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lunes, 28 de mayo de 2012

Certeza del misterio de la Asunción

¿Pertenece a aquellas verdades que la Iglesia puede definir como dogma de fe, según la Sagrada Escritura y la Tradición? Algunas palabras sobre los libros apócrifos del "Tránsito y del Sueño de la Bienaventurada Madre de Dios". 
I. No entra en el plan de esta obra el estudiar minuciosamente todas las razones sobre las cuales está basada la común, antigua y piadosa creencia de la Asunción corporal de la gloriosa Virgen María. Lo que aquí principalmente pretendemos, como en todos los puntos de esta obra, es mostrar el encadenamiento de este privilegio con la divina maternidad. Con todo, no carecerá de utilidad e interés el mostrar en algunas páginas la certeza de este misterio y las bases principales sobre que se funda esta certeza.
Digamos, ante todo, que la Asunción, es decir, la resurrección anticipada de María y su entrada triunfal en el Cielo, con su carne viva y glorificada, aunque no es aún dogma de fe, no puede ser negada ni puesta en duda sin incurrir, por lo menos, en la nota de insigne y condenable temeridad.
Nace este grado de certidumbre del consentimiento unánime de los teólogos, desde los orígenes de la Escolástica; consentimiento que sería inexplicable si no reflejase la doctrina de la Iglesia y si de ella no proviniese. Nace también del consentimiento, aún más unánime, si cabe, de todos los fieles extendidos por el universo. Nace de la autoridad de todas las liturgias cristianas, que celebran en la fiesta del Tránsito, de la Dormición y de la Asunción de la Madre de Dios, no sólo su dichosa muerte y la glorificación de su alma santísima, sino también el doble privilegio que esta Virgen recibió en su cuerpo, privilegio de exención de la corrupción común y privilegio de participar sin demora de la resurrección, que para los demás se difiere hasta la consumación de los tiempos. Nace, por último, del testimonio moralmente universal de los Santos Padres y de los escritores eclesiásticos, que desde el siglo VI hasta nuestros días han celebrado a porfía este glorioso misterio.
No pondremos aquí los textos que confirman estas aserciones, porque los habremos de citar después en este estudio sobre la Asunción. Por otra parte, pueden hallarse en gran cantidad en Passaplia, de Inmac. Deip. Conceptu, S. 6, c. 6, a. 1, n. 1.465, sqq.; Jannucci, de Deiparentis Assumpt. (Taurini, 1884): Trombelli, Vita Deiparae, Diss. 45; Benedicto XIV, de Festis..., L. II, p. 8, etc.

Tal es la multitud, la antigüedad, la autoridad de estos testimonios, que cuando se celebró el último Concilio ecuménico, cerca de doscientos venerables Padres (otros dicen que trescientos) firmaron diversas peticiones para pedir a la augusta asamblea que la Asunción de María fuese, como su Concepción inmaculada, inscrita entre los dogmas de la fe. Desde entonces, muchos graves teólogos han procurado, con sabios trabajos y obras, uno, probar que este misterio está maduro para la definición dogmática, y otros, que esta definición sería feliz complemento del ciclo de prerrogativas de la Virgen impuesta por la Iglesia a la creencia de los católicos.
El punto principal no es ya saber que la Asunción es de indudable certeza, sino probar que en ella se cumple la condición fundamental esencialmente requerida para que una verdad sea colocada por el Magisterio en el número de los dogmas de la fe; en otros términos, que este misterio está verdaderamente contenido en el depósito de la divina revelación. Cierto que, según demostraremos con toda evidencia, se deduce, a modo de corolario natural de varias verdades reveladas; pero, a juicio de los teólogos, tal vez de los más y de los más graves, el que una verdad sea consecuencia lógica de otra verdad formalmente contenida en el depósito de la revelación no basta para que sea objeto de una definición estrictamente dogmática. Puede ser auténticamente propuesta como verdadera, mas no como revelada por Dios y, por consiguiente, no como un dogma de la fe católica. La creemos fiando en la palabra de la Iglesia; no podremos creerla fiando inmeditamente en la palabra de Dios.
Hay teólogos a quienes no detiene esta dificultad, como quiera que están persuadidos de que las consecuencias inmediatas y ciertas que resaltan de la revelación deben ser consideradas como partes de la palabra de Dios, por lo menos cuando el autor de la revelación preveía que serían naturalmente deducidas de dicha revelación. Sea como quiera, tal vez no fuese preciso entrar en esta controversia si pluguiese a Dios que la Asunción corporal de su Madre se estudiase en orden a su definición. Dos caminos se ofrecen: el de la Sagrada Escritura y el de la tradición, para llegar al apetecido resultado.

