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miércoles, 25 de mayo de 2011

SEDE VACANTE XIII


EL CARDENAL JEAN DANIELOU, S. J.
En este comentario al artículo publicado por la Revista "La Civiltá Cattolica" de los jesuítas de Roma, cité como falsa derecha, como inspirador y padre del grupo sospechoso de los "silenciosos", al cardenal Jean Danielou, S. J., uno de los personajes más enigmáticos de la actividad religiosa de Paulo VI. Yo considero a Danielou como un verdadero peligro para la Iglesia del mañana, como uno de los posibles candidatos a sustituir al Papa Montini y a seguir su funesta política. Ya, en alguno de mis libros anteriores, reproduje un artículo de Danielou, publicado por la revista "EN CETEMPS-LA", publicación semanal editada en Bruselas (65, rué de Hennin) le journal de la Biblie, titulado: "El pecado original: la idolatría", en el que Su Eminencia se aparta ciertamente de la tradición católica y de las enseñanzas del Concilio de Trento.
Carlos Sacheri, en "La iglesia Clandestina" dice que dicho cardenal, antes de recibir la púrpura, fue un escritor al que más se ubicaba entre los cultores de la "nueva teología", cuya paternidad de la catástrofe religiosa, que hoy padecemos, es innegable, tanto que Eugenio Vegas Latapie, en su excelente trabajo "el modernismo, después de la Pascendi" (edición Speiro, Madrid 1968, pág. 21) transcribiendo la enumeración que hace Andrés Avelino Esteban Romero en "repercusiones que ha tenido la Encíclica Humani Generis y comentarios que ha suscitado (XI Semana Española de Teología, edit. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1952), dice: "Detrás del impersonalismo de las denuncias y condenas contenidas en la Humani Generis existen nombres reales de autores y obras, que Pío XII deliberadamente no quiso mencionar. De esos autores, los comentaristas de ese tiempo señalaron como los más destacados a los Padres de Lubac, Danielou, Bouillard, Balthasar, Fressard, Chenu, Congar, Dubarle, Adam y Teilhard de Chardin". Jesuítas y dominicos eran los que estaban al frente de la clandestina subversión, como catedráticos de las casas de estudios de sus casas de formación, los cuales fueron depuestos de sus cátedras y amonestados prudentemente por la misma Encíclica Humani Generis de Pío XII.
Que sepamos el cardenal nunca se retracto de sus escritos anteriores. En la actualidad, en manera alguna, puede ser considerado como un defensor sincero de la tradición, aunque bien sabemos su actitud ambigua, con la que ha desorientado y engañado a muchos sinceros luchadores de la verdad católica. Juan Danielou es, a no dudarlo, uno de los más hábiles y fieles instrumentos de la obra reformista de Paulo VI.
Para poder darnos cuenta de la crisis espiritual y doctrinal, por la que estamos pasando y en la que el P. Danielou intervino manifiestamente en tiempos anteriores, vamos a citar algunos párrafos de la carta que el M.R.P. General de la Compañía de Jesús, Juan B. Janssens, S. J. dirigió a la universal Compañía, el 11 de febrero de 1951, sobre la aplicación de la Encíclica "Humani Generis", publicada por Su Santidad el Papa Pío XII, el 12 de agosto de 1950, sobre las falsas opiniones contra los fundamentos mismos de la doctrina católica:

"Reverendos Padres y Carísimos Hermanos: Pax Christi.
"La encíclica Humani Generis, que ha publicado el Soberano Pontífice el verano pasado, se refiere principalmente a un movimiento de ideas muy complejo, en el cual muchos de los Nuestros han tomado parte y algunos de ellos (entre los cuales estaba Danielou) han jugado un papel preponderante. La cosa no admite duda para cualquiera que compare el documento pontificio con las discusiones filosóficas y teológicas de estos últimos años. Por lo demás, yo no ignoraba que el Santo Padre se proponía intervenir en estos debates. (Véase Mem. S. J., vol. VIII, pág. 385385). Por esta razón, por haberme parecido inconveniente anticiparme a S. Santidad, no pude dar explicación doctrinal alguna, al tomar las medidas disciplinares, por las cuales separé de la enseñanza a muchos de los profesores (entre los que estaba Danielou), al fin del año académico pasado. Estas medidas, lo sé bien, han afectado a operarios fervorosos, dotados de un talento indiscutible. Era inevitable que esas medidas fueran resentidas no solamente por los principales interesados, sino también por otros muchos, al rededor de ellos. Yo he participado. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, de ese vuestro sufrimiento. Como padre vuestro que soy, ¿podría no participarlo? Pero, después de mucha oración, reflexión y consejo, me he visto obligado a tomar esas medidas, así como otras que las precedieron y otras que, tal vez, tendré todavía que tomar. Si no hubiese de esta manera procedido, hubiera faltado a mi deber de velar eficazmente por la seguridad de la doctrina de la Comañía. Me doy ciertamente cuenta de su excepcional gravedad, pero una advertencia tan seria como una encíclica "sobre algunas falsas opiniones, que amenazan destruir los fundamentos de la fe católica", nos testifica la presencia de una situación igualmente grave. Debemos aceptar, con espíritu de fe, esta advertencia del Vicario de N. S. Jesucristo".
"De esta aceptación quiero hablaros ahora. Porque la Encíclica impone normas que se refieren a nuestro pensamiento, a nuestra enseñanza y a nuestros escritos; y estas normas deben ser un remedio para los que más o menos, han sido ganados, por opiniones peligrosas o erróneas. Mas, la presencia del remedio no es todavía la curación. Un movimiento de ideas como éste, del cual tratamos, no se detiene, sin un muy humilde y muy filial esfuerzo de sus defensores. La historia de la Iglesia nos enseña también cuan difícil es ese esfuerzo y cómo, muchas veces, la enseñanza del Magisterio no ha podido reprimir, sino lentamente y con dificultad las desviaciones doctrinales, que quería eliminar. Y no estoy hablando de los numerosos casos en los que el Magisterio ha chocado con la negación decidida a someterse. No hablo de estos casos, porque sé que ninguno de vosotros pensará en oponer al Papa tal resistencia. La única actitud que nos conviene es, a no dudarlo, la de someternos perfectamente. Pero, entre la rebeldía deliberada a la sumisión y la perfecta obediencia, hay lugar a posiciones medias, en las cuales fácilmente se puede rebasar la norma impuesta, si no se tienen ideas claras en la materia. Por esto, juzgo mi deber. Reverendos Padres y carísimos Hermanos, el disipar, en cuanto sea posible, todas las posibles oscuridades, a fin de preveniros contra tal tentación".
"Porque es costoso reconocer que está uno engañado, cuando no se ha podido llegar, sino por medio de acaloradoras controversias, al convencimiento de la solidez de sus posiciones ideológicas y de la debilidad de las posiciones de sus adversarios. A esto hay que añadir que las opiniones adoptadas están, con frecuencia, relacionadas con ciertas maneras de abordar o de tratar los problemas, a las cuales se está habituado, de tal manera, que han terminado por convertirse, en cierto modo, en una parte de la propia personalidad, de la que no fácilmente podemos desprendernos. En fin, en tales circunstancias no faltan amigos, que, faltos de penetración o de firmeza, subrayan aquellas razones, que pueden poner en juego desfavorable la intervención misma de la autoridad, tocando apenas los aspectos esenciales.
"¿A dónde se llega entonces? Se llega, sin tener clara conciencia, a querer conciliar las cosas inconciliables: se reconoce, por una parte, toda la sumisión que es necesaria y, por otra, se sostienen esas ideas contrarias al juicio del Magisterio, que le son tan caras. Y por ese camino se llega a someter los textos del Magisterio a una exégesis, que desvirtúa el sentido del mismo, bien sea aplicándole distinciones arbitrarias, bien sea haciéndose sordos a las exigencias del Magisterio, bien sea, en fin, atribuyendo a la autoridad la intención de censurar esas opiniones, como si tuviesen un sentido más avanzado del que, en realidad, tienen. Estas mismas opiniones (las de ellos), menos severamente juzgadas, podrían, tal vez, ser permitidas".
"Todos sabemos que los textos no expresan su verdadero sentido, sino a aquéllos, que estando dispuestos a reconocerlo, cualquiera que éste sea, y que tal sentido queda, por el contrario, oculto a aquéllos, que, en su interior, quieren darles una interpretación conforme a sus prejuicios. La Encíclica "Humani Generis" debe ser interpretada, según las reglas aprobadas, que los mejores teólogos aplican a esta clase de documentos. Sin embargo, no sena suficiente una aplicación técnica de estas reglas; se requiere además investigar el mismo texto, en su más íntimo sentido, si asi' podemos decirlo, en posibilidad y disponibilidad de un enfrentamiento con él. Aquí debemos hacer notar que no se pueden tener ni opiniones directamente opuestas a la Enciclica, ni tampoco aquéllas que indirectamente se opongan a ella, en contradicción a las conclusiones que el documento papal visiblemente defiende.
"Si insisto en estas distinciones, es porque la naturaleza humana está siempre inclinada a engañarse, a persuadirse que está obedeciendo plenamente, cuando, en realidad, está buscando una evasiva. Y si os estoy hablando con entera franqueza —como os habréis, sin duda dado cuenta— es porque una serie de hechos me han enseñado que tal insistencia es oportuna y necesaria. Muchos de vosotros tenéis necesidad de que vustro Superior y padre os instruya. Algunos parecéis muy preocupados por vuestra propia defensa; pero, cuando el Papa habla, es otra la preocupación, que debería dominaros. ¿Estáis, por ventura, engañados y soñando? Hay una manera de defenderse que podría parecer como un mentís dado por el subdito al Romano Pontífice. Por dos veces, al menos, dio el Sumo Pontífice a entender claramente que algunos "de los doctores católicos" no han sabido guardarse de los errores que El señala en su Encíclica. (A.A.S., vol. XXXXII, pág. 564, 577). ¿Pretenderán, no obstante, algunos que su Encíclica se refiere tan sólo a las posiciones extremadas o aducirán las opiniones de ciertos teólogos, como si éstas no estuviesen expresamente contenidas en la Encíclica o dirán que ella se refiere exclusivamente a las deformaciones, sostenidas por algunos discípulos, de las ideas enseñadas por sus maestros? Nosotros, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, no podemos admitir que nuestras reacciones frente a la Encíclica den la impresión, por pequeña que ésta sea, de una triste contienda del hecho y del derecho.
"Es doloroso llegar a posteriores precisiones; sin embargo, yo debo hacerlas, buscando el bien de aquéllos a quienes éstas puedan causar mayor pena.
"La Encíclica se opone al relativismo teológico: no, tan sólo, a un relativismo, que pudiera considerarse como extremo, que recuerda al que sostienen los protestantes liberales y que está descartado de una manera indirecta, por el tenor de toda la Encíclica, sino también a un relativismo más moderado, que el Papa apunta expresamente, cuya descripción encontramos en estas palabras de la Encíclica: 'Los misterios de la fe no pueden nunca ser expresados —como se pretende— por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones aproximadas, que pueden siempre cambiar; que indican, en cierta medida, la verdad, mas sujeta a sufrir necesariamente una deformación' "Por lo tanto —continúa la Encíclica —no piensan que es absurdo, sino necesario, que la teología se acomode a las diversas filosofías, que, en el transcurso de los tiempos, puedan surgir y de las cuales ella usa como instrumentos; es necesario que cambie las antiguas nociones por las modernas, de suerte que, de diversas maneras, aun bajo cierto aspecto opuestas, pero que, como dicen, valen lo mismo, nos dé a los hombres las verdades divinas". (A.A.S. pág. 566).
