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lunes, 23 de mayo de 2011

Tercera razón que hace de la maternidad de María el centro y la clave de sus privilegios:

el "amor" de la madre al hijo y el del hijo a la madre.
I.—La medida de los dones celestiales es la medida: del amor que la criatura tiene a su Dios, del amor que Dios tiene a su criatura. Estas dos verdades son tan manifiestas, que parece superfluo el demostrarlas. Y, hablando primeramente del amor que Dios tiene a su criatura, se ha de notar una diferencia esencial entre el amor que el Creador nos tiene y el amor que nosotros nos tenemos. Lo que mueve la voluntad del hombre es el bien que preexiste en las personas o en las cosas, de donde se sigue que el amor humano, el amor creado, no causa la bondad del objeto amado, sino que la presupone o en parte o quizá totalmente. Al revés, el amor de Dios produce en su término el bien que lo hace digno de sus complacencias. Lo que ama Dios en el objeto de su amor no es lo que en él se halla, sino lo que él mismo lleva y le da. Amar para Dios, es querer y hacer bien. Cuando decimos de Dios que tiene más o menos amor, el más y el menos no debe entenderse de una mayor o menor intensidad en el acto con que ama, porque Dios ama a todas las cosas y a sí mismo con un solo acto, simplicísimo, inmutable, que no es sino la misma esencia divina. El más y el menos se refieren a los bienes que confiere a quien ama, y así decimos que Dios ama más a quien da más, y menos, a aquel a quien otorga menos favores.
Si el amor de Dios hacia el hombre es principio y medida de los dones que le concede, el amor del hombre hacia Dios, aun siendo una gracia grande, llama tras de sí otras gracias, de las cuales es a su vez regla y medida. Más adelante diremos cuál sea el oficio de la caridad en el mérito de las obras y cómo es el alma y la vida de las mismas. Por ahora baste recordar que de todos nuestros actos, el más meritorio de suyo es el acto de caridad divina. Añadamos que cuanto más un alma se esfuerza en vivir sus obras haciéndolas por un motivo de amor, esto es, haciéndolas para agradar y glorificar a Dios, tanto más esta alma ensancha su corazón para recibir las efusiones de la liberalidad divina.
He aquí dos principios incontestables sobre los cuales vamos a apoyar los admirables privilegios de la Madre de Dios: el amor inefable que ella tiene al Hijo de Dios, que es su Hijo, y el amor aún más grande del mismo Hijo a su Madre.

II.—Digamos primeramente del amor de María. En tiempo es el segundo, pues si ella ama es porque antes es amada; pero es el que más se acerca al nuestro. Santo Tomás de Villanueva, considerando este amor, después de recordar que la Virgen es Madre de Dios, no sólo en sentido lato, porque guarda la palabra de Dios, sino en la más estricta significación, porque lo ha dado a luz y concebido de su carne, añade estas hermosas palabras: "Es no solamente un nombre de excelencia soberana, sino también de perfección sin rival. Porque la perfección suprema de la criatura humana en esta vida consiste totalmente en el amor de Dios. Summa humanae creaturae perfectio vitae hujus tota in amore Dei est" (S. Thom. a Villan., Con. In fest. Nativ. B. V. M., I. n. 11, Opp. II, 394). Ved por qué nunca meditaremos bastante el amor de María hacia Jesús, su Hijo y su Dios.
Es amor de madre. Privilegio singular de esta Virgen es que para ella lo mismo es amar a su Hijo que amar a Dios. ¡Qué amor tan grande supone y encierra ya por sí sola esta cualidad de madre! ¿Conocéis cosa más tierna, más dulce, más desinteresada que el amor de una madre para con su hijo? Y no es maravilla, porque este amor brota de las entrañas mismas de la naturaleza; de suerte que este amor sigue a la maternidad dondequiera que ésta se halle, hasta en los seres irracionales, y es tanto más perfecto cuanto sea más perfecta la maternidad. Una madre tiene que esforzarse no para amar, sino para dejar de amar, porque para esto tendría que ir contra la naturaleza, tendría que desnaturalizarse (Santo Tomás de Villanueva, tratando esta materia, escribe: "Solent matres etiam deformes fiiios tam ardenter amare, ut etiam severite matronae, dum lanetentibus in premio ii.fantilms garriunt. videantur sonsum amisisse prae amore. Quid non dicut, quod non faciunt? aut quis scurra levior est quam mater ad infantulum. . ." In fest Nativ. V. M. V. Conc. 2, n. II. Opp. II, 394. Dice también : "Nulla enim sine insania mater in filum." In fest Assumpt. Conc. 4, n. 3. Ibid.. 334). Y si le preguntáis la causa de su amor: Ah, es mi Hijo, os responderá; mi carne, mi sangre, otro yo. ¿Por ventura, es posible no amar su propia sangre y su propia carne a sí mismo? ¡Disposición admirable de la Providencia que depositó este amor en el corazón de las madres para que puedan soportar no sólo con paciencia y resignación, sino aun con alegría, el duro trabajo de formar hombres.
