Capítulo Décimosegundo
LAS INFLUENCIAS RECIBIDAS
(1493-1535)
(1493-1535)
En París, Iñigo de Loyola sometió a la doctrina de los Ejercicios, durante treinta días, a Fabro, Laínez, Salmerón, Bobadilla, Rodríguez y Javier; y éstos se convirtieron en sus asociados en los proyectos Evangélicos. La estancia en Venecia había llevado al maestro nuevos ejercitantes, que, aun quedándose en el mundo, no dejaron por esto de ser sus discípulos espirituales. De esta doble experiencia se puede ya concluir que a esta fecha de 1537, a la que hemos llegado en nuestro relato, el libro de los Ejercicios tenía ya su redacción casi concluida, de lo que por lo demás, nos dan la prueba material los papeles de uno de los ejercitantes de Venecia, Juan Helyar. Es pues hora de detenemos, para examinar descansadamente todas las cuestiones que suscita este librito de los Ejercicios.
Todos los que han estudiado la historia del ascetismo cristiano dan una buena parte en él a Ignacio de Loyola. Ya se le exalte o ya se le critique, no se puede negar su influencia. Y a decir verdad su papel es de tal manera considerable que es difícil exagerarlo. Por otra parte este creador es un heredero. ¿Qué recibió, pues, antes de abrir él mismo los tesoros de su doctrina? Los primeros conocimientos de la conducta cristiana que se infiltraron en su alma, proceden ciertamente de sus familiares. Cuando él vino al mundo, había pocos libros, y la imprenta estaba en sus comienzos. El clero de Azpeitia era más asiduo en mantener las observancias tradicionales del culto, que en impartir la enseñanza de la religión. Se predicaba poco. Fuera de las familias, los niños no tenían catecismo; era de los labios de sus padres de donde aprendían el dogma, la moral, todo lo que es del servicio de Dios. La religión era más sólida; ligada a todos los recuerdos de la casa paterna y al amor de los padres, estaba por decirlo así en la sangre.
Ella forma la parte más sagrada de este fondo de ideas, de sentimientos y de prácticas, que constituye la tradición doméstica; en las familias nobles, se identifica con el honor de la raza. No hay que decir que siendo los Loyola más creyentes que edificantes, por lo menos hacia el fin del siglo XV, el residuo que finalmente se depositó en el alma de Iñigo adolescente, consistió sobre todo en una fe a toda prueba.
La herida de Pamplona, y la larga convalecencia que la siguió en la soledad de la casa paterna, lo condujeron a una iniciación en la vida espiritual propiamente dicha. A la luz del Evangelio, los ojos del joven soldado descubren los esplendores de la vida moral, de la que Jesucristo nos muestra el ideal. La historia de los santos le convence que este ideal sobrehumano puede ser realizado por los hombres. En este nuevo horizonte las perspectivas se engrandecen y se embellecen cada día, a medida que el convertido, dócil a las inspiraciones de la gracia que le solicita, vuelve más resueltamente la espalda a los pecados y a las máximas del mundo.