II. El de la Sagrada Escritura. No hablan, ciertamente, de este misterio en términos explícitos los Libros Sagrados; pero lo que no nos revelan explícitamente, ¿no nos lo dicen implícitamente? ¿No sucede con la Asunción de María como con su Concepción? Si buscáis esta última en la Sagrada Escritura, ¿dónde la halláis significada en términos expresos? Pero lo que no está expresado con fórmulas explícitas puede estar implícitamente contenido en otras verdades formuladas con claridad. Sondead estas últimas verdades; poned en plena luz lo que llevan en cierto modo escondido en su seno, y veréis cómo aparecen otras verdades más o menos veladas hasta entonces. Así, la inmaculada Concepción de María estaba, a juicio de los Padres  ("Doctrinam judicio Patrum divinis Litteris consignatam", dice la bula Ineffabilis), implícitamente comprendida en su plenitud de gracia y, por consiguiente, revelada por Dios en ella y por ella. ¿No se podría decir que la Asunción corporal de la Virgen está también contenida del mismo modo en el depósito de la revelación escrita? No toca a nosotros el resolver magistralmente tan alta cuestión. Señalemos, sin embargo, dos textos de la Sagrada Escritura que, bien interpretados, podrían encerrar la Asunción de María. Es el primero de ellos la salutación angélica: "Dios te salve, llena de gracia; bendita eres entre las mujeres." El Papa Alejandro III, en una carta al Sultán de Iconio, en la que exponía a este príncipe infiel los principales artículos de la fe cristiana, decía, hablando de María: "Concibió sin rubor, parió sin dolor y pasó de este mundo al Cielo sin corrupción, según la palabra del Angel, o, mejor dicho, según la palabra traída de Dios por el Angel, a fin de que apareciese llena, y no semillena de gracia" ("Maria concepit sine pudore, peperit sine dolore, et hinc migravit sine corruptione, juxta verbum Angelí, imo Dei per Angelum, ut plena, non semiplena gratiae probaretur." (Ep. 22. Labb. XXI. p. 898 (ed. Mansi). Estas palabras del Papa son muy dignas de notar. No prueban solamente el grado de certidumbre que atribuía a este misterio, sino que indican además el tesoro evangélico en donde, según el Pontífice, está contenida esta prerrogativa de la Virgen María. En efecto, si tiene la plenitud de gracia, ¿por qué negarle esta gracia insigne, entre tantas otras?
"Los testimonios —escribía Suárez— que proclaman a la Virgen Santísima llena de gracia, según la universalidad de los comentarios, incluso el de Santo Tomás, encierran todos los privilegios y todos los dones de gracia que, según la recta razón, convienen a la Madre de Dios. Y así, los Padres y los teólogos los han juzgado suficientes para demostrar la santificación de la Virgen en el seno de su madre y su preservación de toda culpa personal. Luego, con el mismo título se ha de ver incluida también en ellos la prerrogativa de una Concepción inmaculada" (Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 3, S. 5. Possumus ergo primo). ¿Por qué no podríamos nosotros decir también: luego, con el mismo título ha de verse incluida en esos testimonios la prerrogativa de la Asunción corporal?
Y esta conclusión parece imponerse con nueva fuerza, cuando se meditan las otras palabras: "Bendita eres entre (sobre) las mujeres"; porque esta última expresión, como no se quiera restringir arbitrariamente su significación, aparta de María toda maldición lanzada contra la mujer, ya se mire ésta como miembro de la familia humana, ya se la considere en su particular condición de mujer, y, por consiguiente, también la maldición que la condenaría a la corrupción del sepulcro.
Al llegar aquí preguntará quizá alguno: ¿Cómo los Santos Padres pudieron saber que esta plenitud indeterminada de gracias y esta bendición tan particular encerraban el privilegio determinado que afirmamos de María, puesto que en el texto evangélico nada lo indica, ni ellos tuvieron sobre este punto una relación nueva? Dando de lado, por un momento, a las tradiciones apócrifas, de que luego hablaremos, respondemos: Los Santos Padres sabían que había que mirar como parte de la gracia universal atribuida por el Ángel a María, y, por consiguiente, como implícitamente revelados en ella, varios privilegios que la maternidad divina requería; por ejemplo, la impecabilidad y la exención de toda concupiscencia. Supuesto este conocimiento, ¿no era natural pensar que la gracia de pasar por la muerte sin sentir sus estragos, era también elemento parcial de la plenitud, donde estaban contenidos los otros privilegios? Porque este privilegio era, como aquellos, una gracia, y como las otras gracias convenía a la Madre de Dios, pues no dejaba de ser, como las otras, una bendición que apartaba a María totalmente de la maldición común.
Pero se insistirá, diciendo: El texto evangélico no es tan claro de suyo que el privilegio de la Asunción corporal aparezca con certeza absoluta incluido en la plenitud de gracias, afirmada por Gabriel, de María. Cierto; pero esto mismo se objetaba a propósito de la inmaculada Concepción. Entonces se respondía, y con razón: si la verdad de esta gracia no fuese conocida por otra parte, quizá sería violento, casi imposible, el mostrar por ese único texto que tal verdad pertenecía al depósito de la revelación; pero, presupuesta ya como cierta la Concepción inmaculada, ¿cómo no reconocerla en la plenitud de gracias, como parte principal de un todo?
Respondíase también, con no menos razón: verdad es que con nuestras propias luces no podemos penetrar tan adentro en el texto evangélico que descubramos todo lo que en él se contiene. Pero los Santos Padres y los Doctores señalaron con frecuencia la Concepción sin mancha de María como una de las joyas que forman su plenitud de gracia y la sobreexcelencia de su bendición. Por consiguiente, es revelada de Dios, no en una proposición particular, sino en una afirmación general; en otros términos: no explícitamente, sino implícitamente (S. Thom., opuse, in Salut. Ang.).