Pues si esto es verdad de todas las madres, ¿qué diremos de María? ¿Podría decirse que no ama con todo su corazón y con todas las fuerzas de su ser a Jesús, fruto bendito de sus entrañas, ella, en quien nada embaraza, nada detiene, nada desvía el movimiento de una naturaleza excelentemente delicada y recta; ella, que a todas las madres aventaja en que fué creada únicamente para ser Madre?
Pero sería muy poco medir el amor de María con la medida del amor de las otras madres. ¡ Hay tantas razones para que el amor de María sobrepuje al amor de las otras madres en ternura, en abnegación, en vivacidad! El amor de María es un amor que no se divide. Su hijo es suyo, totalmente suyo, exclusivamente suyo: sola solí ("Sicut est unicus único Patri, ita est unicae Matri." Ricard a S. Laur., De Laudibus B V., L. III, 38. ínter, op. Albert. M.. XX:). Fuera de María, el amor se divide. Al lado del amor maternal está el amor paternal, y los dos permanecen distintos, aunque completándose: aquél, más tierno; éste, más fuerte. De ahí que "cuando el uno de los dos ha sido suprimido por la muerte, el otro se siente obligado por un sentimiento natural a redoblar su afecto" (Bossuet Aloc. Para la Vigilia de la Asunción en el Colegio de Navarra, 1650, punto primero. Lebarcq., Oeuvres orat. de. Bossuet, I). Tratándose de María no hay esta división entre el Padre y la Madre: todo el amor se concentra en el corazón de la Madre, en el corazón de María, porque María es Virgen y Jesucristo no tiene por autor de sus días sobre la tierra más que a la Santísima Virgen (De Tertuliano es esta hermosa sentencia: "Nadie es tan padre como Dios, Nemo tam pater nisi Deus." De María podría decirse también: Nadie es tan Madre como María, porque ella no es compañera de ninguna otra criatura en la formación primero del Niño Dios).
Y tampoco se divide el amor de la Santísima Virgen entre varios hijos: solus soli. Este primogénito es Hijo único, no accidentalmente, sino por designio absoluto de Dios, con toda certeza conocido por María. No queremos decir que los hijos sean menos amados cuando son muchos en el hogar materno; pero es innegable que para el hijo único hay naturalmente más cuidados y afectuosas atenciones. Sólo el corazón de Dios es suficientemente grande para que el sitio de uno no estreche el sitio de otro, pues este corazón es inmenso como el mismo Dios. Mi amado es para mí, únicamente para mí, y yo a mi vez soy únicamente para él ("Dilectus meus mihi, et ergo illi." Cant., II. 16); y esto mismo puede decir la Virgen María mirando a Jesús.
Con todo esto podemos formarnos altísima idea del amor maternal de la Santísima Virgen. Pero hay otras circunstancias que lo subliman hasta lo infinito. Jacob amaba a todos sus hijos; pero sentía amor especial hacia José, porque lo había tenido de Raquel, la más amada de sus esposas. Isaac era más amado de Abrahán que los demás hijos, porque era "el hijo de la promesa" (Rom., IX, 9), objeto de prolongados deseos y nacido contra toda esperanza. Aunque una madre lleve en su corazón a tocios sus hijos, aun a aquellos que se lo han desgarrado con una conducta indigna de su nacimiento, sin embargo con más ternura descansa sobre aquel que por sus condiciones y por sus virtudes responde mejor a los desvelos y abnegaciones de su madre.
¡Oh María, cuántos nuevos motivos se descubren en todas estas consideraciones para inflamar más y más tu amor de madre! Jesús era el fruto de tus entrañas, no estériles, sino vírgenes. ¿Podías tú esperar que brotase de la vara de José sin robarle su verdor y que fuese fruto virginal de tu virginidad conservada, qué digo conservada, consagrada por el mismo alumbramiento? No fuiste su madre por una gracia, como esas concedidas a otras mujeres antes que a ti, sino por la operación del Espíritu Santo. El Amor eterno, el amor personal, te dio tal hijo a ti, Madre del amor hermoso. Y este Hijo, nacido del amor y en el amor, es tan perfecto que no necesitas recurrir a ficciones mentirosas para que te parezca soberanamente amable y digno de tu afecto maternal. David, su antepasado, esclarecido con luz profética, lo vio allá en las lejanías de las edades y lo vio como el más hermoso entre los hijos de los hombres. En sus labios se derramaba la gracia. Y se adelantaba, potente y victorioso, con todo el esplendor de su divina hermosura (Psalm., XLIV, 3-6).