"La lealtad hacia esta enseñanza del Santo Padre nos impone el deber de no admitir que lo que es absoluto e inmutable, contenido en el desarrollo de la teología, sea tan sólo un absoluto de afirmación y no de contenido; o que las cosas invariables de la teología —misterios revelados y las cosas conexas de la razón — no puedan ser concebidas específicamente en nociones invariables, como son ellas, sino que necesariamente deban expresarse en las concepciones contingentes que las expresan, puesto que cambian las mismas afirmaciones eternas; o, en fin, que una verdad inmutable no pueda mantenerse, cuando el espíritu humano ha evolucionado, gracias a una evolución simultánea y proporcional, que quieren expresar. No será preciso, después de haber distinguido en la Revelación, por una parte, todo el dogma, a saber, la realidad de Cristo, alcanzada por una percepción totalmente concreta y viva, y, por otra parte, el andamiaje conceptual del tesoro así poseído, buscar otra expresión, como si nuestros conceptos debiesen ser revisados constantemente para adaptarse a la verdad normativa de los misterios o como si ellos no expresasen parcialmente la verdad divina sino con la condición de ser referidos a todo el dogma, alcanzado según un modo superior de conocimiento.
"Paralelamente, para no apartarnos de la enseñanza del Jefe de la Iglesia sobre el valor de la razón, en el campo de la filosofía, hay que guardarnos de hablar como si la idea de una doctrina filosófica, capaz de integrar en sí las adquisiciones eternas de todas las otras filosofías, implicase una contradicción y como si la expresión más completa de la verdad filosófica debiese necesariamente encontrarse en una serie de doctrinas, que fuesen entre sí complementarias y convergentes, a pesar de sus diferencias, incluso de sus oposiciones sistemáticas. Totalmente contrario es el lenguaje de la Enciclica. Ella pide que se mantenga "la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera"; ella censura la opinión, según la cual, las realidades, sobre todo las realidades trascendentes, tuviesen su expresión más apropiada, en las doctrinas disímiles, que necesariamente se complementan, aunque se opongan, por otra parte, las unas con las otras".
"La Encíclica habla de dos pruebas: la de la existencia de Dios y la del hecho de la revelación. Por lo que toca a la primera, nos pide entre otras cosas, sostener que "sin los auxilios de la Divina Revelación y de la gracia, por solas nuestras luces naturales y por los argumentos que nos dan las cosas creadas, la razón humana puede demostrar la existencia de un Dios personal. (A.A.S. vol. cit. pág. 570 y 573). Para no oponernos a esta enseñanza o reducir su sentido abusivamente, hay que admitir que la existencia de un Dios verdadero puede ser la conclusión lógica de un raciocinio verdadero. Se niega, pues, que, en el dominio de la razón, la verdadera prueba de la existencia de Dios deba consistir, en demostrar la necesidad, en la cual el hombre se encuentra de conocer libremente a Dios por la fe, bajo pena de no responder al llamamiento esencial de su querer. Se admitirá igualmente que toda prueba de la existencia de Dios no es por necesidad, en el sentido de San Anselmo, una inteligencia de la fe, un esfuerzo para poder juntar, por vía de raciocinio, la afirmación previa de la fe. No se sostendrá que toda prueba de la existencia de Dios es siempre un hecho criticable, puesto que el andamiaje dialéctico, por el cual se puede alcanzar, frecuentemente anticuado, es, en todo caso, siempre inadecuado al movimiento del espíritu que busca y quiere traducir lo que para él sería la verdadera prueba. En fin, se cuidará de enervar, por otra desviación, la prueba natural de la existencia del verdadero Dios, al negar a nuestros conceptos el poder representarnos a Dios de una manera verdadera. No se dirá, pues, que, por razón del carácter deficiente de nuestros conceptos, la afirmación de Dios es impotente para justificar ninguna de las formas particulares, en que se funda, hasta el grado de que el espíritu no pudiese evitar el escollo del ateísmo, sin volver a caer en la idolatría, hasta que el don sobrenatural de la vida de caridad dé a la afirmación de Dios un contenido espiritual apropiado.
"por lo que toca a la prueba del hecho de la Revelación, la Encíclica advierte que, gracias a las señales exteriores dadas por Dios, "el origen divino de la religión cristiana puede ser demostrado con certeza, también por la sola luz natural de la razón". Si se lee este pasaje, refiriéndose a las tendencias actuales del pensamiento teológico, se ve que el Santo Padre da el apoyo de su autoridad a una tesis clásica, que la mayor parte de los teólogos mantienen contra ciertas opiniones nuevas. Ni impide el que pensemos que, de hecho, la gracia ilumina siempre la razón, aún en el caso en que ella se encamine al conocimiento del hecho mismo de la Revelación. Si la luz natural de la razón posee, absolutamente hablando, el poder para distinguir las pruebas de la Revelación, es, sin embargo, legítimo el creer que, en concreto, el ejercicio de este poder puede ser, más o menos, impedido, por el acumulamiento de las dificultades. Se debe admitir que la certeza, de la cual la Encíclica habla, es una certeza propiamente dicha; pero ésta no requiere necesariamente un motivo, que excluya la posibilidad de cualquier duda; basta que excluya la posibilidad de una duda prudente. Después de la Encíclica, no se puede sostener todavía que sólo el aspecto interior de Dios permite discernir con certeza la significación de los hechos divinos, que autentiza la Revelación. No podemos contentarnos con admitir que a los ojos de la razón, la Revelación se presenta como un enigma que debemos descifrar, del cual no es posible evadirse; pero se sostendrá que, independientemente del auxilio de la luz de la gracia, la razón humana tiene, por fuerza, absoluta capacidad, para probar con certeza el hecho mismo de la Revelación.
"Mi predecesor, el P. Ledóchowski, promulgó, hace unos treinta años, una prohibición, que está en vigor, y que prohibe a los Nuestros el sostener una teoría de la fe, que contenga, entre otras cosas, la tesis a la que la Encíclica se refiere. Algunos parece que pensaban que esta tesis no caía bajo dicha prohibición, sino tan sólo en la medida en que ella estuviese comprometida, dentro del contexto de la teoría incriminada. Mas, cualquiera que haya sido entonces el valor de esta opinión, el texto de la Encíclica del Papa no deja ya campo a ninguna interpretación de este género. En adelante, los Nuestros se cuidarán de mantener esta tesis, en cualquier contexto en que se ponga.
"Pero, además, la Encíclica condena, en términos generales, a todos aquéllos, "que pretenden 'ratíonali indoli credibilitatis íidei christianae iniuriam inferunt", atacar la índole racional de credibilidad, propia de la fe cristiana. Lo que se podía afirmar antes, sosteniendo la tesis, ha quedado descartado por la Encíclica, a saber, la necesidad absoluta de una iluminación sobrenatural para probar el hecho de la Revelación; pero esa afirmación se podía y se puede hacer de muy diversas maneras, especialmente negando el valor de ciertas pruebas apologéticas muy importantes. Yo no sé si el Santo Padre ha tenido en cuenta tal negación, pero es mi deber el señalar este escollo, que vosotros todos debéis evitar. No es justo, ni legítimo decir que no hay medio de fundar una prueba apologética verdaderamente sólida de la Resurrección de Jesucristo, con el testimonio de los documentos históricos, que nos refieren la más antigua predicación apostólica, la aparición y el sepulcro vacío.
(NOTA: El Decreto Lamentabili condena la siguiente proposición:
"Resurrectio Salvatoris non est proprie factum ordinis historici, sed factum ordinis mere supernaturalis, nec demonstratum, nec demostrabile, quod conscientia christiana sensim ex alus derivavit": la Resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho meramente sobrenatural, que ni ha sido, ni puede ser demostrado, sino que la conciencia cristiana formó por otros caminos).
"Si no se pudiese probar esta Resurrección, apoyándonos tan sólo en la autoridad de los libros del Nuevo Testamento, considerados simplemente como documentos históricos, no se podría demostrar que Jesús se presentó como el Mesías y el Hijo de Dios, en el sentido propio, ni que El confirmó ese testimonio que dio de su persona con sus milagros y su Resurrección. No se puede decir, de una manera conforme al pensamiento católico, que, después de haber mostrado cómo Jesús quiso realizar, en el cuadro de una vida humana, una obediencia total a Dios, el historiador no puede ir más adelante y que, por lo que se refiere a la respuesta que debe darse a la obvia pregunta que nace de esa realidad humana de la vida Cristo, a saber: ¿QUIEN ES, PUES, ESTE HOMBRE? , el historiador debe ceder la palabra al creyente o al incrédulo. La Encíclica 'PROVIDENTISSIMUS' habla en términos totalmente distintos: Quoniam vero divinum et infalibile Magisrerium Ecclesiae, in auctoritate etiann Sacrae Scripturae consistit, huius propterea lides saltem humana asserenda in primis vindicanda est: quibus ex libris, tanquam ex antiquitatis probatissimis testibus, Christi Domini divinitas et legatío, Ecclesiae hierarchicae institutio, primatus Petro et succesoribus eius collatus, in tuto apertoque collocentur: Dado que el Magisterio divino e infalible de la Iglesia se funda también en la autoridad de la Sagrada Escritura, debe ser defendida la fe en esos libros santos, al menos humana, la cual hemos de proclamar, porque con esos libros, como con los testigos más antiguos y autorizados, demostramos la divinidad y legación de Cristo N. S., la fundación de la Iglesia Jerárquica y la colación del Primado de Pedro y de sus sucesores.
"Hay en la Encíclica, una enseñanza sobre la libertad con que Dios hizo la creación: 'Pretenden —dice el Santo Padre— que la creación del mundo fue necesaria, porque procede de la liberalidad del amor divino' (que es necesario); y hace notar el Papa que esta doctrina no está de acuerdo con la doctrina dogmática del Vaticano (Primero). Se trata aquí de la creación en general; la forma particular que la creación ha seguido, según los planes primitivos. El Soberano Pontífice nos recuerda que la creación, obra ciertamente del amor soberanamente liberal de Dios, procede también de una libre elección de este amor infinito de Dios. La negación de esta libre elección equivaldría a afirmar que Dios ha procedido, no con libertad sino con necesidad, a la creación. Negada la libertad de Dios en la obra creadora, habrá que recurrir entonces, con bellas palabras, a una libertad trascendente, con la cual Dios habría creado el universo; pero, de todos modos, esta libertad debería ser concebida como una necesidad, por la cual Dios no habría podido dejar de crear el universo. Después de lo cual, se podrá, tal vez, hablar aún de la contingencia de la creatura, para expresar que ningún ser, fuera de Dios, tiene en sí la razón suficiente de su existencia, mas no ciertamente para expresar que Dios hubiera podido dejar de crear e! universo. Se mantendría, en este caso, la necesidad, con que según esta tesis, Dios tuvo que crear el universo; lo cual es precisamente lo que la Encíclica rechaza. Sería aún más grave el usar un lenguaje, que no solamente supusiese la necesidad de la creación, sino que atacase, si no la personalidad misma de Dios, al menos su trascendencia absoluta. He tenido que hacer esta advertencia. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, porque, por desgracia, han circulado ciertos escritos, que tratan de las relaciones entre Dios y el mundo, en los términos más equívocos. La imagen de Dios, que naturalmente suscitan en el espíritu, gravemente deforman nuestra fe, los rasgos que Dios nos da esa fe. No insisto más sobre este punto, porque no creo que estas ideas hayan encontrado un verdadero eco entre los Nuestros".
