decirles: "Dirigios todos hacia la Trinidad".
San Agustín, siempre genial, tiene ráfagas de cielo sobre este misterio, del cual compuso un tratado que empezó en la juventud y terminó en la ancianidad. Fue el misterio que dominó toda su asombrosa vida intelectual. "Nada tan difícil y expuesto como hablar de Ella —decía—, pero también nada tan fructuoso. Ella es el bien supremo que se ofrece a las mentes más depuradas. Ella es el fin de todos nuestros actos, nuestro reposo sempiterno, el gozo que nunca nos será quitado".
En cuanto a Santo Tomás de Aquino, baste con saber que en el mundo armonioso de su doctrina, como en el Evangelio, la Trinidad es la lumbre suprema que lo explica y lo envuelve todo en claridad.
¿Qué decir de los místicos? El P. Guibert, en su libro sobre La Espiritualidad de la Compañía, hace notar que en las cincuenta páginas de la edición de Monumenta, dedicadas a reseñar las gracias recibidas por el santo, hay ciento setenta pasajes que se refieren a la Trinidad. El sentido trinitario domina la mística ignaciana animando su poderoso cristo-centrismo.
Igual primacía goza en la mística carmelitana.
Toda la espiritualidad de Santa Teresa converge hacia la séptima morada del castillo interior, en donde se consuma el matrimonio espiritual, la unión del alma con Dios. Metida en aquella morada recibe el alma una noticia admirable de este misterio. "Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos..."
La doctrina mística de San Juan de la Cruz se va tornando cada vez más trinitaria a medida que el Santo Doctor se eleva hacia las más sublimes descripciones de la unión transformante.
Santa Teresa del Niño Jesús recibió la gracia central de su vida el 9 de junio de 1895, según lo atestigua su acto de ofrenda al Amor Misericordioso, síntesis viva de su doctrina, dirigido a la Trinidad Bienaventurada.
Finalmente, en cuanto a Sor Isabel de la Trinidad, cuantos han saboreado la delicia de su biografía y de sus escritos saben muy bien que su gracia peculiar fue el vivir con plenitud este misterio de inhabitación de la Trinidad, hasta el punto de ser el modelo incomparable de las almas que quieren también vivir en el centro de su alma, en silencio de amor, su vocación de alabanza de gloria a la Trinidad. Pero según el citado P. Philipon, el argumento mayor, el decisivo, es el de la vida cotidiana de la Iglesia, que atestigua de modo sencillo, insistente y grandioso, el carácter primordial de este misterio y su influencia continuada sobre todas las formas de su actividad espiritual: magisterio, sacerdocio, realeza.
Su credo es fundamentalmente una profesión de fe trinitaria, y tanto la definición de los dogmas como la canonización de los santos se hacen siempre en el nombre y a la gloria de la Trinidad Santa.
Toda la economía de los sacramentos se administra en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
La Liturgia entera glorifica a la Trinidad con sus himnos y doxologías y en el mismo sacrificio eucarístico el sacerdote dice: Suscipe, Santa Trinitas, hanc oblationem...
Toda la actividad misionera que hoy la Iglesia despliega con universal e inspirada estrategia, tiende a congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que andan dispersos. En definitiva, Dios creó el universo, los ángeles y los hombres y envió a su propio Hijo a fin de conducir a los elegidos a la visión de la Augusta Trinidad. La glorificación de la Trinidad es la obra esencial de la Iglesia de Cristo.
Ya que Dios me entregó su revelación y me descubrió la misteriosa e inefable habitación de Dios en lo más hondo del alma, será toda mi permanente preocupación proceder como santo, en la seguridad y en el gozo de su amorosa presencia.
Dichosa el alma que logre, como Sor Isabel de la Trinidad, olvidarse enteramente de sí para fijarse en la Trinidad, inmóvil y serena, cual si ya estuviese en la eternidad. Dichosa quien persevere ante la Trinidad, que dentro mora, con la fe enteramente despierta, en absoluta adoración y entregada por completo a la acción santificadora de la Santísima Trinidad.
R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.
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