He aquí, decimos, lo que se respondía cuando se trataba de la Concepción de María. Ahora bien; esta misma respuesta cuadra maravillosamente a su gloriosa Asunción, porque, aun prescindiendo del texto evangélico, debemos tenerla por cierta, porque nuestros Padres y nuestros Doctores la vincularon, del mismo modo que la exención de la culpa original, a la plenitud de gracias y de bendiciones con las cuales el Verbo enriqueció a la Virgen, su Madre.
Vengamos ya al segundo texto de la Escritura, donde parece estar implícitamente revelada la Asunción corporal de la Madre de Dios. Es también uno de los que se invocaban en favor de su Concepción inmaculada. Nos referimos al célebre texto del Génesis, que con tanta razón se ha convenido en llamar el Proto-evangelio: "Pondré enemistades entre ti (la serpiente engañadora) y la mujer, entre tu descendencia y la suya, y ella quebrantará tu cabeza" (Gen., III, 14-15). Que sea cuestión aquí del Redentor y de su Madre, lo damos por supuesto, pues hemos de probarlo sobre-abundantemente en otro lugar de esta obra. Así, pues, enemistad perpetua entre la serpiente y la mujer y el hijo de la mujer; triunfo completo de éste sobre aquélla, es decir, del Cristo Salvador sobre el diablo, simbolizado en la serpiente.
¿Y en qué consiste el triunfo de Cristo? La Escritura nos responde en términos de claridad meridiana: "El Hijo de Dios apareció en el mundo para destruir en él la obra del diablo" (I Joan., III, 8), y lo que vino a hacer, lo hizo. Este fué su triunfo. Pero ,¿cuáles son esas obras del diablo que Cristo vino a destruir? El pecado, ante todo; pero después del pecado, la concupiscencia y la muerte, dos consecuencias y dos frutos del pecado; obras del diablo también, puesto que una y otra entraron en el mundo por el pecado.
Cuales fueron las victorias del Hombre-Dios sobre ese triple enemigo, dícenoslo la Sagrada Escritura: "He aquí —dice el Precursor— el Cordero de Dios; he aquí el que quita el pecado del mundo" (Joan., I, 29). Cristo, vencedor del pecado, lo es también de la concupiscencia: "Infeliz de mí —exclama el Apóstol—, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo, Nuestro Señor" (Rom., VII. 23, 25). Y la muerte también será destruida; la muerte, el último de los enemigos; porque el Padre puso todas las cosas debajo de los pies de su Cristo (I Cor., XV, 26). Por lo cual, el Apóstol, contemplando esta victoria final que, en cierto modo, comprendía todas las otras, entona un canto de triunfo: "¡Oh, muerte!, ¿dónde está tu victoria? ¡Oh, muerte!, ¿dónde está tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la Ley. Así, gracias sean dadas a Dios, que nos ha dado la victoria (completa y total) por Jesucristo, Nuestro Señor" (Ibídem., 65, sqq.)
Todos los hombres están llamados a participar del triunfo del nuevo Adán, y todos participan de él, bien que en medida diferente. Y así, escribe San Pablo a los romanos: "Que el Dios de la paz quebrante pronto a Satanás debajo de vuestros pies" (Rom., XVI, 20). Pero, ¿cuál será la parte de la Mujer, es decir, de María, en esta triple victoria de Cristo? La mayor, después de la de Cristo, puesto que ella se nos presenta en el vaticinio mesiánico singularmente asociada a Cristo, como enemiga perpetua de la serpiente, como Madre del Triunfador sobre el diablo (Esto es lo que ha hecho aceptar la variante del texto de la Vulgata, "Ipsa conteret caput tuum", en lugar de la lección original: "Ipsum (semen mulieris) conteret caput tuum").
Así, pues, ni el pecado, ni la concupiscencia, ni la muerte tendrán imperio sobre Ella, como tampoco lo tuvieron sobre Cristo, su Hijo. Es una conclusión cuya verdad nos está ya demostrada por la fe, en cuanto al pecado y a la concupiscencia, puesto que esta Bienaventurada Madre fué preservada de toda culpa, así original como personal, como quiera que, siendo siempre Virgen inmaculada, nunca sintió ni rebelión, ni atractivo desordenado de la concupiscencia. Así, pues, por iguales títulos, la exención del estipendio del pecado, es decir, de la muerte, forma parte de su triunfo. Morirá, sin duda, como su Hijo; pero no será su muerte obra del demonio; no será su muerte esa que lleva a la descomposición del cuerpo y se prolonga en el sepulcro hasta el día de la resurrección universal, porque esta muerte es castigo del pecado, compañera inseparable de la concupiscencia.