Jesús dijo que para alcanzar el reino de los cielos, es preciso abstenerse de los placeres carnales, como si por naturaleza se fuera incapaz de gozar de ellos. Y en el mismo seno de la corrupción del paganismo, las vírgenes romanas ofrecieron al mundo sorprendido el espectáculo de una pureza sin mancha defendida aun a precio de la vida. Jesús invitó a los hombres, seducidos por el celo de las riquezas, a abandonarlas por su amor, y a no contar sino con la providencia del Padre Celestial que puede proveer a las necesidades de los hombres como puede nutrir a los pajarillos y vestir a los lirios del campo. Y hombres y mujeres por millares y millares, desde los primeros monasterios de Egipto y de Siria, han dejado a otros el anhelo de amontonar el oro, para contentarse ellos con la pobreza evangélica. Jesús, manteniendo los deberes de respeto y agradecimiento que el Decálogo impone respecto de los padres naturales, ha exhortado a quien lo quiera a abandonar su casa paterna para seguirle. Y religiosos innumerables han huido de la casa de sus padres, para formar entre ellos una familia espiritual, cuyo solo vínculo había de ser la voluntad de Dios. En una palabra, que de todos aquellos puntos que el sagrado programa que Cristo presenta a los magnánimos, en el sermón de las bienaventuranzas, no hay uno solo del que no sea ejemplo la vida de los santos: ellos a la letra han buscado y encontrado la felicidad en la desnudez, las lágrimas, el perdón de las injurias, los sufrimientos de toda especie, los oprobios y las persecuciones de los hombres. ¿Por qué no hacer lo que ellos hicieron? El espíritu reflexivo y generoso de Iñigo llegaba siempre a esta conclusión al terminar sus lecturas del Evangelio y la vida de los santos. Hasta entonces, no había casi pensado en estas cosas. Desde las primeras meditaciones a que se entrega, es seducido, conquistado para siempre. Detenerse en una vida cristiana común, cuya única ley sería el Decálogo, ya no le conviene. De un salto, franquea estos límites demasiado estrechos; y pretende deslizar su vida por la vía de los consejos evangélicos, sin que le detenga ninguno de los obstáculos que comúnmente desconciertan a los hombres. Penitencia, ayunos, mortificaciones, desiertos lejanos, sepultura eterna en un lugar ignorado de todos: nada de esto le espanta. Otros lo han hecho; ¿por qué no él?
El Espíritu Santo es el primer obrero de esta transformación admirable de una alma pecadora y mundana; su luz, su unción, su fuerza han iluminado, tocado, y convertido a Iñigo de Loyola. Pero esta obra de la gracia no se hizo en un solo día; y el camino fue abierto a las inspiraciones divinas por dos libros escritos por los hombres: el Flos Sanctorum y la Vita Christi. De ellos, como de su fuente primera, procede la espiritualidad ignaciana.
El primero de estos dos libros lo determinó principalmente y mantuvo firme su voluntad; el segundo a su vez llenó su corazón de amor y de espíritu de luz. El lugar que Jesucristo ocupa en los Ejercicios y en la vida de Ignacio de Loyola, es capital. Desde el prólogo hasta la conclusión, la obra de Ludolfo de Sajonia enseñó al convertido de Loyola esta verdad esencial: Christianus alter Christus. En estas piadosas páginas de un monje del siglo XIV, comprendió la necesidad de la meditación cotidiana; cuál debe de ser su materia ordinaria; y por medio de cual actitud atenta, suplicante, efectiva del alma, la contemplación de las escenas evangélicas puede convertirse en la luz, la fuerza, la dulzura, la regla soberana de la vida.
Las prensas de Alcalá habían, en 1503, publicado una traducción castellana de la obra latina de Ludolfo. Se debía a la pluma del franciscano Ambrosio de Montesinos, y llevaba el título de Vita Christi. No cabe duda que la Vita Christi que Iñigo leyó en Loyola es el libro de Ludolfo en su versión española.
La confrontación minuciosa de esta obra con los Ejercicios confirma el dicho de Ignacio y el testimonio de sus contemporáneos.
Pero es más difícil medir la acción de la obra de Ludolfo sobre el alma de Iñigo, que el formar una lista de lugares paralelos y de frases copiadas en ella. Una vez más diremos que lo que el convertído de Loyola debe al cartujo sajón, es una orientación evangélica de la vida, un programa de santas consideraciones, una manera de hacer oración y la idea misma de que la meditación cotidiana es la llave de la ascética cristiana.
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A esta influencia se añadirá bien pronto la del libro de la Imitación de Jesucristo.
Fue en Manresa donde Iñigo encontró este libro. Como él lo confiesa ningún otro le será más familiar, ni más querido. Ningún otro era más capaz de infundirle el sentido verdadero y profundo de aquel Evangelio que pretendía poner en práctica.
