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domingo, 2 de enero de 2011

Una señal de vida

Trabajar con Dios
El trabajo, otro yunque para acerar la voluntad. Es una continua violencia a nuestra sensualidad, hasta llegar a adquirir un hábito que nos haga el trabajo menos molesto.
El trabajo tal y como hoy lo tenemos es una imposición de Dios. Al principio no fue así: la preocupación de ganarnos el pan con el sudor de nuestro cuerpo, el tedio y el cansancio que ello produce estaban ausentes.
El hombre tiene que trabajar la tierra y dominar la naturaleza, para obtener una vida digna de la especie humana. Por esta voluntad de trabajo venció a la naturaleza, y dejó de ser el hombre de las cavernas.
Aceptar el trabajo es aceptar a Dios, y rechazar el trabajo es rechazar a Dios que lo impuso.
El Dios del poder y de la actividad reprueba la holgazanería.
Dice un refrán árabe: El mundo pertenece a Dios, y Dios se lo alquila a los valientes.
Es la ley de la vida. «El hombre ha nacido para trabajar, como el ave para volar», dice Job.
En el trabajo somos cooperadores de Dios: Dios nos provee de materias primas al pie de la obra, y nosotros hemos de cogerlas para construir. Dios continúa su obra con nuestras manos.
Tenemos que hacer un mundo no en seis días, sino con el trabajo de todos los días: Dios nos lo dejó sin terminar. Por eso el trabajo tal y como Dios lo impone, nos lleva hacia El.
La razón de la energía vital del hombre es el trabajo. La actividad fue el motivo que tuvo Dios para crear nuestras facultades. En eso nos diferenciamos de la materia inerte y bruta. Nuestra vida no se puede reducir a vegetar como un alcornoque.
El trabajo es la pena del pecado, y si se rehuye la pena merecida, Dios te hará pagar la deuda con los fracasos de la vida.
Un comerciante enviaba a su asno solo cargado de sal a la aldea vecina, de la que ya se había aprendido el camino. Un día el burro, al pasar junto al río, se bañó, sintiendo con ello que se aligeraba el peso de su carga. Repitió la operación una y otra vez, hasta que el amo se dio cuenta de ello. Entonces cargó al asno de serrín y esponjas, y al repetir el cuadrúpedo la operación, aumentó el peso de la carga y escarmentó.
El hombre para huir del trabajo se comporta como un asno, pero Dios no es menos ingenioso que el comerciante para aleccionarnos.

El trabajo valor del tiempo
El tiempo recibe su valor de la laboriosidad. Si se dice que el tiempo es oro, es por el trabajo que en él se desarrolla.
Para un cristiano es algo más que oro y perlas.
Un rey se encuentra con una pastorcita que hilaba su rueca mientras pastoreaba.
—¿Cuánto ganas? —le pregunta.
—Lo mismo que el rey: el cielo o el infierno —respondió.
Cuando una vela arde, se gasta irremisiblemente. Pero que sea en provecho de una causa grande; que alumbre una escena digna. Es lástima que se consuma en una estancia solitaria sin iluminar a nadie, como se pudre un muerto.
Tu vida se gasta con el trabajo, pero saber que este trabajo no es inútil, debe quitarte la tristeza de morir: tu trabajo se proyecta con longitud eterna dentro de la otra vida.
Tu actividad no debe ser puramente funcional: hacer por hacer: hay que buscar para nuestro trabajo resultados positivos y nobles. No ser «de esos que andan por el mundo en busca de sus aventuras» sin un fin determinado y tangible.
El espíritu de acción hay que echarlo tras una idea productiva, porque el mundo está falto de muchas cosas.
No persigas endriagos ni molinos de viento.
El esfuerzo que no busca resultados positivos, naufraga en la travesía.
Cuando el enemigo aprieta el cerco y no hay abundancia de pólvora, no se la puede gastar en salvas.
Llena el tiempo de actividad. Pero esta actividad puede ser oro o viento de pasatiempos.
El trabajo es tu medida. Si nuestras potencias no las llenamos de actividad, las entregamos a la oscuridad.
Hemos de llenar nuestra medida como todas las cosas de la naturaleza, hacer rebasar nuestra capacidad aunque sea pequeña: porque mejor es la luz de una vela, que la oscuridad de la noche. Y no trabajar es echar en la noche del tiempo parte de nuestro ser. Ser inactivo es ser nadie. En la medida que no trabajes te irás hundiendo en la nulidad. «Tanto cuanto se suda y se trabaja, tanto se da de fama y de inmortalidad» (Gracián).
El mérito de nuestra actividad nos ha de seguir a la otra vida, pero sus efectos se quedan en ésta, y sobre el fruto de tu trabajo, laborarán los demás, como tú lo haces sobre el legado de los antepasados. Procura que la herencia que dejas sea sólida.
No llenemos la vida de bagatelas, porque somos más grandes que todas ellas.
El espíritu de trabajo es una de las virtudes que más perfeccionan al hombre. Con este espíritu salen a flote, como las plantas por el cultivo, muchas cualidades enterradas.
Un hermano de Eduardo Burke, cuando le oyó hablar en el Parlamento, se llenó de tristeza: Me admiro de que haya monopolizado todo el talento de la familia, pero ahora me doy cuenta que él estudiaba, cuando nosotros jugábamos.
Los hombres de trabajo son los que hacen las grandes cosas.
Adriano VI de joven estudiaba de noche bajo las luces de las calles, porque no tenía dinero para comprar velas.
Cervantes leía todo papel que caía en sus manos.
Laínez era un trabajador incansable. De él dijo al morir el Papa San Pío V: «La Iglesia ha perdido su mejor lanza.»