Fácil sería demostrar que los Santos Padres leyeron en ese primer vaticinio mesiánico el triunfo singular de María, no sólo sobre el pecado, sino también sobre la muerte. ¡Cuántas veces, conforme veremos en su lugar, vieron en María a la nueva Eva, aquella en quien todos serán vivificados, así como todos murieron en la primera y por la primera! ¡Y cuántas veces recuerdan ese texto, celebrando la triunfante Asunción! Así, pues, para concluir, no parece en modo alguno fuera de razón el tener la Asunción corporal de María por verdad comprendida, implícitamente al menos, en el depósito de la revelación escrita (Véase la Civitá Cattolica, ser., t. VIII, pp. 567, sqq.), y, por tanto, apta para ser propuesta a la fe de los cristianos como fundada en el testimonio escrito del mismo Dios.

III. Vemos, por lo que precede, que la tradición sería un auxilio poderoso, por no decir indispensable, a la demostración escrituraria. ¿Bastaría, por sí sola, sin necesidad de acudir, al menos directamente, a la revelación escrita, para asentar una definición? En otros términos: ¿tiene el grado de antigüedad, de universalidad, de claridad requerido para juzgar que la Asunción corporal de María pertenece al depósito confiado por Nuestro Señor a los Apóstoles, y por los Apóstoles a la Iglesia? Así lo creen muchos teólogos, y ese era también el sentir de muchos Padres del Concilio Vaticano, los cuales pidieron a esta insigne Asamblea que definiese como dogma este privilegio de María (Prueba de esto que decimos es el Postulatum, que circuló en el Concilio y que fué cubierto de muchas firmas. En el dicho documento, después del Protoevangelio (Gen., III, 15), se leía: "Insuper, de hac Inmaculatae Virginis resurrectione et in caelos assumptione, uti ex concordi Majorum consensu, et constanti, publico, solemnique cultu evincitur, antiqua est utriusque Ecclesiae Traditio ad quam servandam rei manifiesta cohaerentia cum aliis beatae Virginis praerogativis, carentia reliquiarum, supulcrumque corpore virgíneo vacuum cospirabant.").
En efecto, si remontamos el curso de las edades, hallaremos una tradición muy expresa y muy general, a lo menos hasta la segunda mitad del siglo VI. En aquella época, casi toda la Iglesia celebraba ya la Asunción como una fiesta principal de la Virgen, y monumentos litúrgicos, incontestables prueban que tal fiesta tenía por objeto la Asunción corporal. Ahora bien: si toda la Iglesia, en la segunda mitad del siglo VI, celebraba con unánime concierto la Asunción de la Madre de Dios, claro es que de más atrás ha de arrancar la institución de la fiesta y, por consiguiente, la creencia explícita en ese misterio. Sin embargo, debemos confesar que no tenemos ningún monumento anterior, de valor incontestable, que baste a demostrar que los cristianos de las edades precedentes enseñaban y creían explícitamente la prerrogativa en cuestión. Pero esto mismo no prueba que fuese universalmente ignorada.
Hay sobre este particular un pasaje notable de San Juan Damasceno. Este gran Doctor, que fué, como sabemos, uno de los más ilustres panegiristas de María, habla, en una de sus homilías, de una antigua y muy verídica tradición, muy anterior al Concilio de Calcedonia, y que el Santo debió de tomar de la Historia de Eutimio (Euthymiaea Historia, L. III, c. 40). Daremos primero el relato del Santo, y después añadiremos algunas reflexiones que suscita:

"Más arriba dijimos cómo Santa Pulquería edificó varias iglesias en Constantinopla. Una de ellas fué magníficamente construida en las Blanquernas, durante los primeros años del reinado de Marciano, de feliz memoria, en honor de la gloriosísima y santísima y siempre Virgen María, Madre de Dios. Marciano y Pulquería deseaban ardientemente consagrarla con la presencia del cuerpo que llevó a Cristo en su vientre. Para esto llamaron a Juvenal, Arzobispo de Jerusalén, y a otros Obispos de Palestina, que a la sazón estaban en la ciudad imperial por causa del Concilio que había de celebrarse en Calcedonia.
"Hemos sabido —les dijeron— que hay en Jerusalén una ilustre y hermosa iglesia dedicada a la siempre Virgen Madre de Dios, en el lugar llamado Getsemaní; allí reposará en una tumba el cuerpo que engendró a la Vida. Es nuestra voluntad que las preciosas reliquias sean traídas a esta ciudad imperial para que sea su salvaguardia.
"A esto respondió Juvenal: —Aunque las Santas y divinas Escrituras nada dicen de las circunstancias que acompañaron la muerte de la Santa Madre de Dios, hemos sabido por una antigua y muy verídica tradición que al tiempo del glorioso sueño de esta Virgen bendita, todos los Apóstoles, entonces dispersos por el mundo para salud de las naciones, fueron instantáneamente llevados por los aires y reunidos en Jerusalén, junto a la Madre de Dios. Allí contemplaron una visión celestial: la Virgen, entre conciertos angélicos, entregó gloriosamente su santísima alma en las manos de Dios. Entretanto, su cuerpo, que había recibido a Dios mismo para darlo a luz por nosotros, fué transportado entre cánticos de los Apóstoles y de los Ángeles, y depositado en el sepulcro, en Getsemani.