En estas páginas de Tomás de Kempis, se encierran todas las lecciones de la vida espiritual; así las más indispensables como las más raras y las más elevadas. Quien lee atentamente la Imitación, no olvidará jamás que la abnegación es la condición necesaria de la virtud, tanto en el siglo como en el claustro; que los bienes de este mundo son demasiado efímeros para poder cautivar el corazón de un hombre prudente; que ninguna tentación podrá separar de Dios a un corazón que lo ama; que las pruebas de la tierra forjan nuestra corona del cielo; que el Evangelio, la Cruz del Calvario y la Hostia del altar son, para las almas cristianas, una luz que no se extingue, un instrumento siempre efectivo de salvación, una receta capaz de rehacer sin cesar nuestras fuerzas y de curar todas nuestras enfermedades; que el amor de Dios, encendido en el pobre corazón humano por la gracia, nos hace puros al igual de los ángeles, fuertes al igual de los mártires, emprendedores al igual de los apóstoles, sin comprometer para nada la humildad que conviene a un pecador; que una criatura que se entrega a Dios, por entero y sin retorno, tiene presente siempre el sentimiento, no sólo de sus derechos y de su amor, pero aun de su Providencia iluminadora y operativa. Entre las páginas de este libro, ascético y místico al mismo tiempo, Iñigo recogió las ideas de que habitualmente habrá de nutrirse su alma generosa.
Es una tradición benedictina la afirmación de que, durante su estancia en Manresa, Iñigo leyó el libro de Cisneros titulado el Ejercitatorio, el cual le fue dado por Chanones. Pero esta afirmación se presenta con bastantes matices, desde el siglo XVII hasta nuestros días. Los historiadores de la Compañía de Jesús han hablado de esta tradición benedictina con todos esos matices. En realidad los argumentos decisivos faltan para poder concluir con una certidumbre absoluta. Pero es muy verosímil “muy probable” según la expresión de Rivadeneyra, que el peregrino de Montserrat recibió de Chanones, como recuerdo de su visita al Santuario de Nuestra Señora, el libro de Cisneros. Cisneros gran abad reformador había muerto hacia poco tiempo; su libro era una de las joyas de la imprenta fundada por él y un memorial de las lecciones dadas a sus monjes; y, para provecho de los simples devotos estaba escrito en castellano. Ahora bien, Chanones ¿podía dudar de que Ignacio quisiese ser hombre de devoción? Y aun cuando el Ejercitatorio no hubiera sido dado a Ignacio; aun cuando éste, cansado del aparejo escolástico del libro, hubiera abandonado su lectura, quedaría siempre como verdadero, el hecho de que él vio y volvió a ver a Chanones en Montserrat. Y en estas conversaciones seguramente ocupaban todo el lugar las cosas de Dios; el monje y el peregrino tenían de ellas llena el alma. ¿Puede dudarse de que el hijo espiritual de Cisneros, explicándose acerca de la vida interior, haya puesto en lugar preferente las ideas y las fórmulas favoritas de aquel a quien miraba justamente como su maestro? Hay pues una iniciación ascética de Iñigo que procede del Ejercitatorio.
Los dominicos disputan a los benedictinos el honor de haber formado a San Ignacio. Este ha referido con gratitud la caritativa hospitalidad que encontró en el priorato de Manresa. Y antes de los acontecimientos recientes de España, en los muros de aquel convento se leía una inscripción recordando que el santo había vivido allí. Durante su estancia, sin duda ninguna Iñigo trató de conversar con sus huéspedes y recurrió a alguno de entre ellos para confesarse. Por estas relaciones algo de la espiritualidad dominicana debió infiltrarse en el alma del peregrino.
En Manresa, tuvo muchos confesores; pero uno a lo que parece le satisfizo completamente: el religioso Cisterciense de San Pablo, junto al cual hubiera querido habitar a su regreso de los Santos Lugares. Alfonso de Guerrero ¿hizo leer a Iñigo de Loyola algún opúsculo devoto de San Bernardo? Es posible. En todo caso, es indudable que, en sus visitas a San Pablo, el novicio de Manresa recibió a través de los consejos de Guerrero, los ecos de las lecciones ascéticas del gran reformador de Claraval.