"El Santo Padre nos habla también de la creación inmediata del alma humana. El toca esta verdad, a manera de paréntesis, pero en los términos más precisos. En efecto, nos dice "la fe católica nos manda sostener que las almas de los hombres son inmediatamente creadas por Dios". (Véase, en este pasaje de la Encíclica, la distinción esencial entre la materia y el espíritu) (A.A.S. p. 570). Esto significa la creación inmediata por Dios del alma humana: la causa eficiente del alma es solo Dios; de tal manera que el alma no es el término de la transformación de algo pre-existente (non ex aliquo), sino un ser que Dios con su Omnipotencia saca de la nada. Claramente va contra esta verdad el que dice que el tejido del universo es el espíritu-materia y que el universo es la materia, que evoluciona en el espíritu; el que explica que la unidad del mundo es la elevación hacia un estado, siempre más espiritual, de una conciencia, al principio pluralizada y materializada; el que ve en el hombre simplemente el estado más elevado, que nosotros conocemos, del desarrollo del espíritu sobre la tierra. Es claro que no basta, para hacer aceptables estas ideas, el decir que la aparición de la persona humana marca un punto crítico y un cambio de estado. Aunque se añada que este cambio sólo representa un paso de la evolución, en el que no se rechaza, por lo tanto, la doctrina de la creación inmediata del alma. Porque un cambio brusco y aun específico, que se da en el curso de una evolución, no basta para definir una creación inmediata".

"Algunos -observa la Encíclica- "corrompen el carácter de don gratuito (la gratuidad) propio del orden sobrenatural, cuando presumen decir que Dios no puede crear seres dotados de inteligencia, sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica". (A.A.S. p. 570). ¿Cuál es la trascendencia de esta afirmación? Se debe decir, conforme a una regla de interpretación, generalmente admitida, que el Papa ordena adherirnos a la proposición contradictoria a la que él condena. Debemos reconocer, pues, que pudo ser posible para Dios crear seres espirituales, sin destinarlos a la visión beatífica. Explica Su Santidad por qué el manda que se sostenga, como verdad indiscutible, esta posibilidad: si la negamos, comprometeremos el carácter de don gratuito (de gratuidad), que es propio de todo el orden sobrenatural. Lo que, en otras palabras es decir: la noción tradicional del carácter completamente gratuito del orden sobrenatural implica que Dios habría podido crear seres espirituales sin invitarlos a la visión beatífica, como de hecho El lo hizo, con nosotros. Así, pues, en adelante, no se podrá sostener la tesis, según la cual, la creatura espiritual no habría podido existir, sin ser elevada al orden sobrenatural y a la visión beatífica. Esa tesis, reprobada por el Papa, es la filosofía; o que esta tesis, excogitada para salvar el carácter de don gratuito de lo sobrenatural es impotente para cumplir este papel; o que ella está privada de significación, después de haber comprendido que el espíritu debe ir de lo real a lo posible y no inversamente; o, aun más, que, según esta tesis, el destino sobrenatural sería, a un mismo tiempo, esencial al hombre y gratuito para él. Nosotros, en adelante, no sostendremos sino los dos puntos de vista, que pueden explicarnos el carácter de don gratuito de la visión beatífica: el uno, que implicaría el recurso de la posibilidad de un orden, en el que Dios no destinara a la creatura inteligente a esta visión; y el otro que excluiría tal recurso, al mismo tiempo que lo haría superfluo. En fin, aceptaremos plenamente que Dios habría podido crear al hombre, sin destinarlo a la beatitud sobrenatural; nosotros no diremos, pues, que tal afirmación es solamente legítima, como una manera antropomórfica de expresar la suprema 'gratuidad' de un don que Dios no podría abstenerse de ofrecer al hombre, después de haberlo creado.
El Papa se conduele de que "sin tener en cuenta las definiciones del Concilio de Trento, se trate ahora de desviar el sentido del pecado original". Estas palabras deben bastarnos, como debería haber bastado anteriormente la doctrina del Concilio de Trento, para impedir el imaginarse un pecado que no fuese el resultado de una falta cometida, sino que sería una oposición innata a la caridad, un mal necesario de la creación humana, comprometida en la materia en que vive y llamada a participar de la vida divina. En efecto, el Concilio de Trento expresamente enseña que el pecado original tiene su origen en la prevaricación de Adán. (Conc. Trid. sess. 5, c. 2) Y ¿cómo podríamos evitar el hacer a Dios responsable de un pecado que, independientemente de toda falta cometida, sería una condición innata de la creatura humana? No se corrige suficientemente tal opinión diciendo que ella no es sino una explicación parcial; y que solamente trata de explicar el estado incompleto de una tara original, que debe su terminación a la intervención de una falta realmente cometida. Esta corrección resulta totalmente insuficiente por diversas razones; en particular porque el Concilio de Trento nos enseña: primeramente, que antes de su caída, Adán había sido creado y constituido por Dios en "la santidad y la justicia"; y, en segundo lugar, que la concupiscencia, que conduce a la transgresión, tuvo, en primer lugar, su origen en esa caída. (Trid. sess. 5, c. 5).
"El dogma del pecado original está relacionado con la cuestión del origen monogenético o poligenético del hombre, sujeto sobre el cual la Encíclica contiene una importante declaración. Por monogenismo los teólogos entienden la propagación de la humanidad entera a partir de una pareja única; y por poligenismo, la propagación del género humano partiendo de una base más extensa, es decir, de diversas parejas humanas. El Santo Padre no admite que el poligenismo (entendido ciertamente como lo hemos explicado) pueda ser objeto de libre discusión, como pudo ser, dentro de sus justos límites, el evolucionismo extendido hasta el origen mismo del cuerpo humano. El explica su firme posición en estos términos: "Mas, cuando se trata del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que, después de Adán, hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente, por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres; pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un solo pecado, en verdad cometido por un solo Adán, individual y moralmente, y que, trasmitido a todos los hombres, por la generación, es inherente a cada uno de ellos, como suyo propio". (Rom. V, 12-19; Trid. sess. 5, can. 1-4). Se ve claro que el Sumo Pontífice no quiso pronunciarse sobre la antigua hipótesis de los "preadamitas", con tal de que ellos hubiesen formado una familia humana, que existió antes de la aparición dé la nuestra; pero, con esta reserva, prohibe admitir el poligenismo. Y da la razón de esta prohibición: por que tal sentencia "no puede compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado, en verdad cometido por un solo Adán y que, trasmitido a todos los hombres, es inherente a cada uno de ellos, como suyo propio". En otras palabras, es claro que el poligenismo no es compatible con Las exigencias de nuestra fe. Un católico no puede poner a discusión el monogenismo de la humanidad. Todos nosotros mantendremos que el misterio del pecado original implica el hecho de la existencia de un primer hombre, Adán, cabeza individual de la humanidad, así como de Cristo, el segundo Adán, que vino a liberarnos de la ruina en la que nos había puesto el primer Adán, tronco de toda la humanidad.
"A propósito del pecado original, el Papa indica cómo se ha corrompido también la noción del pecado en general (Unaque simul pervertitur notio peccati in universum prout est Dei offensa, itemque satisfactionis a Christo pro nobis exhibitae): y se corrompe al mismo tiempo la noción del pecado en general, en cuanto es una ofensa hecha a Dios, así como la de la satisfacción hecha por nosotros por Cristo. Según una exposición muy recientemente publicada, aunque se continúa diciendo que el pecado es una ofensa que el hombre hace a Dios, teniendo en consideración la actitud del pecador, que hace cuanto está en su poder para ultrajar a Dios, no obstante el pecado no ofendería a Dios de manera que hiciese contraer al pecador una deuda de reparación, frente a frente, con la justicia divina. Así Dios no tendría por qué someter el perdón de la humanidad culpable a la condición de que Cristo le ofreciese a su Divina Majestad la justa reparación de la ofensa del pecado. Tendríamos que renunciar a ver, en la satisfacción de Nuestro Divino Salvador, un homenaje, destinado a reparar, a los ojos de la justicia divina, la ofensa hecha a Dios por el pecado. La Encíclica nos pone en guardia contra tal opinión y nos exhorta a no deformar ni la noción tradicional del pecado, ni la de la satisfacción redentora ofrecida por Cristo. Es, pues, necesario sostener, en conformidad con la Tradición, que el pecado de tal manera ofende a Dios, que nos impone la carga de una deuda de reparación hacia El y que nuestro Divino Salvador nos ha hecho a Dios piopicio, al redimir nuestras ofensas por el homenaje de su obediencia hasta la muerte.
"Yo debo hablaros también, mis Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, de los misterios de la presencia real y de la transubstanciación. La Encíclica nos dice: "Nec desunt qui contendant transsubstantiationis doctrinam, utpote antíquata notione philosophica substantiae innixam, ita emendandam esse ut realis Christi praesentia in Santissima Eucharistia ad quemdam symbolismum reducatur, quatenus consecratae species, non nisi signa efficacia sint spiritualis praesentiae Christi eiusque intimae coniunctionis cum fidelibus membris in corpore Mystico": Ni faltan quienes pretendan que la doctrina de la transubstanciación, que se apoya en una anticuada noción filosófica de la substancia, de tal manera deba ser corregida que la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía sea reducida a cierto simbolismo, en cuanto las especies consagradas no son otra'cosa sino signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los miembros fieles de su cuerpo Místico. En estas páginas, en las que yo no quiero ver sino un ensayo precipitado, que no deberían haber sido jamás escritas, ni deberían tampoco haber circulado, se encuentran las siguientes consideraciones, todas, desde luego concernientes a la presencia eucarística. Hay aquí, dicen, una presencia real, porque la consagración eucarística es la ofrenda del Sacrificio de la Cruz; más preciso, porque en ella está la ofrenda eficaz, que hace de la divina víctima el espíritu vivificante de la humanidad regenerada. La presencia eucarística -dicen además— no debe ser concebida como una relación directa o indirecta al lugar; la eucaristía nos da una presencia mejor: ella hace que Cristo esté espiritualmente presente en la humanidad; gracias a ella nosotros estamos, nosotros somos más próximos a Cristo, nosotros podemos pedirle y contar con su ayuda. Y añaden que no hace falta preocuparse por resolver el dilema siguiente: o está Cristo presente en el lugar, aunque no localmente o bien no está sino metafóricamente presente, en cuanto la hostia nos hace pensar en su universal presencia en la humanidad. Porque hay —dicen— un tercer término en el dilema: la hostia consagrada, que no es necesario separar del rito que la consagra, no hace solamente pensar en la presencia real de Cristo en la humanidad, ella se convierte en una señal eficaz.
"Examinemos, después, el sujeto de la conversión eucarística. La palabra "transubstanciación" tendría el inconveniente de referirse a una concepción inadmisible de los escolásticos. Para ellos —explican— siendo la realidad de la cosa la substancia en la que subsisten los accidentes, la cosa no puede cambiar realmente a no ser que cambie la substancia: de ahí la ¡dea de la transubstanciación. Mas hoy día, después de habernos acostumbrado a distinguir los diferentes grados de la reflexión, sabemos que cada cosa tiene un sentido y, por así decirlo, un ser científico, y un sentido y un ser religioso. Esta segunda significación la definirá en su verdadera realidad. Por esto —dicen— que, en virtud del rito de la consagración, el pan y el vino se han convertido en el símbolo eficaz del Sacrificio de Cristo y de su presencia espiritual en la humanidad; su ser religioso ha cambiado totalmente. Por la fuerza creadora, el pan y el vino han sufrido la más profunda transformación; cambios que están al nivel del ser que constituye su verdadera realidad. Esto es lo que podríamos designar como transubstanciación. Es claro que la Encíclica prohibe sostener tal opinión. ¿Cómo podríamos sostenerla, si no está de acuerdo con la fe católica?
