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lunes, 3 de enero de 2011

SEDE VACANTE I

CAPITULO I
En el Derecho Eclesiástico se entiende por "SEDE" la misma dignidad de los Obispos y Arzobispos, incluyendo también la del Sumo Pontífice, que es la suprema autoridad visible en la Iglesia, por ser el Obispo de Roma, el sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo, su lugarteniente, y, por lo mismo, por ser el poseedor de todas las prerrogativas y poderes, que el mismo Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, el Divino Fundador de la Iglesia, quiso darle a Simón, hijo de Juan (Bar-Yoná), a quien también le dio el nombre simbólico de PEDRO, roca sobre la cual El quiso edificar su Santa Iglesia.
Con más propiedad se conoce con el nombre de "SEDE", el territorio, en el cual los Obispos y Arzobispos ejercen su jurisdicción y la "SILLA", que ocupan, como símbolo de la suprema jurisdicción, que en el gobierno de su diócesis tienen.
También, como ya dije, el Obipo de Roma tiene su "SEDE"; pero, por ser el sucesor de Pedro, a quien Jesucristo confió el gobierno de la Iglesia Universal, esta "SEDE" de Roma se llama "SANTA SEDE" o "SEDE APOSTÓLICA".
Sin embargo, en el lenguaje canónico, por este título se designa no sólo al Romano Pontífice, sino también a las Congregaciones, Tribunales y Oficios, por los que suele despachar el Papa los asuntos de la Iglesia Universal. Dice el Canon 7 del actual Derecho Canónico: "Si por la naturaleza del asunto o por el contexto no aparece otra cosa, en este Código se entiende, bajo el nombre de "SEDE APOSTÓLICA" o "SANTA SEDE" no sólo al Romano Pontífice, sino también las Congregaciones, los Tribunales, los Oficios, por medio de los cuales el mismo Romano Pontífice suele despachar los asuntos de la Iglesia Universal."
Tiene, pues, dos sentidos el título de "SEDE APOSTÓLICA" o "SANTA SEDE": uno amplio, que abarca las Congregaciones, los Tribunales, los Oficios, no las otras Comisiones, Institutos o Secretariados, llamados Pontificios. Y otro restringido, que significa exclusivamente la persona misma del Romano Pontífice.
Por "SEDE VACANTE", en el lenguaje canónico, se entiende la carencia, por muerte, renuncia, traslado o desaparición, bien sea de los obispos, en las Iglesias locales, bien sea del Sumo pontífice en la Iglesia Universal. Y por "SEDE IMPEDIDA" se entiende la "SILLA EPISCOPAL", que sin estar "VACANTE", existe sin embargo, un hecho, que impide al Obispo o al Papa el gobierno personal, responsable y legítimo de su Iglesia, bien sea por enfermedad, bien sea por otra causa, que paraliza, por decirlo así, el genuino ejercicio de los poderes recibidos de Cristo, para el bien de las almas a ellos confiadas. Como sucedió en el caso del Cardenal Mindzenty, durante su terrible y prolongado suplicio.
Dada esta breve explicación del significado canónico de "SEDE", "SANTA SEDE" o "SEDE APOSTÓLICA", veamos ahora si es posible afirmar "sin ingenua malicia", como diría el poderoso canciller de la Mitra Metropolitana de México; sin incurrir en la herejía o decir una expresión "ofensiva a los piadosos oídos", que la Santa Sede (tomando el término en su sentido estricto) puede estar "vacante", durante un período de tiempo más o menos largo, por no haber un Papa o porque el Papa reinante no es un Papa legítimo o es un Papa impedido.
Desde luego, al morir un Papa, antes de que su sucesor sea elegido, la "Santa Sede" (en el sentido estricto), el puesto del papado, está "vacante". Y, no obstante, no podemos decir que no existe ya la "SILLA DE PEDRO"; que la "SANTA SEDE" ha muerto.
La "SEDE VACANTE" puede durar y, de hecho, ha durado vacante, según consta en la Historia de la Iglesia, por largo tiempo, sin que esa vacancia del pontificado signifique, en manera alguna, la desaparición de la misma Iglesia. Si afirmásemos lo contrario, tendríamos que decir que el nombramiento del sucesor del Papa muerto debería hacerse simultáneamente con la muerte de su predecesor, ya que, de lo contrario, la Iglesia misma, al no tener Papa, quedaría sin fundamento, y el edificio de la Iglesia vendría por tierra.
Muere el Pontífice reinante, pero no muere el Papado, la institución misma de Cristo. Por eso, así como puede morir un Papa y durar por largo tiempo la legítima elección de su sucesor; así es posible que el Papa, aparentemente legítimamente electo, pueda ser un anti-papa, un impostor, un infiltrado; y, sin embargo, aun en estas circunstancias aflictivas, el Papado y la Iglesia, como obra divina, permanecen incólumes. Recordemos, por ejemplo, el caso del Papa Luna, tenido y acatado como verdadero Papa por muchos católicos y aún por santos que están ahora canonizados por la Iglesia; y, sin embargo, no era Papa.
Podríamos argumentar, con un ejemplo comprensible a todos, para impedir que Luis Reynoso Cervantes —que dicen que es auténtico descendiente de Abraham, secundum carnem, y por eso me odia cristianamente— vaya a encontrar mi afirmación no tan sólo atrevida, sino herética. Supongamos, dentro de las cosas humanas y posibles que, muerto el Papa, —muerto Juan B. Montini— surge en la Iglesia un hondo cisma, por las ambiciones personales de los que se creen con derecho a la elección (como los Danielou, los Suenens, los Villot), o por compromisos adquiridos con grupos poderosos, que, a control remoto, presionan sobre los que han de elegir al sucesor de Pedro, o por cualquier otro motivo que impida o retarde la debida elección, (estas suposiciones no son quiméricas, absurdas o irrealizables; son reales, son históricas, como podremos comprobarlo luego), ¿podríamos, por eso, decir que la institución de Cristo ha fracasado; que la Iglesia, fundada por El, ha dejado de existir?
La obra de Cristo no falla, ni puede fallar, aunque los hombres, consciente o inconscientemente, se confabulen para destruirla, aunque los lobos, revestidos con pieles de oveja se introduzcan fraudulentamente en el aprisco, aunque todo el poder humano parezca unirse para aplastar la resistencia de los que nos empeñamos en defender la fe tradicional y apostólica.