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En el prólogo a la Vida de Cristo, Ludolfo exhorta al piadoso lector a hacerse presente, en el corazón y en la mente, los misterios evangélicos, porque, dice él, al verlos así desarrollarse delante de uno como si se verificaran en aquel momento mismo, se “gusta una grande dulcedumbre”. Y después añade: “aspirar a ver esa Tierra Santa que el buen Jesús habitó, iluminó con su palabra y su doctrina, consagró con su sangre sagrada, es bien deleitoso. Pero cuánto más deleitoso será el ver esta Tierra con los ojos del cuerpo y sentir enseguida en el espíritu cómo en cada lugar, el Señor operó nuestra salud. ¿Quién podrá jamás decir cuántos fieles devotos al recorrer los Santos Lugares, con el alma toda emocionada, besan y abrazan el suelo en donde se les dice que el dulce Jesús se detuvo, se sentó, hizo esta u otra acción? Golpean su pecho, lloran, gimen, suspiran; y a la vista de estos hechos corporales que expresan al exterior la devoción que estos fieles tienen ciertamente en el interior de su alma, los sarracenos mismos se conmueven hasta las lágrimas... ¡Ah! es preciso llorar la inercia de los cristianos de nuestros días, que a despecho de tantos ejemplos vacilan en arrancar de manos de sus enemigos, esta tierra que Jesucristo consagró con su Sangre”.
Por la lectura de estas líneas del cartujo sajón, ciertamente germinó en el espíritu de Iñigo de Loyola la idea de hacer él la peregrinación a Palestina.
Durante esta peregrinación, sació sus ojos y su corazón con el espectáculo de la tierra santificada por la presencia del Salvador. Fue como una reimpresión, en lo más profundo de él mismo, de la historia de Cristo, que había ya grabado en él la obra de Ludolfo de Sajonia. Al recorrer los caminos que llevan como las huellas de los pasos de Jesús, el Evangelio entraba en él, por decirlo así, vivo y palpitante. Era como si hubiese asistido al mismo nacimiento, al destierro, a los días de trabajo, a la predicación y a los milagros, a la pasión, a la resurrección y a la ascensión del Salvador. En su corazón, movido por un agradecimiento inmenso, con qué ardor decía aquella conclusión de sus Ejercicios, en la meditación del pecado: “¿qué he hecho por Cristo, qué haré yo por Cristo?”. Cuando salió de Palestina por orden de los franciscanos de la Custodia, llevaba para siempre en su corazón impresas las imágenes precisas del cuadro histórico de las escenas evangélicas, cuya meditación fue el alma de su vida espiritual.
Durante su estancia en Barcelona, cuando allí estudió la gramática con el maestro Ardevoll, Iñigo de Loyola visitó de vez en cuando a los Jerónimos del Valle de Ebrón, cercanos a la ermita de San Cipriano. Un viejo pergamino conmemora esta visita. Pero de los efectos de este contacto con los religiosos, no podemos determinar nada. Sabemos por los Pascual, (1) que Iñigo se confesaba entonces con fray Diego de Alcántara, franciscano del convento de Santa María de Jesús. ¿Fue el recuerdo de la Custodia de Tierra Santa el que determinó esta elección? Puede ser. En todo caso las relaciones entre ambos duraron dos años. Parece imposible que en un intervalo de tiempo tan largo, Iñigo no haya experimentado en sí o por la lectura de algunos opúsculos o por los consejos de su confesor, la influencia del doctor Seráfico. La espiritualidad de San Buenaventura (2) penetra la de los Hermanos de la Vida Común, la de Tomás de Kempis y la de Cisneros. El Parvum bonum, lo mismo que las meditaciones sobre la vida de Cristo atribuidas a San Buenaventura, son dos libros ascéticos impresos en Montserrat, al mismo tiempo que el Ejercitatorio. Un franciscano de Barcelona debía tener en sus manos estos tesoros de piedad; pudo muy bien prestarlos a Iñigo. Se objetará que Iñigo nunca fue un gran lector, sino acaso allá en los tiempos de su ociosa juventud. Polanco dice sin embargo que en Barcelona leyó o trató de leer, la Institutio militis christiani de Erasmo. ¿Por qué no ha de haber leído, y de preferencia, el Incendium del doctor seráfico? En todo caso de la doctrina espiritual de estos opúsculos se nutría su confesor. ¿Por qué no ha de haber nutrido de ella a su penitente?