"Con pena profunda debo reconocer. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, que algunos de los Nuestros, en lugar de oponerse resueltamente a tal concepción, se han inspirado en ella. Han hecho, lo sé, sus modificaciones y sus correcciones a esta doctrina, pero, sin embargo, han sostenido la idea de que la transubstanciación debe ser definida, o puede ser definida como un cambio de sentido y de función del pan y del vino (eso que ellos llaman transfinalización). Al hacer esto, no podían vanagloriarse de estar renovando una antigua tradición agustiniana, a pesar de que los teólogos medioevales habían expresamente dicho, que, en cierta época, se había hablado de la "carne espiritual", para designar la eucaristía, pero en un sentido totalmente objetivo, que sería inverso a las concepciones de San Agustín; a pesar de lo que se ha dicho también del torbellino histórico, originado en torno a las ideas de Berenguer (dic. 1058), después de la cual, en la teología eucarística a la dialéctica del signo y de la cosa, había respondido la noción de la substancia; a pesar, en fin, de lo que se había añadido sobre el realismo sacramental, que, desde entonces sólo secundariamente fue considerado como un simbolis mo, la fe en la presencia real comenzó a ser protegida, durante una larga serie de siglos, por una teología sacramental, que fue desarrollándose y organizándose debidamente. No podemos ahora sustituir una nueva representación del misterio eucarístico a la que ha sancionado el Concilio de Trento. Debemos afirmar que las manifestaciones sensibles (los accidentes eucarísticos) del pan y del vino son la expresión de una substancia (o de un conglomerado substancial) de un objeto existente, al cual se atribuyen; y que esta substancia, por una transformación total, se convierte en el Cuerpo mismo y la Sangre de Cristo. Debemos sostener igualmente que, en virtud de la transformación de la substancia del pan y del vino, en la substancia del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, la humanidad de Jesús está contenida bajo las especies sacramentales, y que esa sacratísima humanidad, en su propia realidad está presente sobre nuestros altares, aunque oculta bajo los accidentes eucarísticos. Sin duda, durante largos siglos, el misterio eucarístico no había sido formulado de una manera tan explícita y precisa. Mas, como nos lo dice ia Encíclica, el sano método teológico prohibe hacer valer contra las expresiones explícitas de la Tradición más reciente las expresiones todavía no precisas de la Tradición más antigua o de la Escritura. Esto equivaldría a no apreciar el papel que tiene la Iglesia y su Tradición, para interpretar y explotar las riquezas del don revelado.
"El Soberano Pontífice no habla tan sólo del Cuerpo de Jesús, presente en la Eucaristía, sino que hace también mención del Cuerpo Místico del Señor. Recuerda, aunque no lo diga expresamente, la enseñanza que él había dado, en la Encíclica 'Mystici Corporis Christi', de la identidad de la Iglesia Católica, Romana, con el Cuerpo Místico. "Algunos no se creen ligados —dice— por la doctrina, enseñada ha pocos años, en nuestra Encíclica, y apoyada en las fuentes de la Revelación, a saber que el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son la misma y única cosa". Si no se ha comprendido en conjunto esta enseñanza del Papa, ¿no debería, al menos, comprenderse su recuerdo? No será, pues necesario el seguir discutiendo la realidad de que la Iglesia visible sea verdaderamente coextensiva al Cuerpo Místico de Cristo aquí en la tierra, ni significar que ella es, aunque inadecuadamente, distinto de él. Que no se insista en decir que el Cuerpo Místico es la realidad invisible de la gracia, de la que la Iglesia es el signo eficaz; y que tendría por consecuencia, entre la Iglesia visible jerárquica y el Cuerpo Místico, una distinción y una continuidad como la que se da entre un signo y la cosa por él significada. Porque el Jefe de la Iglesia no habla de tal distinción, ni de tal continuidad, sino de una real identidad: la Iglesia es una; visible en un aspecto e invisible en otro, y, por lo tanto, no es realmente distinta del Cuerpo Místico de Cristo.
"Un pasaje importante de la Encíclica trata de la filosofía esco lástica (philosophia nostris scholis tradita). El Papa no subraya tan sólo, sea lo que fuere lo que él parezca decir, el valor del realismo moderno a los ojos del cual las leyes del espíritu o los primeros principios son también las leyes del ser, según el cual, un conocimiento, es posible un conocimiento del mundo y de un conjunto de verdades absolutas, mediante signos conceptuales. Este realismo moderado es una posición común a muchas filosofías, entre las cuales algunas se oponen abiertamente a nuestra filosofía perenne. Del mismo modo, el Santo Padre se preocupa por subrayar otras cosas todavía. Hace notar que la filosofía escolástica contiene numerosos puntos que tocan, al menos indirectamente, a cuestiones de la fe y de la moral, que no pueden ser puestas a discusión. Entre estos puntos -precisa Su Santidad-, es necesario señalar, en primer lugar, los principios de esta filosofía y sus principales aciertos. Es cierto que él aprueba que se perfeccione y se enriquezca la filosofía escolástica: y admite como útil el confrontar la escolástica con otros grandes sistemas; sin embargo, no admite el Papa que se trastorne, que se introduzcan en ella falsos principios o que se la estime como una construcción grandiosa, pero ya fuera de tiempo y anticuada. Nos recuerda también que el valor privilegiado de nuestra filosofía cristiana no le viene tan sólo de la sabiduría humana, sino también de la Revelación, tomada por nuestros grandes doctores como norma directriz de sus investigaciones. Pide que nos esforcemos en contribuir al progreso del pensamiento filosófico, no oponiéndole a nuestra filosofía constantemente las tesis nuevas a las que han sido debidamente establecidas, sino, sobre todo añadiendo nuevas verdades a la verdad ya conocida y, ante todo, corrigiendo los errores que se han podido introducir a las doctrinas del pasado. Por lo que toca al tomismo, en fin, él nos recuerda la prescripción del Derecho Canónico, en virtud de la cual, los futuros sacerdotes deben ser formados en las disciplinas filosóficas, "según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico". Alaba el valor a la vez pedagógico y altamente científico de la doctrina de Santo Tomás, su perfecta armonía con la verdad revelada, la eficacia, con la que asegura los fundamentos racionales de la fe y su aptitud para inspirar una investigación filosófica sanamente progresiva.

"El Sumo Pontífice toma después la defensa de la filosofía escolástica contra sus detractores. (Permítaseme aquí, citar textualmente las palabras de Pío XII, haciendo a un lado la carta del P. Janssens:
"Por eso es muy deplorable que hoy en día algunos despre cien una filosofía que la Iglesia ha aceptado, y que, imprudentemente la apellidan anticuada por su forma racionalística —así dicen— por el proceso psicológico. Pregonan que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos sostienen, por lo contra rio, que las verdades, principalmente que se completen mutuamente, aunque, en cierto rnodo sean opuestas entre sí. Por ello conceden que la filosofía enseñada en nuestras escuelas, con su lúcida exposición y solución de los problemas, con su exacta precisión de conceptos y con sus claras distinciones, puede ser útil como preparación al estudio de la teología escolástica, como se adoptó perfectamente a la mentalidad del medievo; pero, afirman, no es un método filosófico que responda ya a la cultura y a las necesidades modernas. Agregan, además, que la filosofía perenne no es sino la filosofía de las esencias inmutables, mientras que la mente moderna ha de considerar la existencia de los seres singulares y la vida en su continua evolución. Y, mientras desprecian esta filosofía, ensalzan otras, antiguas o modernas, orientales u occidentales, de tal modo que parecen insinuar que, cualquier filosofía o doctrina opinable, añadiéndole —si fuera menester— algunas correcciones o complementos, puede conciliarse con el dogma católico. Pero ningún católico puede dudar de cuan falso sea todo eso, principalmente cuando se trata de sistemas como el inmanestismo, el idealismo, el materialismo, ya sea histólico, ya dialéctico, o también el existencialismo, tanto si defiende al ateísmo, como si impugna el valor del raciocinio en el campo metafisico"). Continuemos ahora con la carta del P. General de los jesuitas.

Pío XII rechaza, pues todos los ataques, que le han opuesto a su modo de expresión, que consideran anticuado, y a su método que algunos han tildado de racionalismo. Alaba, en cambio, el Papa su preocupación por la claridad en la manera de plantear los problemas y resolverlos, su precisión en la explicación de las nociones y la nitidez de sus distinciones. Aprueba el mantener la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera, y no admite que se le acuse de ser una filosofía de esencias inmutables únicamente, incapaz de enfocarse, como es necesario hoy, hacia la existencia individual y el movimiento incesante de la vida. La defiende igualmente contra el reproche de profesar un intelectualismo unilateral y describe con elogio su concepción de su decisión de tener un puesto en la investigación de la verdad. Rechaza la idea de que, no importa cuál sea, cualquier doctrina filosófica, completada o corregida en ciertos aspectos, pueda estar de acuerdo con el dogma, como lo está la filosofía escolástica. En particular, él nieya tal posibilidad a ciertas formas de la filosofía contemporánea, que él enumera. En esta enumeración yo anoto la mención del idealismo (notando que la filosofía hegeliana es seguramente idealista) y la del existencialismo, no solamente el ateo, sino aun el que admite la religión, aunque niega el valor del raciocionio de la metafísica.
"Si algunos de los Nuestros se han formado una mentalidad filosófica que les ha hecho antipáticos el método o las grandes tesis de los mejores doctores escolásticos y particularmente de Santo Tomás de Aquino, si han dejado de ver el medio para estudiar con fruto los problemas filosóficos de nuestros días, a la luz de la antigua filosofía y en verdadera continuidad con ella, no podrán sin una gran deslealtad y un enfrentamiento al Soberano Pontífice, pretender seguir enseñando la filosofía, sobre todo a los futuros sacerdotes. Sus Superiores no podrán sin faltar a su deber, confiarles un cargo que no podrá ser ejercido como se debe. Comprendo perfectamente que, a pesar de una voluntad sincera de obedecer, no se puede cambiar de mentalidad de un día para otro; pero, en manera alguna puedo aprobar que se quiera enseñar la filosofía, si ésta enseñanza no puede hacerse, según las normas dadas por el Papa.
