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miércoles, 4 de mayo de 2011

Primera razón que hace de la maternidad de María el centro y la clave de sus privilegios.

Ella los reclama a título de "disposiciones".
I.—¿De dónde viene a la maternidad de María el privilegio de ser el centro hacia el cual convergen tantas gracias, el manantial, de donde derivan, el principio del que son como corolarios? A decir verdad, ya hemos respondido a esta pregunta, o, mejor dicho, respondieron por nosotros los Santos Padres. Mas es de tanta importancia, que debemos ahondar aún más en ella. A esto se enderezan este capítulo y los siguientes. Pero en esta materia, como en todas las demás, no queremos caminar solos, sino apoyándonos en autoridades de todo en todo recomendables, pues ¿por qué hemos de hablar por cuenta propia, cuando por doquier abundan testimonios de gran peso?
Santo Tomás de Aquino propone una razón tan perentoria, que por sí sola basta para esclarecer la cuestión. Tiene además esta ventaja: que demuestra más directamente las prerrogativas de la Virgen anteriores a la concepción del Verbo encarnado. "Cuando Dios —dice— escoge por sí mismo a algunas de sus criaturas para una función especial, la dispone de antemano y la prepara para que cumpla dignamente el ministerio al que la ha destinado" (3 p., q. 27, a. 4). Principio brevísimo, sencillísimo, pero de una certeza y de una fecundidad maravillosas. El Doctor Angélico lo aplica particularmente a la pureza sin mancha de María, y con él prueba que María nunca tuvo la menor mácula. Mas como quiera que el principio es universal, inmediatamente después usa de él para demostrar que María recibió la plenitud de la gracia. "A cada uno da Dios la gracia según la elección que ha hecho de él. Y como Cristo, en cuanto hombre, había sido predestinado para ser el Hijo de Dios, santificador del mundo, recibió en propiedad una plenitud de gracias tan abundante que bastase para enriquecer a todos los hombres, según que lo dijo San Juan: Y de su plenitud todos hemos recibido (Juan I, 16). Ahora bien; la bienaventurada Virgen María obtuvo plenitud tan grande de gracia, que ninguna criatura ha estado tan cerca como ella del autor de la gracia, porque ella recibió en sí mismo a aquél que está lleno de toda gracia y por su parto derramó en cierto modo la gracia sobre todo el linaje humano" (3 p., q. 27, a. 5, ad I). Hemos transcripto este texto íntegramente porque nos recuerda las dos destinaciones de María, o, hablando con más propiedad, su destinación total: ser Madre de Dios hecho hombre y concurrir con él, como Madre, a la salvación del mundo, en el modo y medida que después explicaremos.
Esta es, pues, la norma y la regla conforme a la cual debemos juzgar de las prerrogativas concedidas a María. Que tal norma sea sólida y que tal regla sea segura nos lo testifica la conducta de la Divina Providencia en el Gobierno de los Santos. Reparemos en el Bautista, el Precursor del Verbo encarnado. No se satisface Jesús con santificarlo como a los demás niños de Israel: va él mismo, personalmente, llevando en el seno de su Madre, y sale al encuentro a este niño tan especialmente predestinado. Aún no ha visto Juan la luz del día, cuando ya su alma, iluminada por la visita de Jesús, resplandece con claridades de gracia. Ya es lo que más adelante, cuando preceda al ángel del Testamento para anunciar la venida tantas veces deseada, mostrará ser: una lámpara ardiente y brillante (Malach., III, 1; Joan., V, 35).
Reparemos también en los apóstoles. "Cristo nos ha hecho idóneos para el ministerio de la Nueva Alianza", escribía el apóstol a los Corintios ( II Cor., III, 6). ¡Qué preparación! Tres años de noviciado con el Salvador como maestro visible; después, una efusión del Espíritu Santo, como el mundo nunca había conocido, sobre sus cabezas y sobre sus corazones.
Elevémonos hasta llegar al orden de la unión hipostática. Nunca naturaleza creada fue ordenada a un fin tan sublime como la santa humanidad de Cristo, ni criatura alguna recibió de Dios abundancia semejante de privilegios y de gracias. Si no hubiese sido así, la Eterna Sabiduría no dispondría todas las cosas con peso, número y medida.