"Tres días después, el Apóstol Santo Tomás, que no había asistido a la traslación de los santos despojos, fué a unirse con sus hermanos, junto a la tumba sagrada, pidiendo que le fuese dado contemplar y honrar por última vez aquel templo de Dios. Abrieron la tumba; pero el cuerpo ya no estaba en ella; sólo se hallaron los lienzos que lo habían envuelto, y que despedían un olor de paraíso. Llenos de admiración a vista de este misterio, no pudieron los Apóstoles pensar más que una sola cosa: que Aquel que se había dignado tomar carne en el seno inmaculado de María, el Verbo de Dios, el Señor de la gloria, que no había querido menoscabar la integridad de aquel cuerpo virginal, se había complacido, después de su propia Ascensión, en llevarlo incorruptible a la gloria, sin hacerle esperar la común y universal resurrección de los elegidos. Con los Apóstoles se hallaba el santísimo Obispo primero de Efeso, Timoteo, y el gran Dionisio Areopagita como éste último lo atestigua en una carta donde habla al mismo Timoteo del Bienaventurado Hieroteo, que también estuvo presente al Tránsito de la Madre de Dios... (Sigue el texto del supuesto Areopagita.)
"Oído ese relato, Marciano y Pulquería pidieron a Juvenal que les enviase el ataúd y los lienzos de la gloriosa y santísima Madre de Dios, todo cuidadosamente sellado. Y, habiéndolos recibido, los depositaron en la dicha iglesia de la Madre de Dios, en las Blanquernas. Y he aquí cómo pasó todo esto" (San Joan. Damasc., hom. t in Dormit. B. V. M., n. 18. P. G., XCVI, 748, sqq.).
Este relato, que la Iglesia Romana no juzgó indigno de insertarlo en las lecciones del Breviario (Lecciones del Segundo Nocturno, en el 4v día de la Octava de la Asunción), ¿merece entera confianza? Algunos han juzgado extraño que Juvenal pudiera hacer mención de las obras del pseudo Dionisio en tiempo del Concilio de Calcedonia, es decir, cuando tales obras eran, según parece, totalmente desconocidas. Otros, suponiendo que Juvenal realmente contó lo que la Historia de Eutimio pone en su boca, dudan de la sinceridad de este patriarce de Jerusalén, que no siempre supo evitar la falsedad, cuando era caso de realzar la gloria de su Iglesia (Quéjase de ello el Papa San León en una carta que escribió a Máximo de Antioquía).
Comoquiera que sea, la tradición que Juvenal, a mediados del siglo V, habría llamado una tradición antigua y muy verídica debía de existir en aquella época. Una prueba, que parece bastante perentoria, se halla en el famoso decreto publicado hacia 494 por el Papa Gelasio. El pontífice coloca entre los apócrifos un opúsculo titulado Del Tránstito de María, De transitu Mariae (El decreto de Gelasio no contuvo la propagación del librito. Sabemos, por el autor de la carta a Paula y a Eustaquio, que en el siglo VIII corría en Occidente entre los fieles. Y aunque sea de pasada, diremos que este autor fué causa de algunas dudas que, en parte de la Edad Media, hubo sobre la Asunción corporal de María. Escribía a sus supuestos corresponsales: "Ne forte si venerit in manus vestras illud apocrypnum de Transitu ejusdem Virginis, dubia pro certis recipiatis: quod multi Latinorum pietatis amore, studio legendi charius amplectuntur." Después de esta alusión al opúsculo del Tránsito de María, el autor añade que uno de los argumentos por los cuales se confirma la Asunción corporal de la Virgen es que en Jerusalén se muestra su tumba vacia, la cual dicen que destila un maná precioso. En cuanto a él, no se atreve a decidir nada sobre el hecho de la Asunción, ni en pro ni en contra. "Quod quia Deo nihil est impossibile, nec nos de beata Vírgíne Maria factum abnuimus, quamquam propter cautelam, salva fide, pió magis desiderio opinari oporteat, quam inconsulte definiré quod sino periculo nescitur." (Epist. 9, ad Paulam et Eustach., de Assump. B. V. n. 2, in Mantissa Opp. S. Hieron. P. L., XXX, 123, 124.) Creíase que la carta era realmente de San Jerónimo, y la gran autoridad de este santo doctor fué para algunos ocasión de dudas semejantes a las que expresa el autor), ya conocido en Occidente, conocido, por tanto, en Oriente, donde parece haber tenido origen. Difícil es puntualizar de qué libro habla San Gelasio, o, al menos, qué redacción tenía a la vista. Lo que sí es seguro es que había ya entonces en el mundo cristiano varias obritas sobre el Tránsito y la Asunción de la Bienaventurada Virgen María.
Tres tenemos a la vista, al escribir estas líneas: dos en latín y otra en griego. Una de las primeras se atribuye, si bien falsamente, a San Melitón, Padre del II siglo; la otra, menos divulgada, no lleva nombre de autor; en cuanto a la última, a creer el título y el prólogo, sería de San Juan Evangelista. Hay, además, buen número de ediciones o de versiones siríacas, árabes, etc. El erudito Constantino Tischendorf estima que los textos latinos, árabes y siríacos sobre el Tránsito de la Madre de Dios provienen todos del texto griego de la Dormición de María, el cual, a su juicio, salió a luz; por lo menos en lo substancial, en el siglo IV de nuestra Era, si ya no fué compuesto en época más lejana, quizá en el siglo II.
