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sábado, 23 de febrero de 2013

¿EL INFIERNO, TREMENDO Y ETERNO, CRUELDAD INCOMPATIBLE CON LA BONDAD DE CRISTO?

CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
 (12)
EL INFIERNO, TREMENDO Y ETERNO, CRUELDAD INCOMPATIBLE CON LA BONDAD DE CRISTO

     Precisamente, el dulce Jesús que promete a algunos hombres una eterna alegría, amenaza a otros, cuya maldad es siempre limitada por ser creaturas humanas, finitas, un sufrimiento terrible y eterno. Admito como razonable, y me gustaría decir natural, la necesidad de un castigo para los reos; pero repugna a mi humanidad de un modo invencible la duración eterna e intensidad del sufrimiento con que amenaza Cristo. Sé bien lo que dicen los teólogos por la vía de un frígidísimo razonamiento: «El alma, si la existencia en la tierra termina en estado de pecado, no puede ya mudar su voluntad mala y rebelde a Dios; es libre de escoger en vida entre paraíso e infiérno". Pero píénso qué si verdaderamente sé hubiese dado a todos el saber bien lo que escogen, nadie escogería el infierno. Y además cualquiera que sea la cosa mala que se haya hecho, ¿se puede comparar lo transitorio con lo eterno? Y si el estado del alma puede conducir a ese necesario estado de castigo, ¿por qué ha permitido Dios este destino del hombre? ¿Es contra la fe creer que de hecho nadie se ha condenado, ni siquiera Judas? (Profesor S. A.—Malnate-Várese.)