"Las normas que se refieren a la "philosophia perennis" están precedidas en la Encíclica, por aquellas que se refieren a la teología escolástica. Hablando de ésta última, el Sumo Pontífice califica de extrema imprudencia el hecho de rechazar, de descuidar o de no tener estima "Tot ac tanta, quae pluries saeculari labore a viris non communi ingenii ac sanctitatis, invigilante sacro Magisterio, nec sine Sancti Spiritus lumine et ductu, ad accuratius in dies fidei veritates exprimendas, mente concepta, expressa ac perpolita sunt", tantas y tan grandes cosas que frecuentemente, con un trabajo secular, han sido concebidas, expresadas y aquilatadas por varones de no común ingenio y santidad, bajo la vigilancia del Sagrado Magisterio y no sin la luz y la dirección del Espíritu Santo. "El menosprecio -dice además el Papa— de la terminología y de las nociones, que los teólogos han acostumbrado usar, conduce naturalmente a privar de consistencia la teología especulativa, a la que juzgan desprovista de toda certeza, por el hecho de estar apoyada en el raciocinio teológico". Un profesor de dogma no tendría en cuenta, como conviene, estas advertencias, si él descuidase en su enseñanza la teología escolástica o si mostrase poca estima hacia ella. Si impidiese que su mentalidad se inspirase en las enseñanzas y puntos de vista de la Encíclica sobre la teología, no podría permanecer en su puesto; él mismo, por necesidad, debería presentar su renuncia a su cargo. Bien entendidas las cosas, el Santo Padre no quiere que una intemperante especulación invada la teología dogmática, con detrimento de la teología positiva. "Las ciencias sagradas —observa— encuentran siempre un rejuvenecimiento en el estudio de las fuentes de la Revelación, mientras que, por el contrario, la experiencia nos demuestra, una especulación que descuide la ulterior inquisición del sagrado depósito de la Revelación, se hace estéril". El recurrir, pues, constantemente a la Biblia y a la Tradición es necesario a la teología especulativa; pero esto no significa que debamos hacer de este recurso una arma contra la herencia de la escolástica, a la que la Encíclica tanto estima y alaba. Si se quiere hacer un acercamiento más estrecho de los vínculos entre la teología y la Sagrada Escritura, no será, como se ha dicho, para buscar liberarla de aportaciones extrañas, que, sin viciarla fundamentalmente, la habrían, sin embargo, colocado, con frecuencia, fuera de las categorías escriturísticas fundamentales.
"Y esto me lleva a decir una palabra sobre el método de interpretación de la Biblia; porque la Encíclica toca la cuestión, actualmente muy discutida, de la exégesis espiritual y simbólica. No pretende, evidentemente, excluir esta exégesis, que puede demostrarse con la autoridad misma de la Escritura y de la Tradición; ni pretende desalentar los esfuerzos por darle un mayor valor, ni trata de evitar esas tentativas, ricas en promesas, Pero la Encíclica desaprueba las exageraciones manifiestas. No admite que se hable como si la exégesis literal debiese "ceder el paso a la exégesis, que llaman simbólica y espiritual", como si, gracias a este cambio de método, "los libros del Antiguo Testamento, que hasta ahora habían sido en la Iglesia como una fuente cerrada, se abriesen en adelante a todos". Ya la Encíclica 'DIVINO AFLANTE SPIRITU' había subrayado que 'el intérprete de la Biblia debe, ante todo, esforzarse en discernir y precisar el sentido literal de las palabras bíblicas', conduciendo, por lo demás, de paso la búsqueda hacia la doctrina moral y religiosa, contenida en las Sagradas Escrituras".
"No se habla de acuerdo con las Encíclicas 'DIVINO AFLANTE SPIRITU' y 'HUMANI GENERIS' cuando se afirma, sin más explicación, que el fin de la exégesis del Antiguo Testamento es explicar el simbolismo, que une, entre sí, los sucesos históricos sucesivos; más aun, que este fin es explicar el lenguaje inteligible de la historia, es decir, de establecer, por la presencia de los mismos símbolos, de un cierto estilo y de cienos términos, las correspondencias que unen entre sí en el curso de los siglos, los sucesos y las instituciones. A pesar de la gran aceptación, que las interpretaciones simbólicas han tenido entre los Padres de la Igesia, no se puede decir con justicia que la tarea que se propone la exégesis de la Escritura es la de descubrir los 'sacramentos' contenidos en ella. Estas exageraciones presentan un peligro, porque el fin de la exégesis es el de explorar todo el sentido divino de la Escritura. Si, pues, se afirma, sin más ni más, que el fin de la exégesis de los libros del Antiguo Testamento es el de descubrir su sentido espiritual o simbólico, ¿no es como decir que el sentido literal de estas obras no fuese el sentido divino? Y, si se pretende que Cristo es el único objeto del Antiguo Testamento, ¿no es dar la impresión de un menosprecio al sentido literal de esos libros? Un escrito ha sido publicado, en el que se distingue el sentido humano y literal de la Biblia de su sentido divino y religioso: éste está contenido —dice el autor— como una filigrana en aquél. Pero la Encíclica reprueba a los que hablan de un sentido humano en la Biblia, bajo el cual estaría escondido el sentido divino, el único que ellos tienen por infalible. Nosotros debemos admitir que el sentido divino e infalible de la Biblia abraza ciertamente todo su sentido humano y literal.
"La misma tesis sugiere que la inerrancia escriturística se extiende solamente a aquello que, en la Biblia, es dicho por Dios, es decir, las enseñanzas religiosas, y que el resto no es sino un vehículo de la verdad, sobre el cual no podría plantearse la cuestión de la verdad o del error. Pero, el Santo Padre, recordando la doctrina de las Encíclicas 'PROVIDENTISSIMUS DEUS', 'SPIRITUS PARACLITUS' y 'DIVINO AFLANTE SPIRITU', rechaza la opinión, según la cual "la inmunidad de los Libros Santos contra el error consiste solamente en lo que nos enseñan sobre Dios y sobre las cosas morales y religiosas".
"Me resta por hablaros. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, de ciertas opiniones, que se refieren a nuestro fin último. La Encíclica no hace alusión a este punto; mas, no siempre se ha tenido la prudencia necesaria, en esta materia, y es mi deber llamar también sobre esto vuestra atención. En primer lugar se ha dicho que la resurrección de la carne, de la cual habla nuestro "CREDO" es una realidad coextensiva a toda la sucesión de los acontecimientos de este mundo, una realidad que no es necesario situar en un lugar más bien que en otro, que si se la liga a cada individuo, debería entonces ocurrir en el momento de la muerte; si se trata de toda la humani dad, debe entonces ser colocada al fin de los tiempos. No es éste el lugar para citar una larga serie de textos de la Escritura, de los Santos Padres y del Magisterio, a los cuales esta opinión claramente se opone. Bástame señalar el pasaje de la reciente Constitución 'MUNIFICENTISSIMUS DEUS', del que me hago eco: "Sin embargo según una ley general, Dios no quiere dar a los justos la plena victoria sobre la muerte, antes de que llegue el fin de los tiempos. Por eso, aun los cuerpos de los mismos justos están sujetos a la disolución, después de la muerte, y será en el último de los días tan sólo, cuando ellos se unirán cada uno a su alma gloriosa. No obstante. Dios ha querido que la Bienaventurada Virgen María estuviese exenta de esta ley general.
"Un segundo punto se refiere a la naturaleza de los cuerpos gloriosos de Cristo y de los elegidos, acerca del cual se ha hablado de una manera gravemente reprensible. Se habla desfavorablemente de la concepción, aunque tradicional, de San Agustín, según la cual el cuerpo glorioso es un organismo individual, compuesto de miembros distintos, que tienen una localización particular. Se ha declara do que el Cuerpo glorioso de Cristo no podía ocupar ningún lugar particular, ni en nuestro mundo experimental, ni todavía menos, fuera de este mundo, en el cielo; que el Cuerpo de Cristo resucitado escapa las categorías de lugar y que su Carne gloriosa, liberada de las limitaciones del espacio, impregna, en cierto modo, la humanidad, como la presencia divina. Sin embargo, es claro que rehusar a los cuerpos gloriosos todo aquello que es propio de un organismo y de una localización particular, es concebirlo de tal manera que no conserva ninguno de los rasgos distintos de la noción, que tenemos todos de un cuerpo humano y, sobre todo, de un cuerpo vivo. Y esto es inaceptable. Porque la Iglesia nos manda creer en la realidad de los cuerpos resucitados, y por 'cuerpo' ella entiende la noción común del cuerpo humano. Así, por ejemplo, en la definición (contra los Albigenses y los Cataros) del IV Concilio de Letrán, enseña que los elegidos y los reprobos 'resucitarán con sus propios cuerpos, que ahora tienen. Cierto que la Iglesia admite que los cuerpos resucitados se encuentran en un estado nuevo, pero no, por eso, nos da a entender que la noción común del cuerpo humano, de la que se trata, deba estar despojada de todos sus rasgos característicos. Si se vanaglorian de aceptar la enseñanza de la Iglesia y el mensaje de la fe sobre la resurrección de los cuerpos, pero abandonando todos los rasgos distintivos de la noción común del cuerpo humano, es decir, de un cuerpo vivo, se ve claramente que es grande su ilusión. Advierto aquí que una concepción muy espiritualizada de la resurrección gloriosa nos puede llevar a tomar posiciones singularmente temerarias con relación a las apariciones de Cristo resucitado. A pesar de la manera con que los evangelistas nos refieren las apariciones de Jesús a sus discípulos, se pretende que éstas no pueden ser una manifestación exterior del Cuerpo de Cristo, sino que debemos entenderlas como la consecuencia, en las facultades sensibles, de una manifestación interior espiritual del Señor resucitado.
"Un tercer punto se refiere al dogma del infierno eterno. Ha llegado a mí el eco de una opinión emitida por algunos, según la cual podríamos con fundamento dar por hecho que el castigo eterno, con el que Dios amenaza a los pecadores no sería infligido realmente a ninguno de ellos; porque la providencia misericordiosa de Dios no podría dejar de conducir a todos a la conversión y a la salvación. Pero, ¿cómo podremos juzgar que las amenazas de un Dios de infinita Majestad no puedan tener un carácter tan temible? ¿Nos atreveríamos a suprimir, en la descripción que el Divino Maestro hace del juicio final, la sentencia de condencación lanzada contra los malvados? Si tal opinión se difundiera, se quitaría a los fieles la creencia saludable de los castigos divinos. Y, a propósito de esto, debo también poneros en guardia contra otra opinión, que obtendría los mismos resultados. Nada nos autoriza a suponer que la misericordia divina regularmente da, a la hora de la muerte, una luz y una fuerza espiritual tal, que los pecadores no pueden dejar de convertirse, sin gran dificultad. Si así fuese, el Divino Salvador no hubiese multiplicado sus advertencias para que no fuésemos sorprendidos por la llegada imprevista del Juez Eterno.
"Estoy seguro, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, que no hay entre vosotros ninguno, que sostenga todo este conjunto de opiniones, que he condenado en esta carta. Algunas habían comenzado a difundirse; otras tuvieron menos éxito. La mayoría de vosotros no aceptasteis ni las unas ni las otras. Os habéis dado cuenta, porque así lo he dejado entender, que ciertas de mis observaciones apuntaban menos a tesis formuladas sin ambigüedad, que a posiciones que podían ser mal interpretadas por declaraciones hechas ambiguamente. No he hablado de todos los puntos tocados por la Encíclica 'HUMANI GENERIS'. Muchos de esos puntos se refieren a opiniones, que, a lo que yo sé, no se encuentran en ninguno de la Compañía. Por esto, ordeno a los Nuestros el conformarse en sus palabras y en sus escritos, a los juicios, que, sobre cuestiones doctrinales, yo he formulado en la presente carta. No harán ninguna propaganda, ni pública ni privada, ni en la Compañía ni fuera de ella; ni sostendrán ninguna de las opiniones desaprobadas, ni atacarán tampoco las que han sido propuestas, para que sean por todos seguidas. Sé muy bien, mis Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, que jamás ninguno de mis predecesores promulgó, en materia doctri nal, prescripciones tan extensas. Pero, ninguno de ellos se vio en circunstancias como éstas, en las que una Encíclica papal hubiese reprobado tantas opiniones peligrosas o erróneas, que amenazan con extender el contagio dentro de la Compañía. Y la mayor parte de mis prescripciones no han hecho sino explicar las enseñanzas del Santo Padre, en sí o en sus inmediatas consecuencias, para asegurar la sumisión que se le debe.