Por consiguiente, Dios hubiese obrado contra las leyes más constantes de su Providencia si antes de elevar a María a la dignidad de Madre suya y asociarla con este carácter de Madre a la grande obra de la redención del mundo, no hubiera derramado sobre ella a torrentes todos los dones que pedía tan alta dignidad, la primera después de la de Jesucristo en el orden de la salvación (Admirablemente desarrolló estas ideas Alberto Magno; Super Missus est, q. 46, Opp. XX, p. 46).
Mas para profundizar en esta divina economía se ha de considerar cuánta diferencia va de la elección hecha por Dios a las elecciones humanas. El hombre, cuando elige a otro hombre para que ocupe un puesto, ha de informarse primeramente de si es capaz y digno de llenarlo; su elección presupone el mérito, no lo da. Muy de otra manera elige Dios. Hace aptos para los cargos a aquellos a quienes escoge para los mismos. Si no, ved lo que pasa en el orden de la naturaleza, con qué providencial solicitud dotó a cada uno de los seres que forman el universo de aquellas facultades e instintos que les son necesarios para llegar a su destino. ¿Podríamos ni aun sospechar que Dios sea menos liberal, que sea, digámoslo con su palabra propia, menos sabio y prudente en el orden sobrenatural de la gracia? Así se explica cómo, queriendo transformar el mundo escogió a pobres, a sencillos, a hombres de ningún valor; su elección los hizo capaces de dar cabo a una obra que superaba totalmente sus fuerzas y sus aptitudes nativas.
Por esta misma razón, las elecciones divinas nunca defraudan ni las previsiones de Dios, ni sus esperanzas. Si hay un traidor entre los apóstoles elegidos personalmente por Jesucristo, es porque la elección de Judas no fue absoluta. El Señor, cuando le llamó para que le siguiera, sabía que Judas le sería traidor; pero esto mismo entraba en los designios de su misericordia, pues la salvación del mundo pedía que Jesucristo fuese entregado a sus enemigos (Cf. S. Thom. a Villanova. In Fest. Nativit. B. V. M., conc. 3, n. 2. Conciones, II, 397).
Oh, María, no te eligió a ti el Ungénito de Dios entre todas las hijas de Israel ni te colmó de bendición sobre todas las mujeres para permitir un día que fueses infiel a tu misión. Por eso no sólo te preparó él mismo para la dignidad que te dio, sino que, como esta dignidad excede casi infinitamente a toda otra dignidad que no sea la de tu Hijo, los privilegios que te dio exceden también toda medida. El orden de la providencia pedía no sólo que fueses preparada, sino que la preparación correspondiese a la grandeza de la misión que divinamente te había sido confiada.

II.—No es posible decir con cuánto amor y con cuánta riqueza de estilo han desarrollado los Santos Padres este punto de doctrina para honor del Hijo y de la Madre. Baste recordar lo que más de una vez hemos dicho acerca de este particular en los libros precedentes. Mas no se crea que dejamos agotada la materia. En ésta, más que en otras cuestiones, rivalizan entre sí los cristianos de todas las regiones, de todos los ritos y de todas las lenguas, para ver quién habla con más deslumbradora magnificencia sobre la preparación de la Santísima Virgen para ser Madre de Dios. Hízose la traza y el modelo antes de todos los tiempos, allá en las profundidades de la eternidad, y cuando llegó la plenitud de los tiempos, dijérase que la Santísima Trinidad, toda entera, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no tenían sabiduría ni poder ni bondad sino para acabar y rematar obra tan hermosa.
