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lunes, 8 de septiembre de 2014

EL VALOR DEL CUERPO HUMANO

     Entre cultivadores desaforados del humanismo corren a menudo dos frases hechas: “La Iglesia católica desprecia al cuerpo humano”. “Al cuerpo hay que darle lo suyo”.
     Lo primero es falso. Lo segundo, equívoco.
     En realidad, no hay religión que aprecie tanto al cuerpo del hombre como la Iglesia católica. Ella nos recuerda la sentencia de Job de Idumea: Manus tuae fecerunt me et plasmaverunt me. Tus manos, oh Señor, me hicieron y me configuraron.
     Resumamos brevemente la doctrina de la Iglesia acerca del cuerpo humano (Seguimos en esta sugerencia a don E. Enciso, en su precioso libro “La muchacha y la pureza”).
     1.° El cuerpo es habitación, instrumento y compañero natural del alma.
     2.° El cuerpo es instrumento de Dios para la producción de nuevos seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios.
     3.° El cuerpo del hombre, formado del barro de la tierra, estuvo desde su origen destinado por Dios a un fin noble y bello, a un fin sobrenatural y eterno.
     4.° Jesucristo elevó el cuerpo humano a la cumbre más alta de la creación al unirlo, junto con el alma, a la Divinidad. Desde Nazaret, desde Belén, Dios humano habitó con nosotros.
     5.° El Cuerpo sacratísimo de Cristo fue instrumento de redención y santificación, triunfó gloriosamente en la resurrección y en la ascensión a los cielos y permanece sacramentalmente en la Eucaristía.
     6.° Flor y corona de cuerpos humanos fue el cuerpo de la Virgen María, inmaculado, incontaminado, pacífico, incorrupto y asunto a los cielos.
     7.° El cuerpo humano recibe culto en las reliquias de los que se ennoblecieron mediante la santificación.
     8.° También al cuerpo humano, desequilibrado por el pecado de origen, alcanzaron los frutos de la redención: fue rescatado a precio de sangre divina y gozará inefablemente en el cielo.
     9.° Al habitar Dios en el hombre, por la gracia, el cuerpo queda también constituido en templo de Dios, digno de respeto y consideración.
     10.° Pero tampoco se debe olvidar que el cuerpo humano sufre los desórdenes del pecado original y tiene entrañados y vivos los estímulos de la concupiscencia. De ahí sus instintos irracionales y bestiales; de ahí su combate contra las aspiraciones y los vuelos del espíritu.
     Hay quienes pretenden ignorar estas realidades insoslayables: la caída primera, el pecado original, la concupiscencia y sus brotes incesantes.
     De ahí la valorización excesiva del cuerpo humano y el cultivo unilateral pregonado por una reacción humanista de sentido neopagano.
     “Al cuerpo, repiten, hay que darle lo suyo...”
     ¿Y qué es lo suyo? ¿Acaso todo lo que satisfaga la voracidad insaciable de los apetitos desordenados? ¿Todo lo que reclama el instinto?
     En pleno Renacimiento, un austero santo español, Ignacio de Loyola, formuló su meditación sobre el fin y el uso de las criaturas, puestas por Dios en el mundo para que ayuden al hombre a conseguir su último fin, que es salvar el ánima... Y dió una máxima de suprema discreción en el famoso: tanto cuanto...
     A todos los cultivadores exagerados de un humanismo ambiguo habrá que recordarles siempre la sentencia imperecedera de Cristo, dicha para todos los hombres de todos los siglos y de todas las culturas: El que quiera seguir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo... Y negarse es decirles no miles de veces en la vida a muchas exigencias desordenadas.
    A la juventud de hoy, tan solicitada por el culto a la belleza física, por el deporte y el naturalismo, la Santidad de Pío XII invitaba a meditar en un texto célebre del Apóstol San Pablo. En medio de Corinto, ciudad corroída de inmoralidad, Pablo había plantado una cristiandad nueva. Y estando él en Efeso, tuvo noticias desagradables de algunos de sus cristianos, imbuidos, sin duda, por aquel ambiente de relajación. Pablo los había invitado a vivir según Cristo, y ahora se enteraba de que vivían, según frase proverbial, a la corintia... Fue entonces cuando tomó su pluma, que siempre destellaba luz, y les dijo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros? Habéis sido comprados a un precio muy caro. Glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo...”
     No debería la juventud cristiana de nuestros días olvidar esta doctrina glorificadora.
     Mira y trata el cuerpo con limpieza y decoro. No profanes el templo de Dios.
     Para que un templo sea sagrado, lo bendice el sacerdote. Y lo que era un edificio, por artístico que se quiera suponer, queda convertido en lugar sagrado. Bendecido por el sacerdote en la ceremonia del bautismo, tu cuerpo se convierte en casa de Dios.
     Hay templos ungidos por el Obispo en ceremonias de impresionante belleza y sublime simbolismo. También tú quedaste ungido en la ceremonia de la confirmación y debes difundir en tomo tuyo el buen olor de Cristo.
     El templo se llena de dignidad y majestad cuando en él se establece un sagrario. No olvides.. cristiano, que muchas veces en tu vida Cristo ha venido a ti en la dádiva prodigiosa y amorosa de la Eucaristía...
     Cuida tu santuario; ¡no profanes tu templo!
     A San Ignacio mártir lo presentan ante el Tribunal de Trajano.
     —¡Miserable!, lo insultan.
     — ¡Nadie llame miserable a quien lleva consigo a Dios!
     —¿Pero es que tú lo llevas? ¿Eres Teóforo?
     —Los que viven con castidad y piedad son templos de Dios...
     “Sí, hermanos —concluye San Pablo—; glorificad y llevad a Dios en vuestros cuerpos..."
R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.
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