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viernes, 21 de marzo de 2014

Otras pruebas de la antigüedad del culto de la Madre de Dios.

     Predicación de los Padres más antiguos, monumentos litúrgicos, hechos especiales de recurso a María, erección de iglesias y celebración de fiestas en su honor.—En qué sentido el desarrollo de este culto tuvo su origen la definición de la maternidad divina, en el Concilio de Efeso. y consideraciones sobre ese mismo desenvolvimiento.


     I. Los monumentos de las catacumbas no son los únicos que proclaman el culto de los primeros cristianos hacia María, Señora nuestra; y hablamos, sobre todo, del culto de invocación, puesto que es el más combatido por los adversarios de la Santísima Virgen. Cien veces, en los Hechos de los Apóstoles y en sus cartas oímos a estos pedir a los fieles la asistencia de sus oraciones y de sus votos. Ahora bien: si los cristianos de aquellos tiempos primitivos pedían a sus hermanos que intercediesen por ellos, porque estos hermanos eran discípulos y amigos de Cristo, ¿es posible que se olvidasen de implorar de la Madre de Cristo la limosna de su intercesión ante el trono de Cristo? Pero si desde aquella época imploraban en vida a María, mucho menos más debieron recurrir a Ella cuando fue llamada por su Hijo, de la tierra al cielo, de la mortalidad a la gloria inmortal, porque, según lo prueban innumerables testimonios, principalmente por medio de los justos muertos en el Señor, subían al cielo las oraciones de los cristianos en aquellos primeros tiempos, como después y como siempre.
     Dirá: o, tal vez, que esta prueba es muy abstracta y que se desean testimonios precisos y determinados afirmando que en la Iglesia primitiva se honraba e invocaba a la Madre de Dios. Responderemos, ante todo, que los cementerios cristianos nos han dado algunas pruebas de ese género. Si se piden pruebas escritas sería -lo confesamos- muy difícil hallarlas; primero, porque nos quedan poquísimas obras anteriores a la paz de la Iglesia, en los principios del siglo IV; segundo, porque esas pocas que restan son, en su mayor parte, libros de apologética y de controversia, y, por consiguiente, obras en las cuales no se debe buscar lo que era entonces la oración cristiana.
     Gran número de autores, es cierto, se han apoyado en discursos u homilías que contienen hermosas y frecuentes invocaciones a la Virgen Madre, homilías y discursos que pertenecían al siglo IV, al III y quizá a una época más remota de nuestra Era. Nosotros no nos serviremos de esto, a lo menos directamente. Y es que no queremos emplear aquí sino documentos perfectamente auténticos. Ahora bien: como ya lo hemos advertido más de una vez al citar la mayor parte de esas obras en el curso de nuestra trabajo, esos discursos de San Gregorio Neocesariense, de San Metodio, de San Epifanio, de San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Jerusalén, de San Efrén y otros, son todos, a los ojos de la crítica moderna, de una autenticidad dudosa por lo menos (Véase en particular a S. Gregorio Neocesariense, hom. 2 in Annunciat., P. G., X. 1169; S. Metodio, de Anna, Simeone et Deipara, P. G., XVIII, 382 ; S. Cirilo de Jerusalén, homilía de Ocursu Domini, P. G., XXXIII, 1187, sqq.; S. Atanasio, or. de Annunciatione, P. G., XXVIII, 913, sqq.; S. Juan Crisóst., Lec. nocturni secundi pro festia B. V. M. per annun. S. Efrén, Orat de Laudibus B. Virg. et Orationes ad Deiparam, Opp., t. III (graece et latine), pp. 524-552, 574, 578. Por cierto que sería difícil encontrar en otra parte, aun en las oraciones de San Anselmo o de San Bernardo, un sentir tan vivo de la bondad misericordiosa de María, una idea más alta de su incomparable poder y mayor unción y filial confianza y una convicción más profunda de la necesidad que nos apremia de recurrir en todo y en todas partes a María, que en esas invocaciones atribuidas al célebre monje sirio. Añadamos que Assemani, que editó el primero sus obras, defiende la autenticidad de esas oraciones (Opp., t. III (graece et lat.), proleg., c. 8, p. 54; col. t. II, proles., LVII, sqq.) Por otra parte, según él lo hace notar en el último lugar ya citado, hay cánticos del Santo en honor de la Virgen Santísima, en los cuales es indiscutible el texto siríaco.
     Nicolás (La Virgen viviendo en la Iglesia, 1. III, c. 4) ha citado grandes extractos de las oraciones de San Efrén a la Madre de Dios).
     Sin embargo, aun en el caso en que ninguna de esas obras tuviera por autor aquel de los Padres a quien se atribuye, todavía demostrarían, al menos indirectamente, que en la pretendida época de su composición se honraba con un culto de invocación a Nuestra Señora. En efecto: no las hubieran puesto o recibido, desde lo más antiguo, bajo el nombre de los grandes hombres a quienes las han atribuido si no hubiesen estado todos persuadidos de que esto mismo era lo que creían, lo que pensaban y lo que hacían juntamente con los cristianos de su tiempo. Ahora bien; semejante persuasión, con sólo un siglo o dos de distancia, no podía ser errónea. Si, pues, nadie se asombraba de oír a Padres como San Gregorio Taumaturgo y los otros hace poco nombrados invocar a la Madre de Dios; si esto parecía tan natural, es que verdaderamente no era una novedad en la Iglesia de Dios el culto deprecatorio (Por no hablar sino del Obispo de Neocesarea, San Gregorio Taumaturgo, ¿quién se asombraría de verle honrar y rogar especialmente a la Santísima Virgen, cuando es constante que había recibido por Ella la verdadera doctrina de la fe sobre la Trinidad, como ya lo hemos mostrado anteriormente?).