En Alcalá, Iñigo trabó amistad, desde el principio, con Diego de Eguía. Ahora bien, Diego tenía un hermano, Miguel, librero en Alcalá, que imprimió en 1525 el Espejo de Personas Ilustres de Fray Alonso de Madrid. El mismo hijo de San Francisco había escrito, poco antes, el Arte de servir a Dios. ¿Sería abusar de las coincidencias el decir que Diego de Eguía, generoso y devoto, debió ofrecer a su amigo estas dos perlas franciscanas, que Iñigo de Loyola debía llevar con tanto gusto a su pobre cuarto del hospital de Antezana?
En una página del “Espejo”, Alonso de Madrid se expresa así: “Las personas de noble raza están más obligadas a la virtud de la magnanimidad... se puede decir que... toda la doctrina que toca a la vida espiritual les atañe más que a otros cuyos corazones a causa de su pequeñez, no podrían elevarse al deseo y cumplimiento de tan grandes cosas.
“De esto dio un brillante ejemplo a todos los caballeros el generoso e ilustre Rey de toda la caballería celeste y terrestre, Jesucristo Nuestro Señor; su real persona pasó mil afrentas, por la grandeza del cielo; y rechazó con el mayor desprecio los honores del mundo, cuando se trató de dárselos.
“Seguramente, no sé cómo podrá llamarse ilustre caballero aquel que emplea su vida en buscar los grandes honores aquí abajo, cuando sabe que su Rey murió por libertarle del vano amor de las glorias humanas, y arrastrarle hacia la gloria celeste...
“La grandeza de alma debería impedir a los nobles el pecar nunca; el pecado es la más grande de todas las villanías, teniendo en cuenta que es contra la lealtad que debemos a Dios.
“Tres cosas, prosigue el escritor, deben animar a las personas de buena raza a servir a Dios perfectamente: el recuerdo de su propia nobleza, el de la bondad y la grandeza del Señor, y el de la grande recompensa que promete a nuestras esperanzas”. ¿No se puede uno imaginar que tales páginas, si él las leyó, entrarían como dardos de fuego, en la grande alma de Ignacio de Loyola?
Y el mismo fraile, allí donde se explica en su Arte de servir a Dios sobre la manera de implantar y asegurar en nosotros los buenos hábitos, escribe estas líneas convincentes:
“Jamás se adquirirá el hábito de la paciencia... si no se aplica frecuentemente el entendimiento a considerar el gran bien de esta virtud, y si no se aplica la voluntad, como un instrumento que la produce, inclinándola a desear las injurias y las persecuciones por el amor de aquel Señor, que nos estimuló a estos deseos y que tanto sufrió por nosotros”.
“No dejéis de esforzaros en desear las injurias, bajo pretexto de que en ello hay una violencia; porque también hay alguna parte de voluntad; renovad frecuentemente actos semejantes de modo que crezca en vosotros esta disposición voluntaria que al principio os parecía tan débil, y si llegáis a sufrir las injurias con buena voluntad, entonces permanecerá firme en vosotros la virtud”.
Con un gran vigor, fray Alonso predica al pecador el odio de sí mismo. A su parecer, “todo el mal que está en nosotros, y todo el bien que nos falta, viene de la ausencia de abnegación”. Por el pecado, somos traidores a Dios; y la primera satisfacción que debemos a N. Señor es el odio de nosotros mismos. La práctica de la abnegación nos espanta por sus dificultades. Comencemos por olvidar que es difícil; consideremos la bondad infinita de Dios hacia nosotros, hasta que nuestro amor se inflame. Una vez encendido en nosotros el fuego de la caridad, ya podremos mirar frente a frente la dificultad que en un principio nos daba miedo; entonces nos aparecerá como un medio excelente de ofrecer a Dios la prueba de nuestra adhesión y de conocer la amistad que nos tiene.
“En la vida espiritual tres cosas son principales: refrenar las pasiones, practicar las virtudes y orar bien.
