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viernes, 8 de febrero de 2013

EL ABORTO DIRECTO (1)

     El crimen del aborto es uno de los más arraigados en el linaje humano; se remonta a los albores de la humanidad. La Historia registra ya este hecho en las antiguas civilizaciones de Egipto, Grecia, Roma, China y Palestina. Se dice que existe una fórmula china para el aborto que data del periodo 2737-2696 antes de Cristo.
     Si, pues, poseemos evidencias por escrito de una antigüedad cuarenta y seis veces secular, ¿qué antigüedad tendrá de hecho? La ciencia antropológica suministra no pocos datos que patentizan su existencia ya entre los pueblos primitivos; estos pueblos, imbuidos en la ignoranca, magia y superstición, utilizaban procedimientos increibles, crueles y fantásticos para procurar el aborto.
     Delimitando ya desde el principio el objeto de nuestro estudio, lo definiremos asi: Aborto es la expulsión de un feto vivo del útero antes de su viabilidad.
     Desde el punto de vista fisico, esta expulsión puede ser espontánea o motivada.
     Aborto espontáneo es el que se verifica por acaso o enfermedad. El motivado o voluntario resulta de una intervención intencionada del hombre en el curso normal del embarazo.
     En el presente capitulo no prestaremos atención al aborto espontaneo. En el caso de un aborto realmente espontáneo, la expulsión del feto no es un resultado producido intencionalmente. Siendo la advertencia y libertad elementos indispensables de todo acto moral, es claro que no hay culpa moral alguna en un aborto nudamente espontáneo.
     El aborto motivado puede ser de dos clases: directo e indirecto. Por aborto directo entendemos el caso en que se emplean medios especificos para procurar la expulsión del feto.
     Algunos médicos dividen el aborto directo en criminal y terapéutico.
     El aborto es criminal si se procura por el mero deseo de no tener hijos, poniendo término directo al embarazo sin que tal acción sea necesaria a la salud de la madre o a su vida. Aborto terapéutico es el que se ocasiona directamente como medio para salvar la salud o la vida de la madre.
     Por aborto indirecto entendemos el caso en que se efectúa cualquier tratamiento u operación médica con miras a una finalidad por entero distinta del aborto, pero que, incidental y secundariamente, ocasiona la expulsión del feto. En este capítulo trataremos exclusivamente del aborto directo. 

Algunas estadísticas sobre el aborto criminal.
     Es decir, la mortalidad anual de madres y de fetos vitales aumenta increíblemente, y, sin embargo, casi nunca interviene en estos casos un fallo de culpabilidad por parte de la autoridad civil. A veces la incompetencia de la policía, otras el soborno o la falta de testigos que cooperen con la policía, y, finalmente, la naturaleza misma oculta de un sinnúmero de casos, oscurece este cuadro tan vergonzoso. Es más: aun en los casos muy aislados, en los que interviene la autoridad civil, el castigo es tan ridículo que el criminal vuelve casi inmediatamente a las andadas.
     El doctor Thomas Parran, cirujano general del Servicio Sanitario Público de los Estados Unidos, asegura que el 24% de mujeres muertas durante el embarazo perece a consecuencia del aborto. El mismo asevera que las tres cuartas partes de estas muertes se deben a envenenamientos sanguíneos; para muchos otros cuenta, en primer lugar, la hemorragia.
     Se ha dicho repetidas veces que la septicemia puerperal es la causa más decisiva en la mortalidad de las madres. Esta afirmación es completamente exacta. El porqué de la aparente contradicción con nuestro subrayado anterior, descansa en que el aborto es la causa de muchos casos de septicemia puerperal.
     Tres cuartas partes de muertes por aborto se deben a septicemia puerperal, y casi la mitad de la mortalidad de las madres a causa de la septicemia puerperal, procede del aborto voluntario. Esta supresión al por mayor de nacimientos y vidas de madres representa verdaderamente un hecho lamentabilísimo en nuestra así llamada civilización progresista.

La ley moral y el aborto
     El aborto directo y voluntario es uno de los pecados más graves, ya que lleva consigo la destrucción deliberada de una vida inocente. La verdadera naturaleza del aborto directo es tal, que implica la remoción directa de un feto no viable de su lugar natural, el útero, para punirle en un ambiente en el que le es imposible vivir. Tal acción, es en rigor, un crimen.