     No nos apoyaremos tampoco directamente sobre las antiguas Liturgias, sea que lleven el nombre de Pedro, de Santiago o de cualquier otro Apóstol. Podríasenos objetar que esas Liturgias, aunque fuesen, por su substancia inicial, obra de los primeros discípulos del Señor, nada prueba claramente que las invocaciones de la Virgen que contienen o mencionan no hayan sido añadidas más tarde. Sin embargo, no se debe creer que no sean esos respetables monumentos del culto cristiano prueba alguna en favor de nuestro asunto. Consultadlos a todos, a cualquier Iglesia que pertenezcan, a las comuniones separadas de nosotros por el cisma o por la herejía, como a la Iglesia Madre y Maestra, y siempre y en todas partes hallaréis, aun en el lugar más venerable e inmutable, el canon de la Misa, un llamamiento a la intercesión de la Madre de Dios (A María, es cierto, no se le invoca directamente en los Santos Misterios; el sacerdote que sacrifica no se dirige más que a Dios pero apoya sus peticiones sobre las oraciones y la intercesión de los Santos, y primeramente de la Madre de Dios). Por consiguiente, en la época en que los nestorianos, y algunos años más tarde los eutiquianos, rompieron con la Iglesia católica, la Virgen Santísima estaba universalmente en posesión de su culto entre les fieles. Nadie, en efecto, se atrevería a sostener que si este uso litúrgico no existía entonces fue en tiempos posteriores tomado por los herejes de la verdadera Iglesia de Cristo; hipótesis tanto mas inverosímil cuanto que, por la naturaleza misma de sus errores eran numero de ellos, los primeros los partidarios de Nestorio, debían ser menos inclinados a glorificar a la Madre de Dios (He aquí lo que se lee en el Ordo matrimonii, de los nestorianos: "Que la oración de la Virgen María, Madre de Jesús, Marta, Madre de Jesús, nuestro Redentor, sea para nosotros, noche y día, un constante baluarte." El Ordo Baptisti, de los jacobitas de Alejandría. dice: "Santo, Santo, Santo el Todopoderoso... Por intercesión de Santa María, Madre de Dios, concédenos el perdón de nuestros pecados." Y además: "Conserva estos bautizados en tu fe sin mancha por las oraciones de nuestra común Señora la Santa y purísima María, Madre de Dios." Nótese también este pasaje de la liturgia nestoriana de los Santos Apóstoles: "Madre de Nuestro Señor, ruega por mi al Hijo Unico que nació de Ti, para que me perdone mis faltas y pecados y reciba de mis débiles y culpables manos el sacrificio que mi flaqueza ofrece sobre este altar, por medio de tu intercesión por mí, Madre Santa" (Renaudot, op. c., Comment. ad liturg. coptic. S. liaaüii, t. I, p. 256).
     Por consiguiente, aparte toda otra consideración, los libros litúrgicos bastarían para demostrar con certeza que para dar con los orígenes del culto deprecativo de la Santísima Virgen hay que ir mas allá del Concilio de Efeso. Y, porque nada hay más incompatible con las variaciones que la oración universal, henos aquí bien lejos de las edades que precedieron a la herejía nestoriana y al Concilio que la condenó con sus anatemas.
     No es este el único argumento que se pueda sacar de la Liturgia. Más de una vez hemos citado los Menelogios de los griegos, es decir, la voluminosa colección de sus oficios mensuales. Ahora bien nada es tan frecuente como hallar en los himnos y cánticos de los Menelogios dichos una última estrofa consagrada, ya a celebrar algún privilegio de la Virgen, ya a reclamar su poderosa intercesión Y así, el P. Simón Wagnereck, jesuíta bávaro, en un libro que ha titulado Dictas Mariana Graecorum (La devoción de los griegos a María), ha podido sacar de los himnos asignados a cada día del año litúrgico centenares de estrofas en las cuales recibe María el doble culto de la oración y de la alabanza.
     Cierto es que esos oficios han sufrido muchas reformas y adiciones en el curso de los tiempos, y muchos son los himnógrafos que han trabajado para avalorar monumento tan rico. En el siglo VII parece que se compusieron los cánticos más hermosos por San Juan Damasceno, San Cosmas y otros tan autorizados casi como ellos. Y lo que es importantísimo saber para la cuestión presente es que San Juan Damasceno, perseguido por el odio de los iconoclastas, encontró en la Laura de San Sabas, donde se había refugiado, "un hermoso orden de oraciones determinado por un Typicon o Ritual, que, renovado con sus cuidados, acabó por prevalecer en todo el rito oriental" (León. Allati., De Libris ecclesiast. Graccorum, prolog., n. 70). Ahora bien: este oficio lo había recibido nuestro Santo P. Sabas de los Santos Eutimio y Teotisto, los cuales lo recibieron, a su vez, por la tradición de los antiguos, y particularmente del confesor Chariton" (Simeón Thessalonic., De sacra precatione, c. 303; De Typico hicrosolym.. I'. G., CLV, 556. Véase también la Vida de San Eutimio, Acta SS. Jan., t. II, p. 668, etc.), lo que nos lleva a través del quinto y cuarto siglos hasta la era de los mártires. En efecto: Chariton vino a Jerusalén en el episcopado de San Macario, hacia 312; a él se debe atribuir (desde 328 a 335) la fundación del Monasterio que fue más tarde el de San Sabas. Eutimio, nacido hacia 377, y Teoctisto habitaron juntos aquel antiguo Monasterio, y el primero, por lo menos, vivía aún cuando San Sabas fue a consagrarse a Dios en la misma Laura. Por aquí se ve cómo la transmisión de los himnos que fueron el precioso meollo del Typicon ha podido formarse sin corte alguno desde los primeros años del cuarto siglo hasta los tiempos de San Sabas, a quien la Iglesia debe la primera colección.
     La conclusión natural que hay que sacar de estos hechos es que el culto deprecativo y laudatorio hacia María contenido en las odas del Typicon tiene, como ellas, su origen en la era de los mártires. Para rechazar esta consecuencia habría que probar que las estrofas innumerables en honor de la Virgen fueron todas de más reciente composición; ahora bien: nada puede dar derecho para suponerlo; tanto más cuanto que en la colección gran número de ellas se muestran bajo el nombre del primer redactor, San Sabas.