“Para refrenar las pasiones, es preciso acordarse de que Dios sólo es nuestro dueño; para practicar las virtudes, es preciso ponerse en presencia de los ejemplos de Jesús e inclinar la voluntad a ellas por medio de actos repetidos; para orar bien, es preciso una fe viva con una perseverancia obstinada; y amar a Dios más aún que a su gracia (3).
Todos los que conocen la espiritualidad ignaciana, encontrarán los puntos más esenciales de ella, en estas ideas de fray Alonso de Madrid.
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En Salamanca Iñigo de Loyola se detuvo demasiado poco tiempo para poder experimentar en sí cualquiera influencia determinada. El confesor dominicano al que se confió, no pudo más que ponerle en guardia contra su celo de propaganda, que parecía sospechoso a muchos; si le enseñó alguna cosa, fue únicamente la humildad y la discreción.
París fue, por el contrario, la más larga estación de Iñigo en el mundo de las Universidades. Allí aprendió las letras humanas, la Filosofía y la Teología de las cuales vivió durante toda su vida. ¿Habrá lugar para creer que, durante estos siete años de estudio, tomó algún tiempo para hacerse a sí mismo, con los libros que podían ayudarle,, una especie de curso razonado de ascetismo?
No le hubieran faltado auxilios para ello, si hubiese sido un hombre de especulación científica. Entre sus maestros, hubiera encontrado sin duda quienes hubiesen sido capaces de guiarlo, en una especie de investigación de espiritualidades comparadas. Pero no era esto su inclinación. Jamás fue un devorador de libros; y en materia de cosas divinas, tuvo siempre mayor confianza en la oración que en la lectura; más en la unción del Espíritu Santo, que en las lecciones de los hombres. Sin embargo estas consideraciones generales no valen para excluir de una manera absoluta toda otra lectura de Iñigo. Podria ser, que por invitación de un hombre espiritual de crédito, Iñigo haya echado un vistazo sobre las obras, que en París, en el siglo XVI que comenzaba, tenían mayor boga.
Las obras de los Victorinos, de Gerson, de la escuela de los Hermanos de la Vida Común, eran ciertamente de aquellas que entonces llamaban más la atención entre los eclesiásticos y los religiosos fieles al espíritu de su vocación. En aquella Universidad de París en la que había sido canciller, los cien años pasados no habían hecho palidecer la gloria de Gerson. A su persistente acción se unía, desde mediados del siglo XV, la acción de los monjes de Windesheim. Ellos habían llevado a París, no solamente colonias reformadoras sino libros y autores. Mombaer pasó por San Víctor, con su Rosetum. Y entre los sacerdotes más notables de la capital, ninguno se mezcló más en la reforma del clero que Standonk, el célebre principal de Montaigu; Beda se le asoció allí y por lo mismo la biblioteca de Montaigu se enriqueció probablemente con las obras de espiritualidad de la Escuela Windesheimiana (4).
Por otra parte, en la misma época, hombres como Lefevre d’Etaples, y aquellos que se movían en su ambiente como Bouelles, dan a la mística una parte de su atención, llevan a la práctica las enseñanzas de Raymundo Lulio y de Hugo de San Víctor, al mismo tiempo que comentan el Evangelio y San Pablo; publican una traducción de las Bodas Espirituales de Ruysbrochio, cuyo encuentro con los Hermanos de la Vida Común, en Colonia, les había ahorrado el descubrimiento; y editan los opúsculos de santas doctoras benedictinas. De manera que, por una conjunción singular, tanto del medio rigorista, como del medio humanista parisiense, se desprende una corriente de opinión, para honrar y dar valor a los místicos alemanes y holandeses, contemporáneos de Tomás de Kempis.