"Después de las graves medidas, que he tomado, en el curso de los meses precedentes, a las que hice alusión al empezar esta carta, yo hubiera querido escribiros para consolaros y alentaros, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos. No he podido hacerlo. En conciencia he tenido que enviaros una carta que necesariamente aviva y ahonda las heridas. Yo espero, sin embargo, que sabréis interpretar la intención benevolente y paternal, que anima mi severidad. Quisiera deciros, como San Pablo, a sus queridos corintios: "No os escribo estas líneas para avergonzaros, sino que os amonesto como a hijos queridos". Todavía una advertencia dolorosa. Comprendo bien que la crisis actual tiene que ser muy dura para una parte notable de los Nuestros: para un grupo de maestros, para sus amigos, para un grupo no pequeño de jóvenes sacerdotes y escolares. Pero, era mi deber ayudar a conjurar, a cualquier costo, un mal, que os amenaza y que es más grave que vuestro sufrimiento. Este mal sería el dejar que, sin combatirlo, subsistiese esa discrepancia entre el pensamiento de un grupo de los Nuestros y las normas doctrinales de la Santa Iglesia. Esa discrepancia no dejaría de sobrevenir, más o menos conscientemente, a pesar del esfuerzo que se hiciese para no reconocerlo, y envenenaría el alma. Tal mal. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, ninguno de vosotros querría se estableciese en él, ninguno desearía comunicar a otros, ninguno podría infligirlo a la Compañía. Debéis también pensar en la reputación de la Compañía.
"Vosotros opondréis a este mal, la voluntad inconmovible de obedecer la Encíclica, sin peimitir nada que pueda parecer una resistencia o una negación a obedecerla. Os colocaréis deliberadamente y mantendréis en la siguiente disposición: Os empeñaréis en no adheriros a las opiniones anteriores, eñ la manera de tratai ciertos pasajes de la Encíclica, como si buscaseis dificultades para oponerle; sino, por el contrario, haréis resaltar sus opiniones, para tomar como puntos de partida, las enseñanzas del Papa, según las exigencias, por las que las posiciones anteriores deben abandonarse o deben guardarse. Tal actitud exige espíritu de fe y de humildad, pero está llena de verdadera grandeza y merece todo nuestro respeto. Si los que, entre vosotros, se sienten dolorosamente lastimados por las advertencias del Santo Padre se saben aprovecharlas y guardarlas, el Señor podrá sacar de la crisis actual grandes bienes. Sin duda alguna que El quiere hacerlo, pero es necesaria vuestra cooperación, que con la ayuda de la gracia seguramente le daréis. Procurad también tener en vuestro corazón el seguir con gran fidelidad las prescripciones de nuestro Instituto en lo que toca a la doctrina de la Compañía. No quisiera agobiaros, pero, icómo no hacer notar que si todos nuestros profesores y escritores se hubiesen en ellas inspirado, no nos encontraríamos ahora en la situación que deploramos! Es verdad que el camino, en el que la filosofía y la teología se enseñan, en los que se enfrentan a los problemas nuevos y difíciles, están llenos de peligros. Esta no es, sin embargo, una razón para sustraerse a una labor, que se impone. La habéis abrazado y no dudo que seguiréis abrazándola. Pero ésta debe ser una razón, para emprender esta tarea con los ojos fijos en las normas, en las que la Compañía ha consignado los frutos de su larga experiencia. Siguiendo lo que nos dice San Ignacio, que nos ordena que, en nuestras facultades se enseñe "la doctrina más segura, que goza en la Iglesia de más autoridad", el gobierno de la Compañía ha insistido siempre en la segundad y solidez de la doctrina. A esta insistencia debe responder en cada uno de los hijos de la Compañía, el empeño de hacer que su pensamiento, su predicación, su enseñanza y sus escritos estén caracterizados por esta seguridad y esta solidez, como de cierto aire de familia. Vosotros tenéis el sentimiento fundado, mis Reverendos Padres y Carísimos Hermanos.
"Tenéis el fundado sentimiento. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, que el trabajo intelecutal de vuestras Provincias está muy lejos de llenar siquiera el déficit, que vosotros tenéis que desarrollar, en vuestras facultades filosóficas y teológicas, así como en vuestras casas de escritores, con los valores convenientes. Estáis legítimamente orgullosos de vuestras revistas y de un gran número de obras importantes, publicadas en vuestra Asistencia. Entre los valores, que habéis desarrollado y de los cuales la Compañía os está agradecida, mencionaré yo mismo: la voluntad eficaz de dar a vuestro trabajo una alta calidad científica y literaria; la preocupación de responder a las necesidades de la hora presente y al llamamiento de las almas de hoy día, la elaboración de una teología viva, cuidadosa de estar en contacto con la Sagrada Escritura y con los escritos de los Padres. No debéis renunciar a estos valores, sino que los continuaréis desenvolviendo al unísono de una aceptación perfecta de la Encíclica 'HUMAM GENERIS'. Los desarrollaréis asi, con gran humildad y modestia, preocupándose menos de estar pensando, renovando o reformando, que en guardar, profundizar y, en la medida de vuestras fuerzas, de corregir y perfeccionar. Sin las exageraciones del integrísimo, debéis procurar que vuestros juicios y vuestras palabras se inspiren franca y filialmente en el 'sentiré cum Ecclesia' (sentir con la Iglesia). Hasta en vuestro trabajo de investigación procuraréis estar en plena consonancia con la Iglesia y os guardaréis de un esoterismo, que os ponga fuera de la gran corriente de filosofia y teología, que ella aprueba. Guardaréis en vosotros, como una expresión pura de vuestro espíritu eclesial, un sentimiento gian veneración no solamente hacia la persona del Vicano de Cristo N. S., sino también por la enseñanza, las órdenes y las directivas que, directa o indirectamente, emanan de él. La Encíclica insiste, en diversas ocasiones sobre la sumisión a todos los actos de la Santa Sede. Debemos hacei un punto de honor el no peimitir a este respecto, ninguna tegiversación, ninguna actitud menos nítida, ya que pertenecemos a una milicia espiritual, que su fundador quiso ligar con los vínculos más estrechos al Vicario de Cristo. Pero, sobre todo, haremos de esta sumisión un asunto de fidelidad al Divino Rey, a quien estamos consagra dos a su servicio y al de la Iglesia, su Esposa, en el Romano Pontífice, su Vicario en la tierra". Es necesario, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, que la crisis doctrinal que ha comenzado entre vosotros, no tenga oportunidad de desenvolverse, sino que dé lugar a una rectificación incontestable y unánime. Esta será una obra común: unos colaborarán en ella con su oración y su verdadera caridad; los otros la realizarán a fuerza de oración y de valerosa sumisión. No sois vosotros los únicos interesados; la Compañía y la Iglesia también lo están, no solamente porque se trata de vosotros, miembros para ellas muy queridos, sino también porque Dios quiere colmaros de dones, que aseguren a vuestro pensamiento una gran irradiación. La Iglesia y la Compañía esperan mucho de vosotros. En cuanto a mí. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, los sacrificios que yo debo demandar de vosotros y que confiadamente espero de vuestra generosidad, me unen a vosotros de una manera especial. Con instancia muy particular yo pido al Divino Salvador por vosotros. Que El os conceda sus gracias proporcionales a la dificultad de la crisis, de la que El quiere que salgáis vencedores; indisolublemente adheridos a la palabra de su Iglesia y de su Vicario, por los vínculos con que esta prueba os hará seguramente más queridos a El.

"Me encomiendo en vuestros santos sacrificios y oraciones.
Roma, 11 de febrero de 1951.
Vuestro siervo en N. S. Jesucristo,
Juan Bautista Janssens,
Prepósito General de la Compañía de Jesús.


He aquí una carta, un documento importantísimo, que tiene un valor indiscutible para poder interpretar debidamente la crisis de la Iglesia —no con insultos, ni ataques de locura o de cinismo sin escrúpulos, como los de Reynoso y los servidores incondicionales o pagados que le están sirviendo, como Luis Ochoa Mancera— sino con hechos, con documentos innegables, que nos están demostrando que la crisis actual no nació en el Concilio Vaticano II, en donde, por así decirlo, cuajó, se desarrolló, arraizó en las entrañas mismas de la Iglesia, sino que existía anteriormente, trabajando de una manera oculta y silenciosa, envenenando la mente de los futuros sacerdotes de la Iglesia. Los desórdenes de hoy encuentran su causa latente, pero ya en plena actividad, hará tan sólo unos veinte años. La continuidad es evidente.
Quien lea serenamente este valioso documento del Prepósito General de la Compañía de Jesús y lo compare con la Encíclica de Pío XII, la "HUMANI GENERIS", que le dio origen, no podrá menos de ver que el actual progresismo, las fundamentales desviaciones de la Iglesia postconciliar y montiniana, la descomposición interna de la Compañía de Jesús no son sino la lógica e inevitable consecuencia una verdadera e internacional conspiración, hecha partido, hecha ideología, hecha dinámica, que, dentro de la Iglesia, fue hábilmente preparada e introducida, por numerosas infiltraciones, escogidas, seleccionadas, habilísimamente dirigidas, en la oscuridad de los conventos o casas religiosas, en los seminarios, en el clero regular y secular, en las mismas jerarquías, que prepararon y están llevando adelante la crisis actual, que trae a la deriva la nave de Pedro.
Y confirmo aquí lo que ya había indicado abiertamente en mi libro anterior "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA": en esta secreta subversión, yo culpo, en primer término a los jesuítas —no a todos, pero sí a muchos, especialmente a los que están ahora en puestos de gobierno— de ser los principales responsables de esta catástrofe, como lo fueron de otras muchas en tiempos pasados. No sin razón Paulo VI, el hombre que, desde joven o desde niño, escogieron y prepararon cuidadosamente los enemigos, para el salto final de la fortaleza, encontró, ai subir al trono pontificio, en el P. Arrupe y en sus dóciles hijos, los jesuítas de la "nueva Ola", los colaboradores más hábiles, dinámicos y preparados, para la realización de su misión histórica: la super-reforma de la Iglesia de Cristo.
Hay para mí una interrogante, que, desde aquellos tiempos conciliares, se planteó en mi conciencia, de modo urgente e imperioso, al enterarme del inesperado nombramiento del actual Prepósito General de la Compañía de Jesús, el M.R.P. Pedro Arrupe, S. J.: ¿Por qué los votos de los Padres Provinciales y de los electores se acumularon para elegir cerno sucesor de San Ignacio, en un español, en un desconocido misionero del Japón? Cierto que el P. Arrupe hacía sus viejos periódicos para recoger limosnas para sus obras misioneras. Con ocasión de uno de estos viajes tuve el gusto de conocerlo, tratarlo y poner mi pequeña ayuda en la colecta fructuosa que hizo en Puebla. Pero, las Provincias Españolas y, pot concomitancia, las iberoamericanas no gozan de gran prestigio entre sus hermanos de otros países. Porque, en primer lugar, aunque Iñigo de Loyola logró reunir para la fundación de la nueva orden a varios españoles de nacimiento (no de raza); aunque el mismo Iñigo de Loyola nació en Guipúzcoa (cualesquiera que hayan sido sus antecedentes familiares), no se puede afirmar históricamente que la Compañía de Jesús haya nacido en España, ni tenga en su estructuración rasgos característicamente españoles. La Nueva y reformadora obra ignaciana, fundada en París, tuvo, desde sus orígenes, un carácter peculiarísimo: el Instituto de San Ignacio centró sus fuerzas en la misma Compañía, sin tener en cuenta las nacionalidades, que por aquel entonces se iban fundando en Europa, y, en cierto modo, supeditando la misma religión a la Orden y a sus intereses, su prestigio, su difusión e influencia entre los prelados, los reyes, los que de algún modo pudieran favorecer el programa ambicioso de Iñigo de Loyola: LA MAYOR GLORIA DE DIOS.