     Lo que confirma la remota antigüedad del culto de María es otro monumento de una liturgia sacrílega, de que ha sido ya cuestión en esta obra. Nos referimos al culto de adoración, propiamente dicho, prestado por los coliridianos a la Divina Madre de Dios en el curso del cuarto siglo. Llegaban, ya lo sabemos, hasta ofrecerle sacrificios por el ministerio de las mujeres, como hubieran hecho con una diosa. Claramente se ve que no hubieran tenido semejante audacia ni pensado de aquel modo si no hubiesen hallado establecido ya en la Iglesia de Dios el culto de la Virgen. El error es una corrupción de la verdad, ya por exceso, ya por defecto. La supone, aunque la mutile. Por esto San Epifanio, que nos ha conservado el recuerdo de una oración tan monstruosa y la ha combatido en sus escritos, no reprocha a los nuevos herejes el honrar a María. Lo que condena es que le dediquen un culto que no es debido más que a la majestad suprema de Dios sólo. "Que se honre a Maríaexclama—, pero que nadie la adore, porque ese culto es propio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Adv. Haeres., haer. 79, n. 8. P. G., XLII, 752). Ahora bien: el honor que él reivindica para María, aun rehusándole la adoración, es el mismo que, desde hacía tiempo, la Iglesia ofrecía a los mártires: un honor religioso fundado sobre la excelencia sobrenatural de la criatura; un culto, por consiguiente, de alabanza, de veneración y de invocación. Y como hay pocos Padres que hablen tan magníficamente de las prerrogativas de María que este sabio doctor del siglo IV, ¿no tenemos razón para deducir que, de acuerdo con la Santa Iglesia, le ofrecía el los homenajes más perfectos después de los que dedicaba a Dios?

     II. ¿Es posible confirmar esta antigua prueba de la confianza de los cristianos en la intercesión de María con hechos particulares? Ciertamente. Elegiremos dos, entre otros; y la razón de esta preferencia es, porque, a nuestro entender, tienen una fuerza singular para mostrar cuán familiar debía ser a los fieles de las primeras edades el invocar a la Madre de Dios.
     Tomaremos el primero de uno de los más ilustres Padres del siglo IV: San Gregorio Nacianceno. En su panegírico de San Cipriano de Antioquía cuenta cómo el futuro mártir, extraño aún a la fe y muy aficionado a la magia, se encendió en amor de una virgen consagrada al Señor llamada Justina. En el delirio y ceguedad de su pasión no temió el acudir al poder diabólico para seducir a dicha virgen, objeto de sus deseos.
     Ahora bien: dice San Gregorio, la joven sintió bien pronto el peligro que amenazaba a su pudor, porque es privilegio de las almas puras: el no tardar en descubrir los lazos y enredos del demonio. "¿Que hará, pues, para escapar de las manos de aquel obrador de iniquidad?". A falta de otro recurso se refugia cerca de Dios e implora contra aquel amor detestable el auxilio de su Esposo, de Aquel que libró a Susana y salvó a Tecla... Y ¿quién es el Esposo? Cristo, que arroja a los espíritus malos... Después se arroja, suplicante, a los pies de la Santísima Virgen, pidiéndole con afán que socorra a una virgen en peligro: Virginemque Mariam supplex obsecrans ut periclitanti inrgini opem ferret" (S. G. Nazian.. Or. 24 in Laudem S. Cypriani, nn. 10, 11. P. G„ XXXV, 1181). Esta invocación a María no fue estéril, porque Cipriano, curado de su loca pasión, fue al poco tiempo, para Justina, compañero de martirio y de gloria.
     Este hecho, acaecido durante la persecución de Diocleciano, es muy notable. Supongamos que el invocar a María fuese entonces cosa inaudita entre los fieles: ¿creéis que San Gregorio hubiera referido así, sencillamente, el recurso de Justina a dicha poderosa Señora? ¿Creéis, sobre todo, que la joven se hubiese refugiado tan espontánea y naturalmente, en aquella apremiante necesidad, bajo el amparo de María? ¿No era preciso que hubiera aprendido en el seno de la Iglesia a ver en Ella el auxilio de los cristianos, la Madre a quien pueden acudir siempre que un peligro les amenaza o que necesitan una gracia extraordinaria? (Importa poco que San Gregorio Nacianceno se haya equivocado identificando a Cipriano de Antioquía con Cipriano de Cartago (1. c., n. 6). Esto no quita veracidad a un testimonio en favor de la práctica cristiana de recurrir a la intercesión de la Madre de Dios).
     El segundo hecho es la conversión de la ilustre pecadora conocida bajo el nombre de Santa María Egipciaca. Es también anterior al Concilio de Efeso, puesto que, generalmente, están acordes en colocar dicha conversión hacia el año 383. María fue muy niña a la ciudad de Alejandría, y vivió en ella veintisiete años, entregada a los mayores desórdenes, cuando se le ocurrió embarcarse para Palestina con la multitud de peregrinos que iban a adorar la Cruz del Salvador en Jerusalén. El viaje fue para ella, en intención y en realidad, una continuación de su vida antecedente. La curiosidad, más que la devoción, la condujo siguiendo a los fieles hasta la iglesia en donde se veneraba la Cruz. Allí la esperaba Dios con su infinita misericordia. Rechazada tres veces en la puerta del templo por un brazo invisible, abrió los ojos sobre su miserable estado, y, corriendo a una imagen de la Santísima Virgen, postróse a sus pies rogándola, con lágrimas, que la dejase llegar hasta la Cruz de su Hijo. Comprometióse también, con una promesa solemne, a dejarlo todo y dirigirse adonde su Mediadora quisiera conducirla. Sabido es cómo la Madre de misericordia oyó esta oración y cómo al día siguiente, purificada de sus culpas y fortificada por la comunión, fue la pecadora, por orden de María, a sepultarse en un desierto y llorar en él su vida criminal. Allí, según refirió más tarde el solitario Zósimo, fue durante diecisiete años atormentada de furiosas tentaciones, pero siempre defendida y libertada por la Madre de Dios, a quien llamaba a gritos en su espantosa soledad (Véase los Bolandistas, Acta SS,, 2 april, p. 76; it., Vita B. Mariae Aegyptiacae. Los Bolandistas admiten la autenticidad del relato. Nicéforo Calixto lo ha atribuido, equivocadamente, a San Sofronio; esta Vida fue escrita en el siglo V, según una tradición fielmente conservada por los monjes a quienes Zósimo, ya casi centenario, la había él mismo referido).