Mas ¿para qué hablar de David? Tú misma lo contemplaste lleno de gracia y de verdad (Joan., I, 14). En tu misma casa, a tu vista, creció en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres conforme iba creciendo en edad: dechado de toda pureza, de toda humildad, de toda amabilidad, de toda perfección, es decir, en una palabra, de todo lo que tú amas. ¿Cómo tu corazón no se fundió de ternura? A esta pregunta dirigida a la esposa del Cantar de los Cantares: "¿Cómo es tu amado, oh tú, la más hermosa de las mujeres?", tú hubieras podido mil veces contestar: "Mi amado es blanco y rojo, escogido entre millares. Su cabeza es oro purísimo. Sus cabellos son como los ramos de las palmeras, negros como los cuervos. Sus ojos, como de palomas inclinadas sobre las aguas... y bañadas en leche... Sus mejillas, como un perfume de aromas... Sus labios son lirios; destilan mirra purísima... Su voz es suavísima y toda deseable. Así es mi amado y es mi amigo, oh hijas de Jerusalén" (Cant., V, 9-17). Sí, es su amigo, porque es todo amable y es todo amante; más aún, es el bienhechor por excelencia. Ella sabe que vino del cielo a la tierra por ella, para darse a ella, para santificarla, para deificarla. Los misterios, los trabajos, las oraciones, los padecimientos de este Hijo queridísimo serán el precio de la salvación del mundo; pero este precio es para ella antes que para todos los demás; el precio de privilegios que le son exclusivamente propios, precio de su virginidad fecunda, de su pureza más que angélica, en una palabra, de todo lo que ella es y de todo lo que tiene por la gracia del Salvador. Medid, si podéis, los ímpetus de amor que semejante certeza debía imprimir en el corazón de María.
A tantos estímulos del amor uníanse, finalmente, la siguiente circunstancia. Es una idea frecuentemente expuesta por los Santos Padres que el terreno más a propósito para el árbol del amor es el corazón de las vírgenes, y se confirma esta idea con la doctrina del apóstol San Pablo, de la que los Santos Padres bebieron aquella idea (I Cor., VII, 34). Así, leemos en San Bernardo que "no había en el corazón virginal de María ni una partícula vacía de amor y que esta Virgen era verdaderamente la Madre del amor" (S. Bernard., serm. 29, In Cant., n. 8. P. L. CLXXXIII, 933). Dícese comúnmente que es necesario tener corazón de madre para saber lo que es el amor maternal. ¡ Pues cuanto más necesario será tener el corazón de María para formarse idea de su amor a Jesús, su amante y amable Hijo!
Y, sin embargo, hasta aquí no hemos hecho nada más que abordar esta materia tan hermosa. Y, aun así, lo dicho bastaría si Jesucristo no fuese nada más que hombre, el más perfecto de los hijos de los hombres. Pero es Dios, y la Virgen su Madre, instruida por el Espíritu Santo creía con todas las fuerzas de su inteligencia y de su corazón que aquel niño, nacido de sus entrañas, era el Hijo eterno de Dios, Dios como su Padre y consubstancial con él (Luc, I, 32, 45). Por consiguiente, su amor maternal no se detenía en el hombre; no podía separar lo que estaba indisolublemente unido. En su Hijo veía y amaba a Dios. Una madre ama todo lo que pertenece a la persona de su hijo y con el orden de dignidad que entre sí tienen las partes: el cuerpo y el alma, pero al alma más que al cuerpo. Pues así, oh María, amabas tú a Jesús. Ciertamente amabas su humanidad, porque es para todos, y para tí más que para todos los demás, soberanamente amable; pero amabas mucho más su divinidad, porque por la divinidad él es fuente infinitamente fecunda de toda bondad, de toda grandeza y de toda hermosura. Y amando así, modelabas tu amor en el del Padre. El Padre no separó al hombre de Dios, la humanidad de la divinidad, en su amor al Hijo. Cuando él decía: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias", ¿de quién hablaba? De Jesucristo todo entero, de Dios revestido de carne, que aparecía transfigurado y resplandeciente a los ojos de los apóstoles (Matth., III, 17; XVII, 5). Y así sucede también con el amor maternal de María.
Cuanto más que este amor es una derivación del amor del Padre. Cuando, por un consejo admirable, quiso Dios asociar a la bienaventurada Virgen a su eterna generación e introducir en su seno virginal a aquél que vive eternamente en el seno del Padre, menester fué que de su corazón paterno comunicase al de María alguna centella del amor infinito en que se abrasa para con su Unigénito. De manera que el amor que María tiene a Jesús le viene de la misma fuente de la que ella recibió la fecundidad. En los designios de Dios todo se armoniza, todo está concatenado. Nosotros podemos, sí, por ser tan grande como es nuestra miseria, faltar a las más necesarias conveniencias; Dios no podría hacerlo sin faltarse a sí mismo, y Dios a sí mismo no puede faltarse, porque no lo permite su infinita perfección. Por consiguiente, en María el amor maternal llegó hasta los últimos límites de la naturaleza y de la gracia, pues ella ama en su Hijo a un Hombre-Dios.