     Hay, desde luego, bien escasas probabilidades de discutir ventajosamente acerca de la moralidad del aborto directo, y, en particular, del aborto «terapéutico», con quien tenga un concepto materialista de la vida humana. La verdad moral aquí supuesta se basa en los principios fundamentales de la ley natural. Toda esa verdad moral se infiere de la aceptación de la naturaleza espiritual del hombre, del fin espiritual y eterno de la existencia humana, de la moralidad intrínseca de los actos humanos y, finalmente, del supremo dominio de Dios sobre todas las criaturas. Quien no admite estas verdades básicas, no puede contar con igual jerarquía de valores que aquel que las acepta.
     Controvertir acerca del aborto directo, en especial terapéutico, con quien haga tabla rasa de los fundamentos éticos o defienda otros distintos, sería tan infructuoso como una discusión sobre la respuesta adecuada a un problema de cálculo, discrepando en puntos esenciales de la matemática. La única recomendación posible en tales casos es intentar establecer las verdades éticas fundamentales, con anterioridad a toda polémica, sobre el aborto terapéutico.
     Hemos dicho que, con antelación a toda controversia sobre la moralidad del aborto directo, y en particular del terapéutico, se debe conocer el carácter intrínseco de la moralidad.
     A menos de admitir que los actos humanos son, por su misma naturaleza, buenos o malos, no cabe posibilidad de un código moral bien fundamentado.
     Un acto humano es, por su propia naturaleza, moralmente bueno siempre que confiera una perfección espiritual al hombre, esto es, cuando le ayuda en el progreso hacia el último fin. Cumple estas condiciones cuando se conforma con la ley moral a la que está sometido el hombre. Las obligaciones morales que se derivan de esa ley moral, son, en síntesis, las que señalan los deberes del hombre para con Dios, para consigo mismo y para con los demás seres, aun de la creación inferior.
     Una acción humana es mala por naturaleza en el orden moral, siempre que resulta perniciosa espiritualmente para el hombre, impidiéndole el debido progreso hacia su último fin. Se verifica esto si con dicha acción se infringe cualquier obligación moral.
     La moralidad de un acto viene, por tanto, determinada por la naturaleza misma de dicho acto. Una estructura previa de las acciones humanas lleva a nuestra naturaleza a su último fin. Así, pues, la moralidad de un acto humano está relacionada con su intrínseca capacidad para promover o impedir la consecución del fin primario y último de la existencia del hombre.
     Determinar la moralidad de un acto por las ventajas temporales que pueda reportar, equivaldría a establecer una Etica utilitarista. Muchos actos, reconocidos universalmente como inmorales, reportan con frecuencia ventajas temporales muy necesarias; así, por ejemplo, robar y mentir. Para el que se dejase guiar por tales principios, esos actos serían completamente lícitos.
     Suprimir el carácter intrínseco de la moralidad es dar al traste con toda la ética. Ningún código moral podría subsistir. Casi todas las acciones pueden proporcionar alguna utilidad temporal, quedando de esta manera justificadas. Pero el fin no justifica los medios, es decir, no se puede determinar la moralidad de un acto atendiendo simplemente a la utilidad temporal que puede ocasionar. Partir del principio opuesto equivaldría a socavar los fundamentos mismos de la moralidad y del orden social.
     La verdadera naturaleza del aborto directo —criminal o terapéutico— consiste precisamente en ser un homicidio, porque destruye directa y deliberadamente la vida de una persona sin la autorización competente. Ni los individuos ni el Estado tienen tal autoridad sobre la vida de un inocente.
     Sería interesante oír la definición del homicidio de labios de un defensor del aborto terapéutico. Una definición arbitraria franquearía inmediatamente el camino a la supresión al por mayor de la vida humana, siempre que redundase en notable emolumento temporal.
     Pero, aun en el caso de aquellos que están de acuerdo acerca del carácter intrínseco de la moralidad, del supremo dominio de Dios, de la naturaleza y destino espiritual del hombre, pueden tener cabida algunas dificultades. No basta la aceptación y conocimiento de esas verdades; es preciso, además, acatar las consecuencias que implica tal reconocimiento. Tan pronto como se aceptan esas verdades, es preciso reconocer el destino altamente importante de la existencia humana en la consecución de la felicidad eterna.