     No hacen falta, según creemos, largas reflexiones para deducir de este relato cuán natural y común era entonces la costumbre de acudir a la Divina Madre. De otro modo, ¿hubiera sido posible que una criatura sin principios y entregada al más vergonzoso desorden desde su infancia hubiese orado así, públicamente, a la puerta de una iglesia, ante una imagen de la Virgen, y que no tuviese desde entonces otro socorro más eficaz contra las rebeliones de su carne que sus repetidos clamores a la Madre de Dios? (En el siglo V la persecución del rey Arriano Hunerico produjo innumerables mártires. Los de Tipasa son célebres, entre todos, porque conservaron el uso de la palabra después de haberles cortado la lengua. Pues bien, las Actas de su martirio refieren que durante su suplicio no dejaban de invocar los nombres de Jesús y de María, nuevo testimonio del culto depurativo baria la Madre de Dios).
     A estos dos hechos podríamos añadir un tercero que nos ha transmitido San Juan Damasceno. Queriendo este Santo probar, contra los iconoclastas, la antigüedad del culto de las santas imágenes: "He aquí dice lo que se escribe en la Vida del Bienaventurado Basilio, compuesta por Eladio, su discípulo y su sucesor en el obispado. Un hombre muy santo fue una vez a orar ante un cuadro de Nuestra Señora, donde se veía también representado al mártir de Cristo, Mercurio. Suplicaba dicho devoto a la Virgen con toda su alma que hiciese desaparecer al impío Juliano, el emperador apostata. Allí mismo supo, por la imagen, lo que sucedería, porque vio al mártir desvanecerse ante su vista por algunos momentos y reaparecer después llevando entre sus manos una jabalina ensangrentada" (de Imaginibus, or. 1, P.G., XCIV, 1277). Este hecho confirmaría inmediatamente lo que nos enseñaba el precedente, esto es, la costumbre que tenían los cristianos del cuarto siglo de acudir a la intercesión de María; pero ¿es de veras auténtico? Cuestión es esta difícil de resolver mientras que no tengamos nuevos documentos que nos den más luz y más datos, porque la historia citada de Eladio no se conserva.
     No se podría alegar en confirmación de este último hecho la autoridad de otra vida de San Basilio, atribuida, por error, a San Anfíloco, amigo íntimo del obispo de Cesarea. El autor refiere que la última entrevista de Basilio con Juliano terminó con terribles amenazas del emperador contra la ciudad de Cesarea, amenazas que se proponía ejecutar a su vuelta de la expedición de Persia. Basilio puso a su pueblo en oración sobre el monte Dídimo, donde se levantaba una Iglesia muy venerable y muy honrada dedicada a la Madre de Dios. Ahora bien, mientras la multitud invocaba la protección divina. "Basilio vio en sueños a la multitud de la milicia celestial cubrir la montaña, y entre los espíritus angélicos una mujer sentada en un trono, que les dijo: "Llamadme a Mercurio; él irá a matar a ese Juliano, que ha sido tan perfido con mi Hijo y Señor Jesús." El Santo, armado con todas sus armas, acudió a la orden de la Reina del Cielo y partió inmediatamente a cumplir su cometido. Sabido es el fin del perseguidor Juliano (Cf. Bolland., Appendix de vita S. Basilii apocrypha, die 14 jun.. n.36, t. XXI. p. 944.
     Ni los bolandistas, ni Baronio, ni Belarmino, han reconocido esta vida como digna de fe, a lo menos en todas bus partes: tantos son los errores evidentes que contiene. Los Bolandistas, después de haber notado las numerosas incorrecciones en que abunda el relato, hacen, con justicia, reparar cuan increíble es que un hecho de esta importancia, si hubiera sido cierto, no lo hubiesen mencionado ni San Basilio en sus escritos posteriores contra el príncipe apóstata, ni San Gregorio Nacianceno en los elogios que hizo de su glorioso amigo. Todo conduce, por otra parte, a creer que esta vida de San Basilio es una obra del séptimo u octavo siglos, y que, por consiguiente, no puede tener por autor al dicho Anfíloco.
     Tillemont (Hist. eccles. IX, adnot. 82, Vie de S. Basile) sospecha que el relato conservado por San Juan Damasceno podría muy bien no ser más que una variante de la leyenda apócrifa de San Anfíloco. Esta filiación no parece demostrada, porque las dos narraciones tienen notables diferencias. En la primera no se atribuye claramente la visión a San Basilio; además, la Madre de Dios no se manifiesta por una aparición celestial, sino en una de sus imágenes; de aquí se sigue que la falsedad de un relato no implica la falsedad del otro.
     El testimonio espléndido del culto de María en el cuarto siglo sería la Tragedia de Cristo paciente si se probase que San Gregorio Nacianceno es su autor, como antiguamente se creía en general. Júzguese por la invocación que la corona: "¡Oh, Verbo divino!, recibe en favor mío la intercesión de tu Madre y de aquellos a quienes has concedido el privilegio de romper nuestras cadenas. Y Tú, Virgen sin mancilla, digna de todo honor; Virgen bienaventurada: Tú, que ahora habitas, los palacios celestiales, despojada de toda humana corrupción, revestida del manto de la inmortalidad, incapaz, como Dios (El poeta no pretende dar a María el título de Dios, ni siquiera el de diosa, esto sería una impiedad; no hay en esta frase más que una comparación), de sentir jamás los ataques de la vejez. Desde lo alto del cielo escucha favorablemente mis palabras. Virgen ilustre entre todas, dígnate oír mi oración. A Ti sola, entre los mortales, como a la Madre del Verbo, pertenece el mayor honor y sin medida. Lleno de confianza me atrevo, Señora mía, a ofrecerte este homenaje y depositar en tu cabeza virginal una corona de flores cogidas en la más hermosa de las praderas. Y es que Tú me has colmado siempre de innumerables gracias, protegiéndome contra toda clase de peligros, salvándome de mis enemigos visibles y, más aún, de los invisibles. Lo que más deseo es salir de este mundo después de haber vivido bajo tu amparo y haber sido Tú la más poderosa Protectora mía cerca de tu Hijo. No permitas que sea yo presa del mal ni que sea objeto de burla para el enemigo y el corruptor de los hombres. Defiéndeme, líbrame del fuego infernal y de las tinieblas por la fe que prepara a la justicia y por tu incomparable benignidad. Por Ti nos ha venido la gracia de Dios: por eso te canto hoy mi cántico de gratitud.