"Todos estaban destinados a la muerte; pero Dios, movido de misericordia, no quiso que el hombre, criatura de sus manos, volviese a la nada, de donde había salido. Así, creó un cielo nuevo y una tierra nueva, donde, descendiendo por un consejo de bondad para reformar la familia humana, habitase él, a quien nada puede contener. Este cielo y esta tierra es la bienaventurada y mil veces bendita Virgen María... ¡Oh, cuan espléndido es el palacio real preparado por el Rey universal...! ¡Cuan magnífico es este mundo! ¡Oh, qué plantas de maravillosa virtud adornan esta asombrosa creación...! Digna es, ciertamente de servir de morada a Dios, que viene a vivir en medio de los hombres... Afirme Job, aquel antiguo patriarca, que el cielo no es puro ni las estrellas irreprochables delante de Dios; pero en verdad, ¿puede concebirse nada más puro, nada más irreprochable que la Virgen? ¿Y no es esto maravilla? Dios, luz soberana y purísima, la amó tanto que por la operación del Espíritu Santo, que descendió sobre ella, se mezcló con ella substancialmente y salió de sus entrañas hecho hombre perfecto... No se ruborizó de ser llamado Hijo de su propia criatura, y, llevado del amor de esta Virgen, más hermosa que todas las cosas creadas, juzgó que era digna de sus abrazos aquélla que sobrepuja en excelencia a las virtudes mismas del cielo" (S. Joan. Damasc, Orat. 2, In Deip Nativit. n. 4 P. G. XCVI, 684).
"Calle, pues, el sabio Salomón; no diga ya que no hay nada nuevo en la tierra. Oh Virgen, que de todo tu ser destilas gracias divinas, ¿no eres tú el templo santo que el Salomón espiritual (Es decir, aquel de quien el primero fué tipo y figura), el príncipe de la paz, se edificó a sí mismo para habitar en él; templo en el que no veo oro, sino al mismo Espíritu Santo con sus esplendores?" (Id., ibíd., Orat. In Deip Nativit., n. 10, 677. El mismo pensamiento, y expresado casi con las mismas palabras, encuéntrase en Modesto de Jerusalén, Encom. in Deip., n. 4).
Si San Juan Damasceno no resumiese fielmente el sentir de los griegos, añadiríamos este otro pasaje de una carta de Teodoro de Jerusalén, leída ante los Padres del segundo Concilio de Niceo, y aprobada por ellos: "María es verdaderamente Madre de Dios, Virgen antes y Virgen después del parto, creada por Dios, más sublime en santidad y gloria que todas las criaturas inteligibles y sensibles" (Conc. Nic. 2, act. 3, apud. Mansi, XXII, 1139). Oigamos ahora a los Coptos los cuales cantan en su Liturgia, "El Padre te hizo con increíble solicitud y el Espíritu Santo descendió sobre ti" (Theotoc. p. 100. E. (texto tomado de Passaglia)). Los Maronitas cantan también así: "Bendito sea aquél que la escogió y la formó en el seno materno, para que fuese su propia Madre. Bienaventurada eres, oh María, tú, que mereciste dar a luz, por manera inefable, al Hijo del Altísimo, Virgen y Madre del eterno Creador de Adán y Eva" (In Offic. ad I, fer. 6. Apud Asseman, In Codic liturg., I, p. 406).
El mismo lenguaje oiremos en Occidente. Aquello que se lee en el libro tercero de los Reyes: "No se ha hecho en todos los reinos de la tierra obra semejante" (III Reg., X, 20), aplícalo San Pedro Damiano a la Madre de Dios. "Nada más verdadero, nada más sublime, nada más dulce para nuestra mísera modalidad. Aunque Dios haya hecho en el mundo muchas cosas grandes, nada ha fabricado tan excelente y magnífico como esta Virgen bendita" (Serm. 44, ln Nativit. B. V. Serm. 1. P. L. 144, 739, 740)
Y no es extraño, "porque la eterna sabiduría, que toca de un extremo al otro con fortaleza y que dispone todas las cosas con suavidad, la formó tal que fuese digna de recibir en sí a la misma Sabiduría y revestirla de una carne inmaculada" (Id., serm. 45. In Nativit. B. V. Serm. 2. Ibíd. 741).