Una cosa es la Iglesia y otra cosa muy distinta los hombres que forman parte de la Iglesia. Esposa de Cristo, obra e institución del Hijo de Dios, la Iglesia es santa, es incorruptible; según nos lo aseguran las promesas del Divino Fundador: las puertas del infierno no prevalecerán en contra de Ella; mientras que los hombres —cualquiera que sea su jerarquía— son, por su naturaleza (a no ser que estén confirmados en gracia) frágiles, falibles, expuestos a caer en las mayores miserias, como nos lo enseña la Historia misma de la Iglesia.
Es un gran error, es contrario a la doctrina católica pensar que cualquier jerarca, por el hecho de ocupar el puesto que ocupa, por el hecho de ser obispo, o ser Papa, es ya un "santo", es impecable, es siempre y en todo infalible. De suyo, como enseña la teología católica, así como los religiosos, que voluntariamente abrazaron los consejos evangélicos, están obligados no a ser "perfectos", sino a tender a la perfección, así también, los obispos y mucho más el Papa deben ser perfectos, deben practicar la perfección cristiana, conforme lo exige la excelsa dignidad que tienen, los sumos poderes que han recibido y el bien espiritual de las almas a ellos confiadas. Pero, una cosa es lo que "debe" ser y otra lo que es en realidad. Hay obispos santos, muy santos, así como hay obispos pecadores, muy pecadores. Ni el Papa, cuya prerrogativa de su infalibilidad didáctica, para preservar la "inerrancia" de la Iglesia, nosotros confesamos como dogma de nuestra fe católica (supuestas las cuatro condiciones que establece y declara el Concilio Ecuménico Vaticano I), es personalmente ni impecable, ni infalible. En la cátedra de San Pedro se han sentado grandes santos, pero también insignes pecadores.
De lo dicho se sigue, me parece, que la "SILLA DE PEDRO" pueda estar, en un tiempo, más o menos largo, "vacante" o "impedida" o por la muerte del Papa o porque el Papa que ocupa esa "SILLA" falla gravemente al cumplimiento de sus deberes primordiales, o porque, aunque venerado por una porción del pueblo cristiano, como legítimo sucesor de Pedro, es un infiltrado, un anti-papa, un lobo revestido de piel de oveja. Anacleto II, anti-papa, perteneció a la familia de los Pierleoni, oriunda de judíos enriquecidos. Educóse en París, fue monje de Cluny, cardenal y delegado del Papa en Francia. A la muerte de Honorio II, apoyado por los romanos milaneses y por Rogerio de Sicilia, fue elevado al Pontificado (1130) CONTRA Inocencio II. Al fin fue excomulgado en 1138.
Al afirmar estas humanas posibilidades —confirmadas desgraciadamente por la Historia de la Iglesia— no estamos, en manera alguna, ni atacando, ni negando la institución de Cristo. Como dice Belloc, nada prueba tanto la divinidad de la Iglesia, su inerrancia, su indestructible duración, garantizada por las promesas de Cristo, como las miserias humanas, los errores gravísimos de aquéllos que, por su autoridad, deberían ser la garantía y la defensa de la verdad y de la santidad de la iglesia de Dios, a ellos confiada. Si la Iglesia fuese obra humana, ya los hombres hubiesen acabado.
La Iglesia nunca está, ni puede estar "acéfala", como con "refinada malicia" me atribuyó haber dicho el "terrible" canciller de la Mitra Metropolitana de la Arquidiócesis de México, el tristemente celebra Luis Reynoso Cervantes. Para probarlo, basta citar aquí algunas palabras de la Encíclica MYSTICI CORPORIS CHRISTI de S. Santidad Pío XII:
"Se prueba que este Cuerpo místico, que es la Iglesia, lleva el nombre de Cristo, por el hecho de que El ha de ser considerado como su Cabeza. -El, dice San Pablo (Col. I, 18) -es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia—. El es la Cabeza, partiendo de la cual todo el Cuerpo, dispuesto con debido orden, crece y se aumenta, para su propia edificación (Efes. IV, 16; Col. II, 19)
"Bien conocéis, Venerables Hermanos, con cuan convincentes argumentos han tratado de este asunto los Maestros de la Teología Escolástica, y principalmente el Angélico y común Doctor; y sabéis perfectamente que los argumentos por él aducidos responden fielmente a las razones alegadas por los Santos Padres, los cuales, por lo demás, no hicieron otra cosa que referir y con sus comentarios explicar la doctrina de la Sagrada Escritura"
La Iglesia, pues, no puede NUNCA estar "acéfala" porque su verdadera Cabeza, Cristo, aunque falte el Papa o falten los obispos, nunca la abandonará, cumpliendo así su divina promesa: "YO ESTARE CON VOSOTROS TODOS LOS DÍAS HASTA LA CONSUMACIÓN DE LOS SIGLOS". Puede faltar el Vicario, el lugarteniente, la cabeza visible de la Iglesia, pero la Iglesia nunca puede quedar "acéfala".
Dice Pío XII:
"Ni se ha de creer que su gobierno se ejerce solamente de un modo visible y extraordinario, siendo así que también de una manera patente y ordinaria gobierna el Divino Redentor, por su Vicario en la tierra, a su Cuerpo místico... Ni para debilitar esta afirmación puede alegarse que, a causa del Primado de jurisdicción establecido en la Iglesia, este Cuerpo Místico tiene dos cabezas. Porque Pedro, en fuerza del Primado, no es sino el Vicario de Cristo, por cuanto no existe sino una Cabeza primaria de este Cuerpo, es decir, Cristo; el cual, sin dejar de regir secretamente por sí mismo a la Iglesia... la gobierna, además, visiblemente por aquél, que en la tierra representa su persona . . .
"Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que puedan abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra. Porque, al quitar esta cabeza visible, y romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del Redentor, de tal manera, que los que andan en busca del puerto de salvación no pueden verlo ni encontrarlo.
"Y lo que en este lugar Nos hemos dicho de la Iglesia Universal, debe afirmarse también de las particulares comunidades cristianas, tanto orientales como latinas, de las que se compone la única Iglesia católica: por cuanto ellas son gobernadas por Jesucristo con la palabra y la potestad del obispo de cada una. Por lo cual los Obispos no solamente han de ser considerados como los principales miembros de la Iglesia Universal, como quienes están ligados por un vínculo especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo... sino que, por lo que a su propia diócesis se refiere, apacientan y rigen como verdaderos Pastores, en nombre de Cristo, la grey que a cada uno ha sido confiada; pero, haciendo esto, no son completamente independientes, sino que están puestos bajo la autoridad del Romano Pontífice, aunque gozan de jurisdicción ordinaria, que el mismo Sumo Pontífice directamente les ha comunicado..."