     Indiscutiblemente se dan muchos bienes importantes en esta vida. Riquezas, reputación, amistades, salud y, en fin, la vida misma, son bienes muy estimables. Pero, por grande que sea su valor, se trata solamente de bienes temporales. El más estimable de ellos no puede compararse con cualquier bien o mal de la más alta esfera de lo espiritual o eterno.
     Para quien aprecia en su valor las verdades del más allá, media un abismo infranqueable entre un bien espiritual y un bien temporal. El logro de un bien físico o temporal a expensas de un bien espiritual y eterno, es el despropósito más insensato. Supone un abandono deliberado de un bien más alto y permanente, a trueque de conseguir otro bien insignificante y temporal.
     Siglos atrás, y aun en los tiempos modernos, algunos han creído que es preciso establecer una distinción entre el feto en la etapa inicial de su desarrollo y el feto en la última fase ontogénica, en la que llega a alcanzar la forma humana definitiva. Pero hoy en día no se reconoce tal distinción. Tanto la Etica y Biología como las leyes eclesiásticas y civiles, consideran por igual al feto humano como una auténtica persona ya desde los principios mismos del embarazo.
     El niño no nacido es, pues, esencialmente un ser humano con todos los derechos inherentes a otra persona humana cualquiera. El mero hecho de que tal niño aún no pueda defender su derecho a la vida, no altera en lo más mínimo el carácter gravemente inmoral del feticidio. Tal circunstancia, si algo hace, es aumentar la vileza de esa acción.
     Ni el hecho de que la vida del niño es destruida en el vientre materno aminora la inmoralidad grave del aborto indirecto. El niño es una persona humana, ya esté en el vientre materno, ya en los brazos de su madre o bien jugando en la calle. La destrucción deliberada y directa es, pues, un puro homicidio, no importa qué pretexto pueda alegar cada cual para justificarlo.
     A la luz de la ley moral, la sencillez de la cuestión casi no permite decir más. En síntesis, todo feto humano viviente, en cualquier fase de su desarrollo ontogénico, es una verdadera persona humana, y por ello todo acto que suponga una destrucción deliberada y directa de esa vida inocente constituye un verdadero homicidio.
     Esto supuesto, no hay base moral alguna para establecer una distinción entre el aborto criminal y el denominado aborto terapéutico. La ley moral tilda sin vacilar de criminal el aborto terapéutico de todos y cada uno de los casos, en que las, así llamadas, «autoridades» médicas recomiendan su realización.
     Ni aun las más serias complicaciones del embarazo oponen excepción alguna a esta inviolable ley moral. Ningún procedimento medicinal u operativo, que por su naturaleza suponga un directo atentado a la vida inocente de un feto no viable, puede jamás ser moralmente justificado. Sin atender a la nobleza o vileza de un fin objetivo, jamás está el hombre moralmente autorizado para obrar inmoralmente en orden a alcanzar una tal finalidad.
     En suma, no importa la facilidad y seguridad de preservar la vida o salud de la madre, ofrecidas por el aborto directo, para que éste sea moralmente lícito. Dicho acto constituye una infracción flagrante del principio de que el fin no justifica los medios. Es ni más ni menos una destrucción deliberada de una vida inocente con miras a preservar así la vida o salud de la madre.
     Innumerables pretextos se han alegado para justificar el aborto. Algunos no son sino meras excusas de la perpetración de un crimen; otros poseen ya un cierto grado de sutileza y fuerzas persuasivas.
     La penuria de habitación y de recursos económicos se presentan a veces como causas justificantes. Por lo que precede, échase de ver que tal punto de vista es indiscutiblemente inmoral. La gente necesita vivienda adecuada y demás medios de vida. Pero si estas condiciones indispensables son exiguas, la obligación de mejorarlas recae sobre el Estado y los ciudadanos. Es deber del Estado crear un medio ambiente en el cual pueda el hombre ganar con qué subvenir a la vida propia y de su familia. Y es obligación de los ciudadanos trabajar con esmero y mancomunados en estructura social. Los miembros de una sociedad cualquiera no están más justificados para procurar el aborto, con miras a remediar el agobio de las condiciones económicas, de lo que lo están para matar a un semejante por idénticos motivos.