Es una actividad social
El hombre hecho para vivir en sociedad, tiene necesidad de desarrollar su actividad productiva en provecho de la colectividad, transformando la materia como un obrero, realizando un ideal como un artista, o mediante su actividad intelectual como un técnico.
Esta necesidad es tan antigua como la humanidad. Apareció con las actividades del hombre en el Paraíso.
Actividad que antes del pecado era pura recreación ha pasado a tener luego un fin social y redentivo, y más tarde santificado por Cristo en el taller de Nazaret, se convirtió en un medio de santificación.
Su dignidad nos ha de liberar de la indiferencia y hostilidad por el trabajo.
Es el medio más eficaz para ahuyentar en el hombre el tedio de la vida. El aburrimiento es el vengador del trabajo.
Jesucristo y el bienestar reinarán en el mundo, cuando cada cristiano esté en su lugar: en la fábrica, en la oficina, o en el tajo abierto de una obra, cuando se afirme en sus deberes cívicos, y sienta que el trabajo es un deber impuesto por Dios dentro de la armonía del mundo para equilibrar a los hombres.
Trabajar no quiere decir ser dominado por el trabajo.
Cuando el trabajo domina al hombre su espíritu se evapora, no pasa de ser una fuerza mecánica que se funde con la de la máquina, identificando al hombre con ella. Nuestra actividad deja de ser imitación de la actividad divina, racional y libre.

Espíritu cristiano del trabajo
El trabajo no es una contraposición a una existencia feliz y tranquila, sino la forma de conseguir un premio ante Dios.
Sin este espíritu de mérito y expiación, que Dios infundió en el trabajo, sufrimos imbuidos de esa influencia idolátrica de una actividad material y sin alma. Nos rebajamos a ser una herramienta más de producción. Hemos olvidado el «ora et labora».
Si pudiera debería unir en mí el espíritu de Sancho, en un trabajo de provecho, y el idealismo desinteresado de Don Quijote.
El trabajo es noble, porque todo cuanto Dios ordena lo es.
Cristo se consagró a un trabajo profesional.
San José, con su traje de obrero aldeano y sus toscas herramientas, es modelo de laboriosidad.
Jesús se ganó su pan con el sudor de su frente. «Pobre soy, dijo de El David, y puesto en trabajos desde mi juventud.» Durante treinta años se somete a las privaciones de un obrero, siendo un obrero más en una aldea sin nombre, con un trabajo monótono y aburrido. Se hace trabajador para mezclarse con la clase más numerosa del mundo, y restituir su valor al trabajo.
Nuestro trabajo, cualquiera que sea, es continuación del suyo: el peón que machaca, la madre que prepara la comida, el adolescente que estudia, son reflejos de la actividad del hogar del Hijo de Dios.
El trabajador puede encontrar en sus herramientas las huellas de las manos de Jesús.
Los antiguos griegos, privaban de todo honor a los artesanos y aun a los artistas, porque según ellos todo oficio mecánico oprime el alma.
San Pablo se levanta contra ellos: «No comimos, dice, el pan en valde a costa de otro, sino con trabajo y fatiga, trabajando de noche y día, para no ser gravoso a ninguno de vosotros. No porque no tuviésernos potestad para hacerlo, sino a fin de daros en nuestras personas un ejemplo que imitar. Así es que estando entre vosotros os intimamos esto: quien no quiera trabajar, que tampoco coma. Porque hemos oído que andan entre vosotros algunos bulliciosos, que no entienden de otra cosa que indagar lo que no les importa.»
Esta es la doctrina del Apóstol, y en San Pablo doctrina predicada es doctrina practicada. Tejía tiendas de campaña, mientras exponía las grandes ideas de su alma a los oficiales que trabajaban con él, y a los curiosos que a la puerta del taller se detenían.
Su conducta destruía el sello de ignominia que caía sobre el trabajo en un mundo de sibaritas.
La laboriosidad no puede nacer de un deseo de lucro que enfríe el alma. Ha de ir bañado no sólo de sudor, sino de afecto hacia quienes hayan de recibir el provecho de esta actividad.
Busquemos por eso el sentido de perfección en nuestras obras, haciéndolas lo más acabadas posible.
Hay que vivir en la tierra, pero saber desde ella buscar el cielo.