Resumiendo la doctrina de Pío XII, debemos confesar que la Cabeza de la Iglesia es Cristo; que el Papa es el Vicario, el representante visible de esta Cabeza, en la Iglesia Universal, así como los obispos lo son en sus diócesis, aunque dependientes y subordinados al Papa; que el Cuerpo místico de Cristo no tiene dos o más cabezas, porque "Pedro, en fuerza del Primado, no es sino el Vicario de Cristo, por cuanto no existe más que una Cabeza primaria de este Cuerpo, es decir, Cristo". Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza como lo enseñó solemnemente Bonifacio VIII. Y, lo que se dicede los sucesores de Pedro, se debe decir, salva siempre su dependencia del Primado, de todos los obispos, en sus diócesis.
Siendo Cristo la verdadera Cabeza de la Iglesia y el Papa, su Vicario, su representante visible; así como los obispos, en sus respectivas diócesis, sigúese que, cuando los obispos o el Papa se apartan, en su doctrina o en sus disposiciones, de la voluntad santísima de Cristo, dejan de ser sus representantes, sus lugartenientes; dejan de ser cabeza visible de la Iglesia. El Vicario, el representante, el lugarteniente, en tanto será tal, en cuanto se identifique con las enseñanzas y los preceptos del Maestro.
Y añade más adelante el Sumo Pontífice:
"Por lo cual nos sentimos grandísima pena cuando llega a nuestros oídos que no pocos de Nuestros Hermanos en el Episcopado, sólo porque son verdaderos modelos del rebaño, y por defender fiel y enérgicamente, según su deber, el sagrado depósito de la fe, que les fue encomendado; sólo por mantener celosamente las leyes santísimas, esculpidas en los ánimos de los hombres, y por defender, siguiendo el ejemplo del divino Pastor, la grey a ellos confiada, de los lobos rapaces, no sólo tienen que sufrir las persecuciones y vejaciones dirigidas contra ellos mismos, sino también —lo que para ellos suele ser más doloroso— las levantadas contra las ovejas puestas bajo su cuidado, contra sus colaboradores en el apostolado, y aun contra las vírgenes consagradas a Dios. Nos consideramos tales injurias como inferidas a nos mismo y repetimos las sublimes palabras de nuestro predecesor, de i.m., San Gregorio Magno: "Nuestro honor es el honor de la Iglesia universal; Nuestro honor es la firme fortaleza de nuestros hermanos; y entonces nos sentimos honrados de veras, cuando a cada uno de ellos no se le niega el honor que le es debido".
¡Con cuánta más razón se dolería, en estos trágicos momentos, el Papa Pío XII, al ver a sus Hermanos en el Episcopado, descuidar lastimosa y peligrosamente el "Depósito sagrado de la Fe", a ellos confiada; tolerando y solapando la difusión de las herejías más monstruosas, no sólo entre los fieles, sino entre sus sacerdotes y sus seminarios! ¡Cómo reprobaría el silencio incomprensible e inexplicable, ante el derrumbe de la moral católica, ante la negación no sólo práctica sino teórica, de la ley natural, reflejo eterno de la ley misma de Dios, de los "pastores", a cuyo cuidado Dios confió la eterna salvación de las ovejas!
Ahora no se persigue a los lobos carniceros; ahora, sacerdotes, obispos y cardenales atacan los mismos dogmas, que la teología secular de la Iglesia había enseñado como la Verdad Revelada. Ahora se lanzan las censuras más graves de la Iglesia, para aquéllos, que tienen la audacia de defender lo que aprendieron en las aulas eclesiásticas de mayor prestigio, de sacerdotes eminentes por su ciencia teológica.
En el número tercero de la nueva revista "PUNTO CRITICO", hay un artículo, sin nombre de su autor, referente a la Iglesia mexicana, en el que pretende juzgar, con criterio evidentemente sectario, la lucha indudable que existe aquí en México, como existe en todos los países del mundo, entre los dos opuestos sectores, en que prácticamente está ya dividida la Iglesia de Cristo. "Con respecto al primer grupo, dice el incógnito escritor, destaca —por lo menos en orden cronológico— la muy sonada noticia de la excomunión del Padre Joaquín Sáenz Arriaga, impuesta por el cardenal Darío Miranda, según los cánones de la "Ferendae sententiae". La excomunión al P. Arriaga se debió a que es autor del libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA", el cual discrepa considerablemente de la ortodoxia católica". ¿Podría alguien demostrar concretamente mis discrepancias a la ortodoxia católica?
"Con respecto a esta excomunión, es bueno hacer notar que desató la santa furia de los sectores más reaccionarios del clero, ya que el P. Arriaga es uno de sus adalides. Cuando viajó a Roma (11 de enero) para protestar contra la excomunión de que fue objeto, el P. Arriaga fue recibido por los mencionados sectores reaccionarios cual si se tratara de un mártir de la cristiandad (en este caso, nada más incomprendida), los cuales organizaron una "marcha de la penitencia", clamaron por la "interpretación exacta de las Sagradas Escrituras" y en fin, se rasgaron las vestiduras con fervor inaudito en este nuestro siglo tan descreído".
"¿Qué había tras de tanto fervor cristiano; tanto celo demostrado? Sencillamente un anticomunismo delirante, como lo demuestran las octavillas distribuidas a los viandantes, en las que, aparte de lanzar 'vivas' al P. Arriaga y 'mueras' al cardenal mexicano, afirmaban que la autoridad eclesiástica de México se dedica a excomulgar a buenos cristianos, en tanto propicia las actitudes negativas, "deshonor de toda la Iglesia" de los curas progresistas".
¡Así se escribe la Historia! Señor escritor de "PUNTO CRITICO". A reserva de hablar más adelante de la "supuesta excomunión", que no fue promulgada, según dijo uno de los peritos de la teología, de la prensa y de la televisión, el Dr. Don Antonio Brambila, por su Eminencia, sino en la que yo incurrí por un decreto de una Congregación Romana, que ya no existe, la Sagrada Congregación del Concilio, y que ahora se llama "Congregación del Clero" —decreto disciplinar que fue lanzado contra el movimiento "PAX"—, que, en Polonia y en los otros países detrás de la Cortina de Hierro, estaba engañando y enrolando a numerosos sacerdotes, haré ahora alguna pertinente observación.