No sé si me equivoque, pero sospecho que esa elección obedeció a una consigna superior, a una indicación de Juan B. Montini, que, en el juego de su ajedrez mundial, necesitaba esa pieza, para poner en juego los ejércitos subordinados de la Compañía de Jesús.
Pero, ahora no estamos hablando del P. Arrupe, sino de una Carta, que su antecesor inmediato, en el supremo puesto de Prepósito General, el M.R.P. Juan B. Janssens, escribió a la "Asistencia" de Francia, a raíz de la publicación de la "HUMANI GENERIS" de Pío XII. El documento es, como ya dije, de suma importancia porque es revelador; porque, en su complicada dialéctica, aparece el estilo propio del gobier no de la Compañía, que, si, en un momento dado, sacrifica a uno o varios de sus hijos, cuando así lo exigen las circunstancias o la Mayor Gloria de Dios, deja hábilmente la puerta entreabierta, para rehacer lo que temporalmente había sido destruido y seguir adelante en el programa preconcebido. Si el P. Janssens, obedeciendo a órdenes superiores, se vio en la penosa necesidad de quitarles su cátedra a los pioneros de la "nueva teología", su sucesor, el P. Arrupe, a pocos días de su nombramiento de supremo Superior de la Orden, en la primera entrevista que, desde la novísima oficina de prensa, instalada por la Compañía, en la casa generalicia, tuvo la satisfacción de restituir al ejemplar jesuíta, P. Pierre Teilhard de Chardin, su prestigio, que, en mala hora, le había quitado la odiosa Sagrada Congregación del Santo Oficio. Los mismos teólogos, que el Santo Padre Pío XII había severamente amonestado, nada menos que con una Encíclica memorable, volvían ahora, gracias a los "Signos de los Tiempos", a ocupar sus cátedras, a publicar sus libros con el "imprimatur" canónico y a ser nombrados los sabios "expertos" del Vaticano II. Empecemos, pues, por estudiar los puntos capitales de la Carta del P. Janssens:
(1). Nos da, en primer lugar, una breve síntesis del documento papal, al que va a referirse, en las inmediatas referencias de la Encíclica a la Compañía de Jesús: "Se refiere la Encíclica —dice el P. General— "a un movimiento de ideas muy complejo", "en el cual muchos de los Nuestros han tomado parte y algunos de ellos han jugado un papel preponderante". No deja de llamar la atención el ambiguo y confuso adjetivo, con que el P. Janssens especifica y define el neomodernismo y sus numerosas e innegables herejías: "Movimiento de ideas muy complejo". Por lo visto, a juicio del P. General, no tuvo el Papa ni la ciencia, ni la visión, ni la asistencia divina necesaria, para desenredar la madeja y separar el trigo de la paja. ¿Podemos llamar "movimiento complejo" a ese conjunto de gravísimos errores, que pretenden destruir toda la doctrina católica y las bases mismas de toda religión?
(2). Admite el P. Janssens que, en ese "movimiento", varios jesuítas, (no pocos por cierto), habían tomado parte y "algunos, parte preponderante". Por eso, por disciplina, no por motivos ideológicos, él se había visto obligado a separar de la enseñanza a muchos profesores de teología y filosofía, "operarios fervorosos, dotados de un talento indiscutible". Estas palabras del Superior General de la Compañía son sencillamente incomprensibles, absurdas e inadmisibles; poique, en el fondo, están acusando al Papa; están defendiendo y aceptando los errores gravísimos, condenados por el Sumo Pontífice y por los cuales obligó al P. General a separar de sus cátedias a tan eximios profesores, "dotados de un talento indiscutible". Si fuera tan "indiscutible" su talento, el Papa no tuvo la prudencia, ni la caridad necesaria, para quitar a esos privilegiados jesuítas la enseñanza de la ciencia dogmática de la Iglesia. ¿Es un talento "indiscutible" el que se pone al servicio de la herejía?
(3). El P. General ha participado del sufrimiento de los afectados por sus disposiciones disciplinares, que él no hubiera impuesto, si el Santo Padre, tal vez no tan enterado, tal vez no tan comprensivo, no hubiese visto en la "nueva teología" "algunas falsas opiniones, que amenazan destruir los fundamentos mismos de la fe católica".
(4). Tenga o no tenga razón el Papa, los jesuítas deben aceptar, con espíritu de fe, estas advertencias del Vicario de N. S. Jesucristo. Pero, yo pienso que la "HUMANI GENERIS" no es tan sólo una advertencia, sino un documento del Supremo Magisterio, que, cumpliendo sus altísimos deberes, condena concretamente los errores, que destruyen la integridad de la fe y los fundamentos mismos de toda religión. La Encíclica impone una completa aceptación de los jesuítas afectados por ella, en su pensamiento, en sus enseñanzas, en sus escritos. ¿Es posible ese cambio profundo, cuando están arraigadas las convicciones contrarias, cuando, por largos años, se había impartido en las clases y defendido en los escritos, por tantos miembros de la Compañía de Jesús, las tesis expresamente condenadas por la "HUMANI GENERIS"? El mismo P. Janssens admite que "la presencia del remedio -que la Encíclica ofrece— no es todavía la curación". Si la historia de la Iglesia nos enseña que "la enseñanza del Magisterio no ha podido reprimir, sino lentamente y con dificultad, las desviaciones doctrinales, que quería eliminar; ¡con cuánta mayor razón se arraigarán y difundirán esas desviaciones, cuando calla la voz del Magisterio, cuando las censuras y anatemas de la Iglesia han sido suprimidas, para todos los herejes, no para los que defienden la fe tradicional de veinte siglos!
(5). "La única actitud que nos conviene —dice el P. General a sus hijos— es, a no dudarlo, la de someternos perfectamente". "Entre la rebeldía deliberada y la perfecta obediencia, hay lugar a posiciones medias, en las cuales fácilmente se puede rebasar la norma impuesta". A mi modo de ver, esta advertencia puede ser tendenciosa; puede sugerir a los dóciles jesuítas, posibles escapatorias, que, dando tiempo al tiempo, hagan que esas ¡deas, condenadas por Pío XII, resurgan de nuevo y se impongan en la conciencia católica. Así, en realidad, ha ocurrido; y los entonces postergados se impusieron en los pontificados de Juan XXIII, Paulo VI y en el Concilio Pastoral Vaticano II. El Caso de Teilhard y Danielou son sintomáticos, son elocuentes, son reveladores.
Entre el "" y el "no", entre el ser y no ser, no hay términos medios; y más cuando se trata de las doctrinas de la fe. Se puede simular una perfecta obediencia, como lo hizo Teilhard, pero esa "pausa" en el drama no es una retractación, ni una afirmación de la verdad. Esta es, tan sólo, un ardid jesuita, para eludir la amenaza pontificia, que ya pesaba sobre la Orden.
(6). ¿A dónde se llega entonces? —pregunta el Prepósito General. "Se llega, sin tener clara conciencia, a querer conciliar las cosas inconci hables". "Por ese camino —continúa el P. Janssens— se llega a someter los textos del Magisterio a una exégesis, que desvirtúa el sentido del mismo; a aplicarle distinciones arbitrarias; a hacerse sordos a las exigencias del Magisterio; a atribuirle a la autoridad la intención de dar a esas opiniones un sentido más avanzado del que, en realidad, tienen". Todos eslos subterfugios son el "NO" decidido a la Encíclica. Y debemos notar que los dichos y escritos de los neomodernistas de la Compañía habían sido estudiados minuciosamente por los más selectos teólogos del equipo del Santo Oficio. La Encíclica, por otra parte, no admite interpretaciones aproximadas y falaces, y debe —como dice el P. General— "tener una interpretación, según las reglas aprobadas, que los mejores teólogos aplican a esta clase de documentos".
(7). Admite el P. Janssens la posibilidad de una falsa actitud, dada la propensión de la naturaleza humana a engañarse, a persuadirse que está obedeciendo plenamente, cuando, en realidad, se está buscando una evasiva. Una serie de hechos le habían enseñado a su Paternidad que tal insistencia es oportuna y necesaria. Muchos de los jesuitas afectados por la Encíclica, buscaban su defensa, más bien que el ofrecer su absoluta y completa sumisión. Pero, esta defensa no era oportuna; había que dar, como ya dije, tiempo al tiempo; dejar que el Papa muriera, para imponer después, en un Concilio Pastoral, la reforma total de la doctrina, de la moral, de la liturgia y de la disciplina de la Iglesia.
(8). Porque el punto central y decisivo de la "HUMANI GENERIS" es la condenación que hace Su Santidad del así llamado "relativismo teológico"; no tan sólo del relativismo extremo de los protestantes liberales, sino del relativismo moderado. En general, se llama relativismo la doctrina que niega a la verdad un carácter absoluto. Mas, para no engañarnos acerca del verdadero punto de vista, en que se colocan las teorías relativistas, hoy tan en boga, será bien notar, desde luego, que la palabra "relativo", que entra aquí en juego, no se toma en su sentido original: "lo que es elemento de una relación" o lo que no es del todo absoluto, sino que puede o debe ser concebido en relación con otros. Lo más ordinario, es tomar la palabra en el sentido derivado de "variable", no constante, no inmutable, y aun se extrema esta significación, haciendo de lo que no es del todo y con todos los aspectos absoluto, una simple y mera variabilidad. El fundamento para esta acepción no deja de ser real en parte, ya que el ser enteramente absoluto es también absolutamente inmutable; y todo ser finito dice algún respecto a otros; mas, la extensión absoluta y sin términos medios de estos caracteres a las denominaciones de "absoluto" y "relativo", ultra de ser una flagrante falta al método relativista, es ocasión de frecuentes y muy lamentables confusiones, en cuestiones de suma trascendencia; y, desde luego, es sensible la facilidad con que se pasa de una a otra de estas significaciones, sin motivo suficiente, con positivo detrimento de la investigación filosófica, que se mueve así en el campo de la vaguedad e indecisión.
Como ya lo dije antes, la reforma proyectada por el progresismo y todos sus secuaces exigía echar por tierra el muro de lo absoluto e inmutable de nuestros dogmas y dar a los documentos intangibles del Magisterio un valor inestable y relativo. "Los misterios de la fe no pueden nunca ser expresados por nociones adecuadamente verdaderas, sino sólo por nociones aproximadas, que pueden siempre cambiar, que indican en cierta medida la verdad, mas, sujeta, a sufrir necesariamente una deformación". Aquí tenemos ya la piqueta poderosa para llevar a término la "autodemolición" de la Iglesia. Admitida esa inestabilidad, esa variable significación de la Verdad Revelada, la doctrina evangélica está sujeta constantemente a nuevas y, tal vez, opuestas significaciones. Los golpes más certeros estaban dirigidos en contra de las definiciones dogmáticas del Vaticano I y del Concilio de Trento.