Este es el pensamiento que desarrolló en una homilía sobre el Martirologio de la Virgen el bienaventurado Amadeo de Lausana. "Este Hijo era su Dios, y aquí tenéis de dónde su amor tomaba fuerzas para crecer por manera increíble. Porque en toda la sucesión de los siglos sólo María ha merecido tener en una sola persona a su Hijo y a su Dios. Por tanto, como un abismo llama a otro abismo, dos amores se fundieron en María en un solo amor: la Virgen Madre amando a Dios en su Hijo y amando a su Hijo en su Dios. Y así, continúa el bienaventurado, cuanto más grande fue su amor, tanto mayor fue su dolor, pues la inmensidad de este amor aumentaba casi infinitamente las torturas de su alma" (B. Amed. episc. Lausan., hom. 5, De Martyr. B. V. P. L, CLXXXVIII, 1329).
En la misma homilía hállase otra reflexión que, bien meditada, nos da a entender mejor el amor de María hacia su Hijo y hacia su Dios. "Y es que este Hijo, a diferencia de los demás, no había sido concebido, digámoslo así, por acaso en las entrañas maternales. El mismo, el Unigénito del Padre, con piadosa elección y con bondad completamente gratuita, escogió a María por Madre, y voluntariamente y con plena libertad se aposentó en su seno. Y ved por qué ella lo amaba aún más" (ídem, ¡bíd.).
Insistamos en estas mismas consideraciones desde otro punto de vista. La afección común de las madres para con sus hijos no es, por su naturaleza, ese amor perfecto de caridad al cual San Pablo llamó vínculo de la perfección. Estos dos amores son distintos y separables, y con mucha frecuencia no se hallan juntos en un mismo corazón. ¡Cuántas madres hay que no aman a sus hijos porque Dios está en ellos o para que Dios esté en ellos! Fuera de la Virgen Santísima, otros amaron a Jesús, tal era su gracia infantil, la pureza que irradiaba su frente, su candor y su amabilidad, que verle y amarle era todo uno. Prueba de ello es la escena contada por San Lucas (Luc, II, 47) cuando Cristo Niño se presentó en el templo y, sentado en medio de los doctores, los maravilló con su prudencia y con sus respuestas. Pero éstos no veían en él más que al hombre, y aquéllas, las madres, no tienen por hijos más que a simples criaturas; pero María veía en su Hijo a Dios hecho hombre, y el amor que la naturaleza da a las madres para con sus hijos la llevaba al amor que la gracia da para que amemos al mismo Dios.
Nosotros, en conformidad con la ley que regula nuestra vida terrestre, para subir a las cosas invisibles tenemos que apoyarnos en las cosas visibles. Por esta causa el Verbo se encarnó, "para que Dios, visiblemente conocido, nos arrebatase con el amor de las hermosuras invisibles" (Prefacio de Navidad). "Cristo hecho hombre nos conduce a Cristo Dios; el Verbo hecho carne, al Verbo que desde el principio era Dios en Dios" (S. Agust., In Joan., tract. 13, n. 4. P. L. XXXV, 1494). Quienquiera que hubiere meditado el misterio de nuestra naturaleza entenderá bien esta economía de la salvación, y digámoslo de camino, hallará la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, mirada a esta luz, soberanamente apta para lograr el fin de su institución, es decir, el acrecentamiento del amor divino. Mas veamos las consecuencias de estas verdades por lo que toca a la Virgen, Madre de Jesús. Este tránsito de lo visible a lo invisible, tan necesario aun a los mismos Santos, que Santa Teresa de Jesús derramó mucho tiempo lágrimas amargas por haberlo descuidado, engañada de una dirección espiritual mal entendida; este tránsito, repetimos, había llegado a ser para María como una necesidad de su naturaleza; pues, digámoslo una vez más, el Hijo que había engendrado como hombre era al mismo tiempo su Hijo y su Dios. Las otras madres, cuando son verdaderamente cristianas, aman a sus hijos en Dios; mas la bienaventurada Virgen amaba a Dios en su Hijo.
Otra consideración que puede poner de relieve la intensidad de su amor, y es que la contemplación, en la que se enciende y se aviva el amor divino, era para ella como una dulcísima necesidad. En Nazaret, ¿no tenía siempre ante sus ojos, si ya no le tenía entre sus brazos, al objeto amabilísimo de sus amores? El mismo Evangelio nos la representa concentrando en él todos sus pensamientos, toda su vida. Maria autem conservabat omniá verba haec, conferens in corde suo (Luc, II, 19, 51). Santos ha habido para quienes apartar el pensamiento de Dios era martirio intolerable. Pues ¿cómo la divina Virgen hubiera podido, ni por un instante, olvidarlo y cómo el incendio de amor que en ella ardía podía dejar de activarse todos los días y de hacerse cada vez más intenso a medida que la Santísima Virgen conocía mejor aquel tesoro escondido?