No sé que entenderá el escritor por los cánones "Ferendae Sententiae", en los que, según él fundó Su Eminencia la excomunión, que, según Brambila, él no fulminó, sino en la que yo voluntariamente quise incurrir. Pero, me gustaría —ya que se hace eco de las espeluznantes acusaciones que el hasta ahora desconocido teólogo y su "vocero oficial" Martín Rivero me hace de discrepar considerablemente de la ortodoxia católica, o como diría Reynoso, incurro en la herejía— conocer con precisión cuáles son esas mis herejías o errores considerables contra la fe.
Yo no fui a Roma a protestar contra la excomunión; yo no vi, en esta oocasión, "ninguna marcha a Roma". Las peregrinaciones de penitencia y oración que se han tenido, el año pasado y el antepasado, en Pentecostés, fueron para pedir a Dios porque termine esta espantosa crisis de la Iglesia, que Paulo VI llamó una "autodemolición". Para ser exactos, señor escritor, los puntos principales, por los que hemos pedido y seguiremos pidiendo, son éstos: 1) Por el restablecimiento de la Misa de San Pío V, la Misa de siempre, la que se remonta hasta los tiempos apostólicos, en sus partes principales. 2) Porque los catecismos católicos, libres de resistencias, de inexactitudes y de verdaderos errores, que, por desgracia, circulan en varios países, vuelvan a enseñar al pueblo y, especialmente a los niños y jóvenes, la doctrina tradicional, apostólica, que siempre se ha enseñado en la Iglesia Católica; y tercero, que no se dé a las Sagradas Escrituras el sentido ecuménico, ecléctico, que hoy, apoyándose en la exégesis protestante o de los rabinos judíos, se les quiere dar, sino el único sentido, que semper et ubique tenuit Ecclesia que ha enseñado siempre el Magisterio de la Iglesia.
Anticomunismo, sí, —aunque ahora el "diálogo" haya llevado a nuestros pastores a buscar en el "socialismo", en el "comunismo", en el "cambio audaz y rápido de todas las estructuras", a la revolución total, sin violencia o con violencia. En medio de tantas mentiras e inexactitudes, hay alguna verdad: el cardenal Miranda, que dio su "imprimatur" al libro de José Porfirio Miranda y de la Parra (por más que otros quieran defenderlo, echándose sobre sí las únicas responsabilidades) por más que el P. Arrupe y su Curia Generalicia —según dicen— encuentren dicho libro totalmente ortodoxo, el cardenal, que hasta ahora no ha reprobado ese libro blasfemo, ni se ha dado por enterado, a pesar de mi libro "APOSTATA" de la principal responsabilidad que sobre él recae por el "imprimatur", por la "nota adjunta" y por su culpable silencio, después de los directos ataques que se le hicieron por ese "imprimatur" a ese libro blasfemo, parece haber caído en la "excomunión", que el decreto doctrinal del Santo Oficio dio el 29 de junio de 1949 contra los que de algún modo favorecen el comunismo. Ese decreto, como doctrinal, no sufre excepciones ni puede ser revocado por ninguna autoridad humana.
Eminencia, conviene tener presente que una negación de un hecho consumado y mucho menos un silencio inexplicable, prolongado y culpable, no pueden borrar la responsabilidad tangible del hecho, que consta en la primera página del mentado libro "MARX Y LA BIBLIA"; responsabilidad gravísima del autor, de los censores Luis G. del Valle, S. J. —hijo del cristiano y honorable caballero Bernabé del Valle— Jorge Manzano, S. J. —antiguo amigo y discípulo mío—, del ex-provincial de los jesuítas Enrique Gutiérrez Martín del Campo, S.J. -sobrino del ya difunto arzobispo de Morelia-, y, sobre todos y ante todos, de su Eminencia Reverendísima, Arzobispo Primado de México y Cardenal de la Santa Madre iglesia, que fue quien dio el "imprimatur", como consta en el libro, y del cual no se ha retractado -que nosotros sepamos. Porque aunque es verdad que la prensa nos habló de una pueril "explicación" del P. Provincial y del P. Guinea, S.J.- el director de la en otros tiempos "BUENA" y actualmente "MALA PRENSA", nada hemos leído ni sabido, que Su Eminencia Reverendísima haya escrito o haya dicho, que signifique no digo ya una retractación, pero ni siquiera una condenación de libro tan impío, tan blasfemo y tan nocivo para la fe del pueblo y para la estabilidad de nuestra Madre la Santa Iglesia.
¿Ha desmentido Su Eminencia el hecho innegable de ese "imprimatur", que aparece en el libro "MARX Y LA BIBLIA", con la nota marginal del sentido y alcance del mismo? ¿Basta acaso hacer decir al provincial y a sus cómplices que S.E. no leyó el libro; que fue una rutina y un abuso inculpable lo que originó el que tan venerables Padres se hubieran tomado la libertad, sin leer ellos tampoco dicho libro, de dar por aprobado su contenido para suponer y dar por hecho el "imprimí potest" del P. Gutiérrez Martín del Campo y el definitivo "imprimatur', del Cardenal Arzobispo Primado de la Arquidiócesis de México? Eminencia, esas excusas pueden, tal vez, engañar al pueblo ignorante, pero no a gente preparada y, menos todavía, a los que los santos y sabios jesuítas de otros tiempos enseñaron las ciencias eclesiásticas. Un P. Pérez del Valle -que es Pérez a secas, nacido en el Valle de Santiago, Estado de Guanajuato, y que no hizo la carrera larga de la Compañía, sino que pasó como gato entre brazas por los estudios incompletos de los Coadjutores Espirituales- puede probablemente, con gritos y manoteos, impresionar a sus neófitos congregantes, para aseguararles que el libro de Miranda y de la Parra es ciento por ciento ortodoxo, la quinta esencia del Evangelio, porque fue escrito -y eso basta y sobra- por un jesuíta de la "nueva ola", sobre quienes no hay "PLUS ULTRA".
¿Ha desmentido S. E., de una manera personal y pública, el hecho patente del vergonzoso "imprimatur", que aparece en la primer página del "MARX Y LA BILBIA"? ¿Ha dicho Usted una sola palabra para hacer recaer toda la responsabilidad sobre los verdaderos y "únicos" culpables, los jesuítas de la "nueva ola", que, abusando en materia tan grave, de la inagotable generosidad y benevolencia de Vuestra Eminencia Reverendísima, se han atrevido a usar el nombre y firma del Primado de México -Cardenal de la Iglesia- para dar la luz verde a ese libro satánico y perverso?