Evita la caída
Las facultades que trabajan son como las herramientas en uso: están limpias de orín.
Dice un cuento alemán: Había dos arados, uno de ellos roturaba continuamente el suelo duro, encontrándose siempre reluciente, el otro roturaba poco y en suelo blando, y se encontraba lleno de herrumbre.
El segundo pregunta al primero:
—¿Cómo estás siempre tan lustroso?
Y el primero contestó:
—Trabajando, hijo, trabajando.
La herrumbre moral es la consecuencia de la ociosidad. Dice un proverbio judío: «Haz a tu hijo aprender un oficio, de lo contrario se hará un ladrón.»
San Bernardo, de noble alcurnia, riega, se cansa, y pide fuerzas a Dios para ser de los mejores segadores.
En el hombre activo no prende la tentación: «que el diablo te encuentre siempre ocupado».
San Jerónimo, más que por la penitencia, venció las tentaciones con el estudio de la lengua hebrea, cuyo aprendizaje, confiesa, emprendió con este fin.
«La ociosidad enseña muchas maldades», dice la Escritura. «Esta fue la iniquidad de Sodoma, harta y ociosa se entregó a la suciedad.»
El hombre está hecho para la actividad, y encierra en sí gran copia de energías, que si no se emplean para el bien, se desbordarán hacia el pecado.
La planta infecunda es inútil para sí, y nociva para los demás. Como la higuera estéril ocupa un terreno que no le pertenece.
El ocioso no se conforma con no hacer nada, sino que persigue el mal.
El hombre sin trabajo está en un equilibrio inestable al borde del precipicio: terminará por hundirse en él.
El comienzo de la idolatría en Israel fue la ociosidad, «se sentó el pueblo a comer y beber».
Entonces entonó himnos a los ídolos, personificación de los vicios.
David, varón según el corazón de Dios, se corrompió en la ociosidad del palacio.
Salomón, una vez terminado el templo, le pareció que ya no tenía nada por hacer, y la ociosidad le mudó la inteligencia.
Todo el mundo sabe que se peca más cuando se tiene menos que hacer.
Del ocioso brota espontáneamente la crítica, que fue la ruina de los antiguos griegos: inactivos en el agora y en los centros de recreo, como demócratas politiqueaban con la boca en lugar de poner remedio a sus males. Mientras Filipo estaba a las puertas de Atenas, contradecían a Demóstenes, el único que trabajaba por cerrárselas al invasor. El ocioso siempre es demoledor.
En la crítica se busca una víctima que generalmente es el que estorba: el compañero que te supera, o el superior que cohibe.
«Cuando se habla mucho, dice el libro de los Proverbios, no falta el pecado.»

La ociosidad es antisocial
La ociosidad es signo de la decadencia de los hombres. Los desorganiza física y moralmente.
El cuerpo llega a contraer el hábito de la inhibición y descanso innecesario; el trabajo le repugna. La voluntad carece de energías para poner en marcha potencias en muchas ocasiones nada despreciables.
No se comienzan las obras, y si se comienzan se abandonan a medio hacer.
Los días que para el hombre activo corren veloces, para el ocioso se deslizan en una calma chicha y desesperante. Para hacer el día más corto, lo comienza lo más tarde posible. Deja el lecho cuando es más enojoso permanecer en él. Abandonar la cama para estos seres es un cambio de postura. Hacen las cosas habituales con dejadez, y vuelven a entrar en la nulidad. Se entretienen un poco con unos y con otros, y se les escapa el día como el agua entre los dedos. Llevan la apatía hasta los problemas más acuciantes. Una parte de la vida se les diluye sin hacer nada, y otra haciendo el mal, o cosas distintas de las que debieran hacer. Suelen ser despreciados, no enemigos, porque siempre ceden aun ante lo más razonable y justo, no por generosidad, sino por miedo a la lucha.
Es el tipo que condena Jesús en la parábola de la higuera estéril, en la del siervo perezoso que no quiere negociar con los haberes recibidos de su Señor, y en la de los jornaleros que están todo el día ociosos.
Son seres que carecen de la satisfacción de llenar su vida, y de desempeñar una misión sobre la tierra.
Dios te dio la vida y los días con su luz. El tiempo en ti no puede ser un ánfora vacía de tesoros.
El ideal de vuestra vida no puede ser la molicie de un diván, arrellenándose en él sin perjudicar a nadie. No estamos en el paraíso de Mahoma. Para ser lo que Dios quiere de nosotros, hace falta algo más: el que posea cinco talentos recibidos del Señor, ha de ganar otros cinco.

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