No podemos resistirnos al placer de copiar aquí una página de encantadora sencillez del discípulo de San Anselmo, el monje Eadmer: "Cuando María veía a aquel Niño, que había hecho en ella cosas tan admirables, apretarse entre sus brazos y pegarse a su seno para de él beber una leche virginal; cuando oía los vagidos infantiles provocados por las pequeñas molestias de su cuerpecito delicado, ¡con qué piadosa emoción palpitaba su corazón!, ¡con qué tierna solicitud evitaba todo aquello que pudiera molestarle! Oh Dios, Hijo de esta bienaventurada Madre, tú que eres la Virtud y la Sabiduría del Padre, te suplicamos por esta misma misericordia que te hizo hombre por nosotros que te dignes hacernos sentir íntimamente cuáles eran los afectos y los pensamientos de tu suavísima Madre, cuando, rebosando su corazón santa alegría y gozo santo, te tenía a ti, Niño pequeñito, sobre sus rodillas, respondiendo a tus inocentes caricias con repetidos y dulcísimos besos, o bien cuando te consolaba en tu llanto con las amabilísimas invenciones de su amor, o cuando, por fin, según las varias circunstancias de la vida, usaba contigo de todos los medios con que sabe industriarse y que puede sugerir la piedad maternal. Enséñanos, digo, a concebir alguna idea de los sentimientos que llenaban su corazón, para que, si nuestros pecados nos hacen indignos de tener un conocimiento pleno, podamos, al menos respirar en nuestras penas, gracias a lo poco que percibamos de aquellos sentimientos. No es, en verdad, cosa baladí sentir en sí mismo, aunque sea de manera imperfecta, el amor que una Madre sentía hacia tal Hijo. Persuadido estoy de que todo el que haya merecido la inteligencia de este amor no podrá vivir alejado de sus dulzuras. Ahora bien, participar de las suavidades de la dilección maternal de María es tener asegurado que llegará un día en que participaremos de la recompensa que le ha pagado... Mas, por mucho amor que nosotros concibiéramos hacia Jesús, aunque con la imaginación lo multipliquemos casi hasta el infinito, fuera locura compararlo con el de esta piadosísima Señora y Madre. Y no es maravilla, porque el Espíritu de Dios, el amor del Padre y de su Hijo, aquel por quien y en quien es amado todo lo que es santamente amado, él mismo, digo, descendió substancialmente sobre ella; por una gracia singular que a nadie más ha sido concedida ni en la tierra ni en el cielo, el Espíritu Santo descansó en ella como en la Reina y Emperatriz de todas las criaturas... Por tanto, por cima de todos los amores de las cosas creadas está la grandeza del amor de esta Virgen hacia su Hijo; por cima de todas las dulzuras, la inmensidad de la dulzura en que se liquida su alma a la vista de su amado, su Señor y su Dios" (Eadmer. L. de Excell. Virg., c. 4. P. L. CLIX, 564, 565).

III.—Del amor de la Madre al Hijo pasemos al amor del Hijo para con la Madre. No es posible formarnos idea suficientemente clara del primero sin haber meditado el segundo, que es el principio y la fuente de él. Muy bien había entendido esto el autor del Espejo de la bienaventurada Virgen, cuando escribía: "¿Qué maravilla es que ella ame más que todas las otras, cuando ella es más amada que todas las demás? Quid mirum si prae ómnibus diligat. quae prae ómnibus est dilecta?" (Specul. B. M. V., lect. 6. inter Opp. S. Bonav., XIV. p. 251 (edic. Vives, 1868).
Si es imposible medir la grandeza del amor de María hacia Jesús, ¿quién podrá gloriarse de expresar bien el amor de Jesús a María? Porque cuanto Nuestro Señor excede a la divina Virgen en todas las perfecciones, otro tanto es él mejor hijo que María buena Madre. Así habla Bossuet del amor de Jesús, y de Bossuet vamos nosotros a tomar las más de las consideraciones con que vamos a poner de relieve la grandeza de este amor. Advierte él que Nuestro Señor, según el testimonio de las Sagradas Escrituras, muéstrase como amante apasionado de la naturaleza humana. Descendió de los cielos para sanarla y levantarla, y no desdeñó nada de lo que es del hombre. El apóstol nos lo presenta hecho semejante a sus hermanos en todas las cosas, per omnia (Hebr., II, 17, 18: IV, 15). Y tomando sobre sí todo lo que nos es propio, no solamente el cuerpo y el alma y las facultades del uno y de la otra, sino también nuestras miserias, nuestras flaquezas, nuestras tristezas y nuestras turbaciones y hasta la muerte; todo, en una palabra, menos el pecado.