Mientras no venga la pública retractación de Su Eminencia Reverendísima -que todo el pueblo de México con razón exige- de ese increíble "imprimatur"; mientras el Primado de México no condene, con excomunión o sin excomunión, ese infernal escrito, nosotros seguiremos haciendo a Su Eminencia el mayor responsable de ese apóstata libro; y, por lo tanto, seguiremos creyendo—apoyándonos en el decreto de excomunión de Pío XII— que es un decreto doctrinal, promulgado por el Santo oficio, que no ha sido ni puede ser revocado, ya que se funda en la intrínseca oposición entre el Catolicismo y el comunismo, que Su Eminencia Reverendísima Don Miguel Darío Miranda y Gómez, Arzobispo Primado de México, no sólo ha perdido sus títulos, sus prebendas y su "jurisdicción" en la Arquidiócesis, sino que ha incurrido en la "excomunión", ipso facto incurrenda, a los que favorecen, profesan o defienden el comunismo ateo, destructor y enemigo de Dios y del hombre. También los cardenales; también el mismo Papa pueden incurrir en la "excomunión", es decir, pueden quedar fuera de la Iglesia, cuando a ciencia y conciencia, han perdido la fe, han hecho alianzas con el comunismo ateo y enemigo de Dios, o han faltado notoria y persistentemente a sus obligaciones más sagradas.
De lo dicho se sigue que la "SILLA DE PEDRO" puede estar temporalmente "vacante" o "impedida", en un tiempo más o menos largo, o por la muerte del Papa, o por la herejía, apostasía del Papa, o porque el Pontífice, que reina en la Iglesia, falla notoria y persistentemente a sus deberes fundamentales. Al afirmar estas humanas posibilidades, no estamos, en manera alguna, ni atacando, ni negando la obra e institución divina. Recordemos que la piedra angular e inconmovible es Cristo y que el sucesor de Pedro es tan sólo el Vicario, el representante, el lugarteniente de Cristo; y que, como hombre, puede fallar en la fe y en las costumbres.
La Iglesia, Eminencia; la Iglesia, Luis Reynoso Cervantes, nunca está, ni puede estar "acéfala", como con "manifiesta malicia" me atribuye decir el canciller furibundo de la Mitra. Aunque falte el Papa, aunque, por un imposible, faltasen todos los obispos, la Iglesia no quedaría sin Cabeza, porque nunca la ha abandonado, ni la abandona, ni la abandonará Cristo, que es su Divina Cabeza y cumple perennemente sus infalibles promesas: "YO ESTARE CON VOSOTROS TODOS LOS
DÍAS; HASTA LA CONSUMACIÓN DE LOS SIGLOS". Falta el Vicario, falta el lugarteniente, falta el administrador; pero no falta la Cabeza. Si, por un imposible, el Papa y los obispos en su mayoría se apartasen de la verdadera doctrina de Cristo; si se opusiesen a la tradición apostólica, de un modo palpable y manifiesto, ¿podríamos decir que siguen siendo los visibles representantes de Jesucristo y que nosotros estamos obligados a obedecerles, contra los dictámenes de nuestra conciencia, contra las no interrumpidas enseñanzas del Magisterio auténtico e infalible, contra la misma doctrina revelada, que ha llegado a nosotros por la Tradición y la Escritura y por el mismo Magisterio de la Iglesia?
Vale la pena citar aquí el pasaje elocuente de la Epístola de San Pablo a los Gálatas (II, 11), en el que San Pablo, con libertad de espíritu y anteponiendo a Dios sobre los criterios o conveniencias humanas, reprende a San Pedro, primer Papa, por sus condescendencias con los judaizantes. En ese pasaje aparece claramente la dependencia que el sumo ejercicio de la autoridad humana ha de tener respecto a la autoridad suprema e infinita de Dios. He aquí las palabras del Apóstol:
"Mas, cuando Cefas (Pedro) vino a Antioquía le resistí cara a cara, POR SER DIGNO DE REPRENSIÓN. Pues él, antes que viniesen ciertos hombres de parte de Santiago, comía con los gentiles; mas, cuando llegaron aquéllos, SE RETRACTABA Y SE APARTABA, POR TEMOR A LOS QUE ERAN DE LA CIRCUNCISIÓN. Y los otros judíos incurrieron con él en la misma hipocresía, tanto que hasta Bernabé se dejó arrastrar por la simulación de ellos. Mas, cuando yo vi que no andaban rectamente, conforme a la verdad del Evangelio, dije a Cefas (Pedro) en presencia de todos: Si tú, siendo judio, vives como los gentiles, y no como los judíos, ¿cómo obligas a los gentiles, a judaizar? Nosotros somos judíos de nacimiento, y no pecadores procedentes de la gentilidad; mas, sabiendo que el hombre es justificado, no por obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo, nosotros mismos hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados, por la fe en Cristo y no por las obras de la Ley; puesto que por las obras de la Ley no será justificado mortal alguno. . .".
Nadie puede condenar la actitud y los enérgicos conceptos, con que el Apóstol de las gentes reprocha la debilidad, las condescendencias, el disimulo del Jefe visible de la Iglesia, por complacer a los judaizantes y evitar así los compromisos, que una actitud franca y honesta respecto a la gentilidad convertida pudiera ocasionarle de parte de aquellos falsos hermanos, que, cristianos en apariencia, seguían adheridos a la Ley mosaica.
Esta es la situación actual, en el mejor de los casos. El Papa Montini ha tolerado, disimulado, aparentado condescender con las exigencias absurdas, anticatólicas y, en muchos casos, abiertamente heréticas, de los dirigentes del "progresismo", ya sean cardenales, obispos, clérigos o simples laicos. ¿Qué hubiera dicho y hecho San Pablo, ante esa caótica situación, ante esa "autodemolición" de la Iglesia, ante esas condescendencias por complacer en "ecuménico" diálogo, a los "separados", cuya ambición es reducir nuestra Iglesia a una vergonzosa secta, a una rama seca, desgajada del tronco de la Cruz de Cristo? ¿Qué hubiera opinado e! Apóstol de los Gentiles ante el silencio inexplicable de la mayoría de los obispos, que más se preocupan por ajustar la Iglesia al mundo, que en predicar "oportune et importune" la doctrina austera que implica la Cruz de Cristo? ¿Aprobaría San Pablo el viaje político del actual Pontífice a la ONU, organización dominada por la judeo-masonería? ¿Qué juicio merecería para el Apóstol el discurso de Paulo VI, en ese parlamento internacional, en donde se silenció o disimuló la doctrina inmutable del Evangelio eterno, para condenar el "colonialismo" y sembrar la intranquilidad entre los pueblos pobres, con la exigencia irrealizable de una igualdad imposible? ¿Cual sería la reacción de San Pablo ante el viaje a Ginebra, ante el discurso "ecuménico" en el Consejo Mundial de las Iglesias, en el que la verdadera y única Iglesia de Jesucristo, quedó asimilada y absorbida por ese ecléctico conglomerado de sectas, cuyo denominador común, si alguno tienen, es la negación de la verdad inmutable y permanente?