     "Salve, pues, a Ti, Madre y Virgen amabilísima; Salve a Ti, hermosa entre todas las Vírgenes, más elevada que las Ordenes celestiales, Señora nuestra Reina de toda la creación y alegría del género humano. Sé Tú siempre la bienhechora de tu pueblo, y para mí la salud y la vida. Procúrame, Señora mía, la libertad de mis pecados y la perfecta salud de mi alma" (Christus patiens, ver. 25, 27, seqq., en el apéndice de las Obras de San Gregorio Nacianceno. P. G„ XXXVIII, 3335, sqq.). No podemos, desgraciadamente, apoyarnos sobre ese fragmento poético. Las críticas más graves niegan su paternidad al teólogo de Nazianceno (Tillemont, por ejemplo (t. IX, S. Greg. de Nazianze, adnot. 110); Dupin, Labbe, Baillet, Baronius y D. Cellier. Histoire des Auteurs sacrés, t. VII. p. 196). Algunos han opinado que el Cristo paciente era obra del gramático Apolinario, atribución que bastaría a conservar su valor al testimonio, puesto que dicho Apolinario es del siglo IV, lo mismo que San Gregorio (Los Apolinar, dos sabios cristianos de Laodicea, el primero gramático, el otro un hijo, retórico, se habían persuadido que era posible conjurar los desastrosos efectos de las Ordenanzas de Juliano, que prohibía a los maestros cristianos la enseñanza de los autores clásicos, revistiendo las Sagradas Escrituras de la forma que él admiraba en la obras de arte de la antigüedad, proyecto que estuvo muy lejos de responder a los esfuerzo; que la empresa costó. De aquí, sin duda, el atribuir el Cristo paciente a uno de los Apolinar. (Vease a Tillemont, I. c.; Boissier, La fin du Paganisme, t. I, p. 204; Socrate, Hist eccl., III, 16). Pero en nuestros días esta misma atribución está puesta en duda de tal modo que llegan hasta a designar el siglo XII como fecha probable de la composición de la Tragedia (Es, probablemente —dice Bardenhewer—, una obra del siglo XII, de la que quizá sea autor Teodoro Prodromus, (Les Peres de l'Eglise, leur vie ct leurs aeuvres).
     Sea como quiera de este último argumento, no dejaremos de concluir, autorizados por monumentos incontestables, que mucho tiempo antes de la definición del Concilio de Efeso la Madre de Dios recibía como tal las oraciones y homenajes de los cristianos, y que si los grandes Obispos que tomaron parte en aquel acto, por siempre memorable, como Cirilo de Alejandría y Basilio de Seleucia, enriquecieron sus discursos con admirables alabanzas y ardientes súplicas a María es porque habían aprendido de los antiguos a rogarle tanto como a venerarla.

     III. Las iglesias y las solemnidades consagradas en honra de María demostrarían evidentemente el culto de alabanza y de oración a dicha Señora. Si, pues, hallásemos unas y otras en los siglos anteriores a la gran asamblea de Efeso sería una nueva demostración sin réplica de la remota antigüedad de este culto en la Iglesia. Ahora bien: no hay que hacer ya esta demostración, ni para las fiestas, ni para los santuarios dedicados a la Madre de Dios. Sería difícil, lo confesamos, el fijar con certeza la época a que se remontan las fiestas más antiguas y los más antiguos santuarios especialmente consagrados a María. Sobre uno y otro punto no están de acuerdo los escritores eclesiásticos, y no tenemos ni la competencia ni el tiempo necesario para dilucidar aquí tan graves cuestiones.
     Hablando primero de las fiestas, es claro que la Virgen Santísima tenia su lugar en las solemnidades de la Iglesia antes del Concilio de Efeso, puesto que la primera refutación pública de la herejía que negaba su divina maternidad fue hecha por San Proclo, con gran aplauso del pueblo de Constantinopla, en una solemnidad celebrada especialmente para glorificar a la divina Madre.
     Si los sermones de que hablábamos al principio de este capítulo fuesen auténticos, y si los títulos que llevan fuesen de sus autores, bastarían para establecer con certeza que varias de las fiestas principales de la Virgen estaban en uso, por lo menos, desde el siglo III y el IV. Pero, ya lo hemos dicho, uno y otro punto son dudosos Hay, pues, que recurrir a otras pruebas.
     Ante todo urge hacer aquí una advertencia importante, y es que aun cuando fuera imposible señalar una sola fiesta de María antes de la segunda mitad del cuarto siglo, no sería menos cierto el culto de esta Señora en las edades anteriores. En efecto: culto y fiestas no son términos de tal modo correlativos que no pueda darse alguna vez, el uno sin las otras. Las fiestas suponen el culto, puesto que son una de sus más claras expresiones; pero el culto puede existir sin las fiestas. ¿Diréis, tal vez, que los cristianos no han honrado siempre el Nacimiento del Salvador? Y, sin embargo, la fiesta de Navidad era todavía desconocida en nuestro Occidente a mediados del siglo III; mucho más lo era en Oriente, pues, allí la recibieron de Roma. La mención más antigua de su existencia está en el calendario filocaliano, compuesto en Roma el año 336. San Juan Crisóstomo, en una homilía pronunciada hacia el año 386, afirma de la misma solemnidad que su introducción en la Iglesia de Antioquía no databa sino de diez años atrás y en Alejandría parece que no fue adaptada sino hacia el año 430.