     Con pena he tenido que omitir otros varios pasajes de esta larga y hermosa carta (aplazando, sin embargo, uno de ellos —acerca del dolor de los animales—para otra ocasión.)
     Pero ¿cómo habérmelas para responder? Aquí haría falta un tratado, ¡un libro entero! Puedo, sin embargo, puntualizar alguna idea.
     Y, ante todo, alguna observación sobre la actitud racional y espiritual que tomar para enfrentarse útilmente con el problema. El ilustre objetante se revuelve contra el «frío», es más, el «frígidísimo» razonamiento, y varias veces repite que quiere le responda no sólo la mente, sino también el corazón y la sensibilidad; esto es, la respuesta que nace de «todo el hombre». Pero eso es lo mismo que decir: no quiero imparcialmente razonar, o sea: no quiero ver la verdad como es, sino dejarme arrastrar por el impulso ciego del sentimiento. Si se tratase del teorema de Pitágoras, que interesa tan poco a la vida humana, ¡pase! Aunque también en este caso seria curioso que para introducir —en el perfecto estilo de la moda existencialista— a la búsqueda de «todo el hombre», me dejase llevar más de la estética del discurso y de la elegancia de la figura que de la lógica matemática. Pero cuando se trata de un hecho tan... candente para nuestra vida y para nuestra fe, ¡librémonos de razonar con el corazón en lugar de con la mente! El corazón debe ir detrás de la mente; no debe desviarla, o, por lo menos, confundirla.
     Y luego, cuidado con no olvidar que se trata de un dogma de fe. Por consiguiente, no puede dejar de haber allí misterio, como en todas las verdades reveladas que se refieren a Dios infinito; en nuestro caso, Dios infinito ofendido. ¿Se puede comprender por completo el misterio de la Trinidad? Pues lo mismo el misterio del infierno. La ilusión de poderlo entender bien nace de la analogía con los castigos humanos que se imponen a los culpables. Pero éstos se relacionan con ofensaa humanas, juicio y vida terrena, mientras aquél sé relaciona con la ofensa a Dios, el juicio de Dios y la Vida eterna; y en esto no puede menos de aparecer el misterio. Sería, por tanto, ingenuo juzgar las dos cosas con la misma medida.
     ¿Nace tal vez entonces de esta disparidad de cosas y de este carácter de misterio una excusa para el pecador, el cual al pecar no querría, ciertamente, ir al infierno? Atenuante, sí, y Jesús mismo dijo, a propósito de los que le crucificaban: «No saben lo que hacen» (Lucas, XXIII, 34); pero excusante, no. ¡Y hay una gran diferencia!
     No se necesita realmente para la responsabilidad esencial por el pecado, ante Dios, que la ofensa a Dios se haya querido explícitamente, esto es, que explícitamente se quiera ofender a Dios. Basta que lo sea implícitamente: como es, cuando se viola una ley grave, dándose cuenta la conciencia. Y basta con que se hayan rechazado las gracias proporcionadas que Dios misericordioso da, ciertamente, al alma, para que no peque.
     La consideración sobre el infierno se hace por eso con una actitud opuesta respecto a la tomada por S. A.
     En lugar de juzgar de la razonabilidad del infierno y de la malicia del pecado, a la luz de la propia intuición psicológica y sentimental, es preciso, en cambio, juzgar y acomodar la escasa valoración psicológica propia a la luz de la fe; esto es, apoyarse firmemente en ésta, para encender en el corazón el horror al pecado y el santo temor al castigo eterno.
     Y decir humildemente: si Jesús, en su infinita misericordia, tan claramente demostrada por su encarnación y muerte por nosotros predijo, con tanta insistencia el infierno terrible y eterno para los malos, quiere decir que existe, que no es cruel, sino justo, y que la malicia del pecado es, en cierto modo, por razón de la infinita dignidad de Dios ofendido, infinita.
     Vana es además la esperanza de que de hecho nadie caiga en él. El infierno no se creó antes del pecado, sino después de él y para castigo efectivo de él. Esto es, nació con el pecado de Lucifer y de los ángeles que lo siguieron.
     Prescindamos incluso de Judas, cuya condenación está implícitamente revelada, según la opinión corriente. ¿Y Lucifer? ¿Y los suyos, que eran ángeles destinados a la gloria? Que estén en el infierno es cierto.
     Misterio profundo, como son los secretos íntimos de Dios, es, por otra parte, por qué permitió y permite la perdición de ellos.
     El hecho de que no se pueda comprender, no puede debilitar de todos modos la certeza de razón y de fe de la infinita bondad y misericordia de Dios, que inmoló por nosotros a su divinó Hijo, y la certeza, por consiguiente, de que esa pérmisión no pudo dejar de tener en conjunto como fin un bien mayor, como, por ejemplo, el del respeto y manifestación de la libertad humana y del mayor mérito de los buenos puestos a prueba por los malos.
     Pero no puedo ahora meterme en esta cuestión.
     Qué engañoso sea ese método de hablar del infierno «de acuerdo con el sentimiento», se prueba, en especial, por la tendencia a transferir con la fantasía a aquel reino de dolor y desesperación los sentimientos de nuestra experiencia terrena.