San Pablo reprendió en Pedro la Simulación, la hipocresía, el disimulo, para acomodarse, siquiera fuera en las apariencias, a las exigencias de los judaizantes. Pablo fustigaría ahora, la claudicación, la tolerancia, la desviación manifiesta de la doctrina recibida, que pretende cambiar el Reino de Dios y su Justicia, por la utópica "justicia de los hombres", que hoy llamamos "justicia social"

EL MISTERIO DE CRISTO.
En su Epístola a los Colosenses, expone San Pablo el misterio de Cristo y su primacía, su predominio sobre toda la creación:
"El (Cristo) —escribe el Apóstol—, es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación; pues por él fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las que están sobre la tierra, las visibles y las invisibles, sean tronos, sean dominaciones, sean principados. Todas las cosas fueron creadas por medio de El y para El. Y El es antes de todas las cosas y en El subsisten todas. Y El es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, siendo El mismo el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo sea El lo primero".
En este capítulo, al describirnos el Apóstol el misterio de Cristo, habla primero de Cristo, en cuanto es verdadero Hijo de Dios: "Qui eripuit nos de potestate tenebrarum, et transtulit in regnum Filii dilectionis suae" (El nos ha arrebatado de la potestad de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, la remisión de los pecados). Porque el Hijo es el Verbo del Padre, semejante e igual en todo al Padre, y, por lo mismo, de la misma esencia y naturaleza del Padre; consubstancial al Padre: "QUI (FILIUS) EST IMAGO DEI (PATRIS) INVISIBILIS". Pero, después de habernos hablado San Pablo de Cristo, en cuanto Dios, y habernos demostrado su divinidad, habla de El, en cuanto hombre, para demostrarnos su excelsa dignidad. Porque Cristo, en cuanto hombre, no en cuanto Dios, es la Cabeza de la Iglesia. (Cf. Efes. I, 22). "QUI EST PRINCIPIUM". Cristo, en cuanto Dios, como dice San Anselmo, es el principio de todas las cosas, de todo cuanto existe; pero, en cuanto hombre es Cabeza de la Iglesia. Cristo, en cuanto hombre, es el "principio", esto es, la fuente de la "vida sobrenatural" para nosotros, el guía, el autor de la resurrección; por eso es el "primogénito" de los muertos, que por El hemos de resucitar algún día. Es el "principio" tempore et causalitate, en el tiempo y por la causalidad, ya que El formó su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, en el cual estamos nosotros como miembros. De El nos viene la verdadera vida y, por El, por su gracia, fruto inagotable de su redención, recibimos la posibilidad y los auxilios necesarios para cualquier acción conducente a la vida eterna.
Ya vemos, pues, que la Iglesia nunca, en ninguna circunstancia puede estar ni estará "acéfala" como con diabólica calumnia me atribuye haber dicho el monseñor canciller de la Mitra de la Arquidiócesis de México, Reynoso Cervantes.
Por lo que toca a la persona humana de los obispos y del mismo Papa, vuelvo ahora a hacer esta pregunta: ¿acaso su eliminación basta para declarar "acéfala" la Iglesia? ¿Por ventura la ausencia del administrador, del vicario, del representante visible hace que el Cuerpo quede sin Cabeza? Mientras esté Cristo, la Iglesia universal o la Iglesia local no están "acéfalas", aunque carezcan de obispo o de Papa auténtico y genuino, aunque carezcan temporalmente de autoridad visible.
No dejo de ver que esta situación dolorosa y anormal significa para la Iglesia y para las almas una espantosa tragedia. El drama de la pasión del Señor parece que se repite ahora en su Cuerpo Místico. Pero el triunfo de Cristo es prenda del triunfo de la Iglesia.
Si, por un imposible o un posible, el Papa o los Obispos se apartasen de la verdadera doctrina de Cristo, si, en sus dichos o hechos, se opusiesen a la tradición apostólica, de un modo palpable y manifiesto, ¿podríamos decir que siguen siendo los representantes de Jesucristo y que nosotros estamos obligados a obedecerles, aunque sea contra nuestra fe y nuestra conciencia, contra las no interrumpidas enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, contra la misma doctrina revelada, que ha llegado hasta nosotros por la Tradición y la Sagrada Escritura?
He aquí el gravísimo problema, que estamos viviendo y que a muchos los ha arrastrado, por una "falsa obediencia", a aceptar tantos errores, como hoy circulan con el "imprimí potest", el "nihil obstat" y el solemne "imprimatur" de los grandes jerarcas de la Iglesia, los que han acaparado toda la ciencia y toda la experiencia de la Iglesia; los que, despreciando la tradición apostólica, se creen predestinados para "reformar" la religión de Cristo —anticuada y decadente—, para darnos "una nueva economía del Evangelio", una "metanoia", "una nueva mentalidad", a la que debemos sujetarnos, para adaptar al mundo moderno las vetustas estructuras de la Iglesia, fundada por el Hijo de Dios, que, por lo visto, no tuvo la visión o el poder necesario para instituir una Iglesia, no sujeta a evoluciones, sino al natural crecimiento y desarrollo de todo ser viviente, que El mismo anunció al comparar su Iglesia al grano de mostaza, que, siendo una de las semillas más pequeñas, crece y se desarrolla con el tiempo, hasta convertirse en espeso arbusto, en cuyas ramas las aves del cielo hacen su nido.
La falta de los conocimientos de las ciencias eclesiásticas, como la sólida filosofía, la rica teología, la Historia de la Iglesia, la patrología y los numerosos documentos emanados del Magisterio extraordinario y ordinario es una explicación, en el terreno humano de la ignorancia, de la inestabilidad y cambio constante de las enseñanzas y prácticas de los seguidores del progresismo, de sus "expertos", ignorantes y desorientados, y de sus múltiples "pontífices mínimos", como los llamó con fina ironía, el destacado periodista, Don Luis Vega Monroy, esos Abascales que nos quieren enseñar el Padre Nuestro.