Se halla el texto del Pseudo-Melitón en la Patrología griega de Migne, IV. 1231. sig. He aquí algunas palabras del prólogo, de donde se puede inferir que esta obra supone otra anterior: "Melitón, siervo de Dios, Obispo de la Iglesia de Sardis... Recuerdo haber escrito con frecuencia sobre un cierto Leucio que, habiendo conversado, como nosotros, con los Apóstoles, con temeraria audacia... corrompió mentirosamente en varios puntos su doctrina... Y, como si esto no le bastase, alteró de tal modo la verdad sobre el Tránsito de la Bienaventurada siempre Virgen María, Madre de Dios, que no se permite en la Iglesia ni leerlo ni oírlo." (Véase C. Tischendorf, Apocalypses apocryphae .. item, Mariae Dormitio (Lipsiae, 1866), prolog., p. XXXIV, cum sqq., texto, pp. 95, sqq.) Bajo el nombre de este Leucio condena en conjunto el Catálogo gelasiano una multitud de actos apócrifos: "libri omnes quos fecit Leucius, discipulus diaboli". Como San Epifanio dice que fué discípulo de San Juan Evangelista, resultaría que la cuestión de la Asunción corporal de María se remonta a los orígenes del Cristianismo, si es que verdaderamente Leucio "alteró la verdad sobre el Tránsito de la Bienaventurada Virgen".
Por lo demás, aunque todas las obras concuerdan en la substancia, es decir, aunque todas refieren el tránsito admirable y la Asunción corporal de la Madre de Dios, las circunstancias del relato son muy diversas. Sin. embargo, no hay texto alguno que no afirme que la Santísima Virgen murió en Jerusalén; ninguno que deje de presentar a los Apóstoles llegando sobre las nubes, de diferentes países donde estaban dispersos evangelizando, para reunirse en torno de María moribunda, y en torno de su tumba, en Getsemaní.
El texto del supuesto Melitón no habla de la tardía llegada del Apóstol Santo Tomás. Según él, todos los Apóstoles, sin excepción, estaban al lado de María cuando Jesucristo descendió visiblemente del cielo para llamar a su Madre Santísima al premio; todos la vieron entregar a Dios su alma bienaventurada; todos, por orden de Jesús, llevaron el santo cuerpo al sepulcro nuevo cavado en el valle de Josafat, y se quedaron velando y orando a su alrededor; todos, en fin, contemplaron con sus propios ojos cómo María salía del sepulcro, al llamamiento de su Hijo, y se elevaba al cielo escoltada y llevada por los ángeles.
En el segundo texto latino varían las circunstancias. Nos muestra a Cristo bajando, entre infinidad de espíritus angélicos, junto a la cama de su Madre, y el alma de esta Señora subiendo al cielo en compañía de su Hijo. Pero el Apóstol Tomás no estaba con sus hermanos para asistir a aquella muerte bienaventurada, ni para acompañar los sagrados despojos a la tumba. Sin embargo, fué el único que contempló el cuerpo de María elevándose por los aires, vivo y glorioso. Llegaba de las Indias, y se hallaba ya en el Monte Oliveto. La Madre de Dios le dejó caer en sus manos un cíngulo con que los Apóstoles habían ceñido su cadáver. Y cuando los Apóstoles le mostraron la tumba de la Virgen: "Ya no está aquí Ella", respondió el Santo; y contó su visión y mostró el cíngulo en prueba de la verdad de sus palabras. Entonces los Apóstoles apartaron la piedra y hallaron vacío el sepulcro, y, bendiciendo a Dios, fueron de nuevo transportados en las nubes del cielo al sitio mismo de donde los ángeles los habían llevado.
También en el libro de la Dormición de María, dejando a un lado todas las cosas maravillosas que precedieron a su última hora, hallamos al Hijo de Dios viniendo del cielo con sus ángeles para consolar a su Madre moribunda. Todos los Apóstoles están allí presentes, entre ellos Tomás. Delante de ellos promete Jesús a María que en adelante estará en cuerpo y alma en el paraíso. El resto del relato, salvo algunos embellecimientos de todo en todo legendarios, concuerdan con los que leímos en San Juan Damasceno. La Virgen es depositada en el sepulcro de Getsemaní por los Apóstoles. Por espacio de tres días, mientras velan santamente a su alrededor, de la tumba se escapa un perfume como nunca se conoció en la tierra; en los aires resuenan cánticos entonados por ángeles invisibles; al tercer día cesan los cánticos, y los Apóstoles entienden que el purísimo y santísimo Cuerpo de la Madre de Dios ha pasado de este mundo al paraíso, conforme a la promesa del Señor.
Así, pues, repetimos, por diversas que sean las varias versiones del misterio, todas afirman la muerte y la resurrección de la Madre de Dios, en todas, Jesucristo mismo manifiesta a los Apóstoles, o delante de los Apóstoles reunidos, su resolución de tener consigo en el cielo, no sólo el alma, sino también el cuerpo glorioso de su Madre; todas nos presentan a los discípulos convencidos, por una señal manifiesta, de que la Virgen ha salido verdaderamente gloriosa de la tumba todas, en fin, atestiguan de modo unánime el respeto, la veneración y el amor filial de los cristianos hacia María, y, acaso más aún, el poder de esta Virgen cerca de Dios; porque entre las promesas que le son hechas por su Hijo en aquel instante supremo hay un compromiso solemne de bendecir a todos los que la honren y conceder cuantas gracias se pidan por su intercesión. 