     En cambio, allí es por completo otra cosa. Ante todo, en el «más allá» no puede menos de haber esa enorme intensificación de experiencias que caracteriza todo lo eterno y que sería ilusorio pretender imaginar sobre la base de las elementales experiencias del «lado de acá». Como en el Paraíso hay una inaudita e inimaginable intensidad de gozo, tampoco debe sorprender que haya en el infierno una inimaginable intensidad de dolor. Estamos en el reino de lo más intenso. Un «más intenso» proporcional, sin embargo, en su variedad de medida con perfecta justicia a la respectiva variedad de medida de lo «menos intenso» terreno, tanto en lo bueno como en lo malo. Sería injusto que en la vida terrena se hubiese castigado con la intensidad del infierno o premiado con la embriaguez del Paraíso. En cambio, no hay injusticia en ese paso —manteniendo las proporciones con las diversas medidas terrenas— de un régimen menos intenso a uno más intenso, porque cada régimen sigue las condiciones del correspondiente estado.
     Ni se puede pretender que en la tierra, para evitar la condenación eterna, se haya dado a conocer claramente al hombre aquel estado del «más allá», porque eso es imposible en la situación terrena; basta con que el «más allá» esté implícita y oscuramente conocido y que el juicio de Dios se haga sobre las responsabilidades humanas, consideradas por su sabiduría infinita según las reales posibilidades terrenas, esto es, en el curso de todas las circunstancias agravantes o atenuantes y de todos los auxilios divinos rechazados o aprovechados.
     También en la vida corriente se dan, por lo demás, continuamente uniones de actividades actuales con estados de vida futuros, un poco más intensos y todavía no experimentados, como, por ejemplo, cuando uno es ascendido de categoría por el trabajo realizado en la categoría inferior, o cuando sin más es uno elevado a gobernar una nación, como legítimo resultado de la simple actividad electoral, o cuando dos personas crean el nuevo modo de vida matrimonial después de relaciones exteriores de mucha menor responsabilidad, o cuando después del delito se experimenta la dureza de la cárcel. Nadie pretende, por ejemplo, que no puede ser enviado a presidio porque antes no ha experimentado su dureza. Si el conocimiento claro y experimental de la sanción y el tenerla explícitamente ante los ojos al obrar condicionase la legitimidad de la sanción, esto debería valer siempre, tanto para la sanción eterna como para la temporal, y, por tanto, también para el encarcelamiento en la tierra.
     Además, se está tentado de pensar en los pobres condenados que lloran y piden compasión, como haría quien estuviese en la tierra condenado a tormentos y al fuego. ¡Qué crueldad —se piensa— dejar despiadadamente allí a aquellos pobres arrepentidos! Y el pensamiento, admitida la hipótesis, es justísimo. Sería verdaderamente una inaudita crueldad despreciar el grito desgarrador de aquel sincero arrepentimiento.
     Pero la hipótesis es completamente falsa. El condenado, no obstante la evidencia intelectual de su culpa, no tiene el menor arrepentimiento. Tiene sólo la furia del odio, de la desesperación y de la perenne blasfemia; ya que el arrepentimiento sería un efecto de la divina gracia, que rechazó en la tierra y que allí no se le puede conceder ya. Y si se le propusiese subir al Paraíso, él se negaría, porque las tinieblas de su odio huyen de la luz paradisíaca del amor.
     ¿Pesimismo, pues? Y ¿por qué?
     Aquella realidad y aquella visión tremenda no es, por contraste, sino un recuerdo más vibrante de la inefable visión del Cielo. Allá sólo hay tinieblas y dolor, porque allí no mora Dios, porque han rechazado a Dios. Porque Dios sólo es luz y felicidad.
     ¡Qué alegría saber que estamos encaminados a poseerlo! ¡Sabernos herederos suyos! Y estar seguros de que lo alcanzaremos, con tal que recojamos las gracias que nos mereció por la sangre divina misericordiosamente derramada por nosotros.
     El valiente capitán del Enterprise no estaba seguro de poder salvar su barco, no obstante todos los esfuerzos, y, en realidad, no lo logró. Pero nosotros estamos segurísimos de que salvaremos nuestra alma si queremos, esto es, de que terminaremos la navegación de la vida en el puerto bienaventurado de la eternidad. Y después de cualquier momentáneo naufragio, basta con que tendamos humildemente nuestras manos suplicantes a Él y a la Madre celestial y sabremos reanudar la ruta.
     Todo esto es profundamente dulce, esplendoroso, lleno de sano optimismo.
     Que las dos perspectivas, Paraíso e infierno dan un contenido dramático a la vida, es verdad. Pero solo para recordarnos que la vida es una cosa seria, y, por consiguiente, valiosa.

     Por eso vale la pena de que la empleemos en facilitar luz y salvación a los demás.

BIBLIOGRAFIA

Santo Tomás: Summa contra Gentes, IV, 90; Summa Theol., Suplemento, cuestiones 97-99; 
G. Monsabré: Esposizione del dogma cattolico, 1888, conferencias 98-9 (7); 
A. Sertillanges: II catechismo degli increduli, trad. Nivoli, Turín, 1937, págs. 287-306; 
M. Richard: Enfer, DThC., V, págs. 28-120 (véase X, págs. 1.997-2.009); 
P. Bernard: Enfer, DAFC, I, págs. 1377-99;
A. Piolanti: Inferno, EC., VI, págs. 1941-49; 
P. Párente: Dio e l'uomo, Roma, 1949, págs. 451-5 (8); 
F. M. Gaetani: I supremi destini dell'uomo, Roma, 1951.

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