"Nunca como ahora —escribía yo, allá por los años de 1945, en la introducción a mi libro "DONDE ESTA PEDRO, ALLÍ ESTA LA IGLESIA"se impone la difusión de la verdad. Vivimos en una época de lucha intelectual intensa, en la que las afirmaciones y las negaciones se disputan tenazmente el dominio de las almas. El cristianismo (mejor diríamos hoy el Catolicismo, para no confundirnos con los hermanos separados), la religión del Evangelio eterno, se ve violentamente combatido, y toda la concepción cristiana de la vida está amenzada por los golpes certeros del nihilismo pulverizador. La humanidad enloquecida quiso fabricar, con las decantadas conquistas de la ciencia moderna, una nueva Babel, para desafiar, desde ella, los poderes divinos; y el castigo, que ya pesa sobre nosotros y nos abruma, es la confusión, el caos, el desenfreno, que parecen arrastrar a nuestros pueblos a una barbarie, tanto más destructora, cuanto más refinada. Los hombres hablan y nadie les entiende. Las palabras cambian constantemente de sentido y la más desconcertante demagogia ha invadido el mismo santuario de la sabiduría, donde ya no reinan las ¡deas desinteresadas, los principios inmutables, sino las pasiones violentas y agresivas, convertidas o disfrazadas en sistemas artificiosos y frases vacías de sentido y de vida, pero llenas de veneno y preñadas de odio, de dolor, de destrucción y de exterminio".
El gran sofisma de esta trágica confusión, dentro del seno mismo de la Iglesia, está en confundir la institución divina, que Cristo hizo de su Iglesia, con los hombres, que, legítima o ilegítimamente, ocupan los puestos de la Iglesia. El no saber precisar la naturaleza y la finalidad de las prerrogativas y poderes, que Cristo dio a los pastores de la Iglesia, in aedificationem, non in destructíonem Corporis Chrísti (en la edificación, no en la destrucción del Cuerpo de Cristo). El no saber reconocer, según la más sólida teología católica, los límites infranqueables, que esos poderes, esa autoridad, esa dignidad asombrosa de los jerarcas de la Iglesia —sean Papas, Cardenales u Obispos—, deben necesariamente tener, según el plan y los designios del Altísimo y según lo exige el dominio absoluto, ilimitado y constante, que Dios tiene y debe tener sobre todos y cada uno de los hombres, así sean éstos reyes, obispos o papas.
Una adhesión incondicional e ilimitada a las enseñanzas del Magisterio NO infalible, a las disposiciones de la Jerarquía, no excluyendo las del Sumo Pontífice, cuando éstas manifiestamente se apartan de las enseñanzas de la tradición, de las definiciones y decisiones irreformables de los anteriores Papas o Concilios, no está, ni puede estar de acuerdo con la ortodoxia de los dogmas católicos, una de cuyas características — la principal seguramente— según nos enseña infaliblemente el Concilio Ecuménico Vaticano I, es su absoluta inmutabilidad:
"Si quis dixerit, fieri posse, ut dogmatibus ab Ecclesia propositis aliquando, secundum progressum scientiae, sensus tribuendus sit alius ab eo, quem intelexit et intellegit Ecclesia, anathema sit".
(Si alguno dijere que es posible que a los dogmas propuestos por la Iglesia, según el progreso de las ciencias, haya de dárseles un sentido distinto de aquel que entendió y entiende la Iglesia, que sea anatema). (Denzinger 3043). Y, en el Epílogo de la Constitución dogmática, sess. III, del mismo Concilio leemos:
"itaque, supremi pastoralis Nostri offici debitum exsequentes, omnes Christi f¡deles, máxime vero eos, qu¡ praesunt et docendi munere funguntur, per viscera Jesu Christi obstestamur, necnon eiusdem Dei et Salvatoris nostri auctoritate iubemus, ut ad hos errores a Sancta Ecclesia arcendos et eliminandos, atque purissimae fidei lucem pandendam studium et operam conferant"
(Así, pues, cumpliendo el deber de nuestro oficio pastoral, conjuramos a todos los fieles cristianos, pero principalmente a aquéllos, que gobiernan y enseñan, por las entrañas de Jesucristo; y, con la autoridad de nuestro Dios y Salvador, les ordenamos que pongan toda diligencia y todo esfuerzo en reprimir y eliminar todos esos errores de la Santa Iglesia, y en hacer resplandecer la luz de la purísima fe).
Difícilmente pudo el Concilio Vaticano I expresarnos de una Manera más clara, más precisa el punto clave de la infalibilidad, de la inmutabilidad de los dogmas católicos, que son verdades reveladas por Dios y propuestas como tales por el Magisterio infalible de la Iglesia. Como si el Vaticano I estuviese ya viendo el derrumbe, la autodemolición de la Iglesia, por esos innovadores, que, so pretexto de una mejor inteligencia, de un aggiornamento a la mentalidad del mundo moderno, no sólo han cambiado la "formulación" de los dogmas, sino que los han desconocido, negado, silenciado, para acomodarse así a las falaces herejías de los teólogos protestantes y de los rabinos judíos.
Ya desde entonces, la revolución subterránea de la Iglesia hacía ver a los hombres de visión y de talento los grandísimos peligros que amenazaban a la Iglesia de Cristo, precursores de la catástrofe por la que estamos hoy pasando. Como ya lo indiqué en mi libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA", para realizar la reforma de la Iglesia, proyectada por Mons. Juan B. Montini, por Maritain, por Teilhard de Chardin, Congar, Hans Küng, Rahner, Chenu y demás corifeos, era necesario empezar por negar la absoluta inmutabilidad de los dogmas católicos. No era precisamente una franca negación —la cual hubiera sido impolítica y peligrosa para hacer fracasar los planes siniestros del "progresismo"—, sino una adaptación de esas verdades inmutables a los adelantos de la ciencia moderna, a la mentalidad mderna, a la "nueva economía del Evangelio", según la expresión del mismo Paulo VI.