     Contribuiría a confirmar la verdad de esta primera advertencia la opinión de los que pretenden que la Iglesia de Roma no parece que celebraba fiesta alguna particular de la Virgen antes del siglo VII, cuando adoptó las cuatro fiestas bizantinas, es decir, la Anunciación, la Natividad, la Presentación y la Dormición de la Virgen (Duchesne, op. cit.). Sería, en efecto, demasiado absurdo el pretender que hasta entonces no había recibido la Madre de Dios ni culto ni alabanzas, ni culto de oraciones en el centro de la Iglesia católica. Por lo demás, aunque fuese cierto que la introducción de las fiestas de la Virgen en Roma no pasa más allá del siglo VII, no se sigue de aquí que su primera institución date de esta época. Así, los países del rito galicano parecen haber celebrado desde el siglo VI una fiesta de la Madre de Dios (Duchesne, Liber Pontificalis, t. I, p. 381). En la Vida de San Teodoro, el fundador ilustre de tantos monasterios, que vivía a mediados del siglo V se hace mención de una fiesta de la Santísima Virgen tan solemne que atraía gran número de gentes a su celebración (24) Surius, 11 jan., c. 28). Si el primer monumento incontestable de la Anunciación es un canon del Concilio in Trullo, tenido en Constantinopla en 692, el decreto supone la fiesta y no la crea, puesto que permite solamente celebrar en ella la Misa perfecta aun cuando caiga en Cuaresma. También la supone de igual modo como fiesta antigua el décimo Concilio de Toledo (656), que la traslada al octavo día antes de Nochebuena, como habían hecho ya varias Iglesias a fin de que el tiempo de Cuaresma no impidiese el darle octava.
     Thomassin, cuya severa crítica es notoria, después de haber citado estos hechos y otros del mismo género no vacila en concluir que las solemnidades principales de la Santísima Virgen, que se encuentran generalmente celebradas por toda la Iglesia, desde la primera mitad del siglo VII habían comenzado desde mucho tiempo antes a extenderse entre las iglesias particulares, porque "un intervalo de 250 o 300 años no es demasiado largo para lograr que, sin estatuto alguno general de la Iglesia, la sola devoción, ya de los particulares, ya de las iglesias separadamente, haya hecho de una devoción libre una observancia general en toda la cristiandad" (Thomassin, Traité de la célebration des Fétes, 1. II, ch. 2, § 9).
     Benedicto XIV, sobre esta cuestión de la antigüedad de las fiestas de la Santísima Virgen y especialmente de la fiesta de la Anunciación, encarece algo más que el docto oratoriano, a quien encuentra demasiado tímido en sus afirmaciones. Lo que induciría a creer que no lo hace sin motivo es que la solemnidad de la Anunciación de María se encuentra universalmente celebrada entre los cristianos de toda comunión y de todo rito: griegos, coptos, sirios, caldeos, etíopes; de donde se podría, naturalmente, concluir que su institución es anterior a la separación de las Iglesias. Sea como quiera, el solo hecho de la predicación de San Proclo es una prueba incontestable de que, por lo menos en Oriente, las solemnidades en honor de María precedieron al Concilio de Efeso. Y esta conclusión subsistiría aun cuando la historia eclesiástica no registrase fiesta alguna especial de esta clase. Porque, según advierte Thomassin, las solemnidades del Nacimiento y Encarnación del Señor eran, por su misma naturaleza, fiestas de María. ¿Podianse celebrar esos dos misterios del Hijo sin festejar al mismo tiempo a la Virgen, en quien y por quien se habían obrado? Así, puede decirse que, por una conmovedora compenetración, la Madre es honrada en las fiesta del Hijo como el Hijo es a su vez honrado en las de la Madre.
     Pasando de las fiestas a las iglesias dedicadas a María encontramos primero en el Oriente, la gran iglesia de Efeso, aquella misma en que fue solemnemente proclamada la maternidad divina, testigo incontestable de que ni su culto privado ni su culto publico fueron inaugurados por aquel concilio.
     Varios antiguos Itinerarios y Peregrinaciones de Tierra Santa hacen mención de la Basílica de Santa María, situada en el valle de Getsemaní, cerca de la tumba de la Virgen; por desgracia estos documentos son posteriores al siglo V, y como guardan silencio sobre la fecha de la fundación, no bastan por sí solos para fijar la construcción de la dicha Basílica, sea en el siglo IV, sea en los principios del V. Lo mismo diremos de la Iglesia de Santa María que esos mismos libros nos describen como contigua a la Basílica del Santo Sepulcro o de la Resurrección
     M. de Vogue, en su Eglises de Terre Sainte, piensa que la Iglesia que cubría la tumba de la Virgen data del siglo IV. Trae hasta su historia desde esta época, pero confiesa que no fue mencionada sino mas adelante.
     Interesante sería estudiar los orígenes de la basílica romana conocida por Santa María la Mayor. Esta venerable iglesia es, en su conjunto, y a pesar de sus muchas reformas, un monumento de la primera mitad del siglo V. La hizo construir el Papa Sixto III (432-440) casi inmediatamente después de la conclusión del Concilio de Efeso. Era como un trofeo levantado en memoria del triunfo de la Madre de Dios, como lo atestiguaban, no sólo el texto de la inscripción dedicatoria, que se desarrollaba en mosaico sobre la puerta de entrada, sino también la concepción general de la decoración. De aquí, sin duda, tenemos derecho para inferir la preexistencia del culto de la Santísima Virgen. Pero para tener una prueba palpable y directa habría que remontarse más atrás en el curso de las edades y mostrar que el nuevo edificio no era más que una restauración más espléndida de un monumento anterior igualmente consagrado a la memoria de la Virgen Madre. Esto es lo que Benedicto XIV, después de otros autores, ha deducido de la antigua tradición, consignada en el Breviario (Fiesta de Ntra. Sra. de las Nieves), según la cual la basílica de Liberio, reemplazada la de Sixto III, había sido edificada a petición misma de María, petición confirmada por el célebre milagro de la nieve. No traeremos aquí los argumentos que, según el docto Pontífice, "bastan para hacer moralmente evidente la verdad del prodigio" (La leyenda está en el Breviario Romano, el 5 de agosto. Se hallará la discusión sobre la autenticidad del hecho en De Festis B. V. Mariae, c. 7, nn. 6, sqq.). Como el Papa Liberio ocupó el trono pontificio hacia la mitad del siglo IV (352-366), tendríamos por esta época una iglesia expresamente erigida por un Pontífice en honor de la Virgen Santísima. Aun opina Benedicto XIV que la basílica de Liberio no fue la primera de esas iglesias edificadas en la capital del mundo romano. "Los arqueólogosdice en el mismo lugar de sus obrasmencionan algunas otras iglesias igualmente dedicadas, en Roma, bajo la advocación de la Santísima Madre de Dios, anteriormente a la dedicación de la basílica de Santa María de las Nieves. En cuanto a nosotros, nos basta el poder sostener que, antes de la dedicación de esta última iglesia, el Papa Calixto había ya consagrado más allá del Tíber una iglesia a la Madre de Dios". Sea como quiera de esta conjetura, estamos ya muy lejos de las opiniones que hacen datar solamente de la segunda mitad del siglo V, ya la fundación de las iglesias erigidas bajo la advocación de la Santísima Virgen, ya el culto de oración y de alabanza que le tributan los cristianos.