Y después de haberse así revestido aun de lo que parecía indigno de su persona, hasta el punto de ser escándalo a los judíos y locura a los gentiles; después de haber hecho suyos los sentimientos de nuestra naturaleza, compatibles con la santidad de su ser y de su misión, ¿cómo era posible que no tuviese en su corazón el amor filial, pues es cosa tan natural, tan justa, tan necesaria? Comprenderíase, rigurosamente hablando, que hubiese cerrado la puerta de su alma al temor, a la tristeza, a las angustias mortales que padeció por nuestra salvación el día de su Pasión; pero tener Madre y no amarla como se debe amar a una madre fuera cosa tan indigna de Jesucristo, que es increíble. Quien se aventajó en todo lo demás, como corresponde al arquetipo de toda perfección, ¿dejaría que otros le aventajasen en esta virttud, de la que su Padre ha dado un precepto tan grave, y no sería en ella nuestro supremo ejemplar? ¿Es posible admitir esto? Por tanto, oh Jesús, aunque el Evangelio callase y aunque no te hubiéramos oído en el Calvario, en medio de sus tormentos sin número y sin nombre, enseñarnos con un ejemplo final el amor y la solicitud que un hijo debe a su madre, sabríamos lo que fuiste para tu Madre.
Y este amor, fruto natural del más tierno y del más amante de los corazones, halla en María mil razones para amarla, que no se ven en las otras madres. No fué acontecimiento fortuito el que de ella naciera el Hijo de Dios; desde toda la eternidad él la tenía predestinada entre todas las mujeres para que fuese su Madre, y ¿quién no sabe que las predestinaciones divinas proceden del amor y tienden al amor y en él terminan? Jesucristo ama, hasta dar su sangre por él, a todo hombre que viene a este mundo, aun a aquellos que le han ultrajado ignominiosamente con los demás horrendos pecados. Pero todavía tiene sus preferencias, y la historia de San Juan Evangelista es prueba de ello, preferencias por la inocencia conservada; preferencias por las vírgenes, cuyo Esposo se precia de ser, y a quienes este Cordero de Dios quiere tener en el cielo más cerca de sí, caminando luego detrás de él (Apoc. XIV, 4). Si Jesucristo tan ardientemente ama a un corazón sin mancha, ¿cuál será su terneza para con aquella cuya inocencia no tiene superior fuera de la pureza de Jesucristo? Y si ha puesto en la virginidad sus complancencias más íntimas, ¿cómo no va a tener un amor incomparable hacia la Virgen por excelencia, Reina y modelo de todas las Vírgenes?
Nos enseña Jesucristo en su Evangelio que un vaso de agua dado en su nombre al más pequeño de los que creen en él no quedará sin recompensa (Matth., X, 42). Quiere esto decir que ese vaso de agua provocará de parte de él más beneficios y más amor. Pues cuando recordamos que no es un vaso de agua fresca, sino su naturaleza humana toda entera, es decir, aquello por lo que es hombre, glorificador y glorificado de Dios en su carne, lo que Jesús recibió de María; si añadimos que ella no lo engendró como las demás madres a sus hijos, pues María fué madre en la plenitud de su libertad y además ella sola lo produjo de su propia sustancia; si, por último, consideramos los ardores de amor que precedieron, acompañaron y siguieron a este divino alumbramiento, ¿no sería temeridad querer expresar la terneza amorosísima de Jesús para con tal Madre?
Ahora bien; esta ternura de Jesús no es sólo ternura de un hombre. No hay separación en el amor del Salvador, como no lo hay en su persona. Lo que ama con su corazón de hombre lo ama también con su corazón de Dios. Verdad mucho más cierta cuando se trata de María, porque lo que ella ama es la persona del Verbo, y a la persona del Verbo es a quien comunicó libremente su carne para que fuese carne de Dios hecho hombre. Entre el Padre y el Hijo no hay diferencia de amor. Una misma naturaleza, una misma voluntad, un solo e idéntico amor: tal es la ley de; su esencia. Por consiguiente, cuando el amor de Dios, se desborda sobre esta bienaventurada Virgen, es, con el amor del Hijo, el amor del Padre y el amor inseparable del Espíritu Santo; tres amores que no son más un solo amor, fuente y principio de todos los favores divinos y de todos los bienes. Lo cual presupuesto, harto se entiende que los Santos Padres y la Iglesia confiesen su impotencia para proclamar los privilegios de María, cuando la Trinidad toda entera la rodea con tan inefables complacencias.
Y pues la mayor parte de estas consideraciones están tomadas, por lo menos en cuanto a la substancia, las resumiremos copiando una página del mismo autor: "Dichosa mil y mil veces (esta Virgen) por amar tanto al Salvador y por ser del Salvador tan amada. Amar al Hijo de Dios es una gracia que los hombres no reciben sino de él; y porque María es su Madre, y una madre ama naturalmente a sus hijos, lo que es gracia para las otras madres, para ella ha venido a ser como naturaleza. Por otro lado, ser uno amado del Hijo de Dios es pura liberalidad con la que él se digna honrar a los hombres; y pues él es hijo de María y todo hijo está obligado a querer a su madre, lo que es liberalidad para los otros respecto de la Virgen se convierte en obligación. Si él a ella sola ama de esta suerte tendrá por necesidad que hacerle mercedes, y se las hará en la medida de su amor. Y qué otra cosa podrá darle sino sus propios bienes. Los bienes del Hijo de Dios son las virtudes, las gracias, su sangre inocente, que hace que inunden a los hombres, y ¿a quién pensáis que dará mayor participación en su sangre sino a aquella de quien se la tomó?" (Bossuet, serm. tercero para la Nativ. de la Santísima Virgen, punto primero).