Este relativismo teológico es una lógica consecuencia del "aggiornamento" y del "ecumenismo". Para hacer comprensibles los misterios de la fe al mundo frivolo, mundable e irreflexible de nuestros días, era necesario —pensaban ellos— expresarlos en el lenguaje de las filosofías contemporáneas, como si las cosas invariables de la teología —un absoluto de afirmación y de contenido— necesariamente debieran expresarse en las concepciones contingentes. "Una verdad inmutable no puede mantenerse, cuando el espíritu humano ha evolucionado, gracias a una evolución simultánea y proporcional que quiere expresarse". Por otra parte, el movimiento "ecuménico", nota característica de los dos últimos Papas y su Concilio: la suspirada unión de todas las religiones no podía alcanzar sus objetivos sino dando esta flexibilidad, esa posibilidad de cambio a los misterios de la fe, que hasta ahora habíamos sostenido como algo absoluto e inmutable.
(9). "Paralelamente, para no apartarnos de la enseñanza del Jefe de la Iglesia, —prosigue el P. Janssens- sobre el valor de la razón en el campo de la filosofía, hay que guardarnos de hablar como si la idea de un doctrina filosófica, capaz de integrar en sí las adquisiciones eternas de todas las otras filosofías, implicase una contradicción y como si la expresión más completa de la verdad filosófica debiera necesariamente encontrarse en una serie de doctrinas, entre sí complementarias y convergentes, a pesar de sus diferencias, incluso de sus oposiciones sistemáticas". He aquí el relativismo en el orden filosófico. La verdad no existe; la verdad es la suma de las verdades complementarias y convergentes, incluso de oposiciones sistemáticas; la verdad tiene su expresión más apropiada en las doctrinas disímiles, que necesariamente se complementan, aunque se opongan las unas con las otras.
Contra esta variante constante de la verdad, la Encíclica se pronuncia defendiendo la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera.
(10). Si no existiese esta metafísica absolutamente verdadera, si nuestra inteligencia no tuviese los principios absolutos y evidentes para establecer con ellos el andamiaje firme de nuestros más seguros y progresivos raciocinios, la verdad sería sencillamente inaccesible para nosotros. Ni la existencia de Dios, ni el hecho histórico de la Revelación Divina, ni las pruebas apodícticas de la Verdad Revelada estarían nunca al alcance de nuestras facultades naturales y, por lo mismo, las credenciales de la credibilidad de nuestra fe católica, no podrían estar en nuestro poder, para ofrecer a Dios el "obsequium rationabile", de que habla San Pablo, de la humilde y rendida aceptación de los misterios que El nos ha revelado y que corresponden al origen divino de la religión cristiana.
Existen, a no dudarlo, dominios comunes a la religión y a la filosofía: son principalmente los problemas morales y metafísicos; de aquí la necesidad de aplicar un criterio de distinción formal entre el contenido de ambos. Sin embargo, la verdadera filosofía no puede entrar en conflicto con la religión; ni las verdades superracionales pueden ser demostradas a la manera de las leyes científicas, ni la razón carece de fuerza para llegar naturalmente a la existencia de Dios, la espiritualidad del alma, la creación del mundo, el hecho histórico de la Divina Revelación y las pruebas irrecusables y fehacientes, que confirman y prueban la verdad de los testimonios claros de Jesucristo y de los demás portadores del mensaje divino. En aquellos problemas, que son del dominio común de la religión y de la filosofía, ambas se complementan; la religión no puede ni debe convertirse en filosofía, y paralelamente la filosofía no puede suplir a la religión. Explica la religión por qué hay problemas en la filosofía, que necesitan una confirmación más allá de la experiencia y de la reflexión individual; la filosofía, a su vez, descubre las razones y etapas del desarrollo de las ideas religiosas; a esta finalidad responde la psicología, historia y filosofía de la religión. Debemos, sin embargo, notar que en este campo, además de los límites todavía muy vagos e imprecisos, que suelen caracterizar estos estudios, hay el grandísimo peligro de incurrir en gravísimos errores, al querer racionalizar nuestra fe, a la tenue luz de la inteligencia humana.
Históricamente encontramos épocas y pueblos en los que, por su cultura especial, la filosofía aparece anulada por el interés práctico y las creencias religiosas. Así ocurre en casi todos los países del antiguo Oriente. El último período de la filosofía griega está también caracterizado por el predominio de los problemas religiosos. La filosofía patrística se propuso como principal misión utilizar la filosofía pagana en la fundamentación y defensa del cristianismo. Pero, no debemos olvidar que en esa filosofía pagana están los fundamentos de nuestra civilización y de nuestra cultura, ya que esa filosofía supone escalar las más altas cumbres del pensamiento humano. La edad media continúa la obra de los Santos Padres. Sabemos cuan ardua fue en aquellos tiempos la polémica alrededor del problema de las relaciones entre la filosofía y la teología. La escolástica ensayó todas las fórmulas, llegando a la distinción de los dominios: el del saber, por los medios naturales del conocimiento y el de la fe, por la autoridad divina, y esta diferencia de base justifica el aforismo "Philosophia, ancilla Theotogiae", la filosofía es la sierva de la teología, porque, además de que la teología nos enseña verdades sobrenaturales, que están por encima de las capacidades de nuestros conocimientos naturales, la filosofía, guiada por la luz de la Divina Revelación, de la Sagrada Escritura, de la Tradición y del Magisterio, procura ahondar en los recónditos sentidos de la Verdad Revelada. Ningún filósofo ha conseguido unir entre sí ambos conocimientos con el acierto de Santo Tomás de Aquino, quien afirma que la fe presupone el conocimiento natural y que la revelación confirma y robustece las verdades demostradas por la razón humana. Filosofía y Teología se distinguen por su objeto y por su método, considerando que la filosofía sirve para demostrar ciertas verdades preliminares a la fe, para aclarar por analogía ciertas enseñanzas dogmáticas y para combatir las enseñanzas contrarias a la religión.
Las condiciones políticas y culturales, con que empieza la época moderna, favorecen la separación de la religión y de la filosofía. Un número considerable de pensadores sigue aceptando las fórmulas antiguas, pero el movimiento naturalista llamado del "iluminismo" (engendro monstruoso de las logias y de las sectas) continúa la obra de la contraposición, que culmina en la Enciclopedia, hasta llegar a las increíbles desviaciones del neomodernismo y del relativismo teológico. El siglo XIX se caracteriza por una posición agnóstica del problema religioso, dedicando los teólogos su labor a combatir todas las derivaciones del racionalismo religioso y de la incredulidad positivista. En el siglo XX, después de la muerte de San Pío X, y aún antes de ella, los errores de la falsa filosofía habían logrado infiltrarse en la Iglesia. Y fue Maritain, el amigo de Paulo VI, el enemigo más potente, que, simulando catolicismo, enseñó la destrucción del catolicismo, al querer emancipar la religión de la vida, quien, en gran parte, colaboró a esta revolución, en que nos encontramos.
El Problema metafísico es el problema más esencial y característico de la filosofía: "Filosofía primera la llamó Aristóteles, que la definía ciencia del ser como tal ser, y de los principios y causas últimas del ser, en oposición a la filosofía segunda, o física. Objeto de la filosofía primera es el ser inmutable. Esta denominación, hoy poco usada, se corresponde con la acepción de la metafísica, opuesta a la fenomenología, como la investigación sobre la esencia, origen y finalidad, se opone a la que versa sobre los hechos o fenómenos naturales, sus leyes y causas próximas. Por eso, en su Encíclica, Pío XII exige, como punto de partida para todo conocimiento humano y como base de nuestros mismos conocimientos religiosos, la metafísica, absoluta e inmutable, como la verdad en que se funda.
(11). Es, pues, punto esencial de la fe cristiana la índole racional de su credibilidad, sobre la cual ella se funda. Probada la existencia de Dios, el Ser necesario, probada la contingencia y la creación de todo cuanto existe fuera de Dios, probada la inmortalidad y la espiritualidad del alma humana, probado el hecho histórico de la Divina Revelación y las pruebas irrecusables que lo demuestran, el hombre, obra de Dios, dependiente por su esencia de Dios en el ser y en el obrar, recibe humildemente, con certeza absoluta, esas verdades reveladas, como verdades dichas por Dios, que no puede engañarse, ni engañarnos.
En punto tan delicado, conviene tener las ideas muy claras para no confundir los motivos de credibilidad con la misma fe, con que nosotros aceptamos como verdades reveladas por Dios, los misterios de nuestra religión. Los motivos de credibilidad son verdades al alcance de nuestras facultades humanas cognoscitivas. Es falsa, como dice la Encíclica, "esa necesidad absoluta de una iluminación sobrenatural para probar el hecho de la Revelación". La "apologética", no está superada, como dijo hace tiempo Mons. Vázquez Corona, a su regreso de Roma, durante los días del Concilio. Tenemos argumentos evidentes y abundantes para probar todas esas verdades que forman la Credibilidad de nuestra fe católica. ¡Qué más quisieran los enemigos que haciéndoles el juego, les diésemos el gusto de declararnos vencidos, impotentes, para seguir dando esta batalla por la verdad y por la fe! Probada y asentada la credibilidad de la Divina Revelación, entonces sí, humildes reconocemos lo que Dios nos enseña, lo que está por encima de nuestra capacidad cognoscitiva. Por eso nuestra fe es un obsequio, que, en nuestra pequeñez ofrecemos a Dios, pero es un obsequio racional.
En un artículo del Dr. Antonio Brambila, aparecido en el "Sol de México", el 18 de agosto de 1972, leemos con asombro estas palabras reveladoras, uno de los virajes a la derecha, con que de vez en cuando nos sorprende el conocido autor de aquel otro artículo: "Los patos tirándoles a las escopetas": "El caso de Hans Küng, al que hicimos referencia el pasado lunes, es simplemente un caso concreto, dentro de una situación general de la Iglesia, después del Concilio Vaticano II. La situación se expresa bastante bien, creo yo, si decimos que uno de los efectos del Concilio fue el de que se haya sustituido hasta ahora el Magisterio con el diálogo". Tarde ha venido el Dr. Brambila a reconocer el mal, que tanto le escandalizó en mis escritos anteriores: indiscutiblemente ahí está el mal de fondo. El Magisterio calló; dejó que los enemigos emboscados hablasen libremente y pregonasen las mismas herejías que, en tiempos anteriores, cuando el Magisterio cumplía su misión primordial, cuando el Santo Oficio velaba solícito por la incolumidad de la doctrina recibida, habían sido condenadas explícitamente, como lo estamos viendo en esta maravillosa Encíclica de Pío XII.
Cuando defendemos la fe, cuando, apoyados en la Escritura, en la Tradición, en los documentos del Magisterio, usamos nuestra inteligencia, a la luz de esa divina revelación, para combatir los sofismas y errores, que, a título de "aggiornamento", de "ecumenismo", de "diálogo", se han multiplicado por el mundo, como fruto de esa amplitud, con que Juan el Bueno quiso que tratásemos a los enemigos de Dios y de la Iglesia; estarnos cumpliendo con un imperativo de nuestra conciencia católica y sacerdotal, defendiendo la fe, que recibimos como el más precioso tesoro de la vida.
No es posible detenernos ahora en analizar todos los gravísimos errores que la "HUMANI GENERIS" señala y comenta la Carta del Prepósito General de los Jesuítas a la Asistencia de Francia. Creemos más pertinente citar ahora el discurso que Pío XII pronunció el 10 de septiembre de 1957 a los 185 jesuítas, reunidos con su Prepósito General el M.R.P. Janssens, con motivo de la Congregación General.

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