  Léase en el Liber Pontificalis: "Calistus, natione Romanus... Hic fecit basilicam trans Tiberim..." "Es —dice el Abate Duchesne (Liber Pontificalis, t. I, p. 141, coi., p. 20G) — la basílica de Santa María de Transtevere, que en su estado actual no va más allá de Inocencio II. Debe su fundación al Papa Julio (337-352), que la hizo construir trans Tiberim. .. juscta Callistum. . ." "Al doble título (de Calixto y de Julio) —añade el mismo autor— vino a sobreponerse, desde el siglo VII, el de Santa María." Lo que no prueba, sin embargo, que no fuese anteriormente una iglesia de la Madre de Dios.
     Respecto a la fundación de la basílica de Santa María la Mayor por el Papa Liberio, y a las milagrosas circunstancias que la provocaron, responde, ante todo, Benedicto XIV a los que objetan la ausencia de monumentos contemporáneos, "que el unánime sentir de los autores pertenecientes a toda nación (como sucede en el caso presente), es de gran autoridad, aun cuando falten monumentos". Después añade: "Una tradición piadosa no puede ser rechazada con el pretexto de que le faltan monumentos contemporáneos, si los siglos posteriores la aprueban, como lo hace notar sabiamente Papelbrock en sus Respuestas al P. Sebastián (p. II, p. 3G5), cuando dice: "Sucede con frecuencia también que la sustancia de una tradición es de tal naturaleza, que sería temeridad el ponerla en duda, aun cuando faltasen los testimonios de los contemporáneos" (Benedic. XIV, op. cit-, c. 7, n. 15).
     Citemos, por fin, la viejísima iglesia conocida bajo el nombre de Santa María la Antigua, Sancta Maria Antiqua, que, descubierta últimamente en el Forum Romano, parece haber sido dedicada a la Madre de Dios en el siglo IV.
     No se podría precisar la época fija en que aparecieron en Oriente las iglesias y las basílicas de la Santísima Virgen. Lo que sabemos de un modo positivo es que Efeso tenía su gran basílica de la Madre de Dios aun antes de que Nestorio hubiese atacado su divina maternidad. Este hecho, que ignoraríamos si no fuese por una carta de San Cirilo, nos llevaría, espontánea y naturalmente, a presumir que esta basílica no era la única, aunque las historias no señalasen otras.
     Dejemos a otros el cuidado de examinar dos hechos que, si estuviesen demostrados, contribuirían grandemente a poner en evidencia la antigüedad del culto laudatorio y deprecatorio de la Madre de Dios. El primero sería la erección, hecha en el Carmelo, de un santuario a la Virgen Santísima viviendo aún esta divina Madre. El segundo, quizá menos sujeto a controversia, es el acto del primer emperador cristiano dedicando Constantinopla al Dios de los mártires (Euseb., Vita Constantini.) y poniéndola bajo la protección especial de la Santísima Virgen. Esto relatan los dos historiadores griegos Zonaras y Cedreno. Es por lo menos, absolutamente cierto que en los siglos siguientes era venerada la Santísima Virgen como patrona y protectora de la ciudad (Tillemont), sin que se pueda indicar una fecha posterior a Constantino para dicha consagración.
     Detengámonos en estas pesquisas. ¿Qué más hace falta para establecer de modo incontestable la preexistencia del culto de Nuestra Señora a las controversias nestorianas? ¡Sí!, desde el siglo IV era María universalmente honrada y rogada por los cristianos, objeto de veneración, de esperanza y de amor. Todo lo demuestra los santuarios, las fiestas religiosas, los escritos de los Padres y aun los mismos atribuidos a dicha época, aunque sean de origen menos antiguo. Y ese culto no aparece entonces como una novedad, porque por muy lejos que podamos dirigir nuestras miradas a las edades que preceden, tanto cuanto nos es permitido el levantar los velos bajo los cuales estaba entonces oculta la vida cristiana, María siempre se revela a nosotros, como se manifestará más adelante, la más elevada, la más santa de las criaturas, Mediadora entre Dios y los hombres. Sucede con su culto lo que con todas las grandes instituciones cristianas. Lo que se va desarrollando a través de las edades existe desde el principio. Non nova, sed nove. Es el árbol que crece, es el río que dilata sus márgenes y ahonda su lecho; pero el árbol y el río tuvieron principios: raíces el uno, fuente el otro, a principio.
     ¡Qué gozo para nosotros, cristianos del siglo XX, el encontrarnos a los pies de nuestra Madre celestial con toda la gran familia de Dios, que es también la suya, es decir, en compañía de los fieles de todos los países y de todas las edades! Y ¡cuán viva será nuestra confianza de ser atendidos por Ella si pensamos en tantas generaciones sucesivas que no la han invocado jamás sin recibir plenamente, por su maternal intercesión, gracias, auxilios y beneficios!

     IV. No negaremos que la devoción a María, aunque no tenga su origen en el Concilio de Efeso, se desarrolló desde entonces de un modo esplendoroso. Pueden indicarse algunas causas.
     La primera, el estado del cristianismo en el mundo. Mientras que la idolatría no estuvo vencida, cuando los cristianos vivían hundidos más o menos en la masa del paganismo, el culto de la Santísima Virgen debía estar más contenido y exigía que se guardase más reserva. Hubiera habido peligro en prodigarle con mucha ostentación los homenajes que merece por su maternidad, y esta misma maternidad creaba el obstáculo. Porque los enemigos de la fe hubieran hallado en las manifestaciones demasiado públicas del culto ocasión de volver contra los cristianos la acusación de idolatría. No hubieran sabido, ni querido, distinguir a la Madre de Dios de aquellas diosas, madres de los falsos dioses que adoraba el paganismo. ¿Quién sabe? Quizá hasta los mismos convertidos, desprendidos apenas de las supersticiones que durante tanto tiempo los habían encadenado, habríanse escandalizado de los honores solemnes rendidos a María. Pero en el siglo V todo peligro de este género se desvaneció por completo. El culto de la Virgen Madre, culto de alabanzas y culto de oración, no podía ya temer el ser desnaturalizado; podía desarrollarse ampliamente, a plena luz, y los cristianos no encontraban ya obstáculo alguno que comprimiera sus anhelos. He aquí por qué los homenajes de veneración y amor hacia María se nos presentan más numerosos a medida que la era de las persecuciones desaparece en la lejanía de los años. Tal es el pensamiento de Thomassin, en su tratado de la Celebration des Fétes (36).