IV.—Antes de cerrar este capítulo es necesario responder a una objeción que ya nos salió al paso en la exposición del segundo principio. Este amor tan grande de la Madre al Hijo y del Hijo a la Madre parece que no procedió a la Encarnación, de la cual es consecuencia. Por tanto, ni la unión, ni la ternura, ni la munificencia pueden glorificar el origen y los primeros años de María.
Lejos de nosotros tal manera de concebir las cosas de Dios, y, para comenzar por el Hijo, se olvide que si es hombre y en cuanto hombre posterior a la Virgen, es también Dios, y, en cuanto Unigénito del Padre, su existencia es anterior a su Madre y anterior a todos los siglos (Joan., VIII, 58). Por tanto, desde el primer instante en que la Santísima Virgen entra en este mundo, la mira verdaderamente como a madre suya, pues lo es en los decretos eternos. En la carne de María Él ve su carne y en la sangre virginal de María su propia sangre, porque los consejos de Dios son inmutables y lo que una vez resolvió es como si ya estuviese ejecutado. Así, dice Bossuet, "su alianza con María comienza en la concepción de esta princesa, y con la alianza el amor, y con el amor la munificencia" (Bossuet, 1. c.).
Lo que en esta materia ofusca nuestra mirada es que no sabemos prescindir suficientemente de nuestra manera ordinaria de ver. Levantemos nuestros pensamientos y consideremos que el hijo que dio a luz la Virgen Santísima es el Eterno, ante quien todos los siglos son como un solo día, y que nada puede cambiar el orden de sus determinaciones. Para el Hijo de Dios, el nacimiento de María es el nacimiento de su Madre; verdad en tal manera cierta que María no recibe de Él la existencia sino para darle a Él la naturaleza humana. Por consiguiente, desde entonces la tiene por su Madre y como a tal la debe tratar. Un esposo humano ama a la que ha ha elegido para esposa, aun antes que el sacramento de la Iglesia la haya hecho suya indisolublemente, y si desde el momento en que resolvió tomarla por compañera tuviera la certeza de su unión futura y el poder de obrar todo el bien que le desea, desde aquel instante la haría la más hermosa, la más rica, la más virtuosa de todas las mujeres. Y el Hijo de Dios, todopoderoso e infinitamente bueno, ¿no hará por su Madre lo que una criatura haría por otra criatura? ¿De nada servirá a María el ser Madre de un Hijo que ya existía cuando ella nació y que es el autor de su nacimiento?
Pero si la dificultad se desvanece por sí sola cuando se trata del amor filial de Jesús, ¿no queda en pie toda entera cuando se trata del amor maternal de la Virgen? Porque ella no preveía que un día había de nacer en su seno el Hijo de Dios. Cierto que aguardaba al Mesías prometido, y sabía sin duda que era llegado el tiempo de su venida; pero, sintiendo de sí misma tan humildemente como sentía, nunca sospechó que pudiera ser la Madre del Emmanuel. Algunas leyendas nos la representan conversando con los ángeles y recibiendo de ellos la revelación de su dignidad futura; pero son relatos indignos de ser creídos, y están desmentidos por la misma Santísima Virgen en sus respuestas al arcángel San Gabriel. Sin creernos obligados a empeñar nuestra fe, nos complacemos en recordar la revelación que se dice haber tenido Santa Isabel, en la que María aparece deseando y pidiendo ser humilde sierva de la mujer predestinada para ser la Madre del Salvador (He aquí la quinta de las siete peticiones que, según la revelación a que nos referimos, la Santísima Virgen dirigía a Dios todos los días. "Yo lo conjuraba para que me diese a ver el tiempo en que aparecía esta bienaventurada Virgen que daría a luz al Hijo de Dios ; que conservara mis ojos para poderla contemplar: mi boca para cantar sus alabanzas; mis manos para servirla; mis pies para obedecer a su voluntad; mis rodillas para poder adorar al Hijo de Dios en sus brazos." Medit. de la vida de Cristo, inserta entre las obras de San Buenaventura, c. III). Ahí reconócese su humildad y el amor que ya tenía a Dios hecho hombre.
Sin embargo, María, aun ignorando sus destinos, amaba a Jesús con todo el ardor de su alma, y no vacilamos en añadir que su amor era ya, en su manera, maternal. Se preguntará: pero, ¿cómo era posible esto? Responden los Santos Padres: María había ya concebido a Jesús en su corazón; era Madre de Cristo, porque guardaba en todo la voluntad de Dios (Matth., XII, 50).