     Más sutil y persuasiva aparece la defensa del aborto en otros casos realmente complicados. En esta clase se computan, por ejemplo, aquellos en que la continuación del embarazo hubiera de ocasionar un serio peligro para la salud o la vida de la madre próxima a dar a luz. Sobre todo se da el caso especial en el que no cabe posibilidad alguna de que el niño nazca con vida y, por otra parte, el embarazo ha de concluirse con la muerte de la madre.
     Particularmente en este último caso, el defensor del aborto mira invariablemente la actitud de la Etica católica como irracional e impracticable y se pregunta: ¿por qué permanecer inactivos, viendo desaparecer dos vidas cuando una de ellas puede ser salvada con facilidad? La respuesta a esta ordinaria e insistente pregunta es cuádruple:
     1) Desde el punto de vista científico, no es verdad que debamos enfrentarnos con casos que exijan una necesidad médica de destruir la vida del feto para salvaguardar la vida de la madre. Antiguamente, cuando la obstetricia no había alcanzado los progresos adonde ha llegado al presente, se daban, sin duda, casos de este tipo desesperantes.
     Hoy todavía pueden suceder algunos de este género, pero son tan poco frecuentes que son considerados como una verdadera rareza en Medicina. Al profesor de Etica también se le presentará de cuando en cuando este posible problema. Con más frecuencia lo hará el abogado que ignora casi completamente el estado actual de la ciencia médica; a veces, una mente antagonista lo agitará a manera de espantajo ante el defensor de los sólidos principios morales en su intento de convencerle de irracionalismo en su doctrina; más raramente pudiera venir la objeción de un médico que no estuviese informado de los progresos de la Medicina.
     El hecho es que los especialistas más eminentes de la nación condenan a todos aquellos médicos que están como poseídos de la manía del aborto, y que consideran la interrupción del embarazo como la solución más expedita de sus problemas. Estos tocólogos eminentes reconocen que, aun desde el punto de vista médico, se puede afirmar que en años pasados el aborto terapéutico fue llevado a cabo sin necesidad en gran escala. A la luz de los progresos recientes y útilísimos en obstetricia, ellos mismos no ven la manera de justificar el aborto terapéutico, y el recurso a este medio es considerado como producto de la ignorancia, pereza o malicia.
     El doctor Cosgrove afirmaba: «Yo creo que la negación del aborto, según las estrictas prescripciones de la moral, está de acuerdo con la ciencia médica.»
     El doctor Heffernan asevera que hoy en día no hay complicaciones en los embarazos que no puedan ser superados felizmente con una adecuada asistencia prenatal. Según sus palabras, «todo aquel que lleva a cubo un aborto terapéutico, es o un ignorante de los métodos médicos modernos, o no quiere tomarse el tiempo y la molestia de uplicarlos convenientemente».
     El doctor Frederick L. Good, jefe de cirujanos del Gynecological and Obstetrical Service, del hospital de Boston, informa en el año 1951 que ningún aborto terapéutico había sido ejecutado en más de 66.000 embarazos que habían corrido de su cargo, siendo la mortalidad materna en aquellas condiciones, que se suponen beneficiadas por el aborto terapéutico, igual a cero. (Good-Kelly, Marriage moráis and Medical Ethics, p. 149.)
     En agosto de 1953 los doctores Roy Heffernan y William Lyunch dieron a conocer en el American Journal of Obstetrics and Gynecology los resultados de una investigación por extremo interesante. El estudio hace referencia a 152 hospitales y comprende el período de diez años, comprendido entre 1941-1950. En los hospitales en los que estuvo terminantemente prohibido el aborto terapéutico, tuvieron lugar 1.680.989 partos, con una mortalidad materna de 1.469; es decir, un promedio de 0,87. En los hospitales en los que se llevó a cabo el aborto terapéutico de acuerdo con las así llamadas «indicaciones médicas», hubo entre las madres 1.558 muertes en un total de 1.574.717; es decir, un promedio de mortalidad materna de 0,98. A la vista de estos hechos no se comprende cómo se pueda hablar de la necesidad y de la importancia del aborto terapéutico aun desde el punto de vista de la Medicina.
Charles J. Mc Fadden (Agustino
ETICA Y MEDICINA

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