Interesante sería el comparar los relatos de los apócrifos con las visiones de Ana Catalina Emmerich sobre el mismo misterio, las cuales pueden leerse en la Vida de la Sma. Virgen, según las meditaciones de Ana Catalina Emmerich, pág. 389 y siguientes de la traducción del abate Cazalés. (7° edit. Amb. Bray, París, 1864.) Una multitud de pormenores son parecidos a los que nos dan los apócrifos. Sin embargo, aunque los Apóstoles se reúnen milagrosamente acudiendo de los más lejanos países para asistir al tránsito de María, no son transportados por los ángeles a través de los aires.
La Vidente sigue el relato de San Juan Damasceno con preferencia a los otros, al contar el modo cómo fué comprobada la resurrección de la Madre de Dios. Santo Tomás llega después que los otros Apóstoles, y pide con instancia el contemplar por última vez el cuerpo virginal de María, y para satisfacerle se abre el sepulcro. Entonces es cuando los Apóstoles reconocen la maravilla de la Asunción corporal; la tumba aparece vacía, como la del Señor; no quedan más que los lienzos donde había estado envuelto el santo cuerpo.
La circunstancia capital en que Catalina Emmerich se separa, no sólo de todos los apócrifos sin excepción, sino también de todos los Padres orientales que escribieron o predicaron sobre el Tránsito de la Sma. Virgen, es que hace a Efeso teatro de la muerte, de la sepultura y de la Asunción de María. No ignoramos que para hacer creíble, en esta parte, tales visiones, acuden algunos a la carta sinódica del Concilio de Efeso, donde se dice que Nestorio fué condenado "en esta ciudad, en la cual Juan el teólogo y la Virgen Santa María, Madre de Dios..."). Como la frase truncada queda en suspenso, la completan con estas palabras: "tienen sus tumbas". Pero, ¿por qué no leer "tienen sus iglesias", o cualquiera otra cosa análoga? Cuanto más que no está en modo alguno probado que María acompañase a San Juan a Efeso, y menos aún que habitase allí de un modo estable. Además, es también muy dudoso que aún viviese, cuando San Juan fué a habitar en Efeso. De las dos redacciones del Tránsito de María, la una fija su muerte en el segundo año que siguió a la Ascensión del Señor, y aunque la otra —la del supuesto Melitón— diga en algunos manuscritos que vivió veintidós años después de la Ascensión, el texto preferido por Tischendorf indica también el año segundo, cuando aún estaban los Apóstoles en Jerusalén. Conforme a estas hipótesis, entiéndese sin esfuerzo cómo pudieron reunirse todos alrededor de la Virgen moribunda. Aunque María hubiese muerto a los cincuenta y nueve años, como afirma otra versión, incierta, pero muy extendida, no por eso sería mayor la dificultad, si se admite que la dispersión de los Apóstoles acaeció diez años, por lo menos, después de la muerte del Salvador; es decir, hacia el año 42 de nuestra Era. Hacerlos llegar de todos los países, aun del fondo de la India, y sobre las nubes del cielo, o de la manera indicada por Catalina Emmerich, tiene bastantes visos de leyenda, por no decir de fabula.
Por lo demás, si va a decir verdad, no concedemos sino escasísimo crédito, por no decir otra cosa, a esas visiones demasiado encomiadas de la religiosa agustina del Convenio de Agnetenberg. Cuando hallamos en esta Vida de la Sma. Virgen la mayor parte de los pormenores, manifiestamente legendarios, que traen los apócrifos; cuando se nos hace un inventario de la casa de la Virgen en Efeso, en el cual nada se olvida, ni el techo, ni las ventanas, ni la forma exterior del edificio, ni el número y la disposición de los aposentos, ni las piezas y el pobre aspecto de los muebles, ni el nicho donde se conserva un Crucifijo, ni el Vía-Crucis y la gruta del Sto. Sepulcro; cuando la Vidente nos presenta a los Apóstoles llegando unos tras de los otros de las regiones más lejanas, sin exceptuar Santiago el Mayor, muerto muchos años antes, puesto que ya se había celebrado el Concilio de Jerusalén; cuando nos describe de cada uno en particular, la estatura, el corte y el color de la barba, la clase de vestido, etc.... ; cuando nos hace asistir a la administración del Sto. Viático y de la Extremaunción, notando cada una de las circunstancias con una precisión minuciosa, de que no sería capaz el observador más atento, en verdad no nos avenimos a reconocer en estas señales una revelación sobrenatural.