     Pero hay otra causa más profunda todavía y más verdadera. Es como una ley divina que todo, en el seno de la Iglesia, para desarrollarse ampliamente y vivir con vida más intensa y más universal, necesita pasar por la contradicción. Si el Evangelio tomó tan rápidamente posesión del mundo fue porque la sangre de los mártires había sido semilla de cristianos; es que el viento furioso de las persecuciones, en vez de apagarlo, lo llevó de provincia en provincia y de una a otra orilla para abrasarlo todo.
La mayor parte de nuestros dogmas, antes de tener su fórmula clara, firme y precisa, han debido sufrir los ataques de la herejía, que se esforzaba en corromper su sustancia. Así, las grandes definiciones de Nicea, de Efeso, de Calcedonia y tantas otras han sido determinadas y preparadas por los errores de Arrio, de Nestorio, de Eutiques y de otros grandes innovadores. Ha sido necesaria, en el campo de la moral cristiana, la corrupción del mundo romano y las gigantescas invasiones de los bárbaros, asolándolo todo en el imperio, para apresurar y madurar las ricas cosechas de vida religiosa que fueron la honra del siglo V y de los siguientes. Más adelante, cuando nuevos bárbaros hubieron amontonado por todas partes las ruinas de aquella tierra, como arada y cavada por ellos, surgieron a millares catedrales y abadías, monumentos imperecederos del renacimiento religioso de la Edad Media. No acabaríamos si quisiéramos recordar los ejemplos de dicha ley. He aquí, como último ejemplo, la herejía de Jansenio procurando destruir en el alma cristiana la confianza filial en la misericordiosa bondad de Jesucristo. Es el preludio de una manifestación nueva y más ardiente de esa misma bondad y misericordia. El Corazón de Jesús se revela a los hombres con todas las efusiones de su amor, como no lo había hecho hasta que aparecieron las desesperantes doctrinas del jansenismo; y cuanto más el infierno ha redoblado sus esfuerzos para arrancar a las almas el amor y la confianza, más las atrae Dios, con un desquite digno de El, a sus brazos y a su Corazón "con lazos de humanidad y cadenas de caridad" (Os., XI, 4).
     Tal fue, dijimos, la razón principal del más completo desenvolvimiento del culto de la Santísima Virgen después del Concilio de Efeso. A decir verdad, Nestorio fue, a su modo, el gran promotor de ese movimiento. Había desafiado a la familia cristiana, ultrajando el honor de su Madre, y la familia cristiana respondió a sus provocaciones con aumento de alabanzas de veneración, de homenajes, de plegarias y de amor. El río de la devoción a María, que hasta entonces corría más silenciosamente a través de todas las partes de la Iglesia, detenido súbitamente en su curso por la herejía nestoriana, engrosó sus aguas ante los obstáculos y los derribó, desbordándose por el mundo entero. Ahora bien; lo que sucedió en el siglo V se renovará siempre en la sucesión de los tiempos. Todo esfuerzo del infierno para ahogar o aminorar el culto de la Madre de Dios será la ocasión providencial de una expansión mayor y más creciente. Iconoclastas, albigenses, protestantes, jansenistas serán, unos después de otros, lo que fue Nestorio antes de ellos: los involuntarios promotores del culto de María. Así, las invasiones injustas, rechazadas victoriosamente, engrandecen al pueblo atacado contra todo derecho.
     Añadamos, como última causa, la ley de la evolución. No tenemos que decir lo que hace esta ley en el orden de la naturaleza ni en qué límites se encierra; tampoco emprenderemos la tarea de mostrar las múltiples aplicaciones que tiene en el orden superior de la gracia, ea que se trate del crecimiento individual, o del perfeccionamiento en el dominio de la creencia y del culto de la Iglesia.
          Bástenos el haber comprobado la existencia universal de la ley. Ahora bien; ¿podía tener un campo de aplicación más favorable que la devoción hacia la Madre de Dios? ¿Qué cosa más natural y más sencilla para los hijos que estudiar las perfecciones de su madre y buscar cada día nuevas maneras de demostrarle el amor y la veneración que le tienen? Y si esta madre es, como María, la obra maestra de Dios, un mar de grandezas, de poder y de misericordias, ¿adonde llegarán sus invenciones y cuándo sentirán la necesidad de decir: basta, basta de honores, basta de fiestas, basta de oraciones, basta de alabanzas?
     Por último, no olvidemos la asociación, tantas veces reconocida, de la Santísima Virgen y de su Hijo en todos los misterios. Si, pues, el culto del Hijo comprende manifestaciones cada vez más numerosas y más variadas, ¿no es fuerza que, bajo pena de romper el lazo indisoluble que une a la Madre con el Hijo y al Hijo con la Madre, ésta participe, en su medida propia, de la expansión del culto de Jesucristo? Por consiguiente, lejos de escandalizarnos de ver a María siempre más honrada y más amada, debería sorpren-. dernos y parecemos sumamente extraño y contra naturaleza el volver atrás, o simplemente el detenerse definitivamente en los homenajes rendidos por los cristianos a esta Virgen bendita. Madre de todos y Madre de Dios, por lo demás, lo repetimos, el antiguo adagio Non nova, sed nove, queda a salvo en este desenvolvimiento sucesivo de filial devoción: lo que creemos de María, lo que honramos en María, es aquello mismo, ni más ni menos, que nuestros Padres en la fe creían y veneraban, desde el primer origen de la Iglesia, la maternidad divina y la maternidad de gracia, la Madre de Dios Salvador y la Mediadora de la salud.
J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS...

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