Las gravísimas palabras del Concilio Ecuménico Vaticano I, citadas anteriormente nos están ya diciendo que aquellos Padres Conciliares de un verdadero Concilio estaban ya conscientes del camino, que los conjurados adversarios de nuestra Iglesia pensaban tomar, para poder introducirse en las entrañas de la fe, adulterándola, falseándola, mudándola, o, si era preciso, negándola también. Era indispensable "reformular los dogmas", quitarles su monolítica interpretación, sembrar la confusión con el equívoco, y hacer así posible el transborde ideológico, que, insensiblemente y a título de progreso, hiciese posible el cambio de una religión a otra; el cambio de la inmutabilidad de la Verdad Revelada por el inestable y evolucionista "movimiento ecuménico", inspirado y conducido por una "pastoral de compromiso, de transacciones, de cambios constantes, que hicieran más atractivo, de mayor actualidad el show maravilloso de la nueva religión, sin dogmas fijos, sin moral inmutable ni universal, sin disciplina estable y con una liturgia de teatro".
El Vaticano I exhorta a todos, con palabras de sumo encarecimiento, "por las entrañas de Jesucristo", a defender la Iglesia de esa amenaza, que pretende destruir la misma fe católica. Y esta exhortación y este mandato, que "con la autoridad de nuestro Dios y Salvador nos hace" el Concilio Vaticano I, está especialmente dirigida a "aquéllos que gobiernan y que enseñan", es decir a los sacerdotes, obispos, cardenales y al mismo Papa, cuya misión principal es la de conservar incólume el Depósito de la Divina Revelación.
Desgraciadamente, en la espantosa crisis actual de la Iglesia, por la que estamos pasando, el problema más serio lo encontramos en la jerarquía y en los órganos del Magisterio. Si hemos de hablar claro, yo pienso que, por los datos que la observación y la experiencia nos suministran, podríamos establecer tres grupos bien definidos y distintos en la jerarquía. El primero, quizá más numeroso de lo que muchos piensan, es el de los cardenales y obispos que han perdido la fe. No creen sino en su poder, en su dinero, en sus juicios y opiniones, que, por ser de ellos, piensan, son la única y genuina expresión de las verdades de la fe. Fue necesario que ellos viniesen a ocupar esos puestos supremos de comando; fue necesario establecer el Vaticano II, para que, removidos los escombros, apareciese diáfana la doctrina evangélica, no según la tradición apostólica, sino según el juicio certero de los "expertos conciliares". La Iglesia empezó con ellos, con Juan XXIII y con la ¡nterpretación equívoca del Vaticano II.
El segundo grupo de nuestros prelados es el que está integrado por obispos carentes de la ciencia y la cabeza necesaria, para poder valorizar en toda su profundidad y comprensión extensa los problemas tan serios y trascendentes, planteados por esa "pastoral" ecumenista, traición a Dios y al Evangelio, aceptación implícita de los errores y herejías de los "separados". Sin los conocimientos necesarios, sin tiempo para estudiar, aconsejados y dirigidos por las Conferencias Episcopales, y por los consejeros de sus presbiterados, los santos varones, sin darse cuenta, son los que, con mayor eficacia, le están haciendo el juego al enemigo. Hay obispos y arzobispos en México, por no decir algunos cardenales, que, si hablan el francés, el inglés y el italiano, parecen ignorar, en cambio los principios fundamentales de la teología, y de la filosofía y del Derecho Canónico. En su ignorancia se ven en la necesidad de seguir dócilmente, con edificante sumisión, los consejos desacertados de sus atrevidos cancilleres.
Finalmente, hay otro grupo de prelados de indiscutible fe, de ciencia que supera la mediocridad, de buenas intenciones, de vida ejemplar, que se dan perfecta cuenta de la tremenda crisis por la cual atraviesa la Iglesia del Señor; que reprueban en su conciencia todas esas novedades y que, en cuanto pueden, tratan de reprimir los excesos y desvarios de los reformadores, pero que, temiendo las reacciones de las mayorías y los peligros que su oposición podría ocasionarles de la Curia Romana, aggiornada y ajustada a las consignas del Pontífice, prefieren soportar pasivamente esa "autodemolición" de la Iglesia, de la cual tienen ellos plena conciencia.
En otras palabras: al primer grupo le falta fe; al segundo, ciencia, y al tercero, le faltan pantalones.
A todo esto, hay que añadir otra causa importantísima, que justifica o pretende justificar, entre clérigos y laicos, las reformas, a las cuales se oponen los principios morales y religiosos: es el chantaje intolerable de la mal entendida "obediencia", del que hablaremos después, con la debida calma.
Para evitar malas inteligencias y torcidas interpretaciones, creo oportuno afirmar aquí la doctrina católica, dogmática e infalible, sobre el Primado de Jurisdicción y las demás prerrogativas, que Cristo quiso dar a Pedro y a los "legítimos" sucesores de Pedro en el Pontificado Romano. Pero, antes, me parece oportuno el recordar la aflictiva situación de la Iglesia, durante el gran cisma de Occidente, que duró de 1378 hasta 1417, en el que el punto central de la unidad eclesiástica se convirtió en motivo de división y desgarramiento de la Iglesia. Al reafirmar la doctrina católica sobre el Primado de los sucesores de Pedro, demostraré, contra los escrúpulos de Su Eminencia, Miguel Darío Miranda Gómez y contra los sofismas de su no muy preparado canciller que el confundir las instituciones con los hombres, el querer santificar al Papa, por el mero hecho de ser Papa, es ponerse en el peligro de caer en una "Papolatria", muy ajena a la Verdad Revelada; y, al mismo tiempo, haré ver, con el testimonio de la Historia, el ejemplo de los santos y la más sólida teología que es posible censurar al Sumo Pontífice, cuando hay motivos públicos, obvios e innegables, sin incurrir por esto en las censuras que indebidamente quisieron imponerme tan poderosos señores, sin tener para nada en cuenta los principios fundamentales del Derecho Canónico.
Al recordar esa época trágica, ese cisma doloroso, que dividió a la Iglesia, podemos darnos cuenta que la asistencia divina, las promesas de Cristo y la permanente "inerrancia" de la Iglesia no hacen imposible, dada la malicia y el abuso de la libertad humana de los que tienen en sus manos el poder, esa interna demolición, que programaba Teilhard y lloraba angustiado Paulo VI. Dios, que permitió la pasión y la muerte de su Divino Hijo, permite también, para castigo nuestro, esas herejías, esos cismas, esas tragedias en su Iglesia, que, a la postre, hacen brillar el poder y la infinita sabiduría, con que el Señor saca bienes de los mismos males y lleva adelante sus inescrutables designios a pesar de las mismas perversiones de los hombres.

Pbro. Dr. Joaquín Sáenz y Arriaga
SEDE VACANTE

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