Y la Vida de Nuestro Señor, salida de la misma fuente, no es para hacernos cambiar de opinión. También en ella se hallan mil relatos que nos extrañan sobremanera si los comparamos con los Evangelios. Vemos a Nuestro Señor saliendo de Judea para viajar por el país de los tres Reyes Magos, por Egipto, por Chipre; curando en las travesías a los que padecen el mareo, visitando las minas, los hospitales, los campos, hasta las estaciones balnearias; asistiendo a los banquetes de bodas, bautizando, curando y predicando, como ni en Galilea, ni en Jerusalén lo hizo; como en la Vida de la Virgen, hallamos descripciones tan minuciosas de lugares, producciones, personas, con sus nombres, caracteres y costumbres, que jamás geógrafo ni turista alguno pudo decir tanto. ¿Qué diremos de aquel cáliz donde, según la Dolorosa Pasión, Jesús consagró su sangre en la última Cena, que se había conservado en el arca de Noé, y después fué usado por Melchisedech, cuando ofreció su sacrificio de pan y de vino, símbolo de la Eucaristía? Todas estas cosas, repetimos, y otras aún más raras contadas en la Vida de C. Em., nos impiden decir: Digitus Dei est hic, el dedo de Dios está aquí. Notamos con evidencia, no diremos falsedades, pero sí, al menos, reminiscencias de cosas leídas, y que proceden de otra fuente, distinta de la luz divina, con la imaginación por principal elemento. Por otra parte, no ponemos en duda ni las virtudes de la Vidente ni su admirable paciencia, ni aun ciertas gracias extraordinarias, con que pudo ser favorecida; hablamos únicamente de los libros impresos, no sabiendo hasta qué punto reflejan las piadosas meditaciones de la misma Catalina Emmerich.
¿Qué podemos deducir de documentos tan legendarios, tantas veces manoseados y retocados, según el capricho y genio de los traductores? Una cosa que nos parece de gran importancia en la cuestión de que estamos tratando: que el fondo del relato, despojado de su excesiva vegetación de pormenores maravillosos, puede, no sin fundamento, ser tenido por verdadero. Sucede en estas obritas como en los Evangelios apócrifos, en los cuales, bajo mil fábulas, hallamos los dogmas capitales de la fe de los cristianos de entonces: la Trinidad, la virginidad de María, la Encarnación del Verbo, su divinidad, su muerte por la salud del mundo.

El monje Epifanio (1015), que no se ha de confundir con San Epifanio, Obispo de Salamina, en un discurso sobre la vida de la Sma. Madre de Dios, se vale más de una vez de los antiguos libros apócrifos. Él mismo lo confiesa, y declara que no lo ha hecho sin motivo:
"Si hemos tomado algo de libros apócrifos y aun heréticos, nadie nos acuse de ello como de un crimen; porque los testimonios que vienen de los enemigos, no por eso dejan de ser dignos de fe, dice el gran Basilio. El admirable Cirilo, Obispo de Alejandría, nos ha dado ejemplo...", etcétera. (Epich. Monach. Sermo de Vita sanctissimae Deiparae. P. G., CXX, 148.)
 Por tanto, siendo, cuando menos, verosímil que la substancia de esos relatos data del segundo siglo, ya desde esta época había una creencia explícita en la Asunción corporal de María; creencia que se consideraba fundada en la palabra de Dios, puesto que todos esos apócrifos concuerdan en presentar la Asunción como afirmada por Nuestro Señor delante de los Apóstoles (Aun cuando se supusiera que los Apóstoles no habían conocido la resurrección de María sino por la vista del sepulcro vacío, todavía podría creerse por la autoridad de Dios. Bastaría para esto que hubiesen estado inspirados para transmitirla como hecho cierto. De igual modo que creemos con fe divina los hechos que ellos escribieron bajo la inspiración del Espíritu Santo, así podemos creer con la misma fe lo que predicaron bajo la inspiración del mismo Espíritu). Así, pues, creemos que no va fuera de camino el admitir que la tradición que en el siglo II fué escrita y ordenada, como lo fueron otras con más de una leyenda, se remonta a los tiempos apostólicos.
Sea lo que fuere de esas inducciones y de esas verosimilitudes, dos verdades nos parece que quedan asentadas. De un lado, la Asunción corporal de María está contenida, por lo menos implícitamente, en las Escrituras, y se deduce de ellas, poco más o menos, del mismo modo que la inmaculada Concepción. Del otro, tenemos durante largos siglos una tradición unánime y constante, y esta tradición, tal como aparece desde el siglo VII, lo más tarde, ya en la Liturgia de las Iglesias, ya en las homilías de los Doctores y de los Padres, a la vez que aclara los textos de la Escritura, parece presentarse con los caracteres de una tradición primitivamente basada en el testimonio de Dios.
Notemos, además, que los mismos Padres, en sus homilías o en sus discursos, aun cuando se apropian, en parte a lo menos, las narraciones de los apócrifos, no fundan única ni principalmente sobre ellas la afirmación que hacen del misterio; ante todo, apelan a la palabra divina. Cierto que entre los textos de las Escrituras, que ordinariamente citan, hay varios que no se refieren a ]a Asunción de María sino en un sentido acomodaticio; pero no es menos cierto que ese recurso a las Escrituras nos induce a creer que, según los Padres, la resurrección gloriosa de la Virgen tiene de su parte la autoridad divina.
Parece, pues, razonable concluir que la creencia en la Asunción corporal de la Madre de Dios podrá, si la Iglesia lo estimare oportuno, ser propuesta como verdad revelada por Dios a la fe de los cristianos.

J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS... (Tomo I)

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