Osaremos exponer aquí una idea que nos parece muy al caso, y que, a nuestro ver, no carece de sólido fundamento. Cuando Dios creó a la mujer, como la destinada para madre de los hombres, púsole en el corazón el germen del amor maternal. La mujer, en cuanto a sus principios esenciales, no es de distinta constitución que el hombre; pero en ella y no en el hombre brota naturalmente esta ternura de sentimiento, que es la nota característica de la maternidad. ¿De dónde proviene que el amor a los niños sea tan universal y tan espontáneo en las madres sino de que la semilla depositada desde el principio en el fondo de ellas mismas despierta y se desarrolla en el tiempo señalado por la Providencia, sin que sean menester esfuerzo ni cultivo? Háceseles novedad a algunos el ver cómo las vírgenes consagradas a Dios se dedican con amor, abnegación y solicitud de madres al cuidado de la infancia, sobre todo de la más miserable y desamparada. La explicación es obvia: nace esto del germen maternal primitivo, que se desarrolla más puro y más fecundo bajo la acción del sol de la gracia. La naturaleza ha esbozado en sus corazones la ternura maternal; la gracia perfecciona lo que la naturaleza había incoado. Son madres por amor, después de haber renunciado por amor a las alegrías y gozos de la maternidad común.
La Santísima Virgen fue creada para ser en verdad la Madre del Hijo de Dios: éste era su destino, ésta la razón última de su existencia terrestre. ¿Y no habrá hecho Dios con ella lo que hace con las demás madres? Y si lo hizo más completamente, como no podemos dudarlo, ¿por qué no diremos que su amor hacia el Redentor futuro tuvo desde el principio, sin que ella lo advirtiese, algo maternal? Llega la hora en que los designios de Dios se realizan; el germen depositado en su corazón se corona, por decirlo así, naturalmente, de afecciones en armonía con su misión divina; sin duda entonces el Espíritu Santo desciende sobre ella como torrente de fuego; pero esto es solamente para dar a su amor una intensidad nueva, un carácter mejor definido, porque ya en su primera descensión había encendido este fuego divino en las entrañas virginales de María.
La conclusión que nace de estas consideraciones acerca del mutuo amor de la Madre y el Hijo no es ya dudosa. Tantos méritos de una parte y tantos motivos de la otra para manifestar, por impulso natural, la más filial ternura, no podrían comprenderse si el omnipotente y amantísimo Hijo de María no la hubiese enriquecido sin tasa con los bienes sobrenaturales cuyo manantial es él (Pueden leerse con fruto acerca de esta materia, en primer lugar, los sermones de Bossuet para las fiestas de la Compasión y de la Natividad de la Virgen, los de Santo Tomás de Villanueva (II Conc. In fes Nativit. B.M.V., conc. 2) : Endmer, De excell. Virg., c. 5, 1, c.; San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, L. VII. 13, etc. También sería útil tener presente el preámbulo que San Ignacio puso a la cabeza de su contemplación para alcanzar el amor de Dios, después de la cuarta semana de los Ejercicios Espirituales. "Empecemos reconociendo dos verdades: la primera, que el amor consiste más en obras que en palabras (I Joan., VIII, 18) : segundo, que el amor reside en la comunicación mutua de los bienes..." ).
No será apartarnos de nuestro asunto el transcribir, para terminar, la conmovedora súplica que inspiró a San Anselmo la meditación del mutuo amor de Jesús y de María.
"Oh Jesús, Hijo de Dios, y tú, María, su Madre, es vuestra voluntad justísima que todo lo que vosotros amáis lo amemos también nosotros con vosotros. Por tanto, oh, el mejor de los Hijos, yo te conjuro, por el amor que tienes a tu Madre, que, así como tú la amas verdaderamente y deseas que sea amada por todos, me concedas que yo la ame a ejemplo tuyo muy de verdad. Y tú, Madre buena, por el amor que tienes a tu Hijo, alcánzame que yo le ame de verdad, como tú de verdad le amas y como ansias que sea de todo corazón amado. Mira que lo que te pido es según tu voluntad. ¿Por qué, pues, mis pecados han de ser obstáculo, estando como está en tu poder el concederme esta gracia? Tú, amante lleno de misericordia para con los hombres, que te dignaste amarnos a nosotros, que somos tan pecadores, y nos amaste hasta la muerte, ¿podrás desechar nuestras peticiones, en las que pedimos el amarte a ti y a tu madre? Madre de este amador de los hombres, que mereciste llevarlo en tus entrañas purísimas y amamantarlo con la leche de tus pechos, ¿por ventura te faltará poder o voluntad de obtenernos su amor y el tuyo, cuando os lo pedimos de rodillas? Pídoos, pues, que mi alma os honre como vosotros merecéis; que mi corazón os ame como es justo hacerlo; que mi espíritu os quiera como a él mismo le conviene; que mi carne os sirva como debe y que en esto se consuma mi vida, para que con todo mi ser yo os cante por toda la eternidad: Bendito sea eternamente el Señor. Así sea, así sea" (S. Anselm., orat. 52 (olim. 51). P. L. CLVIII, 959).

J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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