Seguramente Iñigo de Loyola no tiene nada, ni de un erudito, a quien atraen los viejos manuscritos y los libros nuevos, ni de un sabio que se preocupara de sistematizar los datos esparcidos en los libros espirituales de su tiempo. Conforme a la doctrina misma del autor de la Imitación, está convencido de que la vida espiritual depende más de la pureza y del ardor del corazón, que del conocimiento de los libros. Porque aunque convertido por la lectura, ha aprendido, en los mismos libros que le convirtieron, que el maestro interior que habla al alma es el que verdaderamente cuenta (5). Pero no vive sólo con sus pensamientos; trata a amigos, a doctores, a monjes que leen. En el medio universitario y monacal, que le sirve de cuadro, los amantes de los libros no faltan. Y sería verdaderamente inverosímil, que nunca, nadie, le hubiera hablado de aquellas ediciones recientes, venidas del Norte y del Este, para aumentar el tesoro espiritual de los fieles. Por esto podemos tener como probable que algún día u otro, debió de hojear aquellos nuevos tomos tan reputados. Más jóvenes que él, y de un espíritu más ágil, los habituales compañeros de su vida pudieron tener mayor curiosidad de leer los opúsculos de aquellos místicos del siglo XV, y el pensamiento de tratar con Iñigo acerca de su valor. Esto no es más que una conjetura; pero para admitir su realidad hay más razones que para excluirla.
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Al término de este análisis, y para formular algunas conclusiones, parece que debemos hacer dos notas.
No puede dudarse de que lo dicho por Ignacio a González de Cámara es verdadero: en Manresa el mismo Dios fue su maestro. Debemos también de creerle, cuando asegura al mismo confidente que después de su primera estancia en Barcelona, antes de embarcarse para los Santos Lugares, ya no tenía aquella avidez de buscar a los hombres espirituales, con quienes tratar de las cosas divinas, para recibir de ellos algunas luces. Finalmente es propio de las almas verdaderamente santas ser gobernadas por el Espíritu Santo, y así es seguro que Iñigo de Loyola, dondequiera que vivió después de Manresa, recibió siempre de arriba las luces más extraordinarias; en comparación de las cuales, las que hayan podido darle los hombres, no eran más que una obscura claridad, emitida por una mecha fuliginosa.
También es verdad que este hombre, maravillosamente iluminado por el cielo, no vivió en un desierto. La Providencia le mezcló mucho con los hombres más diversos. De aquí forzosamente resulta que algunas inspiraciones de fuera, múltiples e incesantes, vinieran a tocar el espíritu de Iñigo de Loyola. ¿Cómo hemos de figurárnoslo en medio de estos soplos que pasan, a la manera de una especie de torre amurallada de arriba a abajo y de paredes impenetrables? Sólo el anunciamiento de esta paradoja basta para arruinarla. Los genios mas extraordinarios no han conocido esta impermeabilidad granítica; y si obraron fuertemente sobre su medio, ese medio obró también sobre ellos. Los santos sufren esta ley histórica; sin perder nada de su carácter eterno, su santidad guarda, sin embargo, un reflejo del tiempo en que vivieron. Podremos encontrar dificultades para señalar los caminos por los que llegaron hasta ellos estas influencias contemporáneas; pero estamos seguros que les llegaron. El afirmarlo no quita nada a la originalidad de su vida, ni a la plenitud de las enseñanzas divinas, de las que fueron gloriosos discípulos.
A medida que se muestren los puntos de contacto de Iñigo con la vida total de su tiempo, se verá desprenderse con más relieve su poderosa personalidad. Lejos de disminuir, estas comparaciones ayudarán a medir, con mayor exactitud, las dimensiones verdaderas de su papel excepcional. No por recoger en su cauce las aguas que caen de todo el rededor del horizonte, los ríos cuyo nombre sabe todo el mundo dejan de ser menos grandes con su grandeza propia; por el contrario dan más a sus afluentes que lo que de ellos reciben.
1.- Scrip. n, 90, 92.
2.- P. Symphorien O. F. M. en Etudes franciscaines, enero-marzo 1921, 26-78.
3.- Escritos misticos españoles, Madrid, Baillere, 1911, I, 538-645.
4.- Pierre Debongnie C. SS. R. Jean Mombaer de Bruxelles Lovaina, Uystpruyst, 1928.
5.- Imitación, 1. III. cap. 2.
P. Pablo Dudon S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA
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