"Digamos, pues, con alegría a la Santísima Virgen María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, digámosle con osadía: Amamanta Oh Madre, a Cristo Nuestro Señor y manjar delicioso de las almas. Nutre con tu leche el pan que nos ha venido del cielo, ese pan que fue depositado en el pesebre para que fuese alimento de los animales racionales... Amamanta a aquél que te hizo lo que era necesario que fueses para que él mismo fuese hecho de ti; aquél que, concebido por ti, te hizo fecunda y que, naciendo de ti, te conservó el honor de la virginidad; aquél que antes de nacer escogió él mismo el seno y el pueblo y el día en,que nacería y que por sí mismo hizo todo aquello que había escogido. Y esto es lo que antes, mucho antes, había predicho (Psalm. LXXXVI, 5): "¿No se dirá de Sión: un hombre y un hombre ha nacido en ella, y el Altísimo la fundó?" (In append. Serm. S. August., serm. 128, In Nativ. Dom., n. 2. P. L. XXXIX, 1998. Es muy dudoso que este sermón sea de San Agustín: pero todos reconocen que en gran parte, está formado con fragmentos tomados de las obras del santo gran doctor de la Iglesia y que los pensamientos son del santo. Si estas palabras, un hombre y un hombre, se interpretan como significativas de una multitud de hombres, no por eso el texto es menos adaptable a María, madre universal de los hijos de Dios).
Hasta ahora apenas hemos parado la consideración más que en María como Madre de Dios; pero ya desde el principio nos advierte Santo Tomás que cuando se trata de los privilegios que le fueron concedidos en razón de su misión es preciso también considerarla como cooperadora de la obra de Redención. "María —dice en otro lugar— es llena de gracia en cuanto que de ella refluyen sobre todos los hombres. Es en efecto, cosa grande que cada uno de los santos tenga tantas gracias cuantas serían menester para proveer a la salvación de muchos. Pero maravilla mayor sería que tuviese para dar abasto a la salvación de todos los hombres del mundo, y esto es lo que vemos en Cristo y en la bienaventurada Virgen" (Opusc. Super Salut, angelic, ad verba: Gratía plena). No es éste lugar oportuno para deternernos más largamente en este punto particular; volveremos a tratarle en más de una ocasión, o mejor dicho, nos llevarán de la mano los Santos Padres cuando llegue la hora de contemplar a María como medianera y como Madre de los hombres.
Por ahora contentémonos con recoger un pensamiento, en verdad exquisito, de San Bernardo, acerca de la preparación de gracia requerida por la maternidad divina. "El Salvador de los hombres, queriendo hacerse hombre y nacer de hombre, tuvo que elegir entre todas las mujeres; mejor dicho, tuvo que formar para sí mismo una Madre tal que él sabía Inmaculada, que venía a purificarnos de todas nuestras suciedades. La quiso humilde, él, que es el humilde y dulce de corazón, que había de darnos en su persona el necesario y saludabilísimo ejemplo de estas virtudes. Le dio un alumbramiento virginal, después que hiciera ella, bajo su inspiración, voto de virginidad y de este modo recibiera por su gracia el mérito de la humildad. Y la Virgen regia, adornada con estas virtudes como con otras tantas joyas, resplandeciente con el más puro de los resplandores en el cuerpo y en el alma, conocida hasta de los cielos por su incomparable hermosura, atrajo la mirada de los habitantes del cielo, hasta el punto de inclinar hacia sí el Corazón del mismo Rey, comprometiéndolo para enviarle un mensajero de las alturas. Y esto es lo que nos enseña el evangelista cuando nos muestra al Ángel enviado por Dios a la Virgen, es decir, por la Grandeza a la bajeza, por el Señor a la esclava, por el Creador a la criatura. ¡Oh condescendencia de Dios! ¡Oh excelencia de la Virgen!" (hom. 2, Super Missus est. n. 1 et 2. P. L. CLXXXIII, 61, 62).
Concluyamos con estas hermosas palabras de Bossuet: ¿De qué serviría a María tener un Hijo que va delante de ella y que es el autor de su nacimiento si no la hubiera hecho digna de él? Teniendo que hacer para sí mismo una Madre, la perfección de una obra tan grande no podía ni ser retrasada en demasía, ni ser comenzada demasiado presto, y si sabemos concebir cuan augusta es la dignidad a la que es llamada, fácilmente reconoceremos que no fue demasiada preparación el disponerla para tal dignidad desde el primer momento de su vida" (I serm. acerca de la Natividad de la Santísima Virgen, al final del punto segundo). Y con decir esto, no hace Bossuet más que repetir lo que había leído en los Santos Padres. En efecto, ¿no es esto lo que les oímos cuando en tantas formas y en tantas y tan varias circunstancias nos presentan a Dios formando, produciendo, creando en María a su Madre y haciéndola ya desde el principio tal que pudiese nacer y habitar en su seno virginal como en un